21 de noviembre de 2011

NO ANTEPONER NADA AL AMOR DE CRISTO


       
 
      INTRODUCCIÓN[1]

          Es difícil elegir uno de los instrumentos de las buenas obras que S. Benito enumera en el capítulo cuarto de su Regla, pues de todos se puede sacar mucho provecho, incluso en nuestro siglo XXI tan alejado al siglo que S. Benito vivió. Pero es quizás este “instrumento” que he elegido el que sin duda puede contener en sí todos los demás, pues sin este amor al Señor, ninguno de los demás instrumentos tendría valor alguno; sin Cristo, el monacato no tiene sentido, sin este amor a Cristo, la Regla no tendría razón de existir.

       Sobre este capítulo cuarto, podemos realizar una brevísima presentación: Además de observar los diez Mandamientos –incumbencia de todo hombre y con los que S. Benito comienza este capítulo-, los monjes deben practicar los otros “instrumentos de las buenas obras”. Como S. Benito dice, debemos en primer lugar, amar a Dios sobre todas las cosas, y amar después al prójimo como a nosotros mismos.

       Se ha de manifestar esta misma medida de amor y respeto mutuo entre los miembros de una misma comunidad, es decir, se han de respetar los derechos de cada uno de los demás hermanos.

       Pero para poder realizarlo, se debe hacer uso constante de todos los “instrumentos de las buenas obras”, evitando todo lo que pueda disminuir o perjudicar el buen nombre del “otro”. Por tanto, se debe crear un hábito de caridad en las relaciones interpersonales, aprovechando las oportunidades que ofrece la vida en común, olvidando el chismorrear, la detracción causar daño a través de la murmuración o la falta de cooperación.

       Asimismo, mediante un genuino interés por las necesidades de los demás en lugar de preocuparnos por las nuestras en exclusiva, creceremos en el propio conocimiento, que desarrolla aquella humildad, base de toda virtud.

       Entre otros medios de perfeccionamiento espiritual, también S. Benito tiene en cuenta pequeños consejos que matizan la vida del monasterio, los deferentes aspectos de renuncia, abnegación y sujeción de la carne al espíritu, dominando las tendencias inherentes a la naturaleza humana, los pensamientos y verdades profundas que rebasan los límites el tiempo y que introducen al monje en un ambiente de eternidad, y una serie de otros medios de santificación más específicos de la vida monacal.

       Se ha interpretado de varias maneras la frase instrumenta bonorum operum. Pero dando de mano a sutilezas inútiles y teniendo presente el final del capítulo (v. 75-78), resulta evidente que aquí se trata de “instrumentos” de trabajo, naturalmente en sentido metafórico, que el monje debe emplear constantemente en la obra de su perfección espiritual.

       Como S. Benito no sigue un orden lógico se podrían agrupar estos instrumentos según un esquema que facilita la comprensión de este capítulo:

       1-9: El decálogo.

       10-13.: Abnegación y renuncia.

       14-19: obras de misericordia.

       20-21: Absolutismo por Cristo

       22-23: Dominio de las malas tendencias espirituales y corporales.

       44-47: Novísimos.

       48-73: Otros medios de santificación:

       48-49: guarda de sí mismo;

       50: manifestación de la conciencia;

       51-54: silencio y seriedad;

       55-56: lectura y oración;

       57-58: compunción;

       59-64: superación del orgullo y de la sensualidad;

       65-73: ejercicio de la caridad.

       74: Abandono en las manos de Dios.

       75-78: Exhortación conclusiva.

       La mayor parte de estas sentencias proceden de la Sagrada Escritura, y el resto, de una tradición difícil de precisar, aunque es posible hallarlas en escritos anteriores a S. Benito y al Maestro[2].

       “Éstos son los instrumentos del arte espiritual”[3]. A primera vista, la forma de las sentencias aparece como un sermón de moral, pero cuando la consideramos más detenidamente, descubrimos que se trata de nuestra relación con Cristo; Él es el principio y el fin de estas prescripciones. Él es su cumplimiento. Él es la vida eterna, el gozo profundo, la incesante oración, la alegre penitencia. ¿Cómo podríamos, por ejemplo, tener sin Cristo constantemente ante la vista, la amenazadora muerte? Con Él, ya no es la destrucción inútil de la vida. Y ¿cómo podríamos llorar cada día nuestras culpas pasadas? S. Benito no exige que estemos constantemente mirándonos y analizándonos, sólo quiere que expongamos a la luz radiante de Cristo todo nuestro ser y la dejemos penetrar en él, precisamente porque somos tan pobres y débiles. En Él nuestras más sencillas acciones quedan transfiguradas.

       Estos instrumentos son llamados del arte “espiritual”. Porque, entendiendo esta palabra en su sentido pleno, se refiere al Espíritu Santo que obra en nosotros y purifica nuestro corazón. El Espíritu que habita en nosotros disuelve la aparente contradicción entre alegría y renuncia. Por esto, según la intención y la praxis de la Iglesia, oración y ayuno son inseparables. Toda ascesis cristiana es amor y conduce al amor.

       La última frase tenemos que leerla con atención: “La oficina donde hemos de practicar con diligencia todas estas cosas, es el recinto del monasterio…”[4]Donde y con diligencia. Aquí, en el monasterio, con diligente amor, pues el monasterio es el lugar donde se aprende y ejercita la caridad en toda su plenitud.

       Presentados los instrumentos, S. Benito invita –y se invita- a poner manos a la obra. Vale la pena, dice: ¡Es tan grande el premio!

       “Si los usamos día y noche, sin cesar, y los devolvemos el día del juicio, nos recompensará el Señor con aquel galardón que tiene prometido: Que ni ojo vio, ni oído oyó, ni el hombre entendió lo que Dios tiene preparado para los que le aman

 

1- No anteponer nada al amor de Cristo

     

     “Nihil amori Christi praeponere”. Esto es lo que S. Benito nos propone como uno de los instrumentos de las buenas obras que él cita. Esta idea es básica en la Regla y con palabras casi iguales, la repite varias veces[5].

         Que nada se ha de anteponer al amor de Cristo. Es una idea medular en la Regla. Es la ciencia de las ciencias, que el monje ha de aprender y ha de llevar a la práctica en la escuela del servicio divino, que es el monasterio[6].

         El amor tiende instintivamente a crear una jerarquía entre las personas a las que se ha de amar. Lo supone este instrumento. Por eso, pide, de manera tajante, que la parte más alta de la pirámide de todo lo que nosotros podamos amar, la ocupe Cristo. Por encima y antes del amor a Cristo, no ha de haber nada –nihil praeponere-. Algo muy fácil de comprender y aceptar, pero no tan fácil de llevar a la práctica.

         Este instrumento proclama el absolutismo por Cristo; no puede existir para el monje la neutralidad entre los dos reinos que se oponen mutuamente: el de Jesucristo y el mundano. Las costumbres monásticas llevan consigo todo un acervo de formas totalmente opuestas y a menudo, incomprendidas por el mundo. Tiene éste sus principios y de ellos arranca su vida y su actuación, con normas y puntos de vista que le son propios y que el monje ha abandonado en absoluto, Cuando el monje quiere acortar las distancias que le separan del mundo, corre el riesgo de ser arrastrado por su fuerza atractiva y deleitosa que le privará de acercarse a Dios. Y por lo mismo, su vida no tendrá razón de ser si no es abandonando el mundo totalmente, para no tener otro amor, ideal y objetivo que Cristo. Éste es el centro de sus ilusiones y aspiraciones todas, el centro de gravedad de toda su vida espiritual.

         Este instrumento es, en realidad, una formulación sólo verbalmente diferente del primero y mayor de todos los mandamientos (y que aparece también como primer instrumento que S. Benito cita): Amarás al Señor con todo el corazón… Se nos dice con todo. Pero este todo no es exclusivista, sino complexito: a Dios y en Dios, a todo. Esta jerarquización de nuestro amor (de la que ya hemos hablado), no supone una disminución del amor hacia nadie. Todo lo contrario: es una potenciación de nuestro amor a todos los niveles. Cuando, del horizonte de nuestro amor, desaparece el amor a Dios, o simplemente el amor a Dios es suplantado de hecho por toros amores, nuestra capacidad de amar se debilita y trastorna, tiende fatalmente a convertirse en egoísmo, en un amarse a sí en los demás, para terminar, casi irremediablemente, en una utilización de los demás o en un falso amor a sí mismo; y es falso, porque, en definitiva, el amor desordenado a sí mismo es autodestructivo.

         La santa Regla, claro eco, como siempre del Evangelio -que es su fuente suprema, pues S. Benito escribe: “…sigamos sus caminos, tomando por guía el Evangelio”[7], nos pide, de forma contundente, que no antepongamos nada al amor de Cristo. Pues bien, si somos sinceros y, sobre todo, si tenemos suficiente clarividencia, habremos de confesar que, por desgracia, en la práctica, aún anteponemos no pocas cosas al amor de Cristo. Suele suceder que, por atolondramiento, o por deformación inconsciente de la conciencia, o por otras causas, pensamos que nuestra vida espiritual no va mal en este punto, que hacemos todo lo que podemos. Esto no es verdad nunca. Siempre nos queda no poco camino por recorrer. ¿Quién no antepone algo al amor de Cristo?

         Descubrir esto es una gracia de Dios. Verse pobre, pero saberse, al mismo tiempo, capaz, con la ayuda de Dios, de superar esa pobreza, es la mejor prueba de una buena salud espiritual.

         La actitud de S. Pedro, antes y después de la Resurrección, es modélica. Antes, Pedro se creía capaz de todo… y sucumbe vergonzosamente; se fiaba de sí. Luego, cuando ha experimentado su miseria y ha contemplado el triunfo del Maestro, Pedro se sitúa correctamente: Tú sabes que te amo… que te amo yo, Pedro. El que hace sólo unos días te traicioné, el que dijo que no te conocía, el que te abandonó cobardemente. Pedro ha palpado con toda crudeza su miseria, y ha palpado también la misericordia sin límites de Dios. Ahora sí está dispuesto de verdad a no anteponer nada al amor de su Maestro, ahora que conoce y acepta sus limitaciones.

         ¡Ojalá se diera en nosotros la madurez del Pedro de después de la Resurrección! Que pudiéramos decir de corazón siempre, conscientes de nuestro negro pasado, humildemente, pero seguros que el Señor nos sigue amando aún: Señor Tú sabes que te amo

         El secreto de una vida espiritual sana y con futuro, es un amor sincero y humilde. El que ama sinceramente es incombustible, porque el amor es una fuerza que tira incansablemente de uno hacia el objeto amado. Es como un imán que arrastra y es arrastrado. El peligro está ñeque el amor se desvirtúe. Y el amor se desvirtúa, cuando el orgullo se abre paso, entra en uno. Y del amor hace egoísmo. El humilde soslaya instintivamente este escollo, porque la humildad es luz y es alarma que permite ver las cosas como son y ver los riesgos que pueden presentarse.

         El Pedro de antes de la Resurrección ama sinceramente, pero a su modo: seguro de sí, infravalorando a sus compañeros, plus his. El Pedro de después de la Resurrección es ya otro: Tú sabes que te amo… que te amo a pesar de ser quien soy.

         A la luz de los textos del Nuevo Testamento que nos hablan de Cristo, comprendemos cómo S. Benito, cuya regla está completamente sometida a la luz de la caridad”[8], tiene razón en exhortar a sus discípulos a “no anteponer nada al amor de Cristo[9]. El amor es el único medio que tiene el hombre para entrar en una verdadera relación con Dios y con sus hermanos. Hablamos del amor que procede de una fe viva. Es la ilusión de la vida del monje. El ideal que le hace avanzar en el camino de la perfección. S. Benito, parece no saber terminar sin recordarlo una vez más. La adaptación y configuración perfecta con Cristo es la obsesión del alma del Patriarca, y quiere dejarla en herencia a sus hijos. Es un amor exclusivo (que no exclusivista, como ya apuntamos), absorbente, intenso y perenne que envuelve al alma y la arrastra, desprendida de todo, en pos de Aquel que la nutre cada día con su propia sustancia, la eleva con Su gracia y ha de saciarla un día con la visión de Su esencia.

         Tal vez la proximidad del precepto contenido en el instrumento 21 con los que inmediatamente le preceden le fue sugerida a S. Benito por el testo de Santiago: La religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y las viudas en la tribulación y no dejarse contaminar por el mundo [10]. Lo cierto es que los instrumentos 20 y 21 son de carácter general, que ambos están estrechamente ligados entre sí y se complementan mutuamente, y que tienen como meta orientar la vida, señalando la dirección que hay que evitar y el camino que conviene seguir. Nos encontramos nuevamente con la alternativa ya señalada desde el Prólogo: el mundo o Jesucristo en su absoluto antagonismo; no es posible permanecer neutral: hay que pertenecer por entero a uno o a otro.

       Pero si nos alejamos del mundo no es sino para acercarnos más a Dios. Ningún amor creado por una hermosura creada podrá superar el amor que nos une a Cristo. Esta sentencia era del agrado de S. Benito que la repite en el capítulo 72 de su Regla[11]. Los comentaristas indican Mt 10, 37-38 como fuente de este texto, pero parece más bien de inspiración patrística. En la Vida de S. Antonio leemos: Su palabra, llena de encanto, consolaba a los afligidos, enseñaba a los ignorantes y reconciliaba a los desunidos: exhortando a todos a no anteponer nada al amor de Cristo[12]. Y S. Cipriano había escrito también en su tratado del Padrenuestro: No anteponer nada absolutamente a Cristo[13], porque Él no antepuso nada a nosotros.

         Este “no anteponer nada”, debe ser enérgico, rotundo, con la fuerza de lo irrevocable. Una vez por todas, el monje ha colocado el amor a Cristo por encima de cualquier otro amor.

         Y es que un monje, se propone sacar de sí un Cristo. Lo primero que tiene que hacer es tomárselo en serio, resolverse: La vida no es broma, ni se resuelve con paños calientes: “Ante todo, amar a Dios Señor de todo corazón, con toda el almacon todas las fuerzas” (primer instrumento citado). Los siguientes hasta el noveno, le dicen que no se puede amar a Dios de pico: hay que ser honrado y bueno de verdad. Pues si su meta va a ser resultar un Cristo, necesita conocerle, estimarle hasta ser capaz de todo lo que sea preciso: No anteponer nada al amor de Cristo[14]. Esto es vital.

 

2- Catena Christi: El cristocentrismo de S. Benito

         Si existe una Regla monástica cristiana, ésta es la de S. Benito; Su Regla empieza con Cristo[15]  termina con Cristo[16]. Pero entre el principio y el fin de la Regla el nombre de Cristo reaparece a menudo, y el recuerdo de la doctrina, del ejemplo, del amor de Cristo, se adivina constantemente en todos los textos legislativos del Código. Comparando la Regla de S. Benito con las Colaciones (Colationes) de Juan Casiano, se percibe que S. benito ha procurado unificarlo todo –lo legislativo y lo espiritual-, en la presencia y vivencia cristocéntrica. Mientras Casiano prefiere exponer los caminos y modos de alcanzar la perfección[17], S. Benito repite que nada debe preferir el monje al amor de Cristo[18] y que nada antepongan absolutamente a Su divina Persona[19]  pues sólo Él puede conducirnos a la vida eterna.

         Pocas fórmulas en efecto, suenan en el Código con tanto vigor preceptivo y exhortatorio como nihil amori Christo praeponere[20], “Christo omnino nihil praeponant”[21]. Este absolutismo por Cristo es para el monje de la escuela benedictina la meta  convergencia de toda sus ilusiones y aspiraciones, y el centro de gravedad de toda su vida espiritual tal y como nos dice Colombás. El crisitocentrismo de S. Benito en su Regla es prueba fehaciente de su particular carisma monástico.

         Realmente, el abandono de la casa paterna y de todo por parte de S. Benito, nos recuerda también las vocaciones apostólicas[22]  las condiciones de la renuncia absoluta que Jesús exige a los invitados a seguirle [23].

         En efecto, es posible descubrir en la vocación de S. Benito una reproducción de las vocaciones apostólicas. Su vocación es una vocación de raíz evangélica y recuerda asimismo el prototipo de la vocación monástica, igualmente evangélica: La de S. Antonio Abad, según la describe S. Atanasio (Vita Antonii, 2). Es, sin duda, el dejarlo todo (familia, casa, bienes, estudios, un futuro prometedor, la posibilidad de formar una familia, etc.), con el único objetivo de buscar a solo Dios y por el único motivo del puro amor absoluto de Dios. Si tenemos además presente el cristocentrismo que S. Benito imprime a su Regla y que cifra esplendorosamente en el axioma nihil amorem Christi praeponere, no anteponer nada al amor de Cristo y casi idéntico en[24], no nos quedará  duda alguna ya que la propia vocación del patriarca de los monjes de Occidente ha sido tal como la expresaría en su obra: una auténtica vocación evangélica, es decir, del seguimiento de Cristo, de la búsqueda de Dios en Cristo, del amor total a Cristo. Y es que en la Regla no hay nada que se salga del Evangelio; este mismo instrumento que comentamos es un claro exponente de que la Regla está basada en el Evangelio, en Cristo.

         En este instrumento, S. Benito da una llamada de renuncia al mundo y todo lo que lleva consigo Su amor. En este instrumento ofrece la motivación de esta renuncia: para seguir a Cristo. El seguimiento lo expresa aquí, de un modo radical, y que siempre será actual.

No preferir nada al amor de Cristo. Lo más radical está en el “nada”. Y la finalidad es llegar al amor total a Cristo.


 3- Vida litúrgica y “no anteponer nada al amor de Cristo”

S. Benito describe largamente el Oficio Divino –el Opus Dei-, al cual no se ha de anteponer cosa alguna[25] -ada, pues, se anteponga a la Obra de Dios- ero esta expresión de Opus Dei revestía para los antiguos una significación más extensa, abarcando la totalidad de la vida ofrecida a Dios. S. Benito, sin embargo, le da un sentido más restringido: para él, el Opus Dei es el Oficio Divino. Además, en la Regla, S. Benito da algunas notas sobrias sobre la oración personal, en el capítulo 20, que trata de las disposiciones interiores del que ora, y más genéricamente en el capítulo 4 sobre “los instrumentos de las buenas obras”.

La vocación del monje, como la de todo cristiano, es la unión con Dios y para éso es necesario no anteponer nada a Cristo o como dice también el capítulo 72, 11: No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo; sin esto, no pensemos en lograr dicha unión íntima y personal con Cristo; tal unión, el monje busca realizarla, en la fidelidad a los impulsos de la gracia, ya en esta vida, y en ella tal unión sólo puede darse en la oración. La Regla dirige los actos del monje, ordena su vida, establece sus trabajos, de modo que le sea posible mantener esa orientación hacia Dios en  un clima de oración que es donde encontraremos que solo Dios es el Único que llena nuestra vida y al que no es lícito anteponerle nada. Toda la vida del monje es Obra de Dios, pero hay un sector privilegiado de ella que lo es de manera particular, hasta acaparar la denominación.

S. Benito usa la misma expresión, con el verbo praeponere, para referirse una vez a la Obra de Dios: Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios[26], y dos veces a Cristo y Su amor. “No anteponer nada al amor de Cristo[27]no anteponer absolutamente nada a Cristo[28]. Es significativa esta aproximación, que confirma el sentido totalizante, por su representatividad, de la Obra de Dios, acercada ahora al mismo Cristo. En la oración, el amor a Cristo encuentra su expresión, se vuelca el deseo de Dios y se realiza lo que es central para la vida monástica. Cristo, modelo y maestro, así es constantemente presentado en la Regla, es cercano y asequible, y está en una relación continua con el monje que nada debe anteponer a Su amor.

 CONCLUSIÓN

         Este capítulo cuarto no es más que una colección de preceptos, consejos, sentencias y normas de vida cristiana y monástica, redactados en forma breve que facilita su memoria. Por lo común proceden de la Sagrada Escritura o son principios de moral cristiana ya existentes en otros autores.

         Este capítulo de la Regla, a nadie se le hubiera ocurrido, ni hoy ni en los siglos próximos pasados, incluirla en una regla destinada a personas consagradas. En este capítulo, en efecto, aparecen los grandes principios de iniciación a la vida cristiana, como los mandamientos, las obras de misericordia, los pecados capitales, los novísimos, etc; junto, es verdad, a otros principios de alta espiritualidad. Es que S. Benito como todos los maestros del monacato antiguo, tenían muy claro lo que hoy, tal vez, no lo tenemos tanto: que la vida espiritual ha de regenerar al hombre desde sus raíces, y que, si esto no se hace, se construye sobre arena. Claro que S. Benito se apresura a abrir horizontes muy amplios y muy altos y a urgir al monje a lanzarse hacia ellos[29].

         Como hemos podido ver, este instrumento de “no anteponer nada al amor de Cristo”, es quizás uno de los más importantes, sin excluir a los demás, pues como ya apuntamos, el monje se hace monje por amor a Cristo y todo lo hace por él. Ningún sentido podrían tener la mayoría de estos instrumentos, si no están referidos a crecer en Cristo, este es el sentido último de todos estos instrumentos. Si Cristo no está presente en ellos, muchos se quedarían en simples preceptos morales; pero S. Benito, en este capítulo, por activa y por pasiva introduce siempre a Dios y a Cristo para que no olvidemos el por qué de estos instrumentos y así, ya el primero que cita es el más importante y es el primero también dentro de los Mandamientos: “Ante todo, amar al Señor Dios de todo corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”: In primis Dominum Deum diligere es toto corde, tota anima, tota virtute[30].

         No me quiero extender en esta conclusión, pues ya hemos comentado este instrumento, pero quiero terminar con una frase del Santo Pontífice, Benedicto XVI que nos recuerda que el monje no debe anteponer nada al primer trabajo que le debe ocupar (la alabanza divina, la oración), es decir, que no debe anteponer nada al amor de Cristo.

         

Sor Marina Medina Postigo

BIBLIOGRAFÍA

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Santiago Cantera Montenegro, Descubriendo a S. Benito, el hombre de Dios. Meditaciones y reflexiones sobre el Libro II de los Diálogos de S. Gregorio Magno, Ediciones Monte Casino, Zamora 2006.


[1] RB  4, 21
[2] El Maestro, tiene una lista de instrumentos casi idénticos a la de S. Benito. Como título, el Maestro escribe: Cuál es el arte santo que el abad debe enseñar a sus discípulos en el monasterio (véase Regula Magistri).
[3] 4, 75 RB
 [4] 4, 78 RB
[5]  5, 2; 72, 11 RB
[6][6][6][6] Pról 45 RB
[7] Pról 21 RB
[8] Pedro el Venerable, Leerte 111 a S. Bernardo, Constable, vol. I, p. 285.
[9] 4, 21; 72, 11 RB
[10] Sam , 27
[11] En este capítulo 72, aparece la misma sentencia pero formulada de una manera más intensa: “No anteponer ABSOLUTAMENTE nada al amor de Cristo”.
[12] Vida de san Antonio nº 14
[13] He aquí el texto completo de S. Cipriano que S. Benito parece haber conocido: “Humildad en la conducta, firmeza en la fe, reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las obras, orden en las costumbres, no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen (instrumento 30), guardar la paz con los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarle porque es Padre, temerle porque es Dios; no anteponer nada a Cristo, porque tampoco Él antepuso nada a nosotros; unirse inseparablemente a Su amor” (De oratione Dominica, 15: PL 4, 529, B.A.C. 241, p. 211).
[14] 4, 21 RB
[15] Pról 3
[16] 72, 11-12 RB
[17] Col 11, Introducción
[18] RB 4, 21
[19] RB 72, 11
[20] RB 4, 21
[21] RB 72, 11
[22] Mt 4, 18-22; 9, 9-13; Mc 1, 16-20; 2, 13-17; Lc 5, 9-11. 27-32.
[23] Mt 8, 18-22; 10, 37-39; 16, 24-26; 19, 16-22; MC 8, 34-37; 10, 17-22; Lc 9, 23-25. 57-62; 18, 18-23[23]; y otras citas más.
[24] RB 4, 21; RB 72, 11.
[25] RB 43, 3: “Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios
[26] RB 43,3
[27] RB 4, 21
[28] RB 72, 11
[29] cfr. RB 73
[30] RB 4, 1