3 de marzo de 2015

LA LITURGIA MONÁSTICA BENEDICTINA-CISTERCIENSE (2ª parte)

"No anteponer nada a la Obra de Dio" RB

I.   LA LITURGIA BENEDICTINA EN EL SIGLO XII

         Una de las innovaciones de Cluny fue el desequilibrio entre el ora et labora de la Regla Benedictina.
A finales del siglo XI y principios del siglo XII se detecta en Occidente una gran sed espiritual y una inmensa generosidad en el seguimiento de Cristo. Muchas vocaciones, a quienes no satisfacía en absoluto el género de vida practicado en los monasterios tradicionales, las absorbió el movimiento eremítico.
A partir del siglo XII el único “ordo monasticus” se dividió en dos grandes familias según el color de su hábito: los monjes negros o Benedictinos y los monjes blancos o Cistercienses.

1.Monjes negros o Benedictinos

Los principios del siglo XII fueron especialmente prósperos, no sólo para Cluny, sino para los monjes negros en general. El monaquismo de Cluny, representante máximo del espíritu benedictino, resultaba para algunos demasiado vinculado a los asuntos materiales y para otros excesivamente preocupados en conferir al ritual una extensión y un esplendor que parecía inapropiado.
Hombres de toda clase y condición, entre ellos algunos obispos, trocaron el fasto del mundo por la humilde vida de los monjes. Europa entera está sembrada de casas religiosas, fundadas o reformadas por los cluniacenses, en las que comunidades  monásticas, verdaderas falanges celestiales, “se aplican día y noche a cantar las alabanzas divinas”; el profeta -así al menos puede creerse- tuvo que pensar en ellas cuando dijo: “Dichosos los que viven en tu casa, Señor; te alabarán por los siglos”[1]. Cluny es la viña de Dios que, como dicen los salmos, extendió sus sarmientos y produce frutos abundantes.
Da la impresión, por el conjunto de las fuentes históricas que nos han llegado, tanto monumentales como escritas -comentarios bíblicos, tratados espirituales, cartularios, crónicas, Consuetudines-, de que a lo largo de este siglo, la “tradición benedictina”, esto es, la de los monjes negros, sigue vigorosa, permitiendo aún a muchos ir a Dios por los caminos de la ascesis, en una existencia formada, iluminada por la oración litúrgica.
Los cluniacenses no participaron en el movimiento de renovación que sacude el monacato occidental; no están con los reformadores, como lo habían estado anteriormente, sino con los conservadores. Se les confían abadías para que introduzcan en ellas su observancia, pero por lo general se trata de monasterios en crisis
Se aferran obstinadamente a su papel de oratores. Como en los viejos tiempos de Carlomagno y Ludovico Pío, los monjes negros en general cifran su utilidad y su gloria en el papel de intercesores que se les había asignado, en ser ante el trono del Altísimo los cortesanos patentados que dedican lo mejor de su tiempo y de sus fuerzas a la alabanza divina. “Ser cluniacense significaba a la vez un honor, una salvaguarda y una garantía”[2].
La abadía parisiense de Saint-Denis, bajo el régimen del Abad Suger, se nos presenta como símbolo y paradigma de este monacato, que se consideraba ante todo como parte principalísima de la corte del Rey de la Gloria[3]. La Iglesia de Saint-Denis procedía de la tradición carolingia; era compacta, oscura, había que transformarla en un edificio luminoso. A Suger le encantaba la luz, el brillo, el oro, la plata, por razones teológicas. Las gemas, los cristales, todas las materias traslúcidas que habían fascinado a los jefes bárbaros, fascinaban ahora a los grandes señores del monacato. “La liturgia y la mística justificaban su uso”.
El Abad Suger se mantuvo firme en su convicción de que Dios merece lo mejor y que los elementos más nobles deben servir para realzar la celebración eucarística; que por medio de la belleza sensible, el alma adormecida se eleva a la auténtica Belleza; que las piedras preciosas, símbolos de las virtudes, ayudan al hombre a remontarse hasta el esplendor del Creador.

2.Luces y sombras

El panorama del monacato tradicional, tan luminoso a principios del siglo XII, se fue ensombreciendo más y más, sobre todo en su segunda mitad. Alcanzada la cúspide, empezó el descenso.
No se detectaban hechos escandalosos, ni se puede afirmar, generalmente, que la disciplina estuviera por los suelos. Más que de decadencia, tenemos que hablar de falta de dinamismo, de rutina, de desilusión, de tibieza, de dejadez, de modorra, de cansancio. Acaso se había insistido demasiado -y se seguía insistiendo- en ciertos temas: el paraíso del claustro, la Jerusalén celestial establecida en la tierra, la vida monástica pareja -si no igual- a la vida de los ángeles. No se puede idealizar en exceso si no se quiere caer en la evasión, tomando al pie de la letra lo que no son más que imágenes, metáforas y analogías; las evasiones son efímeras. En vano se pretende huir de la condición humana, débil y pecadora.
Se ha dicho y redicho que los cluniacenses tuvieron bastante pronto, por su única y verdadera función, la celebración de la liturgia, y que en lo demás, aun llevando una vida digna, no podían aspirar a ser dechado de perfección monástica. Cluny -el monacato negro en general- conservó la idea básica de los carolingios: el monje es esencialmente un orador, el hombre que ora, el intercesor por antonomasia. Todo lo demás gira en torno y en función de este concepto. Ahora bien, los abades, cluniacenses o no, quisieron mantenerlo a toda costa. Librar la salmodia de la Regla benedictina de las añadiduras que a lo largo de varios siglos la habían desfigurado, les parecía una especie de sacrilegio. Pedro el Venerable procuró aligerar un poco el peso que soportaba el coro monástico en las solemnidades. Los abades de la provincia de Reims, al parecer, tomaron a este respecto medidas bastantes más drásticas, pero, por lo general, las cosas siguieron como estaban. Los “santos abades” de Cluny y sus Consuetudines tuvieron más peso que San Benito y su Regla. Pedro el Venerable habla del “tedio de la prolijidad” de la salmodia.
Las quejas, cada vez más numerosas, que monjes y valerosos se atrevieron a formular, cayeron en saco roto. Uno de ellos, anónimo autor de una Reprehensio, afirma que en las solemnidades pasaban “casi toda la noche en el coro, en el  que permanecían hasta la hora de nona del día siguiente”[4]. Boto de Prüfening, en un tratado dirigido al papa cisterciense Eugenio III sobre la reforma de la Iglesia, escribe: El canto, en los monasterios, es “continuo”, sólo se interrumpe de vez en cuando por un momento (ad momentum), mientras se priva a los monjes de practicar los restantes ejercicios espirituales, a saber, la lectura, la meditación y el trabajo, “con los que el cuerpo podría ejercitarse y el espíritu hacer grandes progresos[5]. No era la falta de fervor, sino todo lo contrario, lo que animaba a los contestatarios. Los hay que, como los cistercienses, sueñan con volver a la pureza de la Regla. “Benito, nuestro santo maestro, para evitar el tedio determinó los tiempos de salmodiar, leer y trabajar a lo largo de la jornada, con tanta moderación y discreción, que los seguidores de su Regla no tuvieran motivo de expresar ninguna queja”[6]. Pero nada, o muy poco, se cambió, con evidente perjuicio del espíritu religioso. Porque no sólo -como observa Giovanni Lunardi- “la permanencia casi continua en la Iglesia, la recitación de innumerables salmos, la lucha violenta contra el sueño, el canto casi ininterrumpido debían causar mucho sufrimiento a la naturaleza humana”[7], sino que se llegó a creer que “el monje que recitaba el oficio entero y correctamente cumplía con su deber, aunque no estuviera siempre presente en su corazón”[8]. Esta era, precisamente, la trampa en que cayeron no pocos monjes: creían orar mucho, cuando en realidad oraban poco o tal vez nada.
Las Consuetudines y, con ellas, los dogmas monásticos de Cluny, habían penetrado prácticamente en todas las casas de monjes negros. En todas ellas, salvo excepción, se habían confundido Opus Dei y opus manuum. El verdadero y agotador trabajo de la comunidad, consistía en la celebración larga y solemne del culto divino. Al aferrarse a sus costumbres sin ceder un ápice, los monjes negros se condenaban a perecer -y ser- anacrónicos, hombres de otros tiempos. El inmovilismo no es vida, es muerte. Muere el espíritu de iniciativa, se debilita el fervor. Cluny ya no es la capital espiritual y cultural de otros tiempos. Desde que concluye el abadiato de Pedro el Venerable, el crecimiento se para. “A pesar de las apariencias, la Orden de Cluny es, hacia 1160, una orden de segundo plano”[9]. La elegía que compuso unos decenios más adelante otro Abad ilustre, Pedro de Celle, tiene acentos definitivos: “¡Oh señores, oh hermanos, oh hijos de Cluny!... Se entibió y se marchitó tanto fervor”[10].

3.Monjes blancos o Cistercienses

Los monjes blancos por excelencia fueron los cistercienses, que aparecieron cuando estaba a punto de expirar el siglo XI.
Al cabo de dos decenios ya se hablaba muchísimo de ellos, de su peculiar manera de entender la vida religiosa: se habían convertido en tema de controversia. Entretanto, se multiplicaron y avanzaban impertérritos en todos los frentes. A mediados del siglo XII ya se habían propagado por todo el Occidente europeo y Bernardo de Claraval descollaba poderosamente entre todos sus contemporáneos, como oráculo, árbitro y guía de la Iglesia y la sociedad.
Al ponerse en evidencia las llagas que afeaban -según San Bernardo en su Apología-, a los monjes negros, resaltaba al mismo tiempo la belleza incomparable del ideal monástico “puro” que él defendía y que encarnaban los monjes blancos del Císter. En la Apología “San Bernardo contrasta, con su estilo magistral y su fuerza arrolladora, a los monjes negros, ricos, pomposos y comodones, con los cistercienses, heraldos del nuevo monacato, profundamente reformado según los ideales gregorianos: pobres con Cristo pobre, viviendo del fruto de su propio trabajo manual, como los apóstoles; separados del mundo y sin ningún interés por él; parcos en el vestir y en todo lo que usan; moderados en el comer y beber; modestos en sus viviendas; sencillos y austeros, sobre todo en sus servicios litúrgicos, acercándose al exceso únicamente en materia de ascesis”[11].
Se ha dicho que los cistercienses trabajaban como campesinos y luchaban como caballeros; pero su ordo, el primero de los tres, era el de los que oran. Como todos los monjes y todos los clérigos, tenían un cometido especial en la sociedad: el de orar. Los monjes blancos no pudieron -o no quisieron- desentenderse de un esquema que los clasificaba definitivamente. Lo aceptaron a su manera: eran oratores. Pero no porque la oración fuera la razón de ser de su existencia, sino porque conforme a la Regla de San Benito, ocupaba en ella un lugar privilegiado: “Nada se anteponga a la obra de Dios”[12].
Los monjes blancos trabajan, leen y oran. Se esmeran en orar bien. La celebración de la liturgia es el centro de sus días y de sus vidas. Todas las proezas ascéticas, todos los atisbos fulgurantes del Espíritu, tienen su culminación en la liturgia, en el canto coral -preciso, unísono, vigoroso- de la comunidad de hermanos cuando celebra la “obra de Dios” o la Eucaristía. El canto del Oficio Divino transforma a los monjes, todavía cubiertos con el sudor del trabajo, en serafines, y los transporta de las breñas, de la fragua o de la curtiduría, a las regiones de los ángeles. El monje -como escribe uno de los mejores estudiosos del tema- “se sentía contento viviendo en una atmósfera sostenida y ceñida por la liturgia”[13].
Los primeros padres consiguieron restablecer el equilibrio entre las tres ocupaciones esenciales del monje benedictino: el Opus Dei, la lectio divina y el opus manuum, y lo consiguieron. Eliminaron del Oficio Divino todas las añadiduras de salmos, colectas, letanías, procesiones, etc., que lo desfiguraban, conservando tan sólo la misa conventual y el oficio de difuntos. La misa conventual diaria, no prevista en la Regla, era un tesoro espiritual demasiado valioso para echarlo por la borda; el rezo del oficio de difuntos estaba demasiado arraigado entre los monjes de una época en que el contacto -real o imaginario- con el mundo de los muertos era una experiencia de todos los días[14]. Ésta fue la primera reforma litúrgica de la Orden, que estuvo vigente durante un número indeterminado de años; fue en este período cuando los libros litúrgicos y el ritual cisterciense adquirieron su forma característica.
En el espacio de ochenta años se llevaron a cabo otras dos reformas, lo que bastaría para probar el interés, grande y sostenido, que manifestaban por celebrar una liturgia cada vez más rica y más adaptada a las necesidades de los monjes, pues la liturgia brotaba de la vida. Si en la segunda mitad del siglo XII se fue enriqueciendo -no siempre según criterios sanos- y se hizo abundante, espléndida, se debía a que correspondía a una nueva necesidad real. Si en tiempos anteriores había sido más sencilla, también correspondía a una necesidad real.
La liturgia primitiva de Cîteaux fue extremadamente sobria -“espartana”, dice Waddell-; sobria en medios materiales, pero indudablemente rica en frutos espirituales. No había muchas cosas en el monasterio que llamaran la atención de los monjes, ni siquiera había pinturas sagradas en los muros ni capiteles historiados; los religiosos podían concentrarse fácilmente en el sentido profundo de los salmos y en el significado de los pocos ritos que estaban ejecutando. Todo les invitaba a realizar en sus vidas la consigna de San Benito: “Que nuestra mente concuerde con nuestra voz”[15].
Los valores cristianos de autenticidad, humildad, pobreza y sencillez inculcados por la Regla benedictina, repercutieron en la vida de los primeros cistercienses. Rechazaron toda superfluidad, incluso en la liturgia. Decidieron suprimir todo lo que da pompa a las ceremonias, todos los objetos litúrgicos demasiado ricos.
La segunda reforma, que se inició hacia 1147, fue, en gran parte, una vuelta a los caminos trillados, dejándose de singularidades, aunque conservando mucho del antiguo espíritu de austeridad, autenticidad y fidelidad a la Regla[16]. “Nada de novedades ni ligerezas” -decía San Bernardo-, “sino cosas auténticas y clásicas que edifiquen a la Iglesia y respiren gravedad eclesial”[17].
La liturgia ocupaba lo mejor del día y parte de la noche. A las horas adecuadas, se celebraba el Opus Dei y la misa conventual, según una versión simplificada del rito galicano vigente en la provincia eclesiástica de Lyon[18]. Los monjes oraban de pie o de rodillas, nunca enteramente postrados[19], posiblemente porque era esta una postura de reposo; en realidad, para unos hombres que trabajaban mucho y andaban escasos de sueño, era una invitación a dormirse. Antes de cada una de las horas del oficio, a excepción de Completas en que tenía lugar al final, señalan los Ecclesiastica Officia la “oración particular”, que comprende el padrenuestro y credo; lo que no significa que se limitara a su recitación silenciosa[20]. Los monjes entraban y salían del coro durante los oficios, pero nunca mientras se cantaban los himnos[21], ni permanecían fuera de la iglesia durante más de dos salmos, ni salían al mismo tiempo más de dos hermanos que ocuparan puestos contiguos en el coro[22].
El oficio de difuntos diario, atestiguado por vez primera por Guillermo de Malmesbury[23], era una devoción muy enraizada en el mundo monástico; se han notado las semejanzas entre los sufragios por los difuntos de Cluny y del Císter primitivo[24]. Bajo la dirección de San Bernardo, se formó una comisión de expertos para reformar el canto de la Orden según el principio de simplicidad y austeridad. La devoción a la Virgen María iba abriéndose paso poco a poco en la liturgia: la misa conventual de los sábados era la de la Virgen[25]; en todas las misas debía recitarse una colecta mariana[26]; todos los días se hacía conmemoración de María en Laudes y Vísperas[27]. Un pasaje de la vida de Christian de l’Aumône atestigua que los cistercienses, a mediados del siglo XII, todavía recitaban el oficio cotidiano de la Virgen en privado[28]. En 1157 se prescribió para los que estaban de viaje o trabajaban en las granjas; en 1185 su recitación se hizo obligatoria en las enfermerías; sólo en 1373 se impuso a todas las comunidades: las horas del oficio de la Virgen debían preceder en el coro las respectivas horas del Oficio Divino. Es probable, con todo, que se celebrara el oficio diario de la Virgen en algunos monasterios desde mucho antes[29].
A la lectio divina se le consagraba todos los días el tiempo señalado por San Benito. Sin embargo, según todas las posibilidades, no se cumplía con ella como hubiera sido de desear. Es un ejercicio difícil por diversas razones y en la Edad Media lo era mucho más. Los jóvenes a veces carecían de la cultura necesaria para sacar provecho de lo que leían penosamente, otros ni siquiera sabían leer; como pronunciaban lo que leían, se estorbaban mutuamente; los libros escaseaban y eran de difícil manejo. Por eso, no debe maravillarnos que fuera precisamente durante la lectio cuando se les permitía celebrar misas públicas. Es significativa esta norma: “si alguno se cubre la cabeza mientras lee, póngase la capucha de tal modo que pueda verse si está durmiendo”[30]. Los Ecclesiastica Officia reglamentaban las misas privadas, que se celebraban antes de tercia; al monje que deseaba “cantar” misa, debían asistirle “dos testigos, uno de ellos clérigo que pueda ayudarle”[31]. Desde los orígenes hasta 1261, los cistercienses comulgaron bajo las dos especies de pan y vino; tomaban este último sirviéndose de una cánula[32].


II.     LAS PRINCIPALES REFORMAS LITÚRGICAS CISTERCIENSES A TRAVÉS DE LA HISTORIA

1.El Císter como reforma benedictina

Hacia 1097-1098, Roberto, Abad de Molesme, en la diócesis de Langres, abandona su monasterio al frente de veinte monjes para fundar, en la diócesis de Chalón, el monasterio de Cîteaux. Roberto fue el verdadero caudillo de la reforma cisterciense; tuvo que regresar a Molesme porque se lo mandaron sus superiores. De este modo la historia restituye a San Roberto “la entera paternidad de la fundación de Cîteaux, que sólo los acontecimientos no le permitieron llevar personal y perfectamente a término.
Más adelante cundió el ejemplo del abad. Cuatro monjes -entre ellos Alberico y Esteban- aspiran “al combate singular del desierto”: abandonaron el monasterio para retirarse al lugar de Vinicius. El obispo de Langres, su ordinario, de nuevo a instancias de los molesmenses, les mandó volver bajo pena de excomunión. Pero los cuatro se negaron a obedecer. Huyeron a la diócesis de Châlon, cuyo obispo les recibió de buen grado, y se instalaron en un bosque solitario llamado Cîteaux.
Bernardo de Claraval fue un contemplativo que en la flor de la juventud huyó del mundo a encerrarse en un monasterio cisterciense para vivir sólo para Dios, entregado a la oración y a la penitencia, alejado de todo ministerio pastoral. Pero en los planes divinos estaba previsto que tuviera una actividad apostólica intensa y resultara desbordante, por cuanto su alma se hallase cimentada sobre los dos grandes amores: Cristo y María, que siempre van unidos en los santos.
Los tres años transcurridos en Císter, en la escuela de Esteban Harding, fueron suficientes para forjar en Bernardo una espiritualidad sólida que se iría consolidando en el correr de los años. Sus enseñanzas eran fruto de la meditación asidua de la Palabra de Dios, por medio de la contemplación de los misterios de nuestra fe. Cumplía a maravilla el significado del lema característico de los contemplativos: contemplata aliis tradere, ofrecer a los demás el fruto de la contemplación. La doctrina brindada a sus hijos era eso, resultado de la rumia constante de la Palabra divina, que la convertía en vida propia, y de la fidelidad al soplo del Espíritu, que se derramaba efusivo en su alma por medio de abundantes gracias. Por eso sus escritos conservan un frescor perenne y siguen impactando a las almas que se acercan a ellos.
Císter es una de las reformas más célebres entre las que agitaron el mundo monástico a lo largo de los siglos X y XI. Gracias a Cluny, fundado en el 909, el monaquismo benedictino había alcanzado una expansión realmente extraordinaria.
El siglo XII se ha dicho que es el “siglo de los enamorados”. El amor es la razón de ser, la clave de toda la vida monástica. Los Padres cistercienses han estudiado el amor, han expuesto detenidamente los resultados de su investigación y de su experiencia en tratados especiales. El libro de poemas titulado el Cantar de los Cantares también podría denominarse “el libro del amor”. A los espirituales del Císter les gusta leerlo, paladearlo, investigar sus misterios, interpretarlo “como una crónica de los desposorios tumultuosos de Dios y del alma humana”[33].
Una de las características de los cistercienses del siglo XII, no eran las especulaciones sobre la contemplación y la mística: eran más bien exhortaciones a seguir penando en el “servicio de Dios” y progresando en el camino de la virtud, de la oración, hasta llegar a la meta. El realismo es una de las características de los cistercienses del siglo XII, especialmente de los ingleses. Sus sermones no eran especulaciones sobre la contemplación y la mística; eran más bien exhortaciones a seguir penando en el servicio de Dios y progresando en el camino de la virtud, de la oración, hasta llegar a la meta
Por el conjunto de los documentos primitivos, sabemos que los cistercienses, aquello que más apreciaban era poder seguir perfectamente la Regla de San Benito en toda su pureza y su integridad. Se sujetaron fielmente a las prescripciones de la Regla, sobre todo en lo concerniente a la liturgia monástica. En el Exordio Parvo leemos: “Tomando la rectitud de la Regla como norma para seguir todo el curso de su vida, se conformaron a ella y siguieron sus pasos, tanto para las observancias eclesiásticas- (eclesiásticas= litúrgicas) como para las otras. Pues habiendo dejado el hombre viejo se alegraron de haberse revestido del nuevo[34]. Con razón escribió el P. J. M. Canivez: “el principio generador de la fundación de Císter, el principio generador de la liturgia cisterciense[35]. Veía en esto el ideal de los primeros cistercienses: vivir la Regla de San Benito en su sentido original e integridad era su ideal. Por eso nuestros padres asumieron íntegramente la liturgia monástica benedictina, tal como la organizan los capítulos 8-20 (y 45, 47, 50, 52) de la Regla, pero ellos lo han hecho en su espíritu, y es el espíritu de una REFORMA.

2.Císter como una reforma litúrgica

Los más antiguos documentos conocidos sobre Císter son parte de una reforma litúrgica muy radical, introducida bajo el abadiato de Alberico en plena fase de fundación, y terminada bajo el abadiato de Esteban.
El programa de reforma de los padres fundadores de Císter encontró su plena realización concreta en la reforma litúrgica. Este solo hecho muestra hasta que punto estimaban ellos la liturgia.
La supresión radical de numerosas incrustaciones de oraciones y de oficios que, en el transcurso de los siglos -y sobre todo después de Benito de Aniano, el reformador y “fundador” del monaquismo benedictino-, habían ampliado el Oficio Divino previsto por la Regla de San Benito, ésta sería la primera selección, ya que cada día los añadidos representaban un centenar de salmos, que se añaden a los 37 (39) salmos previstos por la Regla. Los primeros cistercienses, partiendo del principio de la pureza de la Regla, tenían que ocasionar un conflicto. La tradición estaba tan anclada, que sobre ciertos puntos ellos hicieron concesiones al hecho inconmovible. Por ejemplo, conservaron el oficio diario de difuntos o también el capítulo diario y, principalmente, la misa conventual diaria que no tiene su fundamento en la Regla de San Benito. Un poco más adelante, introdujeron el Oficio Parvo de la Virgen. Tenemos una alusión a esta ruptura de la tradición en el capítulo Exordio Parvo cuando dice: “Ellos han roto los usos (Consuetudines) de ciertos monasterios, juzgándose demasiado débiles para llevar un peso tan grande”[36].

3.Etapas de la primera reforma litúrgica cisterciense

Uno de los primeros documentos referentes a la liturgia de Císter es una larga carta dirigida al Abad benedictino Lambert de Pothières al Abad Alberico de Císter[37]. La fuerza de este texto que Alberico había dirigido a este sabio gramático para pedirle cómo acentuar y comprender correctamente ciertas palabras del salterio latino, se reconoce ya allí la fuente de la autenticidad de los textos y de un justo desarrollo de las celebraciones litúrgicas que caracteriza los primeros cistercienses.
La revisión de la Biblia latina, fue una primera e importante etapa de la reforma litúrgica, emprendida muy verosímilmente bajo el abadiato de Alberico, continuada y acabada por Esteban. Se sabe que para este trabajo fueron consultados algunos rabinos. Fue un trabajo pesado que duró poco más de diez años, desde 1099 a 1109. Vista la importancia primordial de la Biblia, de la Palabra de Dios, para la celebración de la liturgia y para la vida monástica, se comprende que la obra de reforma de los cistercienses invirtiera tanto para obtener un texto tan fiable y auténtico de la Biblia como fuera posible. El fin de esta revisión de la Biblia de San Esteban Harding y su método, casi moderno y científico, son expuestos por Esteban en su Prólogo a Monitum[38].
Los cistercienses adoptaron el himnario ambrosiano de Milán hacia 1108-1113. Se esforzaron en esto por seguir fielmente la Regla de San Benito, que en muchas ocasiones utiliza el término “ambrosiano” en lugar de la palabra “himno”.Y, como el autor de estos himnos es San Ambrosio, obispo de Milán, es allí que nuestros fundadores fueron a a buscar los himnos para Císter. Lo sabemos de manera cierta por el Prologo o Monitum del Himnario cisterciense escrito por San Esteban[39].
Entre 1108 y 1113 los primeros cistercienses copiaron en Metz sus libros litúrgicos de canto (gradual y antifonario), e introdujeron en Císter la tradición musical de Metz. Esta ciudad tenía entonces la reputación de conservar una de las tradiciones más antiguas de canto gregoriano, siendo esto lo que incitó a nuestros Padres a acercarse allí[40].
Según el P. Crisógono Waddell, OCSO, que ha estudiado estas cuestiones de una manera profunda, los monjes enviados a Roma a fin de obtener del Papa Pascual II el “Privilegio romano”, trajeron de allí, a Cîteaux, el Sacramentario gregoriano (Misal)[41]
Así en el curso de los años que van de 1099 a 1133, final del abadiato de Esteban, se constituyó lo que podría llamar “liturgia cisterciense”. Con el correr de los años, la práctica monástica y litúrgica del primitivo Císter ha sido fijada por escrito y regulada hasta los mínimos detalles, lo que ha dado las Consuetudines, llamadas en nuestra tradición los Ecclesiastica Officia. Después de 1989, tenemos de ellas una magnífica edición latinofrancesa, dotada de notas substanciales y de índices[42]. Al lado de los Ecclesiastica Officia, uno de los testimonios más completos de la primera reforma litúrgica de Císter es el libro denominado Breviario de San Esteban Harding (hacia 1132), descubierto en 1939 en Berlín por el P. Konrad Koch (O. C.) Sobre la vida litúrgica de los fundadores de Císter, estas son las obras que nos dan una buena información.
Efectuada esta reforma litúrgica durante la fase de fundación, en los primeros años de Císter, cuando la comunidad era prácticamente poco numerosa, uno queda maravillado y se valora aún más el gasto considerable de fuerzas y de tiempo que esto exigió, si pensamos por ejemplo en  los largos viajes (a Milán, Roma, Metz). Toda esta reforma de la liturgia, en los inicios de Císter, demuestra hasta qué punto la liturgia era importante para nuestros Padres.
Císter comenzó a realizar su ideal con una reforma radical de la liturgia monástica benedictina heredada del pasado. En la reforma litúrgica se encuentra pues aplicada, de manera ejemplar, el ideal de reforma específica de los primeros cistercienses, y los cuatro principios que se distinguen claramente en esta reforma litúrgica son cuatro principios que inspiran toda la reforma cisterciense.
El primer principio, muy determinante, es el de la “integritas regulae”, la determinación de seguir integralmente la Regla de San Benito.
El segundo principio es el de la autenticidad, la preocupación por la verdad de los textos, de su fiabilidad, pero también, más genéricamente, la preocupación por la autenticidad de la vida monástica en todo lo que la constituye. Debe desarrollarse todo según las reglas (del arte). San Bernardo, en el prólogo al Antifonario, rinde testimonio a los Padres fundadores de Císter: “Ellos han velado con un religioso celo a no cantar para la alabanza divina más que los fragmentos reconocidos más auténticos[43].
El tercer principio, que hemos considerado hasta nuestros días como la tendencia, quizá, la más típica del monaquismo cisterciense, es el de la simplicidad. Los cistercienses, principalmente sobre este punto, eran “hijos de su tiempo”, estaban sensibilizados por la llamada a la simplicidad y a la pobreza entrada en la Iglesia en los siglos XI y XII por los influyentes movimientos de pobreza evangélica -vida evangélica y apostólica- que querían seguir pobres a Cristo pobre[44]. No se traducía solamente el principio de simplicidad por un “estilo de celebración” litúrgica simple, sino también por el despojamiento del arte sagrado y de la arquitectura de las iglesias concerniente a la simplicidad de los cálices y a los ornamentos litúrgicos. En el capítulo XVII del Exordium Parvum (reúne una suma de decisiones de los capítulos generales) son introducidas por esta frase: “Velaron después para que en la casa de Dios, donde ellos deseaban servir a Dios con devoción día y noche, no hubiera nada que oliera a ostentación (soberbia) o superflua vanidad (superfluitas), nada que algún día pusiera en peligro la pobreza (paupertas), guardiana de las virtudes, que ellos habían escogido de manera espontánea”[45]. Para los primeros cistercienses, no se trataba de cosas exteriores sino de interioridad. Si se la compara con la liturgia monástica benedictina contemporánea del siglo XII, la voluntad hacia la reducción[46], constatada en la arquitectura de los monasterios cistercienses, se verifica igualmente en todo el campo de la liturgia.
El cuarto principio es el de la unidad. Amor, unidad y paz: estas fueron las columnas sobre las que se edificó Císter, como lo testimonia la Carta de caridad. Una de sus máximas más típicas dice: “…nuestra voluntad es que tengan voluntad de vivir una sola caridad, bajo una sola Regla y según una manera semejante[47]. La Carta de caridad concretiza después esto para lo que hace relación a la liturgia: “… que ellos tengan el modo de vida, el canon y todos los libros necesarios para las horas diurnas y nocturnas, como para las misas, conforme al modo de vida y a los libros del Nuevo Monasterio[48].
Los libros, que deben ser en todas partes los mismos, son numerados en un estatuto del Capítulo General. Y son: el misal, el texto de los evangelios, el epistolario, el colectáneo, el gradual, el antifonario, el himno, el salterio, el leccionario, la regla y el martirologio[49]. Esto indica la alta estima de los primeros cistercienses por la liturgia. En toda la Edad Media es difícil hallar una orden religiosa que hubiera concedido tanto valor a la unidad, a la concordia y también a la uniformidad, que no lo hayan tenido los cistercienses. Esta es una constatación continua para los siglos posteriores hasta una época reciente. Hacia 1180-1186 -según la última constatación del P. Crisógono Waddel-, los cistercienses han creado un manuscrito-tipo, código litúrgico que obligaba a toda la orden, conocido como el Manuscrito 114 de la Biblioteca municipal de Dijón[50], y siguiendo con este “ejemplar”, que todos los libros litúrgicos de la orden debían ser copiados o corregidos.
Es verdad que el ideal de la uniformidad no ha podido ser realizado en su radicalidad, por razón de la expansión de la Orden, por el crecimiento de sus casas y también por la expansión geográfica y cultural.
Los estudios emprendidos actualmente demuestran que, en la práctica, los principios de reforma tan estrictos de los primeros Cistercienses, no han podido ser aplicados de manera absoluta mucho tiempo ni en todas partes, y pronto se debieron hacer concesiones a unas costumbres locales o a corrientes de ideas contemporáneas.
Pero, a pesar de todo, el espíritu primitivo de nuestros padres ha permanecido vivo a través de los siglos.
También la primera reforma litúrgica tenía sus límites y estos aparecieron muy especialmente en el canto, que los primeros cistercienses, en búsqueda de la tradición más auténtica, habían encontrado en Metz, y que daba visiblemente lugar a un gran descontento. La tradición musical de Metz era demasiado fuera de lo acostumbrado y no satisfacía a muchos puntos de vista. Después de la muerte de Esteban, 1134 -que, manifiestamente, se le había querido manipular-, el Capítulo General decidió revisar este canto y encargó de ello al Abad de Claraval, Bernardo. Él confió este trabajo a unos músicos competentes de la Orden, “los hermanos que se encuentren  y que fueran los más hábiles en el arte y en la práctica del canto”[51].

4. La liturgia: una de las fuentes principales de espiritualidad y de la literatura cisterciense

Al ser la celebración litúrgica el centro de las tres actividades principales de la jornada cisterciense-benedictina, ejerce una gran influencia sobre la espiritualidad y la cultura de los monjes y las monjas. La liturgia es el clima en el que ellos viven. En sus numerosos trabajos sobre la espiritualidad  monástica, Jean Leclercq, OSB, no ha cesado de decir cómo la liturgia impregna el universo espiritual de los monjes. Lo subraya particularmente en su libro, “El amor a las letras y el deseo de Dios”[52], hecho ya clásico. La liturgia era el lugar privilegiado -lo es siempre- donde los monjes y monjas reencontraron (reencuentran) la Sagrada Escritura y los escritos de los Padres de la Iglesia, haciéndola una fuente muy importante de formación monástica. Jean Leclercq ha demostrado cómo todo, en la vida monástica, se refiere a la liturgia: arte, arquitectura, poesía aritmética, astronomía y economía. Y él ha iluminado el parentesco entre “culto” y “cultura” diciendo: “La liturgia ha marcado con su impronta toda la cultura monástica[53]”. “Los sermones de San Bernardo son un subsuelo bíblico, un trasfondo litúrgico, dice Jean Leclercq en su libro San Bernardo y el espíritu cisterciense. Es una fórmula genial que puede ser aplicada a toda la literatura y espiritualidad cisterciense de los primeros siglos y de los siglos siguientes.
Siempre ha habido cistercienses para escribir sobre la liturgia. Hay que nombrar, entre ellos, al cardenal Juan Bona, uno de los pioneros de la ciencia litúrgica.
Entre los escritos de monjes y místicos, la liturgia y los textos litúrgicos están constantemente presentes, por ejemplo, en las santas de Helfta: Matilde de Hackebom y Gertrudis la Grande.
El P. Amadeo Hallier, en sus libros sobre San Elredo, “Un educador monástico” (París, 1959), nos da una buena clave para comprender la concepción cisterciense de la liturgia y su significado para la vida en el monasterio. Y se le comprendería mejor entonces, cuando en el monasterio la lectura de la Sagrada Escritura, las predicaciones en el Capítulo y las celebraciones litúrgicas están en conexión íntima, incorporadas a la unidad viviente. A partir de ahí, se puede decir que la liturgia era para el monje cisterciense del Medievo un lugar teológico “locus theologicus”, es decir, una fuente fundamental de su teología y de su espiritualidad.[54]

5. La primera y las otras reformas de la liturgia cisterciense: visión de conjunto

El movimiento de reforma benedictino de los cistercienses -en ningún modo el único en los siglos XI y XII, pero sin embargo uno de los más importantes y organizados- aplicó poco después de la fundación de Císter en el año 1098 sus ideas de reforma a la transformación y renovación de la Liturgia heredada de la tradición monástico-benedictina. Los primeros cistercienses emprendieron en este sentido, una reforma de la liturgia sistemática y claramente concebida, quizá verdaderamente la primera “moderna reforma de la liturgia”.
Esta reforma estaba determinada por los cuatro principios que caracterizan completamente también su entera obra de reforma. El primero: la observancia integral y genuina de la Regla de San Benito (es el principio más importante). El segundo: el principio de la autenticidad y veracidad. El tercero: el principio de la simplicidad y pobreza (una de las grandes aspiraciones de la reforma gregoriana y de las corrientes de renovación religiosa de entonces). Y el cuarto: el principio de la unidad y caridad.
Ellos -en sustancia- no crearon nada nuevo, sino que reformaron lo “antiguo” conforme a su nueva visión según sus criterios e ideales. Todo esto, en base al principio de la Regla y de la autenticidad, con tales exigencias, podía conducir propiamente a una ruptura con la tradición.
Los conceptos clave de los documentos de reforma cisterciense y los fundamentos de sus principios de reforma son: Razón (ratio), verdad (veritas), autoridad (auctoritas), naturaleza (natura). Los reformadores de Císter tomaron en consideración, todavía, un ulterior principio, que en este contexto puede maravillar: la debilidad de la naturaleza humana, que no debe agotarse ni en el servicio litúrgico[55].
Esta primera reforma de la Liturgia de los Cistercienses representaba una empresa muy exigente y dispendiosa. Requería una buena proyección y perfecta colaboración. También solicitaba el trabajo de la reforma mucho tiempo, ya que se alargó por treinta años. Alrededor del año 1130 -según la tradición manuscrita- es datable la primera reforma de la liturgia, aunque los libros litúrgicos más necesarios en el tiempo de la fundación de las cuatro primeras Abadías, hijas de Císter, podían haber sido ya usados en los años 1113-1115. El fundamento de la liturgia cisterciense se había puesto ya.
Poco después de la muerte del Abad Esteban Harding -que era el alma de la primera reforma, en el año 1134- tuvo lugar, la segunda reforma de la Liturgia. Ésta lleva la escritura de Bernardo de Claraval, a quien fue transmitida por la Orden. La creciente reprobación de la tradición musical de Metz era el motivo de esta reforma, que los primeros cistercienses, en su aspiración a la autenticidad, habían adoptado. Las melodías y el texto se demostraron -según testimonio de Bernardo- “como imperfectas, demasiado simples y decadentes en casi todo lo que exigían”[56].
Se impuso por lo tanto,  una reforma radical, para la cual  Bernardo consultó a especialistas, “hermanos que en el arte y experiencia del canto eran considerados, de modo especial, bien formados y expertos”[57]. Presupuesto para semejante reforma, era esta vez una teoría musical que se basaba sobre el principio cisterciense de la ratio, natura y recta canendi scientia, es decir, las “Regulae de arte música”[58], atribuidas por la investigación actual a un cierto Guido Von Eu (Guido Augensis), no conocido con exactitud, que debió ser Abad de Cherlieu. Sobre este fundamento surgió la así llamada “reforma de la música bernardiana”, el verdadero coral cisterciense, que se ha mantenido hasta hoy por todos los siglos y que fue estudiado de nuevo por los musicólogos en los últimos años.
El himnario también sufrió un cambio. Los himnos “populares”, eliminados en la primera reforma, fueron introducidos, en gran parte, de nuevo y repartidos entre Tercia y Completas, y los largos himnos ambrosianos de las Vísperas fueron divididos entre las Vigilias y los Laudes. Se acogieron también nuevos Oficios y las fiestas de María fueron enriquecidas con textos del bíblico Cántico de los cánticos, revelando así el influjo de Bernardo[59]. Esta segunda reforma de la liturgia muestra los límites de los principios de la reforma (especialmente del principio de autenticidad). Con la segunda reforma, el momento de la ratio tiene una función muy importante.
Sobre el año 1180-1182 acaeció aproximadamente la tercera reforma de la Liturgia que, sin embargo, no es muy importante. Únicamente se trató de una simplificación y reelaboración de ciertos textos y formularios litúrgicos, y se introdujo una serie de fiestas en el calendario cisterciense[60].
La cuarta reforma de la Liturgia, después del Concilio de Trento (1545-1563), fue más incisiva. Por una parte, bajo la presión de los monasterios que se cuidaban del cuidado de las almas, especialmente en Italia, y por el interés a los nuevos libros litúrgicos romanos; y por otra parte, se llegó a una romanización de la liturgia cisterciense. A la inteligencia del Abad general, Claude Vaussin, se debe que la Orden no renunció a su propia liturgia, que después de una larga lucha encontró una solución de compromiso, que comparte también el título de los nuevos libros de la liturgia cisterciense, por ejemplo: Breviarium cisterciense justa Romanum (1656), o también Missale cisterciensi justa novissimam Romani Recognitum correctionem (1657).
Alrededor de la mitad del siglo XIX, y después de una larga discusión sobre la legitimidad de la liturgia propia cisterciense, de nuevo fue confirmada por la Congregación de los Ritos, y en 1871 por el Papa Pío IX. La Orden de la reforma de los cistercienses de la Estrecha Observancia -Trapenses-, fundada en 1892, se dedicó de lleno a la revisión de los libros corales cistercienses contaminados en el curso de los siglos y los publicó de nuevo en la propia imprenta de la Orden de Westmalle (Bélgica).
Aconteció esto, sobre todo, en el siglo XX, y en colaboración con la Orden Cisterciense, los cistercienses de la Estrecha Observancia se han preocupado mucho por la recuperación de la antigua liturgia cisterciense. Y se procuró, a propósito, de cuidar y estudiar de nuevo la primitiva liturgia de los cistercienses, en los monasterios cistercienses nuevamente abiertos de Boquen (Francia, 1936), Hauterive (Suiza, 1939) y Poblet (España, 1940).
La que ha aportado grandes cambios después del Concilio Vaticano II (1962-1965), ha sido la quinta y última reforma de la Liturgia. Las dos Órdenes acogieron plenamente el espíritu de la reforma de la liturgia Renunciaron, en principio, al antiguo rito cisterciense y adoptaron para la Celebración de la Eucaristía y de los Sacramentos los libros oficiales romanos, con las correspondientes adaptaciones. Respecto a la Liturgia de las Horas, todos los monasterios han pasado del Oficio íntegro benedictino a formas nuevas simplificadas de la Liturgia de las Horas monásticas. Este paso significó por primera vez, en la historia del monacato benedictino y cisterciense, la ruptura con una secular tradición, y para los cistercienses, la renuncia del principio, tan determinante para los Padres fundadores, de la integritas Regulae. Este principio de la unidad, tan importante para los primeros cistercienses, ha perdido completamente su valor, aunque aún hoy entre las competencias del Capítulo General está el de reforzar la unidad. Los otros dos principios de la reforma de la liturgia primitiva cisterciense -autenticidad y simplicidad-, eran criterios válidos en la renovación de la liturgia exigida por el Vaticano II. El Ritual Cisterciense es uno de los más bellos frutos de la quinta reforma de la liturgia cisterciense[61]. El Ritual Cisterciense fue aprobado en el año 1995 por la Congregación para el Culto Divino: una síntesis lograda de conservación de la liturgia propia cisterciense y de la necesaria adaptación al tiempo de hoy y a la liturgia de la Iglesia entera.

Hna. Florinda panizo


[1] Sal, 83,5.
[2] D. Knowles, La Iglesia en la Edad Media, (Nueva historia de la Iglesia…, t. 2, Madrid 1997), p. 203.
[3] Para Suger y su obra artística puede verse: M. Aubert, Suger (Saint-Wandrille 1950); J. Leclerq, Comment fut construit Saint-Denis (París 1945); G. Duby, Tiempo de catedrales. El arte y la sociedad, Barcelona 1983, pp.129-136.
[4] Revue bénédictine (Maredsous) 46 (1934) 326.
[5] Cf. De domo Dei 3: Maxima Bibliotheca Patrum 21, 502.
[6] Ibid.
[7] Cf. M. Magrassi, La preghiera a Cluny e a Cîteaux, Edi. Ancora, Milano 1973, p. 682.
[8] Cf. A. Vauchez, La espiritualidad del Occidente medieval (siglos VII-XII), Madrid 1985, p. 76.
[9] Cf. M. Pacaut, L’Ordre de Cluny, París 1986, p.405.
[10] Cf. Ep. 159: PL 202,603.
[11] L. J. Lekai, Los cistercienses, Editorial Herder, Barcelona 1987, p. 36.
[12] RB 43,3.
[13] Chr. Waddell, La experiencia litúrgica de los primeros cistercienses, Cistercium 44 (1992) 225.
[14] Los domingos y fiestas de guardar tenían los cistercienses dos misas conventuales. En cambio, cuando el trabajo era excesivo, la comunidad se dirigía al trabajo y sólo los achacosos y ancianos asistían a la misa conventual.
[15] RB 19,7.
[16] Chr. Waddell, La experiencia litúrgica de los primeros cistercienses, Cistercium 44 (1992) 212-213.
[17] Ep. 398, 2.
[18] Descripción minuciosa de la Misa conventual de los días festivos: EO 53,1-148; de los días feriales, con un solo ministro: EO 54,1-17.
[19] J. M. Canivez, Le rite cistercien. Ephemerides Liturgicae 63 (1949) 1,32.
[20] EO, p. 407-408.
[21] Ibid., 106, 9.
[22] Ibid., 69,6.
[23] De gestis regué Anglorum 4,336. Adviértase que Guillermo sólo habla de “la vigilia” de difuntos, no del oficio entero.
[24] Cf. Nota 60.
[25] EO 37, 1-2.
[26] Instituta. 92.
[27] Ibid., 91-92.
[28] J. Leclerq, Le texte complet de la vie de Christian de l’Aumône, en Analecta Bolandiana 71 (1953) 41.
[29] L. J. Lekai, Los cistercienses: Ideales y realidad, Editorial Herder, Barcelona 1987, p. 334.
[30] EO 71,8.
[31] Ibid., 59, 10-15.
[32] L. J. Lekai, Los cistercienses: Ideales y realidad, Editorial Herder, Barcelona 1987, p. 335.
[33] Cf. J. Leclerq, Cultura y vida cristiana, Ediciones Sígueme, Salamanca 1955, pp.129-130.
[34] Ef. 4,22-24; Col 3,9-10; Orígenes cistercienses, p. 62.
[35] J. M. Canivez, Le rite cistercien. Ephemerides Liturgicae 63 (1949) 276-311.
[36] EP, Cap. XII.
[37] Edición de esta carta: J. Marilier: Chartes et documents concemant l’abbaye de Cîteaux (1098-1182). Rome 1961 (=Biblioteca cisterciensis, vol 1), 41-46 (nº 17).
[38] Orígenes cistercienses, 137-140; H. Brem/A. M. Altermatt, (ed.), Einmütig in der Liebe, 210-213.
[39] Orígenes cistercienses, 141-143; H. Brem/A. M. Altermatt, (ed.), Einmütig in der Liebe 208-209.
[40] A. M. Altermatt, Die erste Litrugierefom in Cîteaux, 132-133, 142; C. Waddell, The Origin and Early Evolution of the Cistercian Antiphonary in Memory of Thomas Merton. Par M. B. Pennington, Spencer 1970.
[41] Cf. C. Waddell, The Early Cistercian Experience of Liturgy. Rule and Life. An Interdisciplinary Symposium. Por M. B. Pennington, Spencer 1971.
[42] Cf. D. Choiselet/ P. Vemet, Les “Ecclesiastica Oficia” cisterciens du XIIème siècle. Texte latin selon les manuscrits edites de Trente 1711, Ljubjana 31 et Dijon 114. Versión Francesa, Reiningue 1989 (La documentatation cistercienne, vol. 22).
[43] Cf. La Summa Carta Caritatis, chap 4; Exordium Parvum, prologue, Origines cisterciennes. Les plus anciens textes, París 1998, pp.145, 147.
[44] Cf. Exordium Parvum, cap. 15, 9; ibid. 64; H. Brem/A. M. Altermatt, Ed. Einmütig in der Liebe 88/89. Cf. E. Werner, Pauperes Cristi. Studiun zu sozialreligiösen Bewegungen im Zeitalter des Reform-papsttums. Darmstadt, 3 1970.
[45] Exordium Parvum, cap. XVII, Orígenes cistercienses. Los textos más antiguos. París, Cerf, 1998, pp. 66-67.
[46] H. Hahn, Die frühe Kirchenbaukunst der Zisterzienser, Berlín 1957, pp. 97, 127 s.
[47] Carta queratitis prior, c; III, Orígenes cistercienses, París 1998, p. 89.
[48] Ibid.
[49] Cf. Decisiones capitulares nº X, Orígenes cistercienses nº IX, Los primeros cistercienses, p. 126.
[50] Cf. C. Waddell, Narrative and Legislative Texts from Early Cîteaux, ed. C. Waddell, Cîteaux, 1999, p. 412. 2.
[51] Cf. Bernard Von Clairvaux, Prologue à l’antiphonaire cistercien. Cf. M. Kunzler, Die liturgie der Kiirche 1995 (=AMATECA. Lehrbücher zur kattholischen Theologie, vol. X, 35-39. En français: M. Kunzler, La lirturgie de l'Eglise, Luxembourg-Paris 1997
[52] J. Leclercq, El amor a las letras y el deseo de Dios. Introducción a los autores monásticos de la Edad Media, Ediciones Sígueme, Salamanca 2009.
[53].Ibid, 233 ss.; 236 ss.
[54] Cf. G. Wainwright, Der Gottesdienst als “locus theologicus”; Der Gottesdienst als Quelle und Thema der Liturgie. Kerygma und Dogma, 28 (1982 248-258; G. Lukken, La liturgie comme lieu théologique irremplaçable. Questions liturgiques 56 (1975) 95-112.
[55] Cf. Le chap. 70, Ecclesiastica Officia; Cf. P. Schepens, L’office du Chapitre à Prime. Recherches de science religieuse 11 (1921) 222-227.
[56] Cf. A. M. Altermatt, Die erste Litugiereform in Cîteaux, 132-133,142; C. Waddell. The Origin and Early Evolution of the Cistercian Antiphonary in Memory of Thomas Merton. Éd: M. B. Pennington, Spencer 1970.
[57] Ibid.
[58] Edición traducción francesa e introducción: C. Maître, La réforme cistercienne du plain-chant, 108-223 (Edición). Para cuatro ulteriores documentos en el campo de esta reforma de la música cfr. Ebd. 65-69; C. Schweizer, Zisterziensische Choralreform, 145.
[59] Cf. C. Waddell, Chant cistercien et liturgia, in: Bernard de Clairvaux. Cf. A. De Vogüe, Septies in die laudem dixi tibi. Aux origines de l’ínterprétation dún texte psalmique, in: Regula Sancti Benedicto Studia ¾ (1975) 1-5. R. Locatelli, 287-306, especialmente: 300-303.
[60] Cf. C. Waddell, The Early Cistercian Experience of Liturgy, pp. 99-100. Cf. Summa Carta Caritatis, chap 4; Exordium Parvum, prologue, Origines cisterciennes. Les plus anciens textes, París 1998, 101, 44; H. Brem/A. M. Altermatt (ed.), Einmütig in der Liebe. Die frühesten Quellentex te von Cîteaux, Langwaden-Brepols 1998 (=Quellen und Studien zur Zisterzienserliteratur, vol 1) 40,60.
[61] Cf. Rituale cisterciense iuxta statuta Capituli generalis sive O. Cist. Sive O. C. S. O. necnon decreta sive generalia sive particularia Congregationis de Cultu Divini et disciplina sacramentorum post Concilium Vaticanum II, Langwaden, 1998.

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