28 de febrero de 2012

Capítulo 49 RB: La Cuaresma


         Aunque la vida del monje debería seguir en todo tiempo una observancia cuaresmal, no obstante, como son pocos los que tienen semejante virtud, recomendamos que durante la Cuaresma todos guarden la mayor pureza de vida, y eviten en estos santos días las flaquezas de otros tiempos. Esto se logra dignamente si nos abstenemos de todo vicio y nos dedicamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia. Por tanto, en estos días debemos añadir algo a la tarea habitual de nuestra servidumbre, oraciones especiales, abstinencia en la comida y bebida, para que, cada uno por propia voluntad, ofrezca a Dios algo extraordinario “en la alegría del Espíritu Santo”. Es decir, prive a su cuerpo de algo de comida, bebida, sueño, conversación y bromas y espere la santa Pascua con alegría de un deseo espiritual. Pero lo que cada uno ofrece propóngaselo a su abad, y hágalo con su oración y aprobación, porque lo que se hace sin el permiso del padre espiritual se tendrá por presunción, vanagloria y no digno de recompensa. Por tanto, háganse todas las cosas con autorización del abad...

         San Benito da mucha importancia a la Cuaresma ya que a ésta le dedica todo un Capítulo de su Regla cosa que no hace, por ejemplo, con el Adviento. Y es que la Cuaresma es un camino de preparación hacia los principales Misterios de Nuestra Salvación: la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo con la que nos es otorgada la Salvación.
         Es un Capítulo que en modo alguno resulta dramático o pesimista, ya que no pone el acento sólo en la penitencia exterior, sino que mira principalmente a la Pascua, por tanto, está lleno de alegría y de esperanza; nos sumergimos en un camino que nos lleva a la Plenitud. La Cuaresma no acaba con la Pasión y Muerte de nuestro Salvador, sino que nos lleva a la Resurrección de la que Cristo nos ha hecho partícipes, desde ahora, nuestra vida se dirige hacia la Pascua eterna.
         Y San Benito nos propone un modo específico para vivir este tiempo tan importante y eso sin olvidar que este es un camino que debe ser recorrido por todos los creyentes y por eso, es realista y como un padre benevolente, tiene en cuenta la debilidad de sus hijos. Así que aun sabiendo que nuestra vida debería siempre estar en la tensión del Amor, sabe que no siempre es posible adecuar nuestra vida espiritual a una observancia como la que nos exige para la Cuaresma, así, el que pueda, que lo haga y el que no, que al menos en la Cuaresma se dedique con renovado vigor al “trabajo” espiritual. San Benito entonces, nos recomienda para este tiempo, la penitencia, la ascesis, como un modo de cortar con todo aquello que nos aleja de Dios y también como un modo de fijar nuestro corazón más en Dios. Y junto con esto, nos exhorta a aquello que más nos une con Dios, la oración que nace de un corazón que despegado de los vicios, corre con anhelo a la posesión de Dios.
Pero la penitencia no debe ser algo pesado y que se deba llevar con pesadumbre y resignación, es algo que se convierte en un gozo porque va dirigida a acercarnos más a Dios y por eso nos dice que debemos ofrecer nuestras penitencia “en la alegría del Espíritu Santo”, San Benito da importancia a la finalidad de la ascesis, no a la ascesis en sí misma, ésta es un medio, no el objetivo ni la meta final.      
         Otro matiz que podemos observar en este Capítulo, son las últimas recomendaciones: proponer la penitencia que deseemos realizar al abad y que éste dé su aprobación. Podríamos afirmar que la característica principal de la Regla benedictina es la humildad y de ella debe nacer la obediencia que se debe a Dios y que viene representada en el abad: la  humildad y la obediencia son los grandes pilares de la Regla de San Benito y en trono a ellas gira todo el contenido con capítulos expresamente dedicados a estos temas. Por esto, no  es raro observar que en este Capítulo también están presentes estos dos temas fundamentales.
 La penitencia cuaresmal, no es una competición entre los monjes para ver cual es el que puede más, ni un modo de vanagloria que sirva para demostrar lo “mucho que soy capaz de sacrificarme por Dios”; en este sentido, la penitencia pierde su valor y se transforma en algo pernicioso. La penitencia debe ser así, regulada por el abad y el monje debe seguir su consejo y  realizarla solo si el mismo abad se lo consiente; de esta forma, el monje crece en humildad y se hace obediente, virtudes que no deben faltar en un cristiano y más en este tiempo de Cuaresma dedicado a purificarnos de nuestras faltas para llegar a  Dios con un corazón limpio.
         La Regla de San Benito, a pesar de ser escrita en el siglo VI, sigue conservando toda su frescura y actualidad y no sólo para los monjes, sino para cualquier cristiano que desee aprovechar este tiempo de gracia. San Benito nos indica un camino de conversión no exterior sino interior, del propio corazón para prepararnos a la actualización y no recuerdo, de los Misterios que nos salvan y redimen, para recordar que nuestra vida debe estar encaminada y fundada en el querer de Dios que nos quiere junto a Él  y plenamente felices durante toda la eternidad. Que esta vida es un desierto, un camino y un combate que teniendo a Dios de nuestro lado es ya un triunfo conseguido. Por tanto no olvidemos todo aquello que San Benito nos propone como medios eficaces de conversión del corazón, en especial la oración.

S. Marina Medina P

6 de febrero de 2012

¿Donde te buscaré Señor?


     
Deja un momento tus ocupaciones habituales; entra un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus pensamientos. Arroja fuera de ti las preocupaciones agobiantes; aparta de ti las inquietudes trabajosas. Descansa siquiera un momento en la presencia de Dios. Entra en el aposento de tu alma; y así cerradas todas las puertas ven en pos de Dios. Di, pues, alma mía, di a Dios: “Busco tu rostro, Señor, anhelo ver tu rostro”. Señor, mi Dios, enseña a mi corazón dónde y cómo buscarte, dónde o cómo encontrarte.


         Señor, si no estás aquí, ¿dónde te buscaré, estando tú ausente?
            Si estás por doquier, ¿cómo no descubro tu presencia?
         Cierto es que habitas en una claridad inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa claridad inaccesible?, ¿cómo me acercaré a ella?, ¿quién me conducirá hasta ahí para verte en ella?

         ¿Con qué señales, bajo que rasgo te buscaré?
         Nunca jamás te vi, Señor, Dios mío; no conozco tu rostro.

         ¿Qué haré lejos de ti?
         ¿Qué hará tu servidor, ansioso de tu amor, y tan lejos de tu rostro?
         Anhelo verte y tu rostro está muy lejos de mí.
         Deseo acercarme a ti y tu morada es inaccesible.
         Ardo en el deseo de encontrarte e ignoro dónde vives.
         No suspiro más que por ti y jamás he visto tu rostro.

         Señor, tú eres mi Dios, mi dueño y sin embargo nunca te he visto.
         Tú me has creado y renovado, me has concedido todos los bienes que poseo, y aún no te conozco.
         Me creaste, en fin, para verte, y todavía nada he hecho de aquello para lo que fui creado.

         ¿Hasta cuando?
         ¿Hasta cuando te olvidarás de nosotros y nos mostrarás tu rostro?
         ¿Cuándo, por fin, nos mirarás y escucharás?
         ¿Cuándo llenarás de luz nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro?
         ¿Cuándo volverás a nosotros?

         Míranos, Señor; escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros.
         Manifiéstanos de nuevo tu presencia para que todo nos vaya bien; sin eso todo será malo.
         Ten piedad de nuestros trabajos y esfuerzos para llegar a ti, porque sin ti nada podemos.

         Enséñanos a buscarte y muéstrate a quien te busca;
         porque no puedo ir en tu busca a menos que tú me enseñes,
         y no puedo encontrarte si tú no te manifiestas.


         DESEANDO te buscaré
         BUSCANDO te DESEARÉ
         AMANDO te hallaré
         Y hallándote te AMARÉ…

                                                      (San Anselmo, Proslogion, 1)