23 de abril de 2014

DEL “YO” AL “NOSOTROS"

 ALTERNATIVA AL COMUNITARISMO
Y AL INDIVIDUALISMO


Fundamentos teológicos de la comunidad
“Contemplado el hombre a la luz de la revelación cristiana, se deduce la dimensión social del proyecto creador de Dios: no es bueno que el hombre esté solo; voy a proporcionarle una ayuda adecuada (Gn 2,18). Esta afirmación evidencia que no es bueno para el hombre permanecer siempre en la soledad, privado de sus semejantes. Necesita del encuentro con el otro, ya que la existencia dialogal con sus iguales y con Dios le hace posible alcanzar su pleno desarrollo”[1]. Así lo afirmó el concilio VT II en la Constitución Gaudium et spes n. 25: Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación.
            Y, “porque el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26), en él se da la dimensión personal y la comunitaria-trinitaria, sin que ambas dimensiones se excluyan entre sí. Las dos deben darse en la vida humana, puesto que son constitutivas del hombre. Toda la vida trinitaria es un intercambio eterno de conocimiento y amor entre las tres divinas personas, y el ideal de la vida humana no es otro que ese mismo intercambio eterno, filial respecto a Dios, fraternal respecto a los hombres”[2].
                “La vida comunitaria implica una referencia fundamental a la vida trinitaria. En ésta halla su origen aquella, y la vida de comunidad debe intentar reproducir la trinitaria”[3].
                “La Iglesia, y como ella la comunidad monástica, no es más que la comunión de amor restaurada por la redención de Cristo, y destinada a trabajar para que todos los hombres de todos los tiempos y espacios se incorporen a esa comunión de amor”[4].
                La apertura al “tú” es la experiencia primordial del ser humano, aquella en la que tuvo su origen el yo, como entidad única-singular-irrepetible.
            El tú humano, no es simplemente algo distinto e indefinido, ni es tan solo género humano, sino que indica rostros concretos, palabras, gestos, interacciones a menudo complejas y también dolorosas, choques con una diversidad irreductible…; significa sentirse llamado de un modo personal y original, y sentirse responsable ante el otro, y a la vez necesitado de la presencia del otro, de ese tú particular; significa hacerse reconocer por él: “sin el otro distinto de mí, yo no soy nadie, al menos, desde el punto de vista comunitario”[5].
                El hombre, según la clásica antropología cristiana, es una “unidad dialogal espiritual”[6], y solo se realiza en su individualidad abriéndose al diálogo con Dios y con los hermanos. Para el cristiano, en efecto, conocer a Dios es un acto intersubjetivo, no sólo porque implica la apertura a otro, sino porque es un acto que tiene lugar dentro de una serie de mediaciones en varios niveles, ante todo la de la Palabra dicha por Dios y hecha resonar luego en la comunicación fraterna.
            El hombre es relación, nace de una relación y se abre enseguida a la relación; no se da un “yo” sin un “tú”; por otro lado, la perspectiva cristiana anuncia a un Dios-Relación que establece enseguida una relación privilegiada con el hombre, lo salva mediante la Redención, lo envía a la relación con los hombres sus hermanos, y le invita a una relación para siempre con Él, y a través de él, con todas sus criaturas.
La comunidad monástica fraternidad en Cristo
            Desde los principios de la vida cenobítica se dio una gran importancia a la vida común en fraternidad, centrada en Cristo, origen y meta de la comunión.
            “San Benito emplea para designar al monje la palabra hermano con preferencia a cualquier otra. La comunidad monástico-benedictina es una fraternidad. Un grupo de hijos de Dios, iluminados por una fe viva y sostenida por una gran esperanza, unen sus vidas para amarse y amar juntos a Dios”[7].
            La imagen que de la comunidad traza San Benito, es una comunidad totalmente basada en la fe, que busca a Dios en todo, y que vive amando a Dios y al hermano; comunidad con un único fin: buscar a Dios.
            “Vivir en profundidad esa fraternidad cristiana en un contexto carismático particular es la razón última por la que la comunidad monástica se forma y subsiste”[8].
La Eucaristía es vínculo de unión entre los hermanos
            “No es posible recibir la Eucaristía como un alimento privado para después encerrarse en el propio individualismo. Ella -la Eucaristía- nos une al Señor y en ese sentido nos une entre “nosotros”. Es vinculante, en el sentido de que nos hace miembros del Cuerpo de Cristo, cuya unidad se constituye en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión”[9].
            Por lo que comulgar, no puede entenderse en una perspectiva individualista, “Nuestra individualidad, del encuentro en la comunión, se abre, liberada de su egocentrismo e insertada en la Persona de Jesús, que a su vez está inmersa en la comunión trinitaria”[10]. Y desde ahí, mientras que nos une a Cristo, nos abre a los demás, nos hace miembros los unos de los otros, y nos une no sólo a los hermanos más próximos sino también a los que están lejos, en todas las partes del mundo.
De la centralidad del sujeto a la crisis del individualismo
            No ignoramos que llevar a la práctica lo dicho, tampoco es fácil en una sociedad en que se vive un casi exacerbado individualismo que conlleva una cada vez más profunda falta de sentido de la vida comunitaria.
            Más sin duda la evangelización de las distintas formas culturales va realizando una transformación en el seno de nuestras comunidades; así, según las épocas y las sociedades, la influencia del comunitarismo y también del individualismo se tornan desafíos en la propia conversión personal y comunitaria, por la que hay que luchar individual y comunitariamente también.
            “Es indudable que se ha producido una transición desde el valor central de la comunidad y del bien común, típico de una cierta fase histórica y una cierta concepción de la sociedad occidental de los cristianos, a la centralidad del individuo, con consecuencias evidentes, y sin embargo positivas, ya que los sujetos estaban al servicio del bien común, y ha hecho, cada vez más, que la sociedad se ponga al servicio de la realización de los sujetos y de sus necesidades: si en otro tiempo las instituciones (incluso la eclesiástica) intentaba crear practicantes militantes al servicio incondicional de la causa, luego las cosas dejaron de ser así, ocupando el centro no ya la causa, sino la persona, que exige realizarse a sí misma buscando su propio bienestar, y dentro de este bienestar se convierte, en alguien capaz de ser generoso y de comprometerse profundamente”[11].
Sin embargo se necesita un discernimiento claro entre personalismo e individualismo. Entre comunitarismo (más propio de generaciones anteriores) y vida fraterna en comunidad.
Es verdad que en estos últimos años, hemos podido observar que el individualismo se ha ido convirtiendo en un modo de actuar o de ser, en todas las formas de vida social, incluyendo la monástica.
Sin duda es por el afán de búsqueda de nuestra propia identidad, de algo que nos “distinga” en cierto modo de los que nos rodean. Mas eso, que en sí es positivo, nos suele encerrar tanto en nosotros mismos, que nos olvidamos del otro. Vivimos muchas veces las relaciones, centradas en nuestros propios intereses, siempre condicionadas por la utilidad que todo tiene para sí mismo. El “Otro” es visto como una amenaza real al “yo”, como alguien que me limita, me coarta, me condiciona. Es así que nos olvidamos de que para encontrarnos a “nosotros” hay que verse en los “otros”. Sin la conciencia de que sin el otro nunca podremos vernos o distinguirnos, ni tampoco de la falta de originalidad y eficacia que tenemos en la sociedad en que vivimos. La centralidad del yo, no responde hoy especialmente a las exigencias profundas del yo mismo; está como en acto un proceso de desilusión.
Actitudes que son constructoras de la comunidad cristiana
            El hombre de hoy -en nuestro caso concreto- el monje/a de hoy, al mismo tiempo que tiene conciencia viva de su propia dignidad personal, debe luchar por tener la conciencia refleja de su dimensión social y comunitaria. Debe saberse “persona, precisamente por estar abierto a otras personas y en relación con ellas”[12]
            La vida comunitaria como hemos visto más arriba, en todos los tiempos, condensa y resume todo el contenido de la vida religiosa y constituye lo más nuclear e integrador de la misma. No se trata de estar juntos, sino en estar unidos con Cristo y en Cristo, compartiéndolo todo, desde los niveles más profundos: experiencia de Dios, vivencia de la fe, amor de fraternidad, ideas, tareas, bienes materiales, etc.
            -Amar con amor total, renunciando a toda posible forma de egoísmo en su amor.
            -Vivir decididamente para los demás, en disponibilidad total de lo que es y de lo que tiene, dándolo todo y dándose a sí mismo sin reservas, comunicando no sólo los bienes materiales, y principalmente la fe y experiencia de Dios.
            -Estar siempre disponible para los demás, sin condiciones de tiempo o de lugar, y sin acepción de personas.
      Mi experiencia de esta alternativa al comunitarismo y al individualismo en una comunidad concreta
            Todo lo rápidamente dicho anteriormente, puedo afirmarlo con el conocimiento que da la propia experiencia, ya que en una comunidad concreta, convivimos las tres generaciones en las que se perciben muy bien, este proceso de tendencias: el comunitarismopersonalismo e individualismo, frente al “nosotros comunitario”.
            La generación de las mayores de 70 años, que han vivido ese comunitarismo, tan típico de una fase histórica ya pasada, en el que el valor central lo ocupaba la comunidad y el bien común, intentando estar al servicio incondicional de la causas, quedando la persona siempre un poco en la sombra.
            La generación de los 48-62 años, prima la persona, pero se da un discernimiento claro, entre personalismo e individualismo, busca y lucha por este equilibrio que no es fácil.
            La generación de las más jóvenes 28-36, prima la persona, y también la tendencia al individualismo no del todo positivo y equilibrado, al menos en la práctica.
            En este sentido, es una especie de simbiosis en la que hay vida y creo ser verdaderamente realista, si digo que también hay crecimiento espiritual, personal y comunitario. Por lo menos, se busca vivir en una “unidad dialogal espiritual” -como dijimos más arriba- insertada en la Persona de Jesús, que a su vez está envuelta en la comunión trinitaria.
Hna. Florinda Panizo



BIBLIOGRAFIA

Juan Pablo II, Congregavit nos in unum Crhisti amor, La vida fraternal en comunidad, Editorial PPC, Madrid 1995.
Pascual Augusto, El compromiso cristiano del monje, Ediciones Monte Carmelo, Zamora 1977.
Alonso Mª Severino, La utopia de la vida religiosa, Instituto Teológico de Vida Religiosa, Madrid 1985.
M. Tenace, “L’antropologia tra la filosofia e la teologia”, en Leioni sulla divinomanità, Roma, p. 395
Cencini Amedeo, Relacionarse para compartir, Ediciones Sal Terrae, Bilbao 2003.
Pons Perales Eduardo, Vivir el don de la comunidad, Ediciones San Pablo, Madrid 1995.
González Bocos L., Guerrero J. Mª, Discernimiento comunitario, Instituto teológico de vida religiosa, Madrid 1976.
Aparicio Rodríguez Ángel, Canals Casas Joan, Diccionario de la vida consagrada, Publicaciones Claretianas, Madrid 1989. 
 ______________________

[1] Eduardo Pons Perales, Vivir el don de la comunidad, Ediciones San Pablo, Madrid 1995, p. 21.
[2] Amedeo Cencini, Relacionarse para compartir, Ediciones Sal Terrae, Bilbao 2003, p. 21.
[3] Íbidem, p. 29.
[4] Íbidem p. 31.
[5] G. Anghisola a Paul Ricoeur, publicado en Avvenire, 27-VII-2001, 21.
[6] M. Tenace, “L’antropologia tra la filosofia e la teologia”, en Leioni sulla divinomanità, Roma, p. 395.
[7] Augusto Pascual, El compromiso cristiano del monje, Ediciones Monte Carmelo, Zamora 1977, p. 70-71.
[8] Íbidem p. 76.
[9] Cardenal Ratzinger, 22-XII-03.
[10] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad del Corpus Christi, 23-VI-2011.
[11] Amedeo Cencini, Relacionarse para compartir, Editorial Sal Terrae, p. 41.
[12] Severino Mª Alonso, La utopia de la vida religiosa, Instituto Teológico de Vida Religiosa, Madrid 1985, p. 126.

No hay comentarios:

Publicar un comentario