19 de abril de 2012

MONACATO CRISTIANO: FUENTES


FILOSOFÍA Y EXÉGESIS

1. Filosofía y escritura: cómo los judíos helenísticos y cristianos han valorado la tradición filosófica griega y el papel de la filosofía en la interpretación de las escrituras

Con la entrada de la filosofía griega en los judíos alejandrinos, el problema de la ciencia adquiere una modalidad nueva. Aparece la contraposición entre una ciencia de procedencia divina, contenida en los libros revelados de la Biblia, y una ciencia puramente humana, que era la filosofía racional, tal como había sido elaborada por los griegos. Este hecho plantea, por una parte, la cuestión de las relaciones mutuas entre el campo de la razón y el de la Revelación y, por otra, establece la distinción entre dos órdenes de saber: el natural o filosófico, y el sobrenatural o revelado. En los autores favorables a la admisión de la filosofía griega, el orden jerárquico de las ciencias será poco más o menos el siguiente: primero, las disciplinas encíclicas, o artes liberales, como preparación general; después, la filosofía, y, por último, la Ciencia Sagrada, que ocupará el lugar de sabiduría suprema.
El contacto con la cultura griega provocó en los judíos más bien un sentimiento de reacción, de donde se deriva un movimiento de carácter apologético con el fin de demostrar la superioridad de la Biblia sobre las doctrinas de los filósofos.
El cristianismo ha tomado muchos elementos de la especulación griega, pero sometiéndolos a un proceso de asimilación y transformación, de la cual ha resultado una síntesis cristiana. Por otra parte, algunos dogmas cristianos, por ejemplo, la noción de un Dios creador y de la encarnación del Verbo, han sido principios generadores de una especulación racional de carácter filosófico.
En abstracto, filosofía y cristianismo son dos cosas distintas; pero, en concreto, la fe y la revelación cristiana han contribuido a orientar la especulación puramente racional y filosófica, lo cual viene a significar que aunque, de suyo, filosofía y cristianismo sean cosas distintas, sin embargo, en el sujeto cristiano existe una filosofía cristiana, en virtud de un influjo de la fe en la especulación racional, corroborado y fortalecido por la gracia y los dones sobrenaturales[1].
Para Clemente de Alejandría la filosofía no es el grado supremo del saber, sino solamente una anticipación y una verdad por medio de la razón, a diferencia de la fe, que se basa en el testimonio de la Revelación divina. Una preparación para la sabiduría y para la virtud.
La filosofía sería un conjunto de doctrinas entresacadas de las distintas escuelas, que pueden ser aprovechadas para la explicación e ilustración de la fe. De esta manera la filosofía de los griegos es un fundamento de la Filosofía Cristiana, expresión que, casi al pie de la letra, aparece por vez primera en Clemente.
El judaísmo y la filosofía son a manera de dos ríos que contienen una misma verdad y que desembocan en el cristianismo. «La filosofía conducía a los griegos a Cristo, como la Ley conducía a los hebreos»[2].
Hay dos testamentos antiguos: la Biblia para los judíos y la filosofía para los griegos; y un testamento nuevo, que es el Evangelio, revelado a los cristianos por el Logos en persona[3].Si los hebreos pueden alegar una parte de verdad, también pueden hacerlo los griegos, los cuales han conseguido arrancar una pequeña partecilla de verdad del Logos teológico[4]. A todos los hombres les ha sido inspirado un cierto efluvio de verdad. A los bárbaros les fueron dadas la Ley y los Profetas, y a los griegos la filosofía, para que sus oídos se acostumbraran al Evangelio. Hay también una verdad helénica[5].
Por lo tanto, la filosofía no es mala sino buena, porque es obra de la Providencia divina[6]. Procede de Dios, del Verbo iluminador que es fuente de toda verdad. Es una «imagen luminosa de la verdad, un don divino concedido a los griegos» para prepararlos al Evangelio y a la perfección que iba a traer Jesucristo. Y así, la filosofía es útil para los griegos y para los cristianos. A los griegos les sirve como preparación para la fe y para conducirlos a Cristo. Es un preludio y un auxiliar del cristianismo. «La filosofía sirvió a los griegos de pedagogo, como la Ley a los hebreos»[7].
También para los cristianos la filosofía es un auxiliar precioso, una loriga, un medio para defender eficazmente la fe de la dialéctica y para progresar en la ciencia mediante la demostración de la fe.

El papel de la interpretación de las escrituras en los escritos monásticos

La vida monástica en la antigüedad se conocía también como vida filosófica, y los autores del siglo IV desarrollaron la espiritualidad monástica como una geografía del alma, una geografía espiritual. La espiritualidad monástica heredó una larga tradición de interpretaciones de la Biblia en clave filosófica.
Los teóricos y maestros espirituales del monacato cristiano acudieron, en busca de argumentos, a dos clases de fuentes: la Sagrada Escritura, y la Tradición de la Iglesia. La Palabra de Dios se convirtió en el fundamento último, firme e inacabable del nuevo monacato en general y en la justificación de cada uno de los elementos, de cada una de sus prácticas, usos y costumbres, en particular, desde las más centrales hasta los más periféricos y triviales.
El período patrístico conoció un método exegético que nació con Orígenes. Para él, la Biblia no era solamente un tratado de dogma o moral, sino algo mucho más vivo, mucho más elevado, reflejo del mundo invisible. Su primer principio es que la Biblia es la Palabra de Dios, no una palabra muerta, encerrada en el pasado, sino una palabra viva, que se dirige directamente al hombre de hoy. Su segundo principio es que el Nuevo Testamento ilumina el antiguo y que, a su vez, no revela toda su profundidad más que a la luz del Antiguo Testamento. Es la alegoría la que determina las relaciones entre ambos Testamentos. Orígenes está convencido de que la inteligencia de las Escrituras es una gracia.
Mucho más importante que la supremacía cuantitativa de las Sagradas Escrituras, en la espiritualidad monástica, es la mentalidad que imprimen en ella. La experiencia monástica es una continuación de la Historia Sagrada.
El monje fiel realiza plenamente en sí mismo todas las etapas de la economía divina de la Biblia. Cada vida individual debe renovar el conjunto de la historia bíblica: alejado del paraíso por el pecado, debe retornar a Dios por medio de Cristo. Este profundo fundamento bíblico es la base de la hagiografía monástica, que ilumina de modo invariable las diversas etapas de la vida de un santo, a la luz de las fases del reino de Dios en la Biblia.
La lectura de la Escritura es una lectura de las fuentes de la espiritualidad de los monjes. Orígenes había elaborado toda una visión de la vida espiritual. Toda la Escritura tiene un sentido espiritual. De él recibirá Jerónimo el sentido crítico riguroso y, a la vez, una gran libertad para las aplicaciones alegóricas o espirituales. No se puede -dice él- penetrar en el sentido de las Escrituras sin un trabajo fatigoso. Hace falta una lectura frecuente y una meditación constante. Hay que empezar por el sentido literal, pero esto no es más que el comienzo, una mínima parte del trabajo. Todas las Escrituras hablan de Cristo, y a Él hay que referirlas siempre.
San Jerónimo (347-420) es el gran doctor de la lectio divina y es, además, óptimo ejemplo de una existencia consumida enteramente en función de las Sagradas Escrituras. Más tarde San Benito de Nursia será el principal organizador que regulará la institución monástica para que en ella se pueda practicar la lectio divina. Pero San Jerónimo quedará como el gran teorizante de la Palabra de Dios. Recibió lecciones de San Gregorio Nacianceno y se entusiasmó con el método exegético de Orígenes, del que traduce obras al latín. El secretario del papa San Dámaso le invita a tomar parte en un Sínodo Romano sobre el “cisma meleciano” y le encarga la revisión de la antigua versión latina (la Itala o Vetus latina).
San Jerónimo es el gran ejemplo de una vida consagrada por entero a la Biblia, entregado a leerla, estudiarla, traducirla y vivirla. Traduce toda la Biblia desde los originales hebreos y griegos: será la Vulgata, la traducción divulgada, que en pocos siglos se impondrá en toda la Iglesia latina y será oficial. Él da tanta importancia a la Palabra de Dios que la pone casi al nivel de la Eucaristía y habla de la «doble mesa de la Palabra y del sacramento» (citado en la Constitución Sacrosantum Concilium sobre la liturgia).
La lectio divina -dice San Jerónimo- es el centro de la vida monástica. «Los monjes son como los pájaros del cielo, que no tienen más granero que Cristo, su maestro». La Palabra de Dios es su único tesoro, la única moneda. No hay riqueza comparable con la Ciencia de los Libros Santos. El buen conocimiento de las Escrituras alimentará en todo momento la oración, el coloquio confiado con Dios. Pero la misma lectura sagrada es ya oración.
Su punto culminante lo alcanzó, el período patrístico, con San Gregorio, de quien pasó a toda la Edad Media: la llamamos los cuatro sentidos de la Escritura: El sentido histórico, base de los otros, intenta comprender el desarrollo de la Historia Santa, tal como aparece enteramente en la Biblia. De aquí pasa el exegeta al sentido alegórico, sentido doctrinal de la Escritura que descubre los misterios de la fe, y al sentido moral, que trata de la perfección sobrenatural del cristiano. El sentido anagógico mira hacia delante, hacia la consumación futura del reino en la Jerusalén celeste.
La Biblia, interpretada por la tradición monástica, era para estos hombres la única fuente de Revelación. La Escritura no estaba aislada de los demás aspectos de la vida cristiana, sino, como realidad viva leída y escuchada en la Iglesia, es la mesa donde se alimenta diariamente el cristiano. Por eso toda la ciencia de la teología consistía en interpretar la Palabra de Dios, y ésta no sólo interpreta al entendimiento, sino al hombre entero por una revelación vital, existencial. El monje no sólo lee la Biblia, la vive día tras día en la liturgia monástica, que es la actualización sacramental de la historia sagrada, en sí mismo, es la continuación y plenitud de la economía divina.
Los monjes se han entregado siempre con todo entusiasmo al estudio de la Escritura, y sus estudios orientados ante todo a comprender la doctrina Sagrada, según las categorías mismas de la Revelación. No han rechazado ninguno de los medios que los estudios bíblicos actuales ponen a su disposición para comprender con más provecho la Escritura. Y no se quedaron en conocimiento puramente científico, sino que la leían y meditaban en el ambiente de la Iglesia y de la Liturgia, haciendo de ella la norma de su vida espiritual y el alimento diario de su alma.
«La “amorosa intuición” en la interpretación de la Sagradas Escrituras, atribuida a San Bernardo, vale para todos los autores monásticos. Recorren las Sagradas páginas en busca del amor, la Biblia modela su alma y su mismo estilo. No se quedan en la letra, sino que penetran en el alma misma de la Escritura, que es el Espíritu Santo, fuente y causa de todo su amor. Su método de interpretación es la pureza de alma, que penetra los misterios de la Escritura, como afirma el Beato Guerrico. Ese amor e inteligencia sublime de los Libros Sagrados no están mediatizados por una interpretación fría y sin vida. Sólo el amor puede encontrar el amor. Es necesario que el alma amante tenga cierta libertad en la interpretación de las Escrituras, como quiere el abad de Igny. Tanto han leído la Biblia que se han aclimatado totalmente a ella. Aman con la Biblia, piensan con la Biblia, escriben con la Biblia. Se han “biblificado”»[8].
Y entre ellos, la frecuentación asidua de la Escritura estaba inseparablemente unida a la lectura de los Padres que la han comentado. Gracias a la asiduidad de este estudio de los escritos de los antiguos, la teología monástica mantenía su continuidad con la espiritualidad de los primeros siglos y manifestaba un verdadero culto por la tradición, garantía de la pureza doctrinal.

3. El sentido de los términos prosoche y askesis en Orígenes y Atanasio

Durante los tres primeros siglos, lo que representaba para el cristiano la meta de la ascensión espiritual por excelencia era el martirio. Esta era la gracia suprema que podía alcanzar todo discípulo de Cristo. Pero a pesar de que nunca dejó de estar vigente el espíritu de renuncia después de la era de las persecuciones, este espíritu de abnegación fue debilitándose en toda la Cristiandad como lo marcan algunos autores, como Orígenes y Atanasio.
Definimos a continuación el significado de los términos prosoche y askesis para pasar a analizarlos desde la filosofía de Orígenes y Atanasio.
Prosoche: Empeño, compromiso, atención duradera. Askesis: Este término procede de la filosofía griega. Es ejercicio en sentido de trabajo. A principios del siglo IV vemos este término con un significado espiritual, filosófico: hacer ejercicio para alcanzar un objetivo espiritual y filosófico.
Los orígenes del monacato histórico se encuentran entre los ascetas que vivieron en las ciudades y que, en determinado momento, eligieron la soledad del desierto como el caso de Egipto y, un poco más tarde, se practicó en Siria y Palestina.
Hay un párrafo de las Homilías origenistas que es sumamente indicativo de la forma de leer la Escritura que tenía Orígenes, es decir, según él mismo declaraba, de cómo practicaba la ascesis verdadera: «Quien no combate en la lucha y no es moderado con respecto a todas las cosas, y no quiere ejercitarse en la Palabra de Dios y meditar día y noche en la Ley del Señor, aunque se le pueda llamar hombre, no puede, sin embargo, decirse de él que es un hombre virtuoso»
La prosoche supone el dominio de uno mismo, el triunfo de la razón sobre las pasiones, puesto que son las pasiones las que provocan la distracción, la dispersión y la disipación del alma. Esta prosoche, esta atención para consigo mismo, actitud fundamental del filósofo, pasaría a convertirse en la actitud fundamental del monje. De este modo, cuando Atanasio en su Vida de Antonio, escrita en el año 357, nos explica la conversión del santo a la vida monacal, se contenta con decir que se dispuso a «prestar atención a sí mismo». Y Atanasio, cuando está agonizando, dice a sus discípulos: “vivid como si fuerais a morir cada día, prestando atención a vosotros mismos y recordando mis exhortaciones”. Y Atanasio continúa recordándonos más palabras suyas: “si viviéramos como si fuéramos a morir cada día, dejaríamos de pecar”.
La atención a uno mismo y la vigilancia implican la práctica del examen de conciencia. Éste surge por vez primera en la tradición cristiana al comentar Orígenes el siguiente pasaje del Cantar de los Cantares: «si tú no te conoces, oh la más hermosa de las mujeres…». El alma -dice Orígenes- debe orientar el examen hacia sus sentimientos y acciones.
Los primeros biógrafos vieron en la vida de Antonio el ideal del monje. Este va al desierto para enfrentarse al poder del mal, para hacer frente al demonio. Toma, sin más, las palabras del Evangelio: «oren sin cesar», «vigilen y oren para no caer en la tentación». El trabajo manual, la vigilia, y la oración son los pilares de la ascesis del monje, los fundamentos de su vida. En la Vida de Antonio de Atanasio puede encontrarse un detalle revelador. Según Atanasio, Antonio recomendaba a sus discípulos anotar por escrito todas las actividades y movimientos de nuestra alma.
Esta prosoche genera una verdadera técnica de introspección, una extraordinaria finura de análisis en el examen de conciencia y en el discernimiento espiritual. Se transforma en «vigilancia del corazón» en la Vida de Antonio de Atanasio y en el conjunto de la vida monacal, por influencia de un pasaje de Proverbios 4,23: «vigila tu corazón con cautela». El examen de conciencia es a menudo justificado por la Epístola 2 Cor 13,5: «Examinaos a vosotros mismos»; la meditación sobre la muerte es aconsejada apelando a 1Cor 15,31: «Cada día estoy en trance de muerte».
Orígenes insiste repetidamente en que no puede darse la verdadera unión con Cristo, sin una estrecha unión con Él. Seguir fiel y amorosamente a Cristo, que nos va precediendo con la cruz a cuestas, y participar de su misma vida constituye el único medio de realizar la ascensión espiritual que se nos propone.
En lo más alto coloca Orígenes la theoría (contemplación), es decir, la plenitud de la gnosis, la mística unión con el logos. Hacia esta cumbre vertiginosa, lejana, debe fijar los ojos el cristiano ávido de perfección, desde el momento mismo de emprender la subida. Es el fin al que todo se subordina, absolutamente todo. La renuncia, el ascetismo y la purificación constituyen el sendero por el que se avanza penosamente hacia la theoría. La ascesis, no cabe duda, sólo tiene valor de medio; pero es un medio absolutamente necesario, incluso cuando ya se han alcanzado las cimas de la contemplación y de la mística unión con Dios.
La ascesis es simplemente, el combate espiritual, la guerra sin cuartel contra el pecado, las pasiones y, en definitiva, el demonio. La renuncia al mundo, no sólo inicial sino permanente -no volver a tomar nada de lo que se ha dejado-, ocupa un lugar privilegiado por la sencilla razón de que es impensable todo ajuste entre Dios y el mundo. Quien desee alcanzar la cumbre, debe desprenderse constantemente de todo lo mundano: personas, riquezas, diversiones, todo; empezando por el propio cuerpo, en cuanto esto es factible sin perder la vida, pues en el cuerpo ve Orígenes, como todos los neoplatónicos, al gran enemigo.
Entre las obras de Orígenes podemos encontrar una doctrina firme e inmutable: la de la estrecha unión entre ascesis y mística, entre «vida activa» y «vida contemplativa». En su homilía vigesimoséptima sobre el libro de los Números, considera Orígenes las exigencias de las tentaciones y de la ascesis en una perspectiva que incluye todos los ejercicios del monje, y «el retrato del espiritual origeniano es acaso una de las fuentes del ideal monástico primitivo»[9].
Florinda Panizo Viñambres

4.               Bibliografía

- GUILLERMO FRAILE, Historia de la filosofía I. Grecia y Roma, B.A.C., Salamanca 1956.
- GUILLERMO FRAILE, Historia de la filosofía II. Judaísmo. Cristianismo. Islam, B.A.C., Salamanca 1960.
- HILARI RAGUER, Experiencia de Dios en la «Lectio Divina», Schola Caritatis 26 (2002). 19-24.
- C. J. PEIFFER, Espiritualidad Monástica, Ediciones Monte Casino, Zamora 1976.
- M. ALBERTO GÓMEZ DE LAS BÁRCENAS, Rasgos más notorios de nuestra piedad, Cistercium 89 (1963) 248-249.
- GARCÍA M. COLOMBÁS. La Tradición Benedictina. Ensayo Histórico, Tomo I: Las raíces, Ediciones Monte Casino, Zamora, 1989.
- PIERRE HADOT. Ejercicios espirituales y filosofía Antigua. Editorial Siruela, Madrid 2006.




[1] J. MARITAIN, Science et Sagesse, pref. p. 13.
[2] Strom. I 13,756; VI 5,261.
[3] I 5,717.
[4] I 7,732.
[5] I 20,816.
[6] I 1,708. Dios es causa de todos los bienes. De unos, como de los dos Testamentos, Viejo y Nuevo, causa principal; de otros, como la filosofía, causa secundaria (I 5,717).
[7] I 5,717.
[8] GONZÁLEZ, JESÚS, El Beato Guerrico intérprete de San Pablo, en CISTERCIUM, IX, (1957), pp. 243-244.
[9] H. CROUZEL, Origène, précurseur du monachisme, en Théologie, 87.