5 de junio de 2013

LA AMISTAD EN SAN ELREDO (1ª parte)

 
I. CRITERIOS SEGÚN LOS CUALES SE DEBERÍA ELEGIR UN AMIGO

INTRODUCCIÓN

Nadie ha delineado la teoría de la amistad cristiana con tanto método y clarividencia como un monje cisterciense del siglo XII: Elredo, abad de Rievaulx[1]. Su tratado sobre la Amistad Espiritual es una de las obras más representativas del espíritu del Císter primitivo[2]. Por esto se leyó dentro de la Orden, y también fue conocido fuera de ella. Los autores de la época moderna, se han inspirado en Elredo cuantas veces han tratado sobre la virtud de la amistad. Incluso, en nuestros tiempos, está creciendo en popularidad.

Para fijar la fecha de composición del tratado tenemos dos fuentes: el testimonio de Gualtero en su Vita Aelredi y una referencia de la misma obra. Según el primero, Elredo escribió el opúsculo después de haber compuesto las homilías De Oneribus en los años que, por razón de su deficiente salud física, pasó más o menos confinado en su celda[3]. La obra total es, sin duda, de los años maduros, y supone una experiencia prolongada, largas reflexiones sobre ella, y contiene numerosos recuerdos vividos.

La obra De spirituali amicitia[4], refleja el gran logro ascético de Elredo, el haber llegado a sublimar y transformar sus tendencias emocionales en un vínculo santo, puramente espiritual. Como su doctrina sobre la amistad está marcada de un modo tan especial por su propia personalidad, no pertenece a la corriente principal de la tradición; no puede considerarse como el punto culminante de su desarrollo normal, sino que es más bien un producto marginal respecto a sus fuentes[5]. Es la obra que ha alcanzado la más alta cota de lectores entre todos los escritos de Elredo.

El contenido doctrinal. Elredo divide su obra en tres partes: en la primera trata de la esencia de la amistad, su origen y sus causas; en la segunda, de su fruto y excelencia; en la tercera, de la forma y las condiciones necesarias para conservarla íntegra a lo largo de la vida. Pretende hacer un tratado completo sobre la amistad.
La forma literaria adoptada es la del diálogo. En la primera parte tiene como interlocutor a un joven monje de Wardon, llamado Juan, ya conocido por el tratado cuando Jesús cumplió doce años. Las otras dos partes son los monjes Gualtero y Graciano los que dialogan con su abad.
Conocemos su génesis, Elredo, en sus años jóvenes, había leído y releído el tratado De amicitia de Cicerón; después de su conversión, decidió bautizarlo, cristianizarlo y, por así decir, monaquizarlo.

El Speculum caritatis se ocupa principalmente del amor a Dios, pero termina con unas páginas sabrosas sobre la amistad espiritual, que según Elredo, constituye el culmen del amor al prójimo. El tratado De spirituali amicitia viene a ser el desarrollo de este tema a base de la Escritura y de los Padres, pero también del tratado de Cicerón que le había cautivado en su juventud y ahora, según propia confesión, ya no le decía nada, puesto que no encontraba en él el nombre de Jesús[6]. Cicerón no pudo conocer la verdadera amistad, pues estaba privado de la luz del Evangelio. De ahí que Elredo se tome el trabajo de buscar en la Escritura y en la tradición cristiana -San Agustín, San Jerónimo, San Ambrosio- un complemento necesario.

La amistad espiritual de Elredo constituye una de las obras más características del renacimiento del siglo XII; este retorno a una obra de la literatura clásica expresa bien el carácter del nuevo humanismo de la época: una profundización de la naturaleza, que es necesario comprender para valorar mejor la acción de la gracia divina. El De spirituali amicitia es un ejemplo eximio de un humanismo cristiano vivo y depurado que adapta a la nueva sensibilidad del hombre del siglo XII un valor permanente del mensaje evangélico[7].

Como ya hemos aportado, el tratado de la Amistad Espiritual no puede ser entendido sino en relación con el Espejo de Caridad, obra que antecede en unos veinte años. Ya en su primera obra Elredo hablaba de la amistad como un abrazo de sacratísimo amor y como un género sacratísimo de caridad[8]. San Elredo no puede concebir la amistad sino en el ámbito y clima de la caridad sobrenatural. Su vivencia y reflexión sobre la caridad fraterna lo lleva a descubrir dentro de ella un grado supremo: la amistad espiritual. En su tratado de la Amistad, no en vano llamada Espiritual, encontramos una psicología, una teología e incluso una mística de la misma.

Quizá ninguna de las obras de Elredo refleja mejor su constitución temperamental como su tratado sobre la Amistad Espiritual. De ella se ha dicho que constituye como el diario de su corazón[9]. Dotado de una constitución profundamente afectiva, cultivó con entusiasmo la amistad desde sus más tiernos años.

Era tanta -nos dice su biógrafo- su amabilidad y tal la abundancia de su benignidad, que injuriado, no se encendía en ira; calumniado, no se daba a la venganza; despreciado, no respondía, ayudado por la gracia de Dios, con sus desprecios. Prestaba sus servicios a los amigos y, aún más, a los enemigos. Por su natural bondad desarmaba la ingratitud, y la serenidad de su mansísimo corazón hacía más visible la irritación del malvado. Toda su vida se esforzó por devolver amor por odio, bien por mal, amabilidad por envidia, palabras dulces y acciones amigables por injurias[10].

De los dos principios doctrinales sobre los que Elredo fundamenta su concepto de la amistad, se desprende una doble necesidad práctica. La amistad supone el acuerdo de dos voluntades entre personas de bien. Pero además es preciso iluminar la inteligencia práctica del hombre, y para comenzar, facilitarle criterios objetivos con los cuales pueda proceder a una elección juiciosa entre las personas con quienes es legítimo estrenar una relación de amistad. Conviene también estar dispuesto a darle medios que le permitan verificar (o poner a prueba) la solidez del vínculo así establecido. A esta doble tarea dedica Elredo sus esfuerzos en las dos primeras secciones del libro III, completando así las indicaciones que nos había dado ya en el libro II.

Según Elredo, hay que determinar con cuidado cada una de las principales etapas, por las que debe pasar toda relación de amistad antes de acceder a la perfección. Distingue cuatro estadios que se escalonan en cierto modo en el tiempo. Están las dos etapas preliminares, que son la elección del amigo (III, 13-58) y la prueba del vínculo de la amistad (III, 59-76). Para Elredo estas dos etapas son de importancia capital, porque son las que -al menos, normalmente- permiten inscribir la relación de amistad a lo largo del tiempo. Si desde el principio existe el cuidado de elegir sabiamente al amigo y probarle prudentemente, se reducen mucho los riesgos de la ruptura… y se podrá desplegar en toda su fecundidad y con toda seguridad el vínculo maravilloso de la amistad. Para convencer de esto a los interlocutores, Elredo emplea todas sus energías en las dos etapas siguientes: la plena admisión del amigo (III, 77,78) y la manera de cultivar en el día a día el lazo de la amistad (88-127).

Para cada una de estas etapas específicas, Elredo va a multiplicar los consejos prácticos, como ya había comenzado a hacer en el libro II. Se apoyan siempre en una experiencia personal, a la cual no duda nunca de llamar la atención. Se trata de consejos que se desprenden directamente de los principios doctrinales enunciados en el libro I y profundizados en el libro II. Esta es, sin duda, la razón por la que él consagra los trece primeros números del libro III a recordar los fundamentos sobre los que descansa el lazo de la amistad. Enuncia cuatro. Primer principio: la fuente y origen de la amistad es el amor. Segundo principio: la amistad es una forma de afección humana que procede de dos movimientos complementarios, o mejor, que se halla en la confluencia de una dinámica: la de la razón y la de la afectividad. Tercer principio: este amor de amistad encuentra en Dios su fuente, su, su fundamento y su punto de referencia absoluto. Cuarto principio: la relación de amistad exige un acuerdo perfecto de dos voluntades en lo referente a todas las cosas, divinas y humanas, y sólo debe establecerse entre personas de bien.

Establecido el cuadro teórico, Elredo aborda, una a una, las cuatro etapas enunciadas (elección y prueba del amigo; admisión y manera de conservar la amistad), no sin remitir constantemente a la historia y a la sabiduría bíblicas, utilizadas aquí con más amplitud que en los dos libros anteriores.
La elección del amigo es de mucha importancia. La gravedad es necesaria para evitar dar un paso en falso por apresurarnos a ofrecer la amistad. No todos los agraciados con nuestro amor pueden ser nuestros amigos. Se impone por tanto una elección. El primer criterio a seguir es la capacidad del individuo para la amistad. Se enumeran después diversos defectos incompatibles con la misma. Entre ellos ocupan el primer lugar la cólera y la inestabilidad. Es preciso, sin embargo, no exagerar. Apoyándose en la autoridad de San Ambrosio, Elredo afirma la imposibilidad de darse la amistad entre caracteres distintos. Se trata de una diversidad objetiva, cosa muy distinta de ciertas manifestaciones externas que fácilmente pueden confundirse con el carácter. Para superarlos bastará un poco de paciencia para luchar contra las dificultades.

Y por lo que atañe a este tiempo de la elección (III,15-30), Elredo acude en lo esencial a los libros sapienciales de la Escritura -el Eclesiástico[11] sobre todo, y también el Eclesiastés[12], el libro de Job[13] y el de los Proverbios[14]- pero evita a sus interlocutores a guardarse de quienes, por sus defectos, ponen en peligro la calidad de la relación de amistad.

Evitar a los coléricos. Hay que tener en cuenta que existen defectos incompatibles con la amistad. Entre todos destaca la cólera. Elredo analiza con finura y gran penetración psicológica el caso del colérico. Es preciso distinguir el hombre y el amigo, ya que por temperamento puede ser colérico; pero puede no ser colérico en la amistad. En este caso el lazo de unión que permite mantener una auténtica amistad, no es sólo la paciencia del amigo no colérico -con frecuencia inflamaría más su ira-, sino la paciencia de este último que supera su propio carácter en atención a las exigencias de la amistad.

Disolventes de la amistad. Hay que descartar siempre lo que Elredo llama los disolventes de la amistad. Además de los coléricos, nos aconseja descartar, no ya a todo el que sea propenso a los insultos, ultrajes, arrogancia, divulgación de secretos, o incluso a la perfidia, sino más bien al que sea incapaz o rehúse de manera obstinada corregirse de semejantes defectos. Estas amistades falsas llevan en sí germen de muerte, disolventes internos que la destruyen, y que se nutren del veneno de la corrupción. Siempre que no medie ningún disolvente de la amistad, ni esté en juego ningún principio grave, conviene sacar adelante la amistad comenzada. Combatidos, los defectos pueden convertirse en una verdadera garantía de amistad auténtica y como tal duradera, puesto que el esfuerzo exigido por la lucha, engendra virtud.

A cualquiera que caiga en algunos de estos defectos hay que excluirlo de la amistad. Otros no son tan incompatibles con la amistad, pero la frenan. Son varios. Así, la inconstancia de un carácter muelle, ofrece pocas garantías de continuidad. Un suspicaz estaría perturbando siempre la paz de la amistad. Esta regla se aplica igualmente a las personas inestables, a las sospechosas y a las charlatanas. Un hablador sería peligrosísimo para la intimidad.

Además hay que buscar al amigo que sintonice con nuestros gustos y ocupaciones en armonía con las propias. Es imposible afirmar la amistad entre personas de temperamento diferente.

Más adelante (III, 130) Elredo precisará que proceder de este modo en la elección de las amistades representa un método particularmente eficaz para sustraerse a los caprichos [exclusivos] de la afectividad, y sometidos a la clarividencia de la razón, en función de hábitos de vida semejantes, y después de haber contemplado las virtudes de esa persona ¡Siempre la preocupación constante de inscribir los impulsos naturales de las afecciones espontáneas en los límites de la razón!

No es que Elredo como buen humanista, desconfíe de la amistad, después de haberla analizado como un dato de la naturaleza misma. Al contrario, su obra respira una radiante confianza en la amistad como medio positivo para la santidad. Pero en las condiciones de la naturaleza caída se imponen algunas precauciones, dada la complejidad en que ha quedado el corazón humano.
Hay que probar la fidelidad del amigo principalmente durante los infortunios. Signo inequívoco de esta fidelidad es la discreción en el uso de las intimidades aportadas por la confianza.

Hay que probar también la intención con que se busca la amistad, su motivación más íntima. Si es por verdadero desinterés, por pura benevolencia. La amistad que se da, debe saciarse con la amistad que se recibe.

También hay que tener en cuenta el sentido común, es decir, el recto juicio, la madurez, el equilibrio de la personalidad.

Y por último, hay que tener también pruebas de la paciencia del amigo, para soportarse mutuamente, cualidad muy importante en la amistad.

El amigo verdadero, ve defraudada su esperanza una y otra vez, y no se hunde, no se desanima: aguanta sin límites. Imitando la paciencia misma de Dios, porque sabe que el amor nunca falla y que llegará un día en que brille con todo su esplendor lo que ahora permanece todavía oculto en el corazón del hombre. Si no tenemos amor, no somos nada. La amistad es delicada y sensible, por eso hay que cuidarla con esmero. Existen actitudes que pueden destruirla, acarreando, con ello, muchos males. Con todo, siempre hay posibilidad de reconciliación.

La tercera etapa en el proceso de la amistad es la admisión. Pero este punto queda bastante diluido por una digresión sobre la belleza de la amistad perfecta, que rompe la monotonía de este diálogo, que venía resultando demasiado escolar. Parte para ello, de las consideraciones puramente humanas de Cicerón y nos presenta a Cristo, viviendo el más perfecto grado de la amistad, nos describe su monasterio verificando por la mistad cristiana de sus monjes el grado más alto de la caridad y nos introduce en lo que llamaríamos amistad escatológica sólo realizable en el cielo, donde la amistad se abrirá a la universalidad de las criaturas cuando Dios sea todo en todos[15].

En la última etapa, en la que concreta la práctica de la amistad, se descubre Elredo como un gran director de hombres. Estamos en la misma cumbre de la amistad, cuando se ha llegado ya a la cumbre de la identificación total. Pero este estado presupone unas condiciones que se limita a enumerar con Cicerón: la lealtad y la sencillez, la exclusión de toda suspicacia y la irritabilidad, sobre todo ser abierto y accesible.
Y a continuación se extiende ampliamente en una característica típica de la amistad; la igualdad o semejanza que debe existir entre los amigos en todos los órdenes, como regla general, aunque se den casos excepcionales, como el del hijo del rey Saúl Jonatás, y uno de sus siervos, David.

A propósito de esta amistad excepcional hace Elredo unas magníficas consideraciones sobre algo de lo que se habla mucho: lo que él llama el arte de dar, o servir al amigo en todo lo que sea común entre dos amigos. Dar con la misma liberalidad de Dios. Dar hasta adivinar las mismas necesidades del amigo para ahorrarle el apuro de pedirlo.


La caridad -que es el amor de amistad del que nos habla Elredo- es un amor que se manifiesta en pequeños detalles, en gestos muy concretos. Un amor que se pone en actitud de servicio, es decir, que invita a pedir favores, que se puede contar con él. Un amor desinteresado y gratuito que renuncia a sus propios derechos, a tomarse la justicia por su mano, y se dirige precisamente al que no le devolverá nada. Un amor que evita las palabras y los gestos ofensivos. Un amor que busca la verdad y la acepta, incluso si la encuentra en el propio amigo.

La amistad espiritual juega según Elredo un papel incontestable de pedagogía: por el camino estrecho de la amistad el Abad de Rieval educa a sus hermanos en una caridad que se abre ampliamente a los horizontes de una comunidad de vida fraterna, porque está profundamente enraizada en el amor mismo de Dios, en quien halla su fuente, y culmina en la comunión universal de todos los santos.

Tal vez el encanto principal del tratado De spirituali amicitia “es su firmeza psicológica y su sabor de cosa vivida…” De su teoría se desprende que el monasterio debería ser una fraternidad de amigos con un solo corazón y una sola alma. Pero Elredo sabe que la amistad no hay que prodigarla y que las confidencias del corazón no pueden extenderse a muchos. Por otra parte, hay que tener en cuenta las diferencias de idiosincrasia y de temperamento. Definir la mistad como un acuerdo en el pensar y el querer en todas las cosas divinas y humanas no pasa de ser un bello ideal. El amigo debe saber ceder y alternar prudentemente la tolerancia con los consejos y las censuras. Pues todos somos débiles y pecadores y necesitamos unos de otros.

¡Ojalá fuera posible hacer de la comunidad monástica una fraternidad de amigos! ¡Ojalá uniera a todos sus miembros esa amistad espiritual que Elredo ha descrito como la más perfecta puesta en común, entre los que son capaces de ello, de alegrías, penas y aspiraciones, y sobre todo la felicidad de cada uno de los amigos! Pero esto sólo es posible en el cielo, entre los ángeles y los bienaventurados. Elredo, en efecto, imagina la felicidad de los elegidos como la amistad consumada de la que cada uno se ha hecho capaz y todos han llegado a ser dignos.

Elevándonos, pues, de este amor santo por el que abrazamos al amigo a ese otro por el que nos lanzamos a Cristo, se saborea con gozo y a boca llena el fruto espiritual de la amistad, esperando para más tarde la plenitud total[16] (…). Alcanzada entonces la seguridad, gozaremos de la eternidad del Bien Sumo. Esta amistad a la que aquí sólo podemos adquirir a unos pocos, se extenderá a todos y se anegará en Dios[17].

 Hna. Forinda Panizo
                                                                                                            CONTINÚA

[1] Dictionnaire de Spiritualité, t. I, 516.
[2] Dubois, o. c. p. XCVI.
[3] Vita, 41.
[4] Edición crítica y traducción francesa por J. Dubois, Aelred de Rievaulx, L’amitié spirituelle (Brujas 1948).
[5] B. P. Mac Guire, Friendshi, 330.
[6] De spirituali amicitia, Pról.
[7] L. Mauro, L’amicizia come compimento di umanità nel “De spirituali amicitia” di Aelredo di Rievaulx, Revista di filosofia neoscolastica 66 (1974) 89-103. Cf. García M. Colombás, La Tradición Benedictina T. IV, Elredo de Rievaulx, “doctor de la caridad”, Ediciones Monte Casino, Zamora 1994, p. 679-700.
[8] EC, III, 109-110.
[9] A. Le bail, art. Ailred, en Dictionnaire de Spiritualité, tomo I, col. 288.
[10] Vita Ailredi, publicada por F. M. Powicke, Londres, 1950, pág. 5.
[11] Eclesiástico 6, 9; 22, 25-27; 27, 17. 24. El tema de la amistad es muy querido para el autor del Eclesiástico. El verdadero amigo es un tesoro de incalculable valor. Es un don que da Dios a quien le teme.
[12] Eclesiastés.7, 9; 10, 11.
[13] Job 11, 2.
[14] Prv. 22, 24-25; 29, 20.
[15] 1 Co 15, 28.
[16] AE, III, 134.
[17] Íbidem.