10 de febrero de 2013

CONSAGRADAS: LA MUJER


            Cuando una joven decide entregar a Dios su vida, no por ello pierde su feminidad, al contrario, es más mujer si cabe decirlo así. La mujer consagrada dona su amor a Dios a través del Hombre-Dios, Jesucristo. Su amor va dirigido a este “Hombre” y se realiza de forma más esponsal. La consagrada es la “mujer” que se enamora de Jesús.

            El mejor modelo en el que se puede fundar la vida de las consagradas, es María, la mujer por excelencia y que viviendo su condición de mujer, se entregó por entero al plan de Dios sobre Ella, confiando totalmente a pesar de las incertidumbres que pesan sobre Ella a partir del anuncio del Arcángel Gabriel. La mujer que permaneciendo virgen según el proyecto de Dios, se vuelve la más fecunda de todas las mujeres. ¿La Virgen María, Madre de Dios y Madre de los hombres! ¿Cabe una fecundidad más grande?

            Toda mujer, por el hecho de serlo tiene una misión especial; portadora de ternura, es el rostro más humano de Dios y de Su Presencia en el mundo. Cuando la mujer decide donarse, sabe darse plenamente a Dios y por Él, a los hombres. Portadora y transmisora de vida, la feminidad se hace más viva y se realiza más plenamente en la mujer consagrada que debe llevar a un mundo donde impera la muerte, la vida nueva que Dios nos ha regalado en Su Hijo Jesucristo. “La fuerza moral  de la mujer, su fuerza espiritual se une con la consciencia de que Dios le confía de modo especial al hombre, al ser humano…precisamente debido a su feminidad… Nuestro días atienden la manifestación de la “genialidad” de la mujer que asegura la sensibilidad por el hombre en cada circunstancia: por el hecho de que es hombre”.[1]  Y, resumiendo, podemos desplegar esta misión especial de la que acabamos de hablar, en dos misiones:

La mujer, es por excelencia el ser de la dulzura y la tolerancia, posee un alma fuerte. Mediante su feminidad, equilibra y humaniza el mundo; y además, tiene la misión de ser esposa y madre en el sentido físico de la palabra o en otro más espiritual y elevado, aunque no por eso menos real. Es un ser que vive en estado de disponibilidad y de don; todo en ella ha sido ordenado por el Creador a tal fin. Cuanto más completa y profundamente sea mujer, tanto más fiel será su misión.

            El campo en el que ha de desarrollar su misión la mujer no tiene límites extendiéndose desde el estrecho círculo de su familia hasta la entera sociedad y especialmente, la Iglesia.Hoy día, se habla de “mujeres fuertes”, pero la mujer fuerte no es la mujer viril, sino la que es tan fuerte que no renuncia a su propia naturaleza y que adquiere precisamente la máxima perfección de la femineidad.

Por estar llamada a cumplir una misión especial, ante todo en el orden emotivo, la mujer es extremadamente sensible a las emociones alterocéntricas. De entre las mujeres, están las consagradas, consagradas de modo exclusivo al servicio de Dios, y éstas, no por eso, conservan – como ya hemos dicho antes – en grado menor el carácter femenino.

La perfección de la mujer es la femineidad, que es la realización total de la naturaleza de una mujer, y por tanto, de una monja. Lo más contrario a una vocación religiosa, es el olvido, la destrucción del propio carácter femenino. La religiosa puede destruir aquello que podría glorificar mejor a Dios en ella. Dios creó a la mujer para amar y ser amada. Le dio una naturaleza rica, ardiente, una capacidad de sufrimiento que le es absolutamente peculiar.

La auténtica razón de ser de la mujer es el amor. Esposa de Dios, tal es realmente, la religiosa que ama a Dios y a su inmensa familia de almas con todo el inmenso amor que ha contenido en su corazón de mujer. Una mujer consagrada a Dios, no pierde ninguna de sus cualidades femeninas naturales.

Vamos a ver primeramente este sentimiento alteroemotivo que caracteriza al alma femenina.

 En el alma femenina, por regla general, domina de modo especial un sentimiento, la emoción. La emotividad femenina permite a la mujer una participación más rica de las cualidades de las personas, de las cosas y de las situaciones.

La mujer sitúa infaliblemente en otro el centro de sus pensamientos, de sus ambiciones, de sus actividades, de su dicha y perpetuamente se encuentra lanzada fuera de sí hacia quienes puede amar y ayudar. El prójimo es su razón de ser y el objeto de su vida.

Por ser alterocéntrica, la mujer siente más vivamente las alegrías y los dolores ajenos, más todavía que los suyos propios. Su lema es proporcionar alegría y calmar pesares.

Su característica más visible es tender hacia las personas mucho más que hacia las cosas. “Jesucristo demostró conocer muy bien esta orientación de la mujer hacia las personas. A dos hombres que le seguían, preguntó: ¿Qué buscáis?.  Pero a una mujer que lloraba, le preguntaría: ¿A quién buscas?[2].

El sentimiento alteroemotivo que domina en la mujer es, por consiguiente, la íntima reacción que le induce a situar el centro de su afectividad en los seres que ama y de los que puede recibir amor. Ese sentimiento es, pues, la base del alterocentrismo, la clave del alma femenina.

Y es que la mujer, y cuánto más cuando es una mujer consagrada, está abierta a cuanto pertenece al alma de los demás; puede decirse que interioriza la que su sensibilidad capta del mundo exterior.

La mujer ha recibido el don de esparcir en torno suyo encanto y dulzura, como afirmó el Papa Pío XII al decir: “Con el sentido de la gracia y de la belleza, Dios ha dado a la mujer, más que al hombre, el don de hacer amables y familiares las cosas más sencillas”[3].

La vida religiosa en virtud de la cual la virgen consagrada a Dios se entrega plenamente a Su Amor dentro del servicio a la humanidad, ocupa un lugar preeminente entre las vocaciones de la mujer. Y no es cierto que la vida religiosa mate en la mujer sus dones o el patrimonio de su viva sensibilidad. Sino que lo afina, lo libera de egoísmos, y lo impulsa hacia los demás con un movimiento que no deja nada para ella.

La religiosa es consciente  de que la entrega para la que está hecha la mujer no tiene sentido para ella si no es para una donación  total a un Amor más total. Establece  su centro de gravedad en una relación amorosa con Cristo, y es ahí, donde ella encuentra el equilibrio natural de su personalidad. En consecuencia, para que la religiosa se expansione normalmente en su vocación, tiene que estar en ella lo espiritual profundamente marcado por el sello de la unión mística con Cristo.

Es a partir del Concilio Vaticano II, cuando en el ámbito eclesial y gracias a las indicaciones ofrecidas por Juan XXIII, se ha comenzado a reflexionar en términos innovadores sobre la identidad y vocación de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, ofreciendo pistas de reflexión y acción, que hoy en día, todavía no se han asimilado adecuadamente.

Juan Pablo II en Vita Consecrata, nos da unas indicaciones sobre el papel de la mujer consagrada y su importancia vital:

“… Las mujeres consagradas están llamadas a ser de una manera muy especial, y a través de su dedicación, vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género humano y un testimonio singular del misterio de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre…. Es obligado reconocer igualmente que la nueva conciencia femenina  ayuda también a los hombres a revisar sus esquemas mentales, su manera de auto-comprenderse, de situarse en la historia e interpretarla, y de organizar la vida social, política, económica, religiosa y eclesial”[4].

Sin embargo, no podemos olvidar el papel que las mujeres consagradas han tenido  a lo largo de la historia y no sólo en esta época actual, aunque en tiempos anteriores, su labor no fuera reconocida. Por tanto, podemos afirmar que a partir de los mártires y luego de las vírgenes de la Iglesia, inauguraron un nuevo estilo de vida, que resultó contestatario de la reducción de la mujer a las funciones domésticas y de su supuesta subordinación a la autoridad masculina, paterna o marital.

Por su parte, el monaquismo , primero oriental y luego occidental, evidencia los caminos emancipadores de la fe, a disposición de las mujeres como de los hombres. Las bibliotecas de los monasterios femeninos se convierten en veneros de obras de arte, donde se conservan bordados, miniaturas, pinturas, esculturas y códigos antiguos copiados con el cuidado de amanuenses inteligentes.

El breve itinerario recorrido ha puesto de manifiesto la exigencia de una nueva identidad femenina, y la urgencia de tematizar esa identidad con el fin también de promover nuevos perfiles humanos que respeten más la nueva conciencia madurada por las mujeres y por los hombres.

Las mujeres consagradas están hoy particularmente interesadas en el desarrollo de esta tarea histórica. Hoy son más sensibles a las instancias y exigencias provenientes de ese movimiento cultural y están abiertas a la confrontación con otras mujeres en orden a un enriquecimiento recíproco y a trabajar juntas en la promoción del crecimiento de una humanidad más solidaria.

 La mujer consagrada, precisamente por ser mujer es imprescindible en los ámbitos eclesiales y sociales: “La Iglesia que ha recibido de Cristo un mensaje de liberación, tiene la misión de difundirlo  proféticamente, promoviendo una mentalidad y una conducta conformes a las intenciones del Señor. En este contexto la mujer consagrada, a partir de su experiencia de Iglesia y de mujer en la Iglesia, puede contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al pleno reconocimiento de su dignidad, de su aportación específica a la vida y a la acción pastoral y misionera de la Iglesia. Por ello es legítimo que la mujer consagrada aspire a ver reconocida más claramente su identidad, su capacidad, su misión, su responsabilidad, tanto en la conciencia  eclesial como en la vida cotidiana.

También el futuro  de la nueva evangelización, come de las otras formas de acción misionera, es impensable sin una renovada aportación de las mujeres, especialmente de las mujeres consagradas”[5].

Las mujeres consagradas postulan en particular una teología de la vida consagrada apostólica femenina, pues advierten el malestar de una teología circunscrita quizás a la experiencia monástica masculina, aplicada sin tener en cuenta su vivencia particular.

La indicación teológica que debería dar la Iglesia, y, en ella sobre todo las mujeres consagradas, es el testimonio de nuestro optimismo religioso, y consiguientemente el anuncio existencial de la alegría cristiana. Sabemos que Dios está presente en la historia, y que lleva a cabo nuestra salvación.

La consagración es el signo de este advenimiento salvífico de Dios, de este hoy Suyo. Las mujeres consagradas proclaman con alegría: “¡Cuánta suerte hemos tenido! ¡Cristo nos ha encontrado y nos ha llamado a Su seguimiento!”. Prolongan el Magnificat de María, el saltar de Su corazón por la enorme satisfacción de estar con el Señor, a Su servicio en el servicio de sus hermanos. Es la “exultatio” eucarística traducida en vida. Por algo en la vida consagrada ocupan un puesto particular la presencia de la Eucaristía y de la Virgen María.

En la “Lumen Pentium” 65 se subraya que “la Virgen en su vida fue modelo  de aquel amor materno del que deben estar animados todos aquellos que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan a la regeneración del mundo”. En la Iglesia no existe servicio que no brote del ágape; toda vocación y ministerio nacen de la Eucaristía, donde la comunión cristiana nace continuamente y madura en su identidad de esposa fecunda del Señor, que conserva íntegra y virgen su fe. “Mulieris dignitatem” subraya el papel peculiar de la mujer en el testimonio del amor, presentando a María como la patentización del misterio femenino. Son dos indicaciones interesantes, porque indican un sendero por el cual las mujeres consagradas han desarrollado con audacia y creatividad su misión en beneficio de toda la humanidad, especialmente de la doliente.

Con decisión, y a veces incluso sin ayudas espirituales suficientes, las mujeres consagradas profundizan  su realidad no de modo intimista, sino situándose en relación. En particular advierten la exigencia de la escucha asidua de la Palabra, de la vuelta a los fundadores, de la apertura al mundo, y en concreto al mundo femenino.

Son conscientes de su responsabilidad histórica, y por tanto de la necesidad de una nueva comprensión de las exigencias de la llamada, y de traducirlas en nuevos perfiles femeninos más coherentes con la fuerza liberadora del Evangelio y, en consecuencia, más legibles en su carga profética. Las mujeres consagradas pueden crear hilos y tejer relaciones entre la Iglesia, - acusada a menudo por el mundo laico de machismo – y el mundo femenino.

Podemos recapitular recogiendo un texto de “Vita Consecrata”: “Hay  motivos para esperar que un reconocimiento más hondo de la misión de la mujer provocará cada vez más en la vida consagrada femenina una mayor conciencia del propio papel, y una creciente dedicación a la causa del Reino de Dios. Esto podrá traducirse en numerosas actividades, como el compromiso por la evangelización, la misión educativa, la participación en la formación de los futuros sacerdotes y de las personas consagradas, la animación de las comunidades cristianas, el acompañamiento espiritual y la promoción de los bienes fundamentales de la vida y de la paz. Reitero de nuevo a las mujeres consagradas y a su extraordinaria capacidad de entrega, la admiración y el reconocimiento de toda la Iglesia, que las sostiene para que vivan en plenitud y con alegría su vocación, y se sientan interpeladas por la insigne tarea de ayudar a formar la mujer de hoy”[6].

 Hna. marina Medina
 

[1] Juan pablo ii, Mulieris dignitatem 31
[2] P. Panici, Jesús y el alma de la mujer, Ediciones Paulinas, p. 31.
[3] pío XII y los recién casados, Ediciones Paulinas, p. 31.
[4] Juan pablo II, Vita consecrata, 57.
[5] Juan pablo II, Vita consecrata, 57.
[6] Juan Pablo II, Vita consecrata, 58.

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