16 de agosto de 2014

SERMÓN 19 DE

SAN ELREDO DE RIEVAL 

Introducción
Elredo de Rieval nació en Hexham, Northumberland (Yorkshire) (1110). Recibió la primera instrucción en el priorato de Durham[1], donde Eilaf, su padre, sacerdote de Hexham, iba a morir como oblato. A la edad de catorce años fue recibido en la corte del rey de Escocia, David I. Allí convivió con los príncipes reales, recibió una cultura anglo-normanda y siguió estudiando los clásicos latinos. Hacia los veinte años empezó a desempeñar un oficio palaciego, el de dapifer regis o senescal; por eso podía recordar a San Bernardo que procedía de las cocinas. En aquellos años, Waldef, hijo del rey, abandona la corte y se une a los canónigos regulares, aunque al final acabará siendo abad cisterciense en Melrose. Quizá esta decisión aceleró en él el deseo de hacerse monje.
Elredo es un representante de la denominada teología monástica, cultivada en los monasterios medievales, y que con la aparición de Císter experimentó un nuevo impulso, con autores como Bernardo de Claraval, Guillermo de Saint-Thierry, Guerrico de Igny y el mismo Elredo, todos ellos contemporáneos del siglo XII. Esta teología elaborada en los claustros cistercienses, a diferencia de la que se hacía en las escuelas de las catedrales y en las universidades, más especulativa, no separa la reflexión intelectual de la vida, el conocimiento del amor. Es una teología encarnada en la propia existencia y en la experiencia que brota del misterio de la fe, creído y vivido en la liturgia, y que se fundamenta en la lectura pausada y saboreada de la Sagrada Escritura. El deseo de conocer y de amar a Dios, que nos sale al encuentro a través de su Palabra, y que debemos acoger, meditar y practicar, fue el que llevó a Elredo a profundizar los textos bíblicos en todas sus dimensiones.
Una de las tareas más importantes de un abad es la de dar a sus hermanos, los monjes que se le han confiado, la enseñanza espiritual de la Palabra de Dios, tarea que los abades cistercienses cumplían cada día en el Capítulo (Sala Capitular donde se reúnen diariamente para leer la Regla), y que nos ha valido un amplio repertorio de sermones de los más insignes abades de la Edad Media
La doctrina de Elredo está injertada en el árbol de Claraval, y su enseñanza es fruto de una experiencia personal, desarrollada en el campo bernardiano. Su modo de meditar la Escritura, de comentarla y exponer sus textos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, de recurrir a su autoridad, se identifica en Elredo con la escuela del Doctor Melifluo, que sobresalía en el arte de extraer de la letra del texto bíblico la miel pura y sabrosa del sentido respecto a la experiencia de Dios, al gusto de Dios. Elredo es la figura señera de toda una generación cisterciense que, siguiendo la estela de San Bernardo, contribuye a la renovación de la ciencia sagrada.
Discípulo fiel y a la vez independiente de San Bernardo, desarrolla ciertas intuiciones del maestro, afirmando el equilibrio de su pensamiento. Dos actitudes representativas resaltan aspectos singulares en toda la producción literaria del Abad de Rieval, y ponen su acento propio en su aportación a la formación de una tradición espiritual.
También es fácil reconocer en sus escritos -particularmente en sus dos grandes obras, el Espejo de la caridad y La amistad espiritual- las líneas maestras del pensamiento de San Bernardo, al que llama amantísimo padre y señor mío[2]. Tanta fue esta influencia que ha podido afirmarse, a propósito del De amicitia spirituali, que Bernardo sobrevivió en las obras de su mejor discípulo[3].
Su doctrina monástica es fuerte, sin paliativos. Que nadie se engañe: somos los profesionales de la cruz de Cristo[4]. Me dirijo a vosotros, hermanos míos, hijos míos, no solo adoradores de la cruz de Cristo, sino también profesionales y amadores de su cruz...[5].
Elredo, no afirma la Asunción de María, ciertamente la Asunción de la Virgen María con el rigor teológico de la definición dogmática que hizo Pío XII el año 1950, sino que se limita prudentemente a dar su opinión: Aunque en este asunto con el cuerpo, como algunos creen, pero aunque no me atreva a afirmar esto porque no tengo en qué basarme, solo con dudas me atrevería a afirmar que en este día la bienaventurada Virgen…, subiría al cielo y recorrería toda aquella ciudad celeste con la rapidez de su espíritu.
Hasta la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II, con la Constitución Dogmática Sacrosanctum Concilium, en la fiesta de la Asunción se leía el pasaje de la visita de Jesús a Marta y María. El hecho de que el texto de la Biblia Vulgata hablase de un “castillo”, dio lugar a Elredo para elaborar su sermón basado en los elementos constitutivos de un castillo: el foso, el muro y la torre que constituyen los elementos defensivos de un castillo, refiriéndose a las virtudes de la humildad, la castidad y la caridad.
Elredo aplica esta figura a María, una plaza fuerte completamente especial, en la que se dan a la perfección y simultáneamente la laboriosidad de Marta y la contemplación de María.
Como ocurre en todos sus sermones, Elredo deriva enseguida al sentido antropológico o moral, es decir, la aplicación a los monjes. Igualmente ellos deben dedicarse a la vita actualis, las vigilias, el ayuno, el trabajo, pero a la vez deben buscar tiempo para dedicarse exclusivamente a la contemplación, a estar como María a los pies de Jesús, pues como el mismo Señor ha dicho: “María ha escogido la mejor parte y no se le quitará”[6]
1.      Sermón 19, en la Asunción de Santa María
            1. 1     Jesús entró en casa de Marta y María
Entró Jesús en un castillo[7] -nos dice Elredo-, y una mujer, de nombre Marta, que tenía una hermana, que se llamaba María, lo acogió en su casa[8]. La alegría de María es grande por tener a tal huésped, al que agasaja, y en cuya atención estaba muy ocupada. Pero aún más grande fue el contento de María, al darse cuenta de la dignidad del huésped. Y al contrario que Marta, lo acogió atendiendo a su sabiduría y se recreó en su dulzura. Y tan atenta estaba a las palabras de Jesús, que no se preocupaba de lo que pasaba en la casa, de lo que Marta decía y de sus muchas ocupaciones[9].
1. 2     Acoger a Jesús espiritualmente
San Elredo, nos dice: ¿Quién de nosotros, si nuestro Señor estuviese en este mundo, y quisiese venir a él, no se alegraría de modo admirable e inefable? ¿Pues qué diremos, hermanos? ¿Porque no está físicamente, por eso no podemos recibirlo físicamente, por eso no podemos esperar que venga? Debemos preparar nuestras casas, y no dudar que Jesús vendrá a nosotros mejor que si viniese físicamente. Es cierto que estas dos mujeres tuvieron la dicha de recibirlo corporalmente, pero no nos debe caber la menor duda que fueron más dichosas de recibirlo espiritualmente.
En aquel tiempo muchos lo recibieron corporalmente, y comieron y bebieron con Él, pero como no lo acogieron espiritualmente siguieron siendo unos desgraciados. Pues, ¿quién más desgraciado que Judas? Él sirvió corporalmente al Señor. Y la Virgen María, cuya gloriosa Asunción hoy celebramos, aunque fue dichosa por recibir en su cuerpo al Hijo de Dios, lo fue mucho más por acogerlo en su alma. Así nos lo dice San Lucas en su Evangelio: Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Y el Señor le contestó: Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen[10].
1. 3     Preparar un fortaleza espiritual
Hermanos, hemos de preparar, un castillo espiritual para que pueda venir a nosotros el Señor. Si María no hubiese preparado en sí esta morada fortificada, Jesús no hubiese venido a morar ni en su cuerpo ni en su espíritu, ni se leería hoy en esta solemnidad de María este Evangelio.
Debemos preparar este castillo donde se hacen tres cosas para que sea fuerte: el foso, la muralla y las torres. Primero el foso, después la muralla sobre el foso y por último la torre, que es más fuerte y sobresale por encima de todo. La muralla y el foso contribuyen a la vez a la defensa, ya que si no estuviese delante el foso, la gente podría, por medio de algún ingenio, llegar a socavar la muralla, y si la muralla no estuviese sobre el foso, podrían llegar hasta el foso y rellenarlo. La torre, por su parte, lo defiende todo porque sobresale por encima de todo.
1. 4     El foso es la humildad
Ahora vayamos a nuestra alma y veamos cómo deben realizarse espiritualmente todas estas cosas en cada uno de nosotros. ¿Qué es el foso sino un hoyo? Ahondemos en nuestro corazón para encontrar allí lo que hay en el fondo, quitemos la tierra que está en el fondo y saquémosla fuera, ya que es como se hace el foso. La tierra que debemos coger y echar fuera es nuestra fragilidad. Y pensemos que no está escondida dentro, sino tengámosla siempre presente a nuestros ojos, para que haya un foso en nuestro corazón, es decir, tierra humilde y profunda. Ese foso, hermanos, es la humildad.
Hemos de recordar lo que nos dice aquel viñador del Evangelio del árbol que el amo de la viña quiso arrancar porque no encontró en él fruto: Señor, déjala este año, y yo cavaré en su alrededor y le echaré estiércol[11]. El Señor quiso hacer allí un foso, es decir, enseñar la humildad. Así debemos comenzar a construir este castillo, ya que si no empezamos por poner este foso en nuestro corazón, “una verdadera humildad”, solamente traeremos ruina sobre nosotros mismos.
La Virgen María ¡qué bien hizo este foso!, ya que miró más su propia fragilidad que toda la grandeza y la santidad que en ella había. Supo reconocer que, si era pobre, lo era por ella misma, y que si era santa, “Madre de Dios, Señora de los Ángeles, y templo del Espíritu Santo”, lo era por la gracia de Dios. Y así manifestó lo que era por ella misma: ¡He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra![12]. Y, de nuevo: Ha mirado la humildad de su esclava[13].
1. 5     La muralla espiritual es la castidad
A continuación del foso hemos de construir la muralla. Y esta muralla es la castidad; muralla verdaderamente fuerte, ya que mantiene incólume y sin mancilla la carne. Esta es la muralla que defiende el foso -del que hemos hablado- para que no puedan rellenarlo los enemigos, porque si perdemos la castidad, enseguida se llena el corazón de inmundicias e impurezas, y desaparece por completo del corazón el foso espiritual, la humildad. Y así como el foso es defendido por la muralla, también el muro ha de ser defendido por el foso, ya que el que pierde la humildad no puede tampoco mantener la castidad de la carne. Por esto sucede que la virginidad, mantenida desde la infancia hasta la ancianidad, se pierde a veces cuando el alma se mancha con la soberbia, y la carne a su vez se mancha con la lujuria.
María tuvo esta muralla con mayor perfección que cualquier otro, porque ella es santa, pura, y su virginidad, como una muralla firmísima, nunca pudo ser penetrada por la tentación del diablo. Fue virgen antes del parto, en el parto y después de él.
1. 6     La torre de la caridad
Si imitamos a María y tenemos el foso de la humildad y la muralla de la castidad, debemos edificar la torre de la caridad.
La caridad es la “gran torre”, porque así como la torre suele ser la parte más alta del castillo, así la caridad está sobre todas las virtudes del edificio espiritual del alma. El apóstol San Pablo dice: Aún voy a mostraros un camino más excelente[14]. Diciendo esto se refería a la caridad, que es el camino más sublime que lleva a la vida[15]. El que se encuentra en esta torre no teme a sus enemigos, ya que la caridad perfecta expulsa el temor[16]. Sin esta torre -la caridad- se tambalea el castillo espiritual del que hemos hablado.
El que tiene seguro y fuerte el muro de la castidad, pero desprecia o juzga a su hermano, no tiene con él la caridad que debe, porque no tiene la torre, y el enemigo entra por la muralla y mata su alma. Igualmente, si parece humilde en su comportamiento: en el comer, en sus tendencias…, pero tiene por dentro un espíritu amargo para sus superiores y hermanos, el foso de la humildad no podrá defenderlo de sus adversarios.
1. 7     La caridad de María
Como nos dice Elredo: “¿Quién podría expresar lo perfecta que era la “torre” en la Virgen María? Si Pedro amó a su Señor, ¿cómo amaría Santa María a su Señor e Hijo?”[17]. Y cómo amaría ella a su prójimo, a los hombres, lo manifiestan tantos milagros y apariciones con los que el mismo Jesús se ha dignado hacer ver que ella intercede ante su Hijo por todo el género humano. Su caridad es tan grande que no cabe en mente alguna.
Este es el “castillo” en el que Jesús se digna entrar. Pero no nos cabe duda que son mucho más dichosos los que lo reciben en el castillo espiritual que los que lo recibieron en sus casas. No sabemos por qué el evangelista no nos ha dado el nombre del castillo, pues solo se contentó con decir que entró Jesús en un castillo. “Uno” expresa algo singular, y esto corresponde propiamente a nuestra Santísima Señora, ya que ella es el “castillo singular”, pues en nadie se halla tal humildad, tan perfecta castidad, tan extraordinaria caridad. María es, sin duda, el “castillo singular” que construyó el Padre, que santificó el Espíritu Santo, en el que entró el Hijo y toda la Trinidad como morada suya peculiar.
1. 8     Jesús entró con la puerta cerrada
Este es el “castillo” en el que entró Jesús. Como profetizó Ezequiel, entró con la puerta cerrada y salió con la puerta cerrada cuando dice: Y me condujo a la puerta que da al Oriente, y estaba cerrada[18]. Esa puerta oriental es María Santísima, pues la puerta que da a Oriente, es la primera que recibe la luz del sol; y así, María, que siempre se dirigía hacia el Oriente, es decir, a la luz de Dios, recibió los primeros rayos; y más aún, todo el resplandor del verdadero Sol, el del Hijo de Dios, como nos dice Zacarías: “Nos ha visitado el Oriente, que procede de lo alto”[19].
Esa puerta estaba cerrada y bien defendida, no pudiendo el enemigo encontrar ningún acceso ni resquicio[20]. Estaba cerrada y sellada con el sello de la castidad, que no se rompió al entrar el Señor, sino que la confirmó y afianzó, porque de Él es de quien recibimos la virginidad; con su presencia no la eliminó, sino más bien la confirmó. Así es como Jesús entró en este “castillo”. Si nosotros tenemos este “castillo espiritual”, sin duda que Jesús entrará espiritualmente en nosotros. En María, entró espiritual y corporalmente, ya que en ella y de ella tomó el cuerpo.
1. 9     En la misma casa han de vivir Marta y María
Y una mujer de nombre Marta, que tenía una hermana que se llamaba María, lo acogió en su casa[21]. Si nuestra alma se ha convertido en un castillo, conviene que vivan en ella dos mujeres: una que esté a los pies de Jesús para escuchar su palabra; la otra para servirlo y alimentarlo. Porque si solo estuviese María en aquella casa, no habría quien alimentase al Señor; si solo estuviese Marta, no habría quien se recreara con sus palabras y presencia.
Marta simboliza el trabajo con el que el hombre se afana por Cristo, y María, en cambio, el ocio en el que deja sus trabajos corporales y se recrea con la dulzura de Dios, ya sea por la lectio, la oración o la contemplación. En tanto que Cristo es pobre, anda por la tierra, pasa hambre, sed, y sufre la tentación, es inevitable que estas dos mujeres habiten en la misma casa, es decir, que ambas actividades se den en la misma alma.
Mientras nosotros estemos en la tierra, si somos sus miembros, Él está en la tierra. Y mientras que los que son miembros suyos pasan hambre, sed, y son tentados, Cristo también. Por eso Él dirá en el día del juicio: Siempre que lo hicisteis a uno de mis más pequeños hermanos, a mí me lo hicisteis[22]. Es necesario que en esta miserable y penosa vida esté Marta en nuestra casa, que nos dediquemos a los trabajos manuales, pues mientras necesitamos comer y beber, debemos trabajar. Pero cuando sintamos la tentación del deleite, hemos de controlar nuestro cuerpo con las vigilias, el ayuno. Esta es la parte de Marta.
1. 10   Actividades espirituales y corporales
En nuestra alma también debe estar María, que es el ejercicio espiritual, porque no debemos dedicarnos siempre a los trabajos corporales, sino dejarnos para ver qué bueno, qué dulce es el Señor[23], estar a los pies de Jesús y escuchar su palabra. No debemos descuidar nunca a María por Marta, ni tampoco a Marta por María, pues si descuidamos a Marta, ¿quién alimentará a Jesús? Y, si descuidamos a María, ¿de qué nos servirá que Jesús entre en nuestra casa, si no gustamos nada de su dulzura?
Debemos tener presente que estas dos mujeres nunca deben estar separadas en esta vida. Llegará el momento en que Jesús ni será pobre, ni pasará hambre, ni sed, ni será tentado, entonces solo María, es decir, la actividad espiritual, llenará nuestra casa, nuestra alma. Todo esto, San Benito lo captó muy bien, o más bien el Espíritu Santo en San Benito[24], y por eso estableció que estuviesen dedicados a la lectio, propio de María, sin olvidarse del trabajo correspondiente a Marta; mandó ambas cosas y estableció unos tiempos para la actividad de Marta y otros para la de María. 
1. 11   Cómo se realizaron en la Virgen María
En la Virgen María, se dieron perfectamente las dos actividades. Cuidó a Jesús en todas sus necesidades temporales, huyó con Él a Egipto, etc.[25], esto pertenece a la actividad corporal. En cambió, conservar todas estas cosas meditándolas en su corazón[26], y reflexionar sobre su divinidad, contemplar su poder, deleitarse con su dulzura, corresponde a la actividad espiritual. Por eso con razón dice el evangelista: María, a los pies de Jesús, escuchaba sus palabras[27].
En la parte de Marta, la bienaventurada María no estaba a los pies de Jesús. Más bien parece que era el mismo Jesús el que estaba a los pies de su dulcísima Madre, ya que nos dice el evangelista, les estaba sujeto a María y José[28]. Pero en cuanto veía y reconocía su divinidad, ella estaba a sus pies, se humillaba ante Él reconociéndose como su esclava[29]. Y en la parte de Marta le servía como a débil y pequeño que tenía hambre, sed, sufría con Él en sus tribulaciones y en las injurias que le hacían los judíos. Por eso se le dice: Marta, Marta, andas muy ocupada y te turbas por muchas cosas[30]. Y en la parte de María, le suplicaba como a Señor, lo veneraba como a su Señor, y anhelaba con todo su corazón su dulzura espiritual.
1. 12   En el tiempo del destierro
Por tanto, mientras estamos en este cuerpo, en este destierro, en este lugar de penitencia[31], tengamos presente que nos es más propio y natural lo que dijo el Señor a Adán: Tendrás que comer tu pan con el sudor de tu frente[32]. Esto corresponde a Marta, porque todo lo que podemos gustar de la dulzura espiritual no es más que una pitanza[33], con la que Dios sustenta nuestra debilidad. Por eso, hagamos lo que corresponde a Marta; y con temor y cuidado, ejercitémonos en lo que corresponde a María para no dejar lo que corresponde a una por lo de la otra. Alguna vez Marta querrá que María le ayude en el trabajo, pero no hay que ceder. Señor –dijo-, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el servicio? Dile que me eche una mano[34]. Es una tentación.
1. 13   No dejar el quehacer de María por el de Marta
Si cuando debemos dedicarnos a la lectio y a la oración, nuestra mente nos sugiere que hagamos otras cosas -que no son ni urgentes ni necesarias en ese momento-, entonces, en cierto modo, Marta llama a María para que la ayude. El Señor juzga justa y adecuadamente, pues no manda a Marta que se siente con María, ni a María que se levante y sirva con Marta. Es más dulce y agradable la parte de María, pero el Señor no quiere que por ella se deje la obra de Marta; y es más fatigosa la parte que corresponde a Marta, pero no quiere que se abandone el ocio de María, sino que quiere que cada una haga su parte.
Los que quieren o piensan que algunos en esta vida solo han de ser como Marta, y otros solo como María, se equivocan y no entienden nada, ya que estas dos mujeres están, viven, en un mismo castillo, en una casa. La una y la otra son gratas y adeptas al Señor, y son muy amadas por Él, como nos dice el Evangelio: Jesús amaba a María, a Marta y a Lázaro[35]. Pensemos, ¿qué santo llegó a la santidad sin la actividad de estas dos mujeres?
1. 14   No mezclar la una con la otra
Cada uno de nosotros tenemos que dedicarnos a ambas actividades, y es indiscutible que, en ciertos momentos[36], hemos de obrar como Marta y en otros como María, a nos ser que sobrevenga una necesidad que esté fuera de la ley. Hay que ser fieles a los tiempos que el Espíritu Santo nos ha determinado; esto quiere decir que en el tiempo de la lectio estemos haciéndola, y no nos dejemos llevar por la pereza o la indiferencia, apartándonos de los pies de Jesús, sino que estemos ahí, escuchando su Palabra; y a la hora del trabajo seamos diligentes y dispuestos, y no nos excusemos dejando el trabajo o servicio que nos pide la caridad.
Nunca debemos mezclar estas dos cosas, a no ser que la obediencia, a la que no se debe anteponer ni la quietud ni el trabajo, ni la acción ni la contemplación, nos urgiera a dejar los mismos pies de Jesús (por decirlo de alguna manera). Y aunque para María era más agradable estar a los pies de Jesús, si Él se lo hubiese mandado, se habría levantado ayudando a su hermana Marta a servirlo. Pero el Señor no lo hizo, para recomendar con esto ambos modos de proceder, y a no ser que se nos mande otra cosa, debemos cumplir ambas, sin dejar la una por la otra.
1. 15   La mejor parte es de María, que no se le quitará
Reflexionemos sobre lo que dice el Señor: María ha elegido la mejor parte que no se le quitará[37]. ¡Gran consuelo nos ha dado Jesús con estas palabras! Se nos quitará la parta de Marta, pero no la de María. Nos hastiaríamos de todo el trabajo y miserias si estuviésemos siempre con ellos; por eso el Señor nos consuela. Seamos valientes y llevemos con ánimo todos los trabajos que nos sobrevengan, sabiendo que han de tener fin. Y si los consuelos espirituales solo duraran lo que dura esta vida, no tendríamos mucho interés. Pero no se nos quitará la mejor parte (la de María), sino que aumentará.
Y después de esta vida, lo que aquí hemos gustado como en pequeñas gotas, comenzaremos a gustarlo espiritualmente en plenitud, hasta embriagarnos, como bien dice el profeta: Se embriagarán con la abundancia de tu casa y les darás a beber del torrente de tus delicias[38]. No debemos rendirnos por los trabajos de esta vida, porque pronto se terminarán. Debemos apetecer con ansia el gozo de las delicias del Cielo, que ya empieza aquí, pero que tendremos en plenitud y para siempre en la otra vida, la que durará eternamente. Que María, Madre asunta al cielo, nos ayude a conseguir esta felicidad ante su Hijo, que es Dios y vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos sin fin.
Conclusión
Dichoso aquel que sepa, a su debido tiempo, escoger la mejor parte. No hay en ningún sitio otra mejor parte, porque esa parte es el Señor, que es el que ha creado todo lo demás, todas las demás partes, y frente a Él, que es el “Todo de todo lo creado”, sea esto visible o invisible, todo lo demás solo son partes de lo creado. Así nos lo dice también Juan del Carmelo en su libro “Sed de Dios”[39]. Pero en tanto que estamos en este mundo, hemos de aceptar la alternancia de ambas vidas sin quejas, dentro de la obediencia.
Mientras otros se entregan a diversas tareas, dedíquese María -dediquémonos nosotros- a contemplar y a experimentar qué bueno y suave es el Señor[40]. Y procuremos sentarnos con el espíritu ferviente y el alma sosegada a los pies de Jesús, mirándolo sin cesar y escuchando las palabras, porque es una delicia para los ojos y melodía para el oído. De sus labios fluye la gracia y es el más bello de los hombres[41]. Más aún, su gloria supera a la de los ángeles.
Gócese, pues, María, y viva agradecida -y gócense todos los monjes del Císter-, por haber escogido la mejor parte. Dichosos los ojos que ven lo que ves tú, y dichosa tú que percibes el murmullo divino en el silencio, donde es bueno para el hombre esperar la salvación del Señor. Busca la sencillez, evitando de un lado el engaño y la falsedad, y de otro la multiplicidad de ocupaciones. Escucharás así las palabras de aquel cuya voz encanta y cuya figura embelesa.
La Asunción es motivo de especial alegría para María, y para todos los cristianos que celebran su Asunción en cuerpo y alma al cielo, y debemos regocijarnos con ella, alabarla, festejarla. Y de manera muy especial, nos gozamos en este día solemne todos lo/as monjes/as cistercienses al homenajear a nuestra Patrona. María conoció a su Hijo como hombre y se regocijó con ello, pero en su Asunción pudo contemplar plenamente su divinidad.


Hna. Florinda Panizo
Bibliografía
 AA VV, Biblia para la iniciación cristiana, NT, T. 1, Edita: Secretariado Nacional de Catequesis, Madrid 1977.
AA VV, Biblia para la iniciación cristiana, AT, T. 2, Edita: Secretariado Nacional de Catequesis, Madrid 1977.
Casciaro José María, Sagrada Biblia: Nuevo Testamento T. 5, Ediciones Eunsa, Pamplona 2008.
Colombás G. M., San Benito su vida y su Regla, Editorial BAC, Madrid 1954.

De La Croix Boston J., La doctrine de l’amitié chez Saint Bernard, en RAM 29 (1953) 3-19.

Del Carmelo Juan, La sed de Dios, Espiritualidad nº 16, Editorial Dagosola, Madrid 2011.
Elredo de Rieval, Sermones litúrgicos T. I, Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2008.
Elredo de Rieval, Sermones litúrgicos T. II, Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2008.
Elredo de Rieval, Sermones litúrgicos T. III, Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2010.
Ratzinger Joseph Cardenal, La contemplación de la belleza. A los participantes en el “Meeting” de Rimini (Italia) 24-8-2002.
Ubieta José Ángel, Biblia de Jerusalén, Editorial Descleé de Brouwer, Bilbao 1975.

Webb T. Geoffrey y Walker Adrian, Speculum caritatis Pról.: Espejo de la Caridad, Londres 1962.





[1] Las escuelas de gramática dieron a Elredo una buena base para su futura cultura clásica. Leach ofrece amplia información sobre las escuelas de los tiempos de Elredo y, en concreto, de las de su región: “Early Yorkshire Schools”, en Record Series of the Yorkshire Archeological Society, XXVII.
[2] Geoffrey T. Webb y Adrian Walker, Speculum caritatis: Espejo de la Caridad, Pról. Londres 1962.
[3] J. De La Croix Boston, La doctrine de l’amitié chez Saint Bernard, en RAM 29 (1953) 3-19.
[4] Speculum caritatis 2, 1, 3.
[5] In ramis Palmarum serm. 1, 8.
[6] Lc 10,42.
[7] Castillo, plaza fuerte, ciudadela, así se ha entendido en la Edad Media el término Castellum, de la Vulgata, y esta es la interpretación que hace Elredo y describe en su sermón. Por eso, aunque vaya en contra de nuestros conocimientos históricos y arqueológicos, es indispensable mantener el término y leerlo desde esa perspectiva para poder comprender su sermón.
[8] Lc 10,38-39. Este Evangelio se leía en la fiesta de la Asunción hasta la reforma del Concilio Vaticano II.
[9] Íbid.,10,38-40.
[10] Íbid.,11,27-28.
[11] Lc 13,6.7.8.
[12] Íbid.,1,38.
[13] Íbid.,1,48. María canta la salvación de Dios en su persona. El campo se amplía y la salvación de Dios llega a los pobres de la tierra, a los humildes, a los hambrientos, etc.
[14] 1 Co 13,1.
[15] Mt 7,14.
[16] 1 Jn 4,18.
[17] Cf. San Elredo, Serm. 45, 14 en la Asunción de Santa María, p. 68.
[18] Ez 44,1; 47,2.
[19] Lc 1,78.
[20] Cf. Ez 44,1-2; Jos 6,1.
[21] Lc 10,38.39.
[22] Mt 25,40.
[23] Sal 45,11; Sal 33,9; 1 Pe 2,3.
[24] RB 48,1. San Benito nos presenta la distribución de la jornada completa en el monasterio. Y esto nos da pie para profundizar en los otros dos elementos que, junto con el Oficio Divino, son esenciales de la vida monástica: el trabajo y la lectio divina.
[25] Mt 2,14.
[26] Lc 2,19.
[27] Ibid., 10,35.
[28] Ibid., 2, 51.
[29] Ibid., 10,39.
[30] Ibid., 10,41. Las palabras de Jesús no son tanto un reproche a Marta como un elogio encendido de la actitud de María, que escucha la Palabra del Señor: “Aquella se agitaba, esta se alimentaba; aquella disponía muchas cosas, esta solo atendía a una. Ambas ocupaciones eran buenas”. Cf. San Agustín, Sermón 103,3.
[31] 2 Co 5,6.
[32] Gn 3,19.
[33] En el párrafo anterior, Elredo ha dicho lugar de penitencia al que corresponde una pitanza, ración de comida que se distribuye a los que viven en comunidad o a los pobres.
[34] Lc 10,40. La frase cobra un sentido nuevo al ver el contraste entre los apuros y nerviosismos de Marta y la tranquilidad de María. En medio de las actividades de la vida hay que saber “pararse” para escuchar la Palabra de Dios, y esto tiene una importancia capital en los monjes/as. Es la parte buena de la vida que escogen al seguirle en la vida monástica-contemplativa. Es lo único que, en definitiva, interesa.
[35] Jn 11,5.
[36] RB 48,1.
[37] Lc 10,42. A veces se ha visto en Marta el símbolo de la vida de la tierra y en María la del Cielo. Otras veces se ha considerado a Marta como símbolo de la vida activa, y a María de la contemplación. En la Iglesia hay diversas vocaciones, pero acción y contemplación deben estar presentes en toda vida cristina.
[38] Sal 35,9.
[39] Cf. Juan del Carmelo, La sed de Dios, Espiritualidad nº 16, Editorial Dagosola, Madrid 2011, p. 65.
[40] Sal 33,9.
[41] Sal 44,3. Está claro que la Iglesia lee este salmo como una representación poético-profética de la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia. Reconoce a Cristo como el más bello de los hombres; la gracia derramada en sus labios manifiesta la belleza interior de su palabra, la gloria de su anuncio. De este modo, no solo la belleza exterior con la que aparece el Redentor es digna de ser glorificada, sino que en Él, sobre todo, se encarna la belleza de la verdad, la belleza de Dios mismo. Cf. Joseph Ratzinger, La contemplación de la belleza. A los participantes en el “Meeting” de Rimini (Italia) 24-8-2002.

SALMO 130



1-    Comentario sobre el Salmo.

         El comentario está extraído de las Enarraciones de San Agustín sobre el Salmo 129: San Agustín, Obras de San Agustín. Enarraciones sobre los Salmos. IV volumen, a cargo del P. Balbino Martín Pérez, B.A.C., Madrid 1967, p. 398-413.

San Agustín, comienza diciendo que éste es un salmo de grado porque es de quien desde lo hondo, sube. Cada cual sube desde una profundidad distinta y hemos de adivinar cuál es nuestra profundidad desde la que clamamos a Dios. Nos muestra el ejemplo de Jonás que estando en lo profundo del mar y dentro de un cetáceo, oró al Señor y su súplica fue escuchada.

Según Agustín nos comenta que la profundidad es la vida mortal y que el alma ansía subir hasta el Señor para que sea libertada, para que fuese renovada, porque el hombre peca, cae, pero sólo puede sanarnos Dios. Y es el grito del que clama en el abismo el que le permite subir hasta Dios. Sin embargo, los que no claman al Señor desde lo más hondo, son los pecadores que han caído a un abismo profundísimo. Y lo peor, es que muchos de los más grandes pecadores, prosperan en sus vicios y así, se creen que son más felices y por tanto, no sienten necesidad de gritar al Señor. Y viéndose en lo profundo del abismo, piensan que se condenarán sin remedio y en ese caso, coma van a ser castigados igual, cometen todos los delitos que pueden. Pero Jesús, que por nosotros se hizo hombre, que se abajó hasta nuestra condición por amor, ha puesto en el hombre el ansía de gritar a Él desde lo más profundo del abismo y así, el clamor y el arrepentimiento del pecador lleguen a Dios.

“Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos

a la voz de mi súplica” (129, 1-2). Es el pecador quien clama al Señor desde lo más profundo porque está firmemente convencido que ya que vino a perdonar los pecados, perdonará al que clama desde el abismo de sus iniquidades. El pecador se da cuenta de que todos los hombres son culpables y pecadores y todos los hombres deben estar seguros de la misericordia divina, porque: “Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?” (129, 3).

            Y ¿por qué el pecador tiene esa esperanza?, esta respuesta nos la da también el salmo: “Pero de ti procede el perdón” (129, 4).  Pues bien, ese perdón, esa “propiciación” como dice San Agustín, procede del sacrificio del Hijo del Hombre, de Cristo, que ofreció Su sangre inocente para redimir a los hombres. Y si existe esta propiciación, es porque el Señor es misericordioso.

            Sigue hablando ahora Agustín de la Ley; dice que a los judíos se les dio una ley para que descubriesen sus pecados, no era una ley que pudiese vivificar, y así, la ley le hizo al hombre, reo, era una ley que ataba al pecado pero el Autor de la ley libró al pecador porque existe otra ley, la de la misericordia.

            Ahora, habla sobre la ley del amor y dice el Apóstol: “Sobrellevaos mutuamente vuestras cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo”. Es decir, unos a otros debemos llevar sobre nosotros mismos las cargas de nuestros hermanos y perdonarlos, y también ellos deben perdonarnos y cargar con nuestras flaquezas. Pero eso no significa que debamos consentir en los pecados ajenos, pues si es así, los hacemos nuestros. Llevar las cargas del otro, significa que cuando cae en una falta, se debe rogar por él, nos debe desagradar su falta y debemos perdonar si nos pide el perdón, y así, obraremos como Cristo nos enseñó: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

            Prosigue ahora San Agustín, con el perdón que necesitamos de Dios, pues aunque no hayamos caídos en pecados sumamente graves, nadie se puede escapar de los pecados de la lengua aunque sean leves, pues dice el Evangelio quien llame a su hermano “imbécil”, es reo del infierno. Y si por creer nosotros que son leves, seguimos cometiéndolos, amontonamos pecado sobre pecado y al final, existe una montaña gigante de pecados.

            El salmista contempla la gran cantidad de pecados aunque leves, que cometen cada día los hombres y observando la fragilidad del ser humano, clama: “Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi voz; estén tus oídos atentos a la voz mi súplica: Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?” (129, 1-3). Entonces, se pueden evitar muchos pecados de los más graves como el homicidio o el robo entre otros, pero ¿quién es capaz de omitir los pecados de la lengua o del pensamiento? Por tanto, si Dios en vez de ser un Padre misericordioso es un juez severo, “¿quién podrá resistir, Señor?” (129, 3).

            Sobre el versículo del salmo: “Espero en tu palabra” (129, 5). Dice que sólo puede esperar quien todavía no ha recibido la promesa, esto es, han sido perdonados nuestros delitos, no debemos sufrir el castigo merecido por nuestro mal, pero esperamos todavía, entrar en el Paraíso, la vida eterna. Hay que esperar en el Señor, como nos dice el salmo, pero no sólo un momento, sino: “mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora” (129, 6-7). Y al ser perdonados, sabemos que igual que resucitó el Señor, resucitaremos nosotros.

            Cristo tomó de nosotros la carne, el Verbo se hizo carne y ofreciéndose por nosotros como sacrificio, en la resurrección innovó lo que fue matado.

            Cristo resucitó en la vigilia matutina, y nosotros debemos esperar hasta la noche, es decir, hasta la muerte, porque hay muchos que esperan en Dios cuando toda va bien, pero al ver a los malvados prosperar, dejan de esperar en el Señor si las cosas no les van como ellos quieren.

            El Señor resucitó al rayar el alba para ya no morir más y nosotros tenemos que esperar desde la vigilia matutina, sabiendo que resucitaremos como el Señor y que ya no habremos de morir.

            Hemos de esperar hasta la noche, es decir, hasta el fin de nuestra vida o del mundo, porque entonces ya no se necesitará la esperanza pues estaremos en posesión de la realidad, pero debemos esperar con esperanza, y cuando venga Cristo, los justos alegrándose, irán con Dios, y los impíos, irán al fuego eterno.

            “Mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora”  (129, 6-7). Por tanto, Israel debe esperar al Señor, pero desde la vigilia matutina. Hay que esperar en el Señor desde la mañana hasta la noche, pero aquí también deberemos sufrir tribulaciones como las sufrió Jesús, pues lo que debemos esperar con esperanza, es la resurrección a la vida eterna; “Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora” (129, 7).

            “Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa” (129, 7); y “él redimirá a Israel de todos sus delitos” (129, 8). Pero debemos ser librados de todos nuestros pecados por Cristo que sin cometer pecado es el Único que puede librar a Israel, para resucitar como ha resucitado nuestra Cabeza. Debemos acudir a Cristo con confianza para pedir perdón y esperar Su redención segura, ya que él nos mandó decir: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, y el salmo nos termina diciendo: “él redimirá a Israel de todos sus delitos” (129, 8).


2-     Comentario en modo litúrgico.

5º Domingo de Cuaresma – Ciclo A
Lo primero que se debe tener en cuenta a la hora de comentar un salmo que aparece en una celebración dominical, es el conocer que el Evangelio es la lectura más importante de la celebración eucarística, y que a su comprensión van encaminadas todas las demás lecturas. Así, la Primera Lectura, el Salmo Responsorial, la Segunda Lectura y el Aleluya con su versículo, se deben leer teniendo como clave de comprensión el Evangelio.

      El contexto es fundamental, pues es éste el que da el significado. Cuando se saca un texto de la Biblia para “colocarlo” en el Leccionario, se cambia el contexto, la situación y por tanto, el significado.

Primero comentaré la relación de la Primera y Segunda Lectura con el Evangelio y luego comentaré el salmo dentro del contexto de este domingo, pues como ya dijimos, todas estas lecturas se relacionan entre sí y crean una unidad encaminada hacia el Evangelio.

Este domingo está caracterizado por una Liturgia de Resurrección, en la que domina el concepto de Jesús fuente de vida, capaz de devolverla incluso a los muertos. “Os infundiré mi espíritu y viviréis” (Ez 37, 14). La profecía que se lee en Ezequiel este domingo, preanuncia la era mesiánica, contramarcada por las resurrecciones espirituales y corporales realizadas por el Hijo de Dios, y no menos el fin de los tiempos, en el que se hará verdad la resurrección de la carne.

Entre las resurrecciones obradas por Cristo, la de Lázaro tiene una importancia capital. La respuesta que Jesús da a quienes le anuncian la enfermedad  de Lázaro: “Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios” (Jn 11, 4); Su demora en llegarse a Betania y , por último, la declaración imprevista: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis” (Jn 11, 14-15), manifiestan que el hecho estaba ordenado a glorificar a Jesús “resurrección y vida”, y al mismo tiempo a perfeccionar la fe de quien creía en Él y a suscitarla en quien no creía (Jn 11, 42). El Maestro  insiste sobre estos dos muertos en el coloquio con Marta. La mujer cree: está convencida de que si Jesús hubiera estado presente, Lázaro no habría muerto; pero Jesús quiere llevarla a que reconozca en Su Persona al Mesías Hijo de Dios venido a dar la vida eterna a cuantos creen en Él, por eso declara: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vida y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” (Jn 11, 25-26). He aquí hasta dónde tiene que llegar la fe: creer que el poder de resucitar a los muertos pertenece a Cristo y se sirve de este poder para asegurar la vida eterna a cuantos viven en Él por la fe.

            El tema vuelve a ser tratado por San Pablo en su carta a los Romanos: “Si Cristo está en vosotros (por la fe y el amor), el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia” (Rom 8, 10). Jesús no ha abolido la muerte física, pero librando al hombre del pecado, le ha hecho participar de Su propia vida, que es vida eterna; por eso, la muerte no tiene poder alguno sobre el espíritu de quien vive “por la justicia”. Llegará un día en que también los cuerpos de los que creyeron resucitarán gloriosos para nunca más morir, partícipes de la resurrección de Jesús. Entonces el Señor será , en su pleno sentido, “la resurrección y la vida”, glorificado por los elegidos, resucitados y vivos para siempre por la gracia que brota de su misterio pascual.

            Al aproximarse la Pascua, el relato de la resurrección de Lázaro es una exhortación a desatarnos cada vez más del pecado, confiando en el poder vivificador de Cristo, que quiere hacer a los hombres partícipes de su propia resurrección.

            El versículo del Aleluya toca el tema fundamental que se desarrolla en estas lecturas: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá. Y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11 25a-26). Y vemos también su conexión con el salmo; si se es perdonado, si se acoge el perdón de Dios, será una criatura nueva, y entonces, vivirá y creerá en el Señor y “no morirá para siempre” (Jn 11, 26).

            Ahora vamos a relacionar este salmo y el versículo que se repite para ver su significado en este concreto contexto:

            Este es un salmo penitencial y se usa en la liturgia de los difuntos. Es un clamor hacia la misericordia del Señor pidiendo perdón por el pecado, por el mal cometido; solo Dios puede otorgarnos el perdón y llevarnos a resucitar con Él no sólo después de la muerte, sino también proporcionándonos una vida nueva al ser cancelado, perdonado nuestro pecado.

            El perdón del Señor se espera con ansia, con un anhelo realmente profundo y que nace de lo más íntimo del corazón del hombre: “Mi alma aguarda al Señor , más que el centinela la aurora” (Versículo 6).
            Del mismo modo que en la Primera Lectura se nos muestra como vuelven a la vida los huesos secos que representan a la casa de Israel y Dios les dice: “Infundiré en vosotros mi espíritu y reviviréis; os estableceré en vuestro suelo y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago” (Ez 37, 14). También en el salmo vemos este despertar espiritual, pero en esta vida, no hablamos ahora de la vida eterna; es un resucitar a una vida nueva sin haber llegado todavía a la muerte física: “Desde lo hondo a ti grito, Señor” (versículo 1); “pero de ti procede el perdón...” (versículo 4); “Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos” (versículos 7-8). Es esta deseo de perdón que nace de lo más profundo del alma, es esta acogida del perdón que Dios nos regala, la que nos hace “resucitar” a una nueva vida siguiendo y obedeciendo al Señor; y es esta nueva vida la que nos hará alcanzar (por la gracia de Dios), la vida eterna donde resucitará todo lo que somos, cuerpo y alma.

Leyendo la Segunda Lectura, vemos: “Y si Cristo está en vosotros, el cuerpo ciertamente está muerto por el pecado, pero el espíritu está vivo por la justicia” (Rm 8, 10). Para vivir plenamente necesitamos el perdón de Dios y así, Cristo “vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra de su Espíritu que habita en vosotros” (Rm 8, 11b). Dios infunde vida a los huesos que son la casa de Israel a través del soplo de Su Espíritu, vivifica nuestros cuerpos mortales por medio de Su Espíritu y por eso el salmo dice: “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor más que el centinela la aurora” (Sal 130, 5-6).

Advertimos pues, que estas lecturas están interconectadas entre sí para llevarnos a una comprensión del Evangelio más plena, pero teniendo en cuenta que se trata de una comprensión de lo que la liturgia en este domingo nos quiere expresar.

La antífona que se repite en el salmo este domingo es: “Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa” (Sal 130,7). El Señor siempre está pronto para perdonar y ofrecernos Su amor y Su misericordia  y llevarnos a una más íntima y profunda unión con Él. Siempre perdona, nunca se cansa, nos quiere a Su lado para siempre y siempre está esperando a que deseemos acoger Su perdón y resucitarnos a una vida nueva ya aquí y después tenernos siempre a Su lado en el Paraíso.

  
3-    Lectura con la Liturgia de las Horas.

Este salmo aparece en las Completas del miércoles, después del Salmo 31 (30).
Las Completas se rezan antes de ir a la cama, por la noche, cuando ya todo está oscuro y por tanto, esta oscuridad por simboliza muy bien el estado del alma cuando se peca y por eso, este salmo está muy bien elegido para rezarlo a esta hora diciendo al Señor: “Desde lo hondo a ti grito, Señor” (129, 1). Pero igual que después de la noche llega la mañana y la luz, al invocar al Señor, se alcanza Su perdón y la luz vuelve al alma.

El Himno de este día repite dos veces: “Mi corazón te sueña, no te conoce”; quizás, si el corazón hubiese conocido al Señor, no habría pecado, pero también es cierto, que sí se conoce al Señor, pues es conocida Su misericordia y Su perdón: “porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos” (129, 7-8).

El salmo que se recita antes, es un grito de ayuda a Dios al encontrarse amenazado por los enemigos; se refiere a un peligro externo, ajeno a la persona y se pide al Señor la ayuda que necesitamos de Él para rechazar este trance. Sin embargo, el salmo que estamos comentando, también hace referencia a un peligro, pero interior, que viene de dentro del ser humano y así, nos encontramos que en las Completas de este día pedimos  Dios que nos libre de todo mal, de TODO mal, externo e interno.

Es verdad que en el salmo anterior se dice: “A tus manos encomiendo mi espíritu: tú, el Dios leal, me librarás” (30, 6). Aquí, parece que se refiere también a un peligro que viene de dentro de la persona, pero no es así, pues también se dice: “sácame de la red que me han tendido” (30, 5), por lo que se observa que se pide verse libre de un peligro que viene de fuera. Y el salmo del que ahora nos ocupamos, dice: “Si llevas cuenta de los delitos, Señor” (129, 3), es decir, se refiere a los delitos cometidos por un mismo y por los demás. Y también: “Mi alma espera en el Señor” (129, 5); es el alma de la persona que espera el perdón de Dios por sus delitos, porque sabe que solo Él puede perdonarle y también es poderoso para perdonar a todo “Israel”.

El título de este salmo es: “Desde lo hondo a ti grito, Señor”, que corresponde al primer versículo del mismo salmo. Pero ya nos da la clave de cómo leer e interpretar este salmo. Es un grito que proviene de lo más profundo del hombre, donde la oscuridad es total y de donde sin la ayuda y la misericordia de Dios, no se puede salir. Desde lo hondo de las tinieblas, de lo hondo del pecado, se grita a Dios Su ayuda, Su perdón; se “grita” por temor a que Dios no nos oiga, tan hondo hemos caído y tanto nos hemos apartado de Él. Pero es un grito no desesperado, sino lleno de confianza en la misericordia divina. Si no existiera esta inquebrantable confianza en Dios, ¿existiría este grito? No, no es un salmo para la tristeza, sino para la esperanza y la alegría, después de la noche, llega siempre el día. A pesar de estar en lo más profundo del mal, nos podemos acercar a Dios, Él es más grande que nuestros pecados.

La sentencia que aparece después del título y antes de comenzar el salmo es esta: “ Él salvará a su pueblo de los pecados (Mt 1, 21)”. No puede ser más clara, en el salmo se espera “la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos” (129, 7-8). Por tanto, sólo  Dios, puede salvar del pecado a los que acuden a Él con confianza. Todo el Antiguo Testamento debe ser leído desde la perspectiva del Nuevo Testamento, es decir, El Antiguo Testamento es un referencia continua de la Persona de Jesús. En la sentencia del salmo: “Él salvará a su pueblo de los pecados”. Ese “Él”, revela a Cristo. Cristo, Segunda Persona de la Trinidad es Dios y Él vino al mundo a redimir a todos los hombres del pecado y de la muerte eterna, vino a traernos Su salvación y a ser nuestra Luz.  Por tanto, aquí nos dirigimos a Cristo para que Él nos perdone y redima. Pero hay más: el salmo dice: “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra” (129, 5). Cuando decimos que esperamos en Su palabra es decir que esperamos en Su “Palabra”; Cristo es la Palabra del Padre. Así que decimos que esperamos en la salvación que Cristo nos quiere regalar. Durante siglos se ha anhelado que llegase el “esperado de Israel” para que trajese a los hombres la salvación tan ansiada, aunque no siempre ha sido comprendida cuál era esta salvación, y a este propósito nos dice el salmo: “Aguarde Israel al Señor, como el centinela la aurora” (129, 7), pero también nos da la clave de qué tipo de salvación se trata: “Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa; y él redimirá a Israel de todos sus delitos” (129, 7-8).

Hna. Marina Medina