10 de octubre de 2014

EL MONJE -2-

Abadía Cisterciense de Santa María de Viaceli
Cóbreces - Cantabria
VII.- La evolución medieval de la oración de los monjes

          Es sabido que la Regla benedictina, en sus orígenes, fue utilizada sólo en el monasterio de Monte Casino, donde parece que fue escrita, y en sus inmediatas dependencias (Terracina, Roma y alguna otra). El primer movimiento benedictino, si lo podemos llamar así, fue un fenómeno de dimensión reducida, y por los avatares políticos de la Italia del momento, corrió realmente el peligro de desaparecer[1].

          Hay que esperar la aparición del emperador Carlomagno, que en su deseo de regularizar de alguna manera la situación de las comunidades monásticas de sus dominios, tuvo la idea de imponer la Regla de San Benito, de la cual había logrado obtener una copia en 787. Pero fue en tiempos de su sucesor, Ludovico Pío que esta imposición de la Regla benedictina fue llevada a cabo, con la colaboración de san Benito de Aniano.

 Benito, hijo del conde visigodo de Magalona, abrazó la vida monástica en el monasterio de Saint-Seine, en Borgoña. Se ha dicho de él que tenía de la vida monástica una concepción más próxima al ideal oriental que al del Patriarca de Monte Casino y que fue un ardiente reformador, lleno de generosos impulsos pero totalmente falto de discreción. Después de varias experiencias, no siempre afortunadas, se abraza definitivamente a la regla benedictina y funda pronto una serie de centros monásticos nuevos repartidos por el reino, estableciéndose finalmente en 815, en el monasterio de Kornelimünster, en Inden, cerca de Aquisgrán, donde morirá el 821.  

Entre las innovaciones que impuso Benito de Aniano en los monasterios, algunas se referían especialmente al campo de la liturgia, introduciendo elementos no comtemplados por la tradición anterior y que, más tarde, el monasterio de Cluny llevará a su máximo auge, de modo que la celebración del oficio que, según la Regla de San Benito, era la primera obligación del monje junto a la obligación del estudio y la del trabajo, se convierta en la única preocupación, rompiendo de esta manera el equilibrio ideado por San Benito. No estará de más examinar las innovaciones introducidas por Benito de Aniano, que aparecen descritas en la vida del mismo escrita por Ardón Esmaragdo[2] y son las siguientes: 

         a) La primera obligación que impone a los monjes es la visita o peregrinación, tres veces al día (antes de las vigilias, después de prima y después de completas) a todos los altares de la iglesia monástica, recitando ante cada uno el Padre nuestro y el Credo. 

         b) Antes del oficio de vigilias, los monjes, sentados en su lugar en el coro, han de recitar en voz baja quince salmos (los llamados “salmos graduales”[3]): los primeros cinco como sufragio por todos los fieles vivientes repartidos por todo el mundo; otros cinco por los fieles difuntos y los últimos cinco por los que puedan haber muerto sin que se tenga noticia de su defunción. 

         c) Por último, impone a los monjes el canto de otros salmos mientras se dirigían al trabajo manual, pero no consta ni su número ni cuales eran. 

         Los elementos de la obra de Benito de Aniano fueron recogidos como herencia por el monasterio de Cluny y por sus dependencias, en los cuales, por si no bastase, se introdujeron, a lo largo de los siglos X-XI, otros elementos que aumentaban el peso de la plegaria comunitaria. Todas estas prácticas, que eran fruto de una devoción respetable pero en verdad ajena al espíritu del autor de la Regla benedictina, se fueron introduciendo paulatinamente en los monasterios europeos y más tarde fueron sancionadas por sínodos y concilios[4]. Entre estas innovaciones hay que recordar[5]: 

          a) La recitación, después de prima, de los siete salmos penitenciales[6];

          c) Los Psalmi familiares, recitados al final de las distintas horas por los bienhechores vivos y difuntos;

          b) Los Psalmi prostrati, añadidos a los anteriores en el tiempo de Cuaresma;

          d) Maitines, Laudes y Vísperas del Oficio de la Santísima Virgen;

          e) Laudes y Vísperas del Oficio de todos los santos;

          f) Maitines, Laudes y Vísperas del Oficio de difuntos;

          g) El símbolo Quicumque, atribuido a S. Atanasio. 

         Udalrico, monje del monasterio de Cluny, a petición del abad Guillermo de Hirsau, recopiló entre 1080 y 1085 una versión de las “Consuetudines Cluniacenses” que permiten hacerse una idea muy precisa de como se desarrollaba el Oficio divino en aquella iglesia abacial[7]. 

         El oficio ordinario respetaba básicamente el esquema de la Regla benedictina, pero la conclusión de cada hora, lo que el Legislador indicaba como “Letania o Kyrie eleison”[8], conocía un crecimiento desmesurado: estaba formada por versículos, entresacados de los salmos o de otros libros de la Escritura, que podían llegar a ser desde catorce hasta treinta y uno. A estos versículos, en los días fuera del tiempo pascual o de las octavas se anteponía el salmo cincuenta. Una vez terminados los versículos y antes de la colecta final se añadían otros cuatro salmos, excepto en la hora de completas que eran solamente tres. 

         Udalrico señala otros complementos del Oficio para tiempos especiales como es la Cuaresma: 

         a) Después de las Vigilias y después de Vísperas tenía lugar una procesión a la iglesia de Santa María, que comprendía el canto de varios salmos.
         b) Cada día se celebraban también Laudes y Vísperas del oficio de Todos los Santos y de los difuntos.
         c) A los cuatro salmos ya aludidos, que el mismo Udalrico llama “psalmi appendici”, se indican otros salmos para cada una de las horas durante el tiempo cuaresmal.
         d) Después de Prima tenía lugar la recitación de los siete salmos penitenciales, seguidos de otros cuatro salmos.
         e) Se habla de otros salmos que eran recitados después del capítulo y de las comidas, así como los salmos como sufragio en el caso de la muerte de un monje.
         f) Cada día se recitaba también el símbolo Atanasiano.
         Si el esquema de la Regla supone un total de cuarenta unidades sálmicas (salmos enteros o divisiones), al añadirle los psalmi appendici, se llega a recitar en un día de setenta y cinco a ochenta salmos, lo que supone un total de 525 a 560 unidades a la semana, es decir equivalente a más de tres salterios semanales.

         Ante esta multiplicación de celebraciones prolijas, de oraciones vocales interminables, nosotros, hombres del siglo XXI nos sentimos fuera de lugar, incapaces de comprender, entre otras cosas, el aguante físico y psíquico de aquellos hombres. Una larga recitación de salmos no puede retener la atención del que reza y se corre el peligro de caer en una rutina peligrosa.  

         Cabe preguntarse, sin embargo, como aquellos monjes, de cuya buena fe no se puede dudar, fueron capaces de no prestar atención a algunas prescripciones de la Regla benedictina, que habrían podido evitar estos peligros, como por ejemplo:  

Estemos en la salmodia de tal modo que nuestra mente concuerde con nuestros labios[9]. 

         Y también: 

“Pensemos que somos oídos no por el mucho hablar, sino por la pureza del corazón y compunción de lágrimas. Por lo mismo, la oración debe ser breve y pura, a menos que tal vez se prolongue por un afecto de la inspiración de la divina gracia. Mas en comunidad abréviese la oración en lo posible y, dada la señal por el superior, levántense todos a un tiempo”[10]. 

         Las leyes de la hermenéutica recomiendan, en el caso de tener que juzgar un hecho concreto, conviene tratar de ponerse en las condiciones en que sucedió el hecho. Sin querer olvidar este sabio consejo, me permito pensar que este modo de actuar de los monjes medievales deja entrever una opinión pesimista del hombre/mujer de su tiempo. En efecto, teniendo presente el precepto bíblico de la oración incesante por una parte, y por otra la caducidad de los humanos, frecuentemente demasiado incapaces de llevar a cabo dicho precepto, decidieron sumergir al monje/monja en un cúmulo de oraciones para ayudarlo, de alguna manera, a ser fiel al mandato de la plegaria. Sería un poco más difícil poder afirmar si este método obtuvo su efecto o no en todos los casos. 

         Pero, junto a todas estas constataciones, no es posible olvidar que fueron precisamente aquellas generaciones de monjes las que, a lo largo de siglos sumamente duros y difíciles, conservaron la cultura y forjaron las bases de nuestra Europa actual. 

         Un día, hablando de estas cuestiones con el célebre benedictino Dom Jean Leclercq, de la abadía de Clervaux en Luxemburgo, me sorprendió con una frase digna de antología: “Las celebraciones largas y solemnes de los monjes son como una grande distracción abierta al cielo”. Sin comentarios. 

         Y la historia, que es maestra de vida, nos enseña que no faltaron monjes que supieron reaccionar ante esta realidad y se esforzaron en buscar nuevos caminos, como lo intentaron y lo lograron los fundadores de la  Orden Cisterciense. 

VIII.- La reacción de los cistercienses en el campo de la oración monástica 

         En 1098, un grupo de monjes de la abadía benedictina de Molesmes en Borgoña, con los debidos permisos eclesiásticos, dio comienzo al llamado “Nuevo Monasterio”, en el que germino un nuevo y renovado intento de vida monástica, dejando de lado la sobrecarga del “pensum servitutis”[11], que se había implantado en los cenobios de tradición benedictina y cluniacense. Fue realmente una revolución en el ambiente monástico de la época la decisión de los monjes del “Nuevo Monasterio” de limitarse exclusivamente al oficio que S. Benito propone en la Regla. 

         Me permito citar un fragmento de la obra que lleva por título “Exordium Magnum”, obra de Conrado de Eberbach (+ 1221) que, si bien no forma parte de las primeras generaciones de la Orden, recoge sin embargo noticias acerca de los primeros tiempos que tienen valor para nosotros, en cuanto ofrece de modo conciso y claro los fines de la reforma cisterciense en el ámbito que nos ocupa: 

“Los monjes de Cister decidieron, desde el comienzo, observar en todo las tradiciones de la Regla relativas al modo y orden de los servicios divinos, suprimiendo por completo y rechazando cualquier agregado a los salmos, oraciones y letanías, que fueron añadidos arbitrariamente al Oficio por padres menos considerados. Después de seria consideración, conscientes de la fragilidad y debilidad humana, hallaron que esas adiciones eran más dañinas que saludables para los monjes, dado que su multiplicidad daba por resultado que, no sólo el holgazán, sino también el diligente, las recitaran en forma tibia y negligente” [12].

         El valor de este texto aumenta si se tiene en cuenta que, cuando se escribió entre finales del siglo XII y comienzos del XIII, algunas prácticas, como el Oficio de Difuntos o el Oficio Parvo de la Santísima Virgen que, en un primer momento fueron abandonadas por la Orden, empezaban a introducirse de nuevo, del todo o en parte[13]. El radicalismo que caracterizó los comienzos del Nuevo Monasterio primero y de la naciente Orden después, fue cediendo poco a poco ante los usos y las costumbres imperantes y, a lo largo de un proceso que duró siglos, la celebración del Oficio en la familia cisterciense llegó a tener una prolijidad que habría merecido un juicio parecido al del autor del “Exordium Magnum”. Habrá que esperar el Concilio Vaticano II para poder recuperar plenamente la simplicidad primitiva. 

         El esfuerzo realizado por los fundadores del Nuevo Monasterio para mantener su fidelidad a los principios de la Regla Benedictina no pasó desapercibido por monjes y clérigos que, con espíritu crítico o bien con admiración, nos han dejado su opinión. Vale la pena recordar algunos de estos testimonios. 

         Dom A. Wilmart publicó un escrito que un monje benedictino, con toda probabilidad Hugo de Amiens, compuso para reaccionar ante la crítica acerba del mundo cluniacense que es la célebre “Apología” de San Bernardo[14]. Este escrito ha conservado un párrafo de gran valor para enjuiciar la reforma cisterciense de la liturgia. El autor constata que los cistercienses no se duermen en maitines porque han dormido tranquilos durante la noche entera, ya que su oficio se reduce a recitar los salmos prescritos por la Regla, con exclusión de cualquier otro añadido, como hacían los monasterios benedictinos:

“En la noche el cisterciense puede dormir tranquilamente, dado que en las vigilias solamente tendrá que recitar los pocos salmos establecidos por la Regla. Los salmos por los familiares, las vigilias por los difuntos, y las gloriosas melodías que la Iglesia ha admitido, han sido abandonados; por lo que, una vez terminados los sencillos y escasos salmos, puede consumir la noche dormitando”[15]. 

         La reforma litúrgica de los primeros cistercienses que tanto sorprendió e incluso escandalizó a los contemporáneos no era fruto de un falso purismo que podría expresarse con el sola Regula, sino más bien de un sano realismo que sabía apreciar la discreción que muestra la Regla: baste recordar la frase: “In conventu tamen omnino brevietur oratio”[16]. 

         Un cisterciense del siglo XII compuso un simpático “Dialogus inter Cluniacensem monachum et Cisterciensem”[17], que intentaba mostrar lo bien fundado de la postura de los monjes del “Nuevo Monasterio”. Recogemos una de las afirmaciones del monje cluniacense, y la respuesta que recibe del cisterciense: 

“… Nuestra sola hora de Prima, con la letanía y demás complementos, es más larga que todo el servicio que vosotros ofrecéis a Dios en el oratorio durante todo el día, si exceptuamos la Misa y las vísperas”[18].  

“… San Benito estableció con suma discreción nuestro servicio en el oratorio. Vosotros habéis abandonado esta discreción y habéis incurrido en una enorme indiscreción”[19]. 
IX.- La oración monástica en los tiempos modernos 

         Después de la innovación que supuso la aparición y actividad de los cistercienses, en el final de la edad media y comienzos de la edad moderna, el panorama de la oración monástica se estabiliza. Ironía de la historia, los monasterios benedictinos fueron dejando los añadidos que habían ido introduciendo, mientras los cistercienses fueron introduciendo elementos que, en sus comienzos, habían rechazado[20].  

         El Concilio de Trento (1545-1563), que tanto aportó a la vida de la Iglesia en general, tuvo escasa influencia en el tema que nos ocupa: Solamente conviene recordar la publicación del Breviario romano-monástico bajo San Pío V, que unificó la plegaria en los monasterios benedictinos.  

         Desde aquel momento y hasta la llegada del Concilio Vaticano II, tanto los benedictinos como los cistercienses estaban obligados, bajo pena de pecado mortal, a la celebración del Oficio Divino en el coro, y en caso de no asistencia al mismo, a la recitación en privado del mismo Oficio.  

         Los siglos XVII con las guerras de religión, el siglo XVIII con la Ilustración y la Revolución Francesa, y el siglo XIX con las desamortizaciones liberales, pusieron en grave peligro la misma existencia del movimiento monástico, con la desaparición de numerosos monasterios por toda Europa. 

         Sin embargo, hacia la mitad del siglo XIX, se asiste a un movimiento de renovación con la obra de Dom Gueranger con el monasterio de Solesmes y sus fundaciones, con los hermanos Wolter en Alemania, en los monasterios de Beuron y Marialaach, entre otros varios ejemplos. 

         Y estas nuevas fundaciones, si no lo promovieron directamente, sintonizaron fácilmente con el Movimiento Litúrgico. Y de este modo los monasterios se convierten en centros de celebración litúrgica digna y solemne, que atraen al pueblo cristiano y lo educan en el sentido de la celebración del misterio de Cristo. No creo que sea necesario enumerar las legiones de monjes que se distinguieron en el campo de los estudios litúrgicos en la Iglesia del tiempo. 

         No estará de más recordar que esta situación, de cuya importancia no cabe dudar, era bien distinta de la del tiempo de San Agustín. Cuando el Santo se convierte estando en Milán, cuando deseaba participar en celebraciones litúrgicas solemnes, iba a la catedral donde encontraba al obispo San Ambrosio con su presbiterio y pueblo, mientras que cuando deseaba orar en silencio y soledad se dirigía a los monjes que vivían en las cercanías de la ciudad. 

X.- La oración monástica después del Concilio Vaticano II 

        En estos últimos tiempos, con motivo de la celebración de los cincuenta años del comienzo del Concilio Vaticano II, una abundante literatura ha tratado de subrayar la importancia que tuvo en la historia y en la espiritualidad de la misma Iglesia, lo que nos dispensa de entrar en detalles. Basta examinar algunos aspectos concretos, que interesan el tema que estamos tratando. 

La Constitución dogmática “Lumen Gentium”, en el capítulo sexto dedicado a los religiosos en general, contiene un párrafo que ha sido apreciado en el ámbito de la vida monástica, como una especie de definición, aunque muy genérica, de los monjes. He aquí el texto: 

“Esmérense cuidadosamente los religiosos en que, a través de ellos, la Iglesia realmente manifieste mejor cada día, tanto a los fieles como a los infieles, a Cristo, ya sea entregado a la contemplación en el monte, ya anunciando el Reino de Dios a las turbas, sanando enfermos y heridos, y convirtiendo los pecadores a una vida virtuosa, o bendiciendo a los niños”[21]. 

         Más explícita es la recomendación que el Decreto sobre la renovación y adaptación de la vida religiosa, “Perfectae Caritatis” hace de la vida monástica: 

“Consérvese fielmente y cada día resplandezca más en su genuino espíritu, tanto en Oriente como en Occidente, la venerable institución de la vida monástica que en el transcurso de los siglos ha obtenido excelentes méritos en la Iglesia y en la sociedad humana. La misión principal de los monjes es ofrecer a su Divina Majestad dentro de los muros del monasterio, un servicio humilde y a la vez noble, bien sea dedicándose totalmente al culto divino en una vida recoleta, o bien tomando legítimamente alguna obra de apostolado o de caridad cristiana”[22]. 

         La Constitución sobre la LiturgiaSacrosanctum Concilium” ofrece numerosos elementos que entran de lleno en el tema que nos ocupa. En primer lugar proclama con énfasis que el Oficio Divino es la oración de toda la Iglesia, no solamente de los obispos, sacerdotes, diáconos y religiosos, sino de todo el pueblo de Dios[23]. Afirmación de capital importancia que, por desgracia, aún no ha sido entendida y aceptada por el pueblo cristiano como deseaban los padres conciliares. Se ha dicho que la Iglesia católica tiene una espléndida teología del Oficio Divino, pero una realización del mismo sumamente deficiente.

         Una aportación importante de la Constitución sobre la Liturgia es el haber recuperado la famosa frase de la Regla benedictina: “Que nuestra mente concuerde con nuestros labios[24]. Es esta una sabia advertencia destinada a evitar la tentación de multiplicar las oraciones vocales con el peligro consiguiente de caer en una rutina carente de sentido. Esta disposición es completada con la disposición de que, en la futura restauración del Oficio Divino, el Salterio sea distribuido no en una semana sino en un período de tiempo más largo[25] 

         Otra disposición de la Constitución sobre la Liturgia es la que impone restablecer el curso tradicional de las Horas, de modo que, en lo posible, correspondan de nuevo a su tiempo natural, dado que el fin del oficio es nada más ni nada menos que la santificación de todos los momentos del día[26]. A modo de información acerca de la importancia de esta decisión, vale la pena recordar que, en 1957, cuando llegué por primera vez a Roma por razón de estudios, me encontré, en la casa general de la Orden Cisterciense, un horario sumamente curioso: Por la mañana, a las 6,00, recitábamos sin solución de continuidad las horas de Prima, Tercia, Sexta y Nona. Antes de comer recitábamos Vísperas y Completas. Y antes de cenar, Maitines y Laudes. Sobran los comentarios. 

         Más concretamente en lo que se refiere a los monjes, se recuerda que están obligados a celebrar en el coro el Oficio Divino y, en caso de no asistencia al mismo, deber de rezarlo privadamente, sin mencionar ya la pena de pecado[27]. La misma Constitución insinúa que, sin concretar sobre quienes son, existen personas que han sido destinadas a la alabanza de Dios “por institución de la Iglesia”[28]. Documentos posteriores dejan entender que a los monjes, de modo parecido a los ministros sagrados, se les ha confiado el encargo de la  celebración de la oración de la Iglesia[29]. He de confesar que no me entusiasma de demasiado este modo de expresar, pues puede dejar entender que los monjes rezamos “por encargo” y no por “vocación”. De ser así seríamos rebajados a “funcionarios” de la oración, como hay funcionarios de aduanas o de correos. 

         Una prescripción de la misma Constitución dio origen a auténticas luchas en el seno de las familias monásticas. En efecto, en el número 89 d), se dispone, sin más: “Suprímase la hora de Prima”. Sobre el origen de esta hora canónica nos informa Juan Casiano en sus “Instituciones[30], afirmando que tuvo su origen en un monasterio de Belén para evitar que los monjes, entre la oración de la mañana o Laudes y la hora de Tercia volvieran a la cama. En la Orden Cisterciense hubo monjes que aceptaron sin más la disposición del Concilio, mientras otros, argumentando que la hora de Prima había sido reconocida por San Benito en la Regla, no podía ser suprimida, porqué, -afirmaban-, la Regla está por encima de un Concilio Ecuménico. Prevaleció finalmente el sentido común y se suprimió la hora de Prima. 

         En 1971, la Santa Sede publicó los cuatro volúmenes de la Liturgia de las Horas, o sea el texto del renovado Oficio Divino, resultado del trabajo de varias comisiones que trabajaron con empeño y dedicación. Una de las características del nuevo Oficio Divino era la distribución del Salterio en cuatro semanas. La Ordenación General de la Liturgia de las horas justifica así la decisión: 

Los salmos están distribuidos a lo largo de un ciclo de cuatro semanas, de tal forma que quedan omitidos unos pocos salmos, mientras otros, insignes por la tradición, se repiten con mayor frecuencia, y se reservan a las Laudes de la mañana, a las Vísperas y a las Completas salmos adecuados a las respectivas horas[31]. 

         Esta disposición es de gran importancia, pues permite recitar cada unidad del salterio de modo que, respetando su género literario, se pueda entender su significado. Además, con este criterio no se facilita una acumulación de salmos, que puede caer en una recitación rutinaria, difícil de entender para una mente moderna. 

         Sin embargo, esta decisión suscitó preocupaciones en el ámbito de las familias monásticas, pues se entendió que la nueva ordenación del Oficio Divino encerraba el peligro de reducir la duración de la plegaria comunitaria. Los Superiores expusieron sus temores a la Congregación para el Culto Divino, y el 8 de julio de 1971, el Cardenal Arturo Tabera, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, envió un escrito al Abad Primado de la Confederación benedictina y a los Procuradores Generales de los Cistercienses y de los Cistercienses Reformados. Este escrito es el único caso conocido de una intervención de la Santa Sede sobre la longitud de la plegaria de los monjes. El texto dice lo siguiente: 

La Sagrada Congregación piensa que el Orden monástico debería conservar la propia característica de una plegaria repartida en el tiempo, celebrada en común y más larga. Acerca del Salterio en particular, la S. Congregación aconseja… que esquemas basados en una distribución de los salmos en tres o cuatro semanas parecerían alejados del espíritu de la Regla”[32]. 

         Repito que es el único texto conocido en el que la Sede Apostólica quiera decidir sobre la duración o longitud de la plegaria monástica, tanto más, que la misma Congregación, el 3 de septiembre de 1968, había  concedido a la Orden Cisterciense la facultad de adoptar el nuevo Breviario Romano, entonces aún en elaboración[33]. La explicación más plausible de este sorprendente documento es una intervención directa de algunos Superiores de Órdenes Monásticas particularmente preocupados por el futuro de sus celebraciones.

         Puedo aportar una indicación que confirmaría cuanto acabo de decir. En los años ochenta y estando yo trabajando en la misma Congregación del Culto Divino, llegó una carta de un superior de una comunidad monástica, que antes del Concilio Vaticano II celebraba el Oficio Divino con el Breviario Romano clásico. El buen superior hacía notar que antes del Concilio, su oficio constaba diariamente de 34 unidades sálmicas, mientras que con los volúmenes de la Liturgia de las Horas de 1971, tenía solamente de 13 a 19 unidades. Y solicitaba poder añadir al oficio o el oficio de Difuntos o el Oficio de la Santísima Virgen, para “alargar” la celebración.


         La respuesta de la Congregación fue muy interesante: En primer lugar se recordó que el valor de la plegaria no consiste en la “longitud” de la misma, sino en su “calidad”. En segundo lugar, se recordó al mencionado superior lo que establece el número 202 de la Ordenación general de la Liturgia de las Horas:  

“Por lo tanto, según la oportunidad y la prudencia, para lograr la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y la voz pública de la Iglesia, es lícito dejar un espacio de silencio después de cada salmo, una. vez repetida su antífona, según la costumbre tradicional, sobretodo si después del silencio se añade la oración sálmica (cf. núm. 112)”[34]. 

         Creo que esta respuesta expresa con claridad la mente de la Santa Sede sobre la “longitud” de la plegaria de los monjes. 

En los años que siguieron el Concilio Vaticano II, las familias y congregaciones monásticas recibieron de la Congregación para el Culto Divino unas normas para regular la celebración de la Liturgia de las Horas, las llamadas “Leyes Cuadro”, que definían los elementos esenciales e intocables así como los márgenes para poder adaptar y organizar la plegaria comunitaria. 

         A raíz de estas “Leyes Cuadro” los benedictinos y cistercienses perdieron el esquema de Oficio que mantenían desde la Edad Media, lo cual, según algunos, no es precisamente algo positivo o loable. Además, con el paulatino abandono por parte de muchas comunidades, tanto del latín como del canto gregoriano, se han abierto las puertas a una serie de textos y melodía de valor discutible. Es de esperar que el sentido común ayude a los monjes a no perder del todo la herencia de sus mayores.

XI.- Punto final

         Creo que ha llegado el momento de poner término a estas reflexiones sobre la plegaria de los monjes. Procuraré presentar unos puntos que resuman, de alguna manera, cuanto he intentado exponer, sin atreverme a llamarlos “conclusiones”. En todo caso acéptenlos como invitaciones a una discusión posterior.
1) Cuando, en el arco de finales del siglo III y comienzos del siglo IV, aparecen los primeros monjes, su ideal era seguir con fidelidad la invitación bíblica de la plegaria incesante. Esta oración, recomendada por Jesús en Lc 18,1: “Les decía una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer”, y reiterada por san Pablo en 1 Tes 5,17: “Sed constantes en orar”., es algo más que una invitación a orar a menudo, o incluso a orar muy a menudo, sino que hay que orar “siempre” e “incesantemente”. Para ello trataban de organizar sus vidas de modo de poder dedicarse sin obstáculos a la misma.

2) Cuando aparece el primer modelo de cenobitismo, con la Koinonía de San Pacomio, los monjes establecen unos momentos de oración comunitaria que, de hecho no es más que expresión pública de la plegaria incesante que era la ocupación fundamental de los miembros de aquella comunidad. 

3) Paralelamente a los rimeros movimientos monásticos, las comunidades locales de la gran Iglesia, una vez obtenido su reconocimiento oficial en el imperio, organizaron celebraciones comunitarias de plegaria, en las que se reunían los ministros y el pueblo fiel. Las prácticas de las iglesias locales fueron muy pronto asumidas también o imitadas por las comunidades de monjes. La historia ha dejado testimonios de los excesos que se cometieron, a veces como expresión de una devoción mal controlada.


4) En Occidente, sobre todo con la obra de Juan Casiano y San Benito de Nursia se establecen las horas de oración pública que han llegado a ser clásicas: Vigilias en la noche, Laudes por la mañana y Vísperas por la tarde, y las cinco horas, llamada “menores” durante el día: Prima, Tercia, Sexta, Nona y Completas.  

5) La Edad Media europea, con la actividad de los benedictinos y en especial del monasterio de Cluny, conoció otro momento de multiplicación de celebraciones públicas y prolijas, un fenómeno religioso que plantea muchos interrogantes desde el punto de vista de una sociología religiosa. En todo caso aparece en contraste con las palabras de Jesús: “Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso” (Mt 6,7). 

         6) Con la Edad moderna se estabiliza el mundo de la plegaria de los monjes, manteniéndose de las ocho horas clásicas de la Liturgia Romana. El hecho de aceptar como obligatorias estas ocho horas canónicas, condujo prácticamente a considerar que estos momentos de oración, repartidos en varias horas de la jornada venía a ser la realización concreta y práctica del mandato bíblico de la oración continua. 

7) Dado que considero que el precepto bíblico de la oración incesante ha de ser considerado como primordial, según la antigua tradición de la Iglesia, a mi entender estas horas de celebración deberían entenderse simplemente como expresiones públicas de la oración incesante. En efecto, no se trata de una simple cuestión de matices, pues de la interpretación que se de a estas dos posibilidades depende la respuesta que hay que dar al título de esta mi intervención: Los monjes, hombres de oración o celebradores de liturgias.

Jorge Gibert Tarruell
monje cisterciense
Abadía de Santa María de Viaceli
39320 Cóbreces, Cantabria


[1] Es fácil estudiar este aspecto de la historia en cualquier manual de Historia del Monacato cristiano, así como los problemas acerca de la Regla Benedictina y su relación con la Regla del Maestro.
[2] Cfr. Vita S. Benedicti Anianensis, n. 52, PL 103, 378-379.
[3] Se trata de los salmos 119-133.
[4] M. Righetti, en su Historia de la Liturgia, vol. I, Madrid 1955, 1129. indica que fueron aprobados por el Sínodo de Aquisgrán del 817, pero en los cánones del mismo no se habla de ello: cfr. C.J. Hefele - H. Leclercq, Histoire des Conciles, tome IV, première partie, Paris 1911, pp. 9-30.
[5] Cfr. M. Righetti, o.c., 1128-1129.
[6] Se trata de los salmos 6, 31, 37, 50, 101, 129 y 142. La recitación de estos salmos respondía al carácter penitencial de la espiritualidad de la alta edad media. Cfr. A. G. Martimort, o.c. pp. 1071 y 1148.
 [7] Cfr. Antiquiores Consuetudines Cluniacensis Monasterii, PL 149, 645-646.
 [8] Cfr. Regla 9,10; 12,4; 13,11; 17,4.5.8.10.
[9] S. Benito, Regla, 18,7
[10]  S. Benito, Regla, 20, 3-5.
[11] S. Benito, Regla, 50,4
[12] Exordium Magnum, 75.
[13] Parece que el Oficio de Difuntos podría haber sido restaurado después de 1152, mientras el Oficio Parvo fue prescrito en 1157 para los que estaban de viaje o trabajaban en las granjas y en 1185 era obligatorio en la enfermería.
[14] Cfr. A. Wilmart, Une riposte de l'ancien monachisme au manifeste de Saint Bernard, en Revue Bénédictine, 50 (1934), t. 46, 296-344.[15] In noctem quoque profundiorem secue poterit dormitio, quia pauculi tantum psalmi quos Regula praecepit, nec amplius aliquid est ruminandum in matutinis. Psalmi pro familiaribus, vigiliae pro defunctis, gloriosae denique quas Ecclesia recipit cantilenae minime decantatur; sed puris perrarisque psalmis decursas, totam ferme noctem dormitando consumitis”.
[16] Cfr. Regla, 20,5.[17] Cfr. Dialogus inter Cluniacensem monachum et Cisterciensem, p. II. nº 3-4: Martène-Durand, Thesaurus novus anecdotorum, t. V, Paris, 1717, co. 1599.[18] Sola nostra Prima, cum Letania et sibi adiunctis, superat omne servitium vestrum, quod Deo exhibetis in oratorio per totum diem præter missas et vesperas
[19]Sanctus Benedictus servitium nostrum in oratorio constituit cum præcipua discretione. Hanc discretionem vos relinquentes, incurritis præcipuam indiscretionem”.
[20] Cfr. nota 61.
[21] LG n. 46.
[22] PC n. 9
[23] SC nn. 83-88.
[24] S. Benito, Regla, 18,7
[25] SC n. 91.
[26] SC n. 88.
[27] SC n. 95.
[28] SC n. 84.
[29] Cfr. Ordenación General LH nn.23-28.
[30] Juan Casiano, Instituciones, Madrid 1957, c. IV, pp. 92-97.
[31] Ordenación General LH n. 126.
[32] Cfr. Acta Curiae Generalis Ordinis Cisterciensis, Commentarium Officiale, nova series, 21(1972) 23-24.
[33] S. Congregatio pro Cultu Divino, 3.IX.1968, Prot. n. 973/69.
[34] Ordenación General LH, n. 202.