19 de septiembre de 2012

Oración Pastoral en Elredo de Rieval

           
Entrega total

         Señor, tú conoces mi corazón. Cuanto des a tu siervo quiero empelarlo y consumirlo para tu bien. Incluso yo mismo me entregaré gustoso en su favor[1]. Así sea, Señor, así sea. Mis sentimiento y mis palabras, mi ocio y actividad, mis acciones y pensamientos, mi prosperidad y adversidad, mi vida y mi muerte, mi salud y enfermedad, todo lo que soy, lo que vivo, siento y comprendo, todo lo empelaré para ésos por quienes tú mismo no dudaste entregarte.

            Enseña, pues, Señor, a este siervo tuyo; enséñame, repito, por tu Espíritu Santo cómo darme a ellos y cómo desvivirme por su bien.

            Concédeme, Señor, por tu gracia inefable, soportar con paciencia sus debilidades, compartirlas con misericordia y ayudarles con discreción. Que aprenda bajo el magisterio de Tu Espíritu a consolar a los tristes, confortar a los pusilánimes, levantar a los caídos, sufrir con los enfermos, abrasarme con los que se escandalizan y hacerme todo para ganarme a todos[2]. Concédeme que mis labios pronuncien palabras sinceras, justas y agradables, con las cuales crezcan en la fe, la esperanza y la caridad, en la castidad y humildad, en la paciencia y obediencia, en el fervor espiritual y en la devoción del alma.

            (Elredo De Rieval, La amistad espiritual. Oración pastoral, a cargo de Mariano Ballano, Monte Carmelo, Burgos 2002, p. 125).

        
         Biografía

         Elredo nación en Hexham (Northumbria, entre Inglaterra y Escocia) en 1110. Recibió la primera instrucción en el priorato de Dirham, y hacia la edad de catorce años entró al servicio del Rey David I de Escocia, en cuya corte completó su formación, pasando después a ocupar el cargo de mayordomo. Hacia 1134 abrazó la vida monástica cisterciense en el monasterio de Rieval (Rievaulx, Yorkshire), casa fundada dos años antes por la Abadía de Claraval, de donde era San Bernardo.

            Su humanismo y sus talentos espirituales lo llevaron bien pronto a asumir tareas de dirigir su propia comunidad: fue Maestro de Novicios entre los años 1141 y 1143 y Abad desde 1147 hasta su muerte, en 1167. Entre 1143 y 1147 estuvo de primer Abad de Revesby, casa filial de Rieval.

            Murió en el monasterio de Rieval el 12 de enero de 1167, día en que lo conmemora el martirológico romano.

          Reflexión sobre el texto 

         Comenzamos el análisis lingüístico del texto, donde vemos una oración dirigida al Señor, oración personal y muy emotiva, nacida del propio corazón del Abad y no escrita de un modo predeterminado, fría y objetivamente como quien no se siente implicado. Así es la forma de los primeros  cistercienses de escribir, hablan con el corazón, desde la experiencia.

            Otra característica típica en los primeros escritores cistercienses y que vemos en este texto del Elredo, es el uso de citas de la Escritura; no es éste un pasaje donde abunden tales citas, como en otros párrafos de esta misma oración pastoral don de existen muchas más, pero sin ser un pasaje extenso, podemos advertir dos citas, en este caso, del Nuevo Testamento, y las dos, de las cartas de San Pablo a los Corintios:

            1- La primera cita[3] es de la Segunda Carta, donde al igual que el Apóstol, no duda en darse y entregarse del todo por sus hijos, y no sólo darse, sino también “desgastarse”, llegar hasta el final y hasta donde le permitan sus fuerzas, por el bien de todos los miembros de su comunidad que tiene a su cargo, y esto lo hará gustoso, por amor, al igual que Cristo.

            2- La segunda cita corresponde a la Primera Carta a los Corintios[4], y a la vez, también a la Segunda[5]. Pero las utiliza para indicar lo mismo, es decir, que tratará de hacerse a todos para ganar a todos.

            Pide al Señor le conceda ser un buen Abad y Padre y poder infundir en el corazón de sus hijos, multitud de virtudes; así lo vemos en su vocabulario, cuando le pide al Señor que sus monjes crezcan en: “… en la fe, la esperanza y la caridad (aquí alude a las virtudes más importantes, las llamadas teologales porque son infundidas directamente por Dios), en la castidad y la humildad, en la paciencia y en la obediencia, en el fervor espiritual y devoción del alma”. Después de citar las virtudes teologales, nombre de dos en dos las siguientes virtudes, y lo hace así porque la una no puede darse sin la otra; aúna la castidad con la humildad, porque no puede ser agradable a Dios una castidad que vaya unida a la soberbia, sino que el casto debe reconocer que esta virtud es un don de Dios que le concede libre y gratuitamente no por mérito propio. Después relaciona la paciencia con la obediencia y es que debe tenerse o adquirirse mucha paciencia para obedecer en situaciones que suponen sacrificio o no entender el sentido del mandato y hacerlo así siempre que se esté sujeto a un Superior, aunque el mismo Superior también deba obedecer, la obediencia de un monje es hasta la muerte, como a Jesús le costó morir por obedecer a Su Padre. Y termina relacionando el fervor espiritual con la devoción del alma, y es que no puede darse lo uno sin lo otro pues vienen a ser prácticamente lo mismo.

            Como se trata de una oración, toda está impregnada de un tono suplicante y así en este texto vemos palabras, más bien verbos como estos: “Concede”; “enseña”; “enséñame”; “concédeme”; “que aprenda”. Son verbos utilizados imperativamente pero no son órdenes, son en realidad, súplicas ardientes de quien pide no sólo para sí, sino para el bien de otros y cosas espirituales, confiando en que Dios no le defraudará en su petición.

            Como no pide cosas sino en sentido espiritual, no duda en pedir, el auxilio del Espíritu Santo; lo nombra dos veces, y las dos veces le quiere como Maestro que le enseñe a realizar aquello que pide, ser un verdadero Abad y padre.

            El término “Señor” lo empela cuatro veces y es debido al carácter insistente de esta súplica que desea ver atendida por el Señor y por eso “insiste a tiempo y a destiempo[6]” como diría S. Pablo, como si con tal insistencia pudiera convencer a Dios del inmenso deseo de su corazón.

            “Así sea, Señor, así sea”. No ha finalizado S. Elredo su plegaria y ya repite dos veces consecutivas esta expresión que se utiliza usualmente al final, y además, lo hace en la mitad de un solo párrafo. Como queriendo que Dios no olvide lo que ya le ha dicho y pueda así, seguir con más seguridad, su petición.
            Basta leerla una sola vez, aunque sea rápidamente para quedar impregnados de la impaciencia, insistencia, deseo, del fuego que devora al abad de que el Señor le conceda llegar a ser todo lo que pide.

            Es una oración que muestra la humildad y el amor de Elredo, sencilla, llana y salida directamente del corazón del abad. No busca ser poético o que sea recordada por su alta teología…, lo único que busca es que sea escuchada por Dios y lo que pide no es para provecho suyo en exclusiva ni se trata de bienes materiales, sino de la salud espiritual de los monjes que tiene a su cargo a quienes ama más que a hijos porque le han sido encomendados por el Señor al ser elegido abad; cargo que el no ve como una forma de ejercer el poder sobre otros, sino como una forma de servir dando la misma vida si es necesario y dándola como sea necesario, de una vez, o gastándola poco a poco en el servicio fraterno. Toda esta oración está impregnada de este deseo suyo de desvivirse por sus monjes y no es posible entresacar las frases en que podemos observar este deseo pues sería volver a repetir toda la oración.

            Hombre lleno se amor a Dios y que no cejó de desempeñar su cargo aun cuando en los diez últimos años de su vida fue atacado por el reuma con tal fuerza, que daba gritos del dolor tan grande que padecía.

            Su amor le impele a querer asemejarse a Cristo y así, al igual que Él, entregarse a sus monjes tal como Cristo se entregó también por ellos. Nada duda en entregar, todo lo que tiene y todo lo que es, sin componendas ni condiciones, lo entrega ¡todo!

            No es éste un ejemplo que pueda estimular sólo a los abades y abadesas de los monasterios, sino que puede decirnos a cada u no de los monjes muchas cosas, si queremos oírlas. Es un mensaje de gran actualidad y no sólo circunscrito a la época en que fue escrita esta plegaria.

            Es un ejemplo de lo que debe ser nuestra vida como monjes, es decir, una vida totalmente entregada a Dios sin reservas y sobre todo, dándonos cuenta que la fuerza para esta gigantesca empresa nos viene dada por el amor que Dios derrama en nuestro corazón y es que sin Él, no podemos hacer nada[7].

            Elredo quiere abarcar la totalidad en su entrega y no quedarse a medias tintas, y cada uno de nosotros, en nuestra vida cotidiana y en el puesto que ocupemos en el monasterio, en nuestros trabajos, en toda nuestra vida, esta donación hemos de ofrecerla  cada día, con nuestros fallos y caídas, pero siempre levantándonos confiando en Aquél que es nuestra Fuerza. Por eso no debemos olvidar la súplica a Dios, si nuestra vida, es vida de oración, no debemos de dejar de orar también para que respondamos a lo que Dios pide y espera de nosotros.

            Nos enseña también, que la entrega no es algo abstracto, sino que se concretiza en la caridad con los hermanos; por eso. Elredo, pide por sí mismo pero para ser capaz de ayudar a los otros, en realidad, no es para sí, sino en beneficio de los miembros de su comunidad. No podemos quedarnos tranquilos  creyendo que amamos mucho al Señor y desinteresarnos por nuestros hermanos que nos necesitan y como dice S. Juan, “nadie puede decir que ama a Dios a quien no ve y no ama a su hermano a quien ve[8]”. Mas vivir y llevar a cabo esta tarea diariamente, no es fácil, podríamos incluso decir sin miedo a equivocarnos, que es imposible si no contamos con la ayuda de lo alto que se nos dará su humildemente rogamos este socorro con insistencia y confianza, sin desfallecer.

            Se trata de un movimiento vertical ascendente y descendente, y horizontal; desde lo profundo de nuestra miseria clamamos al Dios de los cielos y Él nos envía Su auxilio que después, hemos de repartirlo a favor de nuestros hermanos.

            Y no olvidemos jamás, que lo hacemos para asemejarnos a Cristo que se entregó por nuestro amor y que la vida en un monasterio consiste precisamente en eso: en identificarnos con Cristo también cuando está en la cruz.

            Si vamos un poco más allá en nuestro análisis, llegamos a la conclusión que esta oración pastoral también puede ser actual para nuestro tiempo y para el conjunto de la Iglesia y en definitiva, para nuestro mundo.         

            En un mundo donde prima el individualismo y el egoísmo y donde todo se paga, es confortable ver este ejemplo de entrega gratuita y verdadera, sin falsedad ni hipocresía.

            El amor a Dios y a los hermanos no es algo del pasado, es algo en plena actualidad y que debíamos rescatar en nuestras vidas y en nuestras vidas y en nuestra Historia llena de guerras y violencia, donde más que nunca, el hombre necesita de Dios y apagar el vacío que siente en su interior sin adivinar que, al darse a los demás por amor, es donde se encuentra la fuente de la verdadera dicha. Nos enseña a no preocuparnos demasiado de nosotros mismos y a dirigirnos a Dios no sólo para pedirle cosas caducas, ni por intereses meramente humanos, sino a abrirnos a los demás hombres pidiendo por ellos y rogándole que nos enseñe cómo ayudarles.

            El hombre necesita fijar más la vista en el cielo, en lo trascendente y eterno y sentirse acogido y amado por Dios, como hace Elredo que no se cansa de insistir al Señor con su súplica humilde, amorosa y confiada.

            Es una oración hermosa y salida de lo más profundo del alma del abad, y esto, es lo único que llega y puede mover y despertar las conciencias dormidas de los hombres de nuestro tiempo y de todos los tiempos.
                                                               Hna. Marina Medina
        

[1] 2 Cor 12, 15
[2] 1 Cor 9, 22; 2 Cor 11, 29
[3] 2 Cor 12, 15
[4] 1 Cor 9, 22
[5] 2 Cor 11, 29
[6] 2 Tim 4, 2
[7] Jn 15, 5
[8] 1 Jn 4, 20

8 de septiembre de 2012

CELDA Y CIELO


AUTOR: GUILLERMO DE SAINT- THIERRY

      Guillermo nació en Lieja hacia 1070 según algunos autores, y hacia 1085, según otros.

     Con 20 años, ingresó en el monasterio de San Nicasio de Reims, después de vivir allí cerca de 30 años, fue elegido abad del monasterio de Saint-Thierry. Quiso realizar una reforma para mejorar la observancia, pero no obtuvo éxito. Entonces, pensó en ingresar en la observancia cisterciense.

       En 1118 conoce a San Bernardo y se crea entre ellos una gran amistad que siempre perdurará.

            Guillermo ingresa en Císter y con 60 años sufre la dureza de la vida cisterciense y en 1148 le llega el tránsito a la vida, la Pascua, contando unos 75 años.

 CELDA Y CIELO[1].

            “Debido a esto u según vuestra forma de vida, moráis más en el cielo que en las celdas; arrojando de vosotros todo lo mundano, os habéis encerrado totalmente con Dios. En efecto, morar en la “celda” y en el “cielo” tienen el mismo parentesco; y si cielo y celda guardan entre sí cierta relación en el nombre, lo mismo en el amor. Ahora bien, cielo y celda parece que reciben el nombre de celar (guardar escondido) y lo que se guarda en el cielo se guarda también en las celdas; lo que se hace en el cielo se hace también en las celdas. ¿Qué se hace? Dedicarse a Dios, gozar de Dios. Cuando esto se hace en las celdas con fidelidad y devoción, cumpliendo lo establecido, me atreveré a decirlo: los mismos ángeles de Dios convierten las celdas en cielo, y se regocijan tanto en ellas como en el cielo. 

            Porque cuando en la celda se vive ininterrumpidamente las realidades celestiales, el cielo se aproxima a la celda por la semejanza del misterio, por el afecto del amor, por la similitud de lo que se hace. Desde ese momento ya no será largo ni difícil el camino de la celda al cielo para el que ora o incluso sale de esta vida, porque hay un movimiento frecuente de la celda al cielo, y casi nunca se desciende de la celda al infierno, a no ser, como dice el salmo: Desciendan en vida, para que no desciendan al morir[2].                                

REFLEXIÓN

Si comenzamos con el análisis lingüístico, podemos observar, el juego de palabras que hay en el texto: cella, coelum. En español, también es aplicable este juego de palabras: celda, cielo. Lo hace para demostrar la similitud que hay entre estos dos conceptos, similitud no sólo lingüística, sino, podríamos decir, “vital”. 

Estos términos son los que más aparecen en este fragmento escogido; en efecto, el término de “cielo”, aparece once veces, y “celda”, doce veces. Así, desea casi igualar estos conceptos a través de la repetición continuada de estos dos sustantivos. Relaciona las realidades celestiales con las terrenales y parece que de este modo, la vida del cielo se puede vivir ya en la Tierra, correspondencia de funciones angelicales y monacales. 

Más en todo el fragmento, sólo hay una cita de la Sagrada Escritura: “Desciendan en vida, para que no desciendan al morir”. (Sal 54, 16); y que puede servir de resumen para la idea o enseñanza que nos quiere transmitir, porque no podemos olvidar, que las Sagradas Escrituras para los cistercienses eran un verdadero tesoro de sabiduría celestial, y no escribían ni meditaban en nada que no se encontrara en Ellas, y por esta razón, su lenguaje suele ser, en la mayoría de los casos, bíblico. 

Los cistercienses utilizan un lenguaje muy diferente al escolástico que es muy conceptual, frío, aséptico diría yo, donde parece que se mete a Dios en un laboratorio para experimentar científicamente y conocerlo así. El lenguaje de los Cistercienses de los primeros tiempos, ha sido más afectivo, cálido y espiritual en un intento de llevar al corazón del hombre a Dios. Por eso, en este texto, vemos palabras que se refieren a una experiencia interior, a algo que llega más al hombre: gozar; dedicarse a; fidelidad; ángeles; devoción; regocijan; mundano (en su aspecto más simbólico, donde lo mundano es lo contrario a lo espiritual); realidades celestiales; misterio; afecto del amor; ora; morir. Como vemos, existen un gran número de palabras en este texto que nos acercan a un contexto de calidez, experiencial, vivo y palpitante, espiritual.

Al hablar de la vivencia que se debe gozar en la celda, no habla en sentido alegórico, no; habla en un sentido muy realista: se debe vivir en la celda como en el cielo. 

Veamos ahora, que nos quiere enseñar Guillermo: Claramente se observa que es una reflexión hecha par monjes, y más que nada, par los novicios que se inician en la vida del monasterio. 
            Estos dos párrafos que he elegido, quieren mostrar que la celda del monje debe ser un lugar para el encuentro íntimo y profundo con Dios. Estar y actuar en la celda igual que si ya se estuviese en el cielo, salvando las diferencias, claro. 

La celda es para estar con Dios y su función más importante es ésta; habitar en la celda es como habitar en un santuario donde se hace presente el Señor, o mejor dicho, es vivir ya en el cielo, gozar de Dios, de Su Amor.

Quien hace esto con verdadero interés y amor, este amor vence todas las dificultades existentes y permite al monje ascender hasta el cielo, pues su actividad en la celda es la misma que se hará en el cielo. 

El monje está dedicado a Dios, toda su persona ya no le pertenece, por tanto, cuando vive en su celda, sigue siendo “de” y “para” Dios y no debe dispersarse de esta atención, contemplación amorosa, de esta oración que le hace subir a las más altas realidades espirituales. La celda debe servir para subir al cielo, pero hay que tener cuidado, porque y aunque sea poco probable, también puede llevar a lo contrario, es decir, a descender al infierno y para que esto no nos ocurra, Guillermo, no impone su autoridad, sino que cita un pasaje de la Sagrada Escritura, del libro de los Salmos para que se vea que su enseñanza no es subjetiva ni falsa, sino sacada, extraída de la sabiduría divina que contiene la Escritura, la Palabra de Dios. Y así, inserta esta cita al final, para cerrar su exposición con la Palabra de Dios.

Se manifiesta en este pasaje, lo que Leclercq, llama “devoción al cielo”, y que es uno de los primeros y más importantes temas que han desarrollado literariamente los monjes del medievo. Y sólo se puede aspirar a esta “devoción” si ya se ansía el cielo y para esto, es menester vivir contemplando las realidades del cielo, suspirando por ellas, acercándose a Dios por medio de la oración y que nada nos distraiga de esta actividad. 

Para mí, este texto también puede insertarse en mi propia vida, porque me habla de la importancia de la unidad de la persona, de mi propia unidad, es decir, soy monja en todo momento y no sólo cuando estoy en el coro rezando. No se puede decir que yo sea una trabajadora, una profesional cuando trabajo en el taller y que cuando estoy en la Iglesia soy “más monja” y luego en mi tiempo libre soy lo que decida, no; en toda ocasión soy una monja que se mueve en las realidades de esta vida, pero que no debo perder el Norte; toda mi vida ha de estar fundamentada en Cristo, la Roca Angular, y en Él y desde Él debo vivir. Por eso, no debo ver mi celda, sólo como mi “habitación” que utilizo para dormir. Es un espacio donde puedo permanece sola, en soledad y por tanto, un lugar adecuado para el encuentro con Dios, debe convertirse en un espacio eficaz de santificación y no debe dejar lugar al pecado. Desde el concepto material de “espacio” (Mi celda tiene pocos metros cuadrados), debo ascender y tocar lo espiritual e inmaterial, de modo que dentro de un espacio limitado “los mismos ángeles de Dios conviertan las celdas en cielo, y se regocijan tanto en ellas como en el cielo”. 

¿Tiene este pasaje algo que decir a los hombres de nuestro tiempo? Puede parecer que no, pues se trata de un escrito del siglo XII escrito para novicios y refleja un ambiente que nada tiene que ver con la actualidad de hoy en día. Pero no debemos quedarnos sólo en lo exterior y podemos ver que posee una gran carga significativa en la actualidad, pues las realidades espirituales que encontramos -  y en realidad, cualquier realidad espiritual -  son inmutables, permanecen a lo largo de los siglos. 

La persona debe formar una unidad aunque deba desenvolverse en muchos y diferente ámbitos (el trabajo, el ocio, el amor, la política...), y en todos estos aspectos debe actuar con coherencia y poniendo todo su yo. Todos sus actos, derivan de lo que es, de su propia personalidad, de su propia realidad vital.  

Y el hombre debe averiguar, convencerse que esta vida material, mortal no es la única existente y debe por tanto, fijar sus objetivos hacia algo más alto y duradero. Debe dedicar tiempo a Dios, como dice Guillermo: “Dedicarse a Dios, gozar de Dios”. Ha de buscar tiempo para la soledad y encontrarse consigo mismo para encontrase con Dios, y ésta es una idea muy utilizada por San Bernardo. Y la consecuencia que debe derivarse de este encuentro interpersonal y amoroso, es una vida orientada al Señor y desde él. La celda es ese lugar adecuado donde uno puede entrar en comunión con Dios en soledad. 

Los monjes somos cristianos y los medios que tenemos para ir hacia el Señor no deben ser ocultados a los demás cristianos, todos estamos llamados a la santidad y a vivir la plenitud de la vida que Dios por Jesús y a través de Su Espíritu, nos tiene preparada. 

Hna. Marina Medina 


[1] Guillrmo de Saint- Thierry, Carta de Oro y Oraciones Meditadas, Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2003, p. 31-
[2] Sal 54, 16