18 de febrero de 2011

Cap IV DE LA REGLA BENEDICTINA

Capítulo IV de la Regla Benedictina
LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS



Introducción

Una regla monástica no es un tratado de teología ascético-mística. No hay que buscar, pues, en la RB grandes disquisiciones sobre los vicios, las virtudes, la oración, la contemplación; para todo ello remite san Benito a la Escritura, a los Padres y a las obras propiamente monásticas (cf. 73, 2-6). Sin embargo, de forma más o menos aparente, más o menos soterrada, recorre y vivifica todo el código benedictino una savia espiritual de gran riqueza, como se puede comprobar no sólo en el prólogo que ya es una , catequesis preciosa, también en los capítulos que a primera vista parecen tan ajenos a las cosas del espíritu, como el relativo al mayordomo. Pero el corpus ascético propiamente dicho, considerado por la tradición como la base y fundamento de la espiritualidad benedictina, lo forma un grupo de cuatro capítulos dedicados enteramente a exponer una serie de directrices ascéticas, una doctrina sobre algunas virtudes consideradas, a no dudarlo, como básicas para la vida del monje: el capítulo IV, que trata de “los instrumentos de la buenas obras”; el V, sobre la obediencia; el VI, sobre la taciturnidad; el VII, sobre la humildad.

El capítulo IV, simple catálogo de máximas morales que, salvo excepción, no ocupan más de una línea, tiene apariencia de bloque errante. Con todo, un examen detenido prueba no sólo que buena parte de su terminología y su contenido doctrinal se hallan en los capítulos V, VI y VII, sino que forma con ellos una unidad literaria, los prepara y, hasta cierto punto, anticipa su doctrina, de manera que ha podido escribirse: “Los capítulos sobre la obediencia, el silencio y la humildad no hacen más que desarrollar y elaborar ciertos instrumentos de las buenas obras. En cuanto a estos capítulos, hay que decir que las virtudes que tratan están, conforme nos las presenta el autor, muy relacionadas entre sí.


El capítulo IV de la RB es un capítulo muy valioso sobre el que merece la pena detenerse para analizarlo y meditarlo en profundidad.

Tal y como se ha dicho anteriormente, el grupo de capítulos que van desde el IV al VII han sido considerados como la base y fundamento de la espiritualidad benedictina. Así se puede entender en función de su contenido doctrinal, que unifica a todos ellos siguiendo un mismo hilo conductor. Así, al principio del capítulo IV, san Benito dice que hay que amar a Dios ante todo, siendo esta idea reiterada al final del capítulo VII, enmarcando así, en este grupo de capítulos, al amor como principio y fin.

La fuente del capítulo IV es, esencialmente, la Sagrada Escritura, pero también la enseñanza ética de la Iglesia antigua, la espiritualidad del martirio, del bautismo… Toda esta enseñanza de la Iglesia antigua aparece en este capítulo con esa expectativa, además escatológica, de la Iglesia antigua, pero la fuente inmediata es, substancialmente, la Regla del Maestro.

San Benito solo dedica un capítulo al Arte espiritual; en cambio, en la RM[1] hay cuatro dedicados al arte espiritual (RM, 3-6). Es interesante comprobar que san Benito no habla de arte santo sino de arte espiritual; esto constituye una diferencia con la RM. Ya en el título habla de las herramientas, instrumentos de las buenas obras, y esta expresión es mucho más práctica, tiene que ver con la praxis, con cómo aplicar estos instrumentos. Esta es otra gran diferencia entre san Benito y el Maestro, y es que san Benito dice que el abad también debe emplear estos instrumentos. No se trata solamente de un compendio para la enseñanza del abad -como dice la RM-, sino que también el abad tiene que emplear estos mismos instrumentos. Asimismo, hay otra diferencia al final del capítulo relativo a estos instrumentos: san Benito omite la descripción del paraíso, mientras que en la RM sí aparece esta descripción. San Benito descarta esta descripción porque él quiere que los monjes usen estos instrumentos en la tierra, que hagan las cosas aquí, en la tierra


Este capítulo IV es una colección de sentencias; se trata de palabras que hay que recordar, palabras que se pueden repetir, frases breves al modo del libro de los Proverbios, o como los catálogos de virtudes y vicios de la Biblia. Tiene también cierta analogía con el capítulo XXXI que habla sobre el mayordomo, en que se citan las cualidades que éste ha de tener. De igual forma, el capítulo LXIV, sobre el abad, y el capítulo LXII, mantienen esta semejanza con el capítulo que nos ocupa.

Este capítulo podríamos decir que es un bautismo, una catequesis bautismal. El trasfondo es este y hay muchas cosas que, en realidad, valen para todos los cristianos. No se trata de cosas que valgan solo para los monjes, sino que se trata de una breve exhortación moral sobre la vida cristiana, que es, por tanto, deber de todos los cristianos.

Los dos primeros versículos podrían titular todo el capítulo IV: amar a Dios y amar al prójimo. Estos mandamientos del amor contienen en sí mismos todos los demás mandamientos. Así, el Evangelio indica que todo está incluido ahí: el que vive realmente esto, este amor a Dios y al prójimo, cumple todos los mandamientos. Sin embargo, la forma de demostrar este amor por Dios y por el prójimo, es respetando los mandamientos de Dios, de ahí que los primeros preceptos de este capítulo se tomen del Decálogo: no matar, no cometer adulterio, no robar…

El versículo 6 de este capítulo habla de no codiciar. La codicia es, de por sí, algo negativo, algo peligroso. Sin embargo, es interesante el hecho de que san Benito en su Regla utiliza esta palabra en sentido positivo. También en el v. 46 de este mismo capítulo IV habla que podemos tener un anhelo espiritual, un impulso del espíritu: la codicia del espíritu es una dinámica que nos lleva a Dios. Por lo tanto, y en este contexto, san Benito vuelve a usar la palabra codicia para expresar esta idea de deseo espiritual fuerte, para impulsarnos hacia Dios. San Benito es muy valiente a la hora de usar esta palabra ambivalente: el peligro es que esta codicia también puede orientarse en contra de Dios.

San Benito exhorta a anhelar la vida eterna con toda la codicia del espíritu (concupiscencia-codicia) La concupiscencia puede ayudarnos a ir a Dios con todas nuestras fuerzas. De este modo, el Espíritu de Dios puede actuar en nuestra vida.
El capítulo IV resume las obligaciones de la vida cristiana en 72 preceptos a los que se denomina «instrumentos de las buenas obras», y que están basados principalmente en la Escritura, bien de forma indirecta o literal.


En la Sagrada Escritura aparece citada la «vida eterna» en los siguientes libros:
Salmo 133,3; Daniel 12, 2; Mt. 19,16; Mt 19,29; Mt. 25,46; Mc. 10;17; Mc 10,30; Lc 10,25; Lc 18,18; Lc 18, 30; Jn 3, 15-16; Jn 3,36; Jn 4, 14; Jn 4,36; Jn 5,24; Jn 5,39; Jn 6, 7; Jn 6,40; Jn 6,47; Jn 6,54; Jn 6,68; Jn 10,28; Jn 12,25; Jn 12, 50; Jn 17,2; Jn 17,3; Hch 3,46; Hch 13,48; Rm 2,7; Rm 5,21; Rm 6,22; Rm 6,23; Gal 6,8; 1 Tim 1,16; 1 Tim 6, 2; 1 Tim 6, 19; 2 Tim 2,10; Tit 1,2; Tit 3,7; Heb 5,9; Heb 9,12; Heb 9,15; 1 Pe 5,10; 1Jn 2; 1Jn 3,15; 1 Jn 5,11; 1Jn 5,20; Jud 1,21.

En estas referencias bíblicas aparece de manera literal; sin embargo, de forma indirecta, aparece en muchos más fragmentos del texto bíblico.

En la misma Regla encontramos también en más capítulos de forma literal las palabras «vida eterna». Es muy importante conocer toda la Regla en su conjunto, porque con frecuencia se puede explicar el significado de un capítulo con otro/s capítulo/s, haciendo exégesis.

En la Regla aparece las palabras «vida eterna» en:
Prólogo 43; RB IV,46; RB V,3; RB V,10; RB VII,11; RB LXXII,2; RB LXXII,12.

Vida eterna. Estamos de paso en este mundo, y no hay cosa más prudente para el hombre que tener fija la mirada en el término adonde se dirige.
Esta visión le pone en la pista de la realidad de la vida, que está ligada a una realidad trascendental, Dios, donde tiene su origen y adonde, en definitiva, se orienta. El tiempo es breve, pero esta brevedad no le resta nada de la importancia decisiva que tiene frente a la eternidad que se avecina. San Benito explica bien en la Regla las postrimerías, aunque no conserva el orden cronológico.

El anhelo de lograr la meta suspirada constituye la aspiración constante del monje. Esta meta será la unión definitiva con Dios, su visión cara a cara en la beatitud eterna. San Benito la hace objeto de una concupiscencia espiritual, a la que el monje debe darse por completo, sin miedo ninguno y con todas las energías de su ser. El goce de aquella unión con Dios lo prepara con el deseo ardiente de obtenerla, manteniéndolo a través del tiempo. Este anhelo es el rayo de luz que, en medio de las tinieblas de la vida, le envuelven; es como una ilusión que abriga en su corazón y lo dilata, siendo para él vivo acicate que le impulsa a correr por los caminos de la perfección. Nótese que, literalmente, el texto del patriarca es como sigue: “Desear la vida eterna con toda la concupiscencia espiritual”.

Del versículo 44 al 47 del capítulo IV, san Benito nos habla de los novísimos: temer el día del juicio. Esta es una relativización que nos ayuda en la vida monástica de hoy: temer el día del juicio. Con la realidad de la muerte frente a nosotros, muchos pequeños problemas, muchas peleas, juegos de poder, muchas discusiones y enfrentamientos en nuestra vida, pierden importancia y gravedad porque sabemos perfectamente que hay algo más importante que todo esto. Cuando fallece una hermana en nuestra comunidad, cuando asistimos a esta hermana, realmente nos damos cuenta de que todas estas peleas y discusiones no son importantes, porque lo importante no es sino aquello que nos trasciende.

En este versículo 46, «anhelar la vida eterna con toda la concupiscencia del espíritu», San Benito usa la palabra concupiscencia. Emplea esta palabra, más bien ambigua, en sentido positivo; así, la concupiscencia podría ser también una fuerza que nos permite ir hacia Dios. Esta palabra que utiliza san Benito, probablemente para el Maestro sería una palabra infame.
Todos estos instrumentos expuestos en el capítulo IV nos permiten abrirnos a la acción del Espíritu, siendo así que la vida espiritual no es más que una apertura al Espíritu. Para ayudarnos a esta apertura en nuestra vida espiritual, san Benito nos encomienda perseverar en los siguientes aspectos: novísimos (v. 44-47); temer el día del juicio (v. 44); sentir terror del infierno (v. 45); suspirar con todo el afán espiritual por la vida eterna (v. 46); tener cada día presente ante los ojos la muerte (v. 47).

Pensar en el futuro y en la muerte inspira el presente, y san Benito quiere que después de pensar en el día del Juicio final volvamos a nuestras tareas del día a día, por lo que se ratifica que la escatología en este capítulo IV no es una fuga de la realidad.

San Benito pone este instrumento en nuestras manos, que es de mucha importancia en nuestra vida ordinaria: desear el Cielo. Este deseo nace en nuestro corazón si tenemos la fe despierta. El Cielo es la vida desprendida de los sentidos, en compañía de los santos, de los ángeles, con Dios y en Dios.

Denota poca fe no desear el Cielo y el monje tiene que ser un hombre que tenga sus ojos continuamente fijos en el Cielo. Más o menos implícitamente, el deseo del Cielo ha estado presente en su entrada en el monasterio, ya que la búsqueda de Dios verdadera lleva implícita el deseo del Cielo.

Si llevamos una vida un tanto austera para la carne, es para alcanzar la gracia para que todos nuestros hermanos lleguen a la vida eterna, ya que el Cielo es la patria y esta vida es el viaje hacia ella. El pensamiento del Cielo encierra fuerza y valor para todo, y hace mirar al horizonte para ver si se descubren ya las montañas de la Patria. Para el verdadero creyente, es un consuelo pensar que cada día está más cerca del término, del día más hermoso de su vida, en el que se le anuncia que ha llegado al fin de su carrera.
Pero no todo deseo del Cielo es igualmente puro. Se puede desear el Cielo para escapar de los males presentes, del fastidio de una vida sin sentido, por deseo del gozo. Este no es el deseo impaciente que san Benito quiere ver en sus hijos cuando nos dice que deseemos con todas las fuerzas, con toda la codicia espiritual, el Cielo.

El deseo que nos propone san Benito es un deseo puro y sobrenatural. El Cielo para el monje es Dios. Dios contemplado cara a cara. Dios amado, Dios poseído. La penosa búsqueda de Dios en la vida de oración deja lugar a la visión beatífica, a la contemplación sin esfuerzo. La unión velada e imperfecta que recibimos a través de la gracia santificante, se trasforma en la posesión intima y perfecta de Dios. En una palabra: el Cielo es la liberación definitiva del pecado y sus consecuencias, el abrazo eterno de Dios y del alma.

He aquí por qué el monje, cuya vocación es buscar a Dios, cuya vida entera está orientada a esta búsqueda, ha de suspirar por este Cielo tan deseado que le permitirá gozar eternamente de Dios.

Tal es el deseo del Cielo que ha de tener un hijo de san Benito. Y, además, quiere que este deseo sea ardiente. Y no como consecuencia de estar hastiado del mundo, pues el hastío del mundo, si está solo, únicamente puede producir amargura e impaciencia, no puede producir ese ardor que san Benito nos propone. El amor de Dios es el que inflama este deseo. Cuanto más amemos a Dios, más desearemos verle, amarle, poseerle.

Por otra parte, la meditación del Cielo y nuestros suspiros por él, servirán no poco para aumentar el ardor de nuestro amor. Mirando al Cielo, descubrimos allí un lugar que Dios, con todo su amor, nos ha preparado desde toda la eternidad.

Y ante esta contemplación exclamaremos: “¿Quién me dará a mí alas de paloma para volar y descansar? Dios mío, por ti suspiro, mi alma tiene sed de ti. ¿Cuándo veré tu rostro?”Si amamos ardientemente a Dios, desearemos también ardientemente el Cielo. Miremos al Cielo y esta mirada acrecentará nuestro amor a Dios. Solo de este modo podremos amar a los demás con un amor auténtico, con el mismo amor que nosotros recibimos de Dios y al que deseamos entregarnos con toda la concupiscencia-codicia de nuestro espíritu. Tendemos a hacer divisiones entre la vida contemplativa y la activa; en cada individuo, en comunidad o en la sociedad, podríamos ver este instrumento que nos propone san Benito en su capítulo IV en el versículo 46, como un instrumento poco práctico, y demasiado místico, que en nada nos compromete con respecto a nuestra entrega y amor a cada hermano. Es una visión muy errónea y, por desgracia, muy extendida aún entre los que nos decimos seguidores de Jesucristo, porque el único amor que merece ser dado y recibido es el mismo amor que nosotros recibimos de Dios. Es más: nosotros no podríamos amar si no recibiéramos antes el amor de Dios, manantial del único amor verdadero y eterno, ya que Dios es amor (1 Jn 4, 8). Es decir, si yo, como monja cisterciense, anhelo la vida eterna con toda la concupiscencia de mi alma, en tanto en cuanto este anhelo es auténtico, tanto más auténtico será mi amor para con cada hermana/o. Porque este deseo no me exime de vivir entregándome en la praxis, tal y como el Señor lo desea, tal y como Él quiere ser amado en cada una de mis hermanas de comunidad y en cada alma que el Señor quiera encomendarme de manera especial, y en todas las almas, porque nuestra entrega unida a la de Cristo ha de ser universal, siempre.

Hay un aspecto de la vida monástica que es sorprendente: el acento puesto en las postrimerías. Pronto se descubre en ello una plenitud de paz y alegría porque todo va dirigido a la visión de Dios. Parece que el hecho de poner tanto esfuerzo en practicar virtudes y evitar vicios tiene que conducir a la dispersión; pero no es así, todo está relacionado y unido en el vínculo del amor. Cuando éste crece, el monje progresa, como naturalmente lo hace en todas las virtudes ejercitadas con aquel anhelo de vida eterna a la que san Benito quiere conducirnos, al orientarlo todo hacia el interior, hacia lo esencial. Por tanto, cuando estamos tentados de vanidad, de pereza, del mal humor o de celos, pensemos que el campo de batalla no está en la superficie. El combate se entabla en nuestro interior.


Es como si san Benito nos preguntara: ¿quieres la vida eterna?, ¿vives en la presencia de Dios?, ¿te alimentas de su Palabra?, ¿oras con frecuencia? Todas estas preguntas son llamadas a la interiorización. Y sabemos que el combate interior por la vida eterna se realiza en íntima unión con Dios, aquí y ahora; por eso se nos dice que estrellemos contra Cristo los malos pensamientos, puesto que en este combate Él ya ha vencido.

Tales son los instrumentos del arte espiritual. No precisamente para que queden consignados por escrito en este capítulo de la Regla, sino para ser manejados –nótese con qué vigor se indica la continuidad del trabajo ascético – “incesantemente, día y noche”. Es una labor que no admite descanso ni vacaciones. Sólo la muerte temporal pondrá fin a la misma. Entonces será el momento de retornarlos y recibir la paga por el trabajo realizado. ¿Y cuál es la paga? En realidad, no la conocemos exactamente, ni podemos conocerla. El Maestro, siempre dispuesto a hacer alarde de sus dotes de escritor imaginativo, brillante y barroco, intercala aquí una soberbia descripción de las delicias del paraíso inspirándose en la apócrifa Visio Pauli[2]tierra resplandeciente, ríos, riberas cubiertas de arbolado, frutos de estos árboles, órganos, voces que cantan, la ciudad rutilante donde resuena sin cesar el aleluya… (RM 3,84-89). Con una sobriedad de la mejor ley, se limita san Benito a aducir un texto paulino: “lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2,9). Esto es lo mejor que puede decirse de la inconcebible, la inimaginable recompensa.

Arte –u oficio–, instrumentos, taller, incluso la remuneración del amo para quien trabaja: todo queda perfectamente claro. Sólo los obreros –que hacia el final del capítulo hablan en primera persona del plural (v.76-78)– no se nombran explícitamente. Pero nadie duda de que los obreros son los monjes. Ya vimos en el prólogo (v.14) cómo el Señor buscaba a “su obrero” en medio del gentío. Y en el capítulo VII, el monje se considera como “obrero” en medio del gentío así como “obrero purificado ya de sus vicios y pecados” (v.70) cuando haya coronado todos los grados de humildad.

Esta es, pues, la visión de la vida monástica que se desprende claramente del catecismo en forma de máximas que es el capítulo IV de la RB. El monje es el obrero de Dios, que en el taller del monasterio y en compañía y comunión de otros obreros que forman su familia religiosa, trabaja día y noche en un oficio enteramente espiritual, manejando unos instrumentos también espirituales, que son las virtudes, y esperando de la gracia y la misericordia de su Señor que, el día bendito en que éste le pida cuentas y él le devuelva los instrumentos, pueda recibir al fin la recompensa de sus afanes. “lo que ojo nunca vio ni oído oyó…”

San Benito, nos invita, mediante este instrumento de las buenas obras, a anhelar con toda la “concupiscencia” espiritual la vida eterna, a entregarnos totalmente a Dios, de tal modo abiertos a la acción de su Espíritu en nosotros que lo transmitamos tal como lo recibimos a los hermanos, a cada hermano.

Buscando información sobre este instrumento del capítulo IV de la Regla de san Benito, me ha sorprendido la tendencia a separar este instrumento junto con los llamados Novísimos, explicándolos como instrumentos que el monje utiliza en su relación directa con Dios, comprendo esta forma de pensar y catalogar estos instrumentos, pero corremos el riesgo de no percatarnos que son el fundamento para que los demás instrumentos que decimos más prácticos, o con más relación a los demás, se vivan con autenticidad desde el mismo amor que nosotros recibimos de Dios. Es así como podemos darnos a los demás, siendo Cristo para el hermano y amando a Cristo en el hermano.

Si anhelamos con toda la codicia de nuestro espíritu la vida eterna, si es auténtico este deseo, en nuestra vida para con los demás se transmitirá este deseo de Dios, viviendo abiertos a su acción, recibiendo y dando lo que de Él recibimos.
Me pregunto: ¿hay un instrumento de las buenas obras más “práctico” que este? si de verdad anhelamos la vida eterna con toda la concupiscencia de nuestro espíritu, si somos consecuentes cumpliremos o más bien viviremos el resto de los instrumentos que san Benito expone en este capítulo IV, amaremos a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, y desde este mismo amor amaremos al prójimo como a nosotros mismos.


Yo nunca catalogaría el instrumento «anhelar la vida eterna con toda la concupiscencia del espíritu» como un instrumento que únicamente se refiere a la relación del monje con Dios, ya que esta relación si es auténtica, esta unión a Dios ha de influir ineludiblemente en la entrega del monje a Dios en cada hermano.


                                             Hna. María Anunciación Montoro (O.Cist)
Monasterio Cisterciense de  Casarrubios
- San Benito. Su vida y su Regla. Dirección e introducciones de D. Colombás García M. Versiones de D. León M. Sansegundo y comentarios y notas de D. Odilón M. Cunill.
Ed. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Madrid MCMLIV.
- La Regla de San Benito. Introducción y comentario por Colombás García M. Traducción y notas por Iñaki Aranguren. Segunda edición Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Madrid MCMXCIII.
- Regla del Maestro. Regla de san Benito. Ildefonso M. Gómez O.S.B. Zamora 1988. Ed. Monte Casino.
- Vida espiritual en clave monástica. D. Eufrasio Carretón, O.S.B. Madrid 1997. Ed. Covarrubias.
- Breve comentario espiritual sobre la Regla de San Benito. Denis Huerre. Zamora 1987. Ed. Monte Casino.


[1] Regla autor anterior a la de Regla de  San Benito,  que algunos historiadores se la atribuyen a él mismo, escrita en su juventud.
[2] El Visio Pauli: o Apocalipsis de Pablo , fue escrita en el siglo IV y pertenece al Nuevo Testamento Apócrifos .