23 de febrero de 2015

La liturgia monástica benedictina-cisterciense (1ª Parte)


I.                     INTRODUCCIÓN

1.       Etimología del término “liturgia”

El término “liturgia” designa una noción rica y compleja; por otra parte no ha sido adoptado en Occidente hasta el fin del siglo XVIII. De origen griego –leitourgia–. Puede tener dos significaciones: “obra pública”, obra del pueblo, o bien, obra para el pueblo. En el terreno profano, leituourgia, significaba un servicio público, una “prestación”; era también utilizado para una celebración religiosa que concernía a todo el pueblo. En el uso bíblico (judaísmo helenístico, Setenta) el término ha designado el culto y el servicio del templo, llegando a ser muy pronto, en la tradición cristiana, el término propio para la asamblea de servicio divino o la celebración del servicio divino. En la Iglesia de oriente tiene, actualmente, el sentido restringido y preciso de celebración eucarística.

2.       Liturgia y celebración de una fe

Todas las religiones de la tierra tienen su patrimonio litúrgico, y en todas se celebra la fe mediante ritos, como una expresión del sentimiento religioso, vivido y celebrado en comunión con otros hombres.
Algunas religiones celebran en su culto la grandeza del cosmos, los ciclos de la naturaleza, la pequeñez del hombre ante la bóveda del cielo, etc., y los ritos, en los que se desarrolla el culto.
La religión judía también celebra su fe, pero con un matiz muy peculiar. No celebra, como otras, la manifestación divina en las realidades y acontecimien­tos de la naturaleza. Para Israel su culto tiene  una referencia histórica. Celebra los grandes aconte­cimientos de su historia viendo en ellos la intervención salvadora de Dios. Una intervención salvífica que se actualiza en la celebración presente del acontecimiento pasado, transformándose así de recuerdo en memorial, que es hacer referencia a un acontecimiento histórico pasado, actualizarlo en el presente y orientarlo hacia una realización plena en el futuro.
La Pascua, por ejemplo, es la celebración religiosa de los judíos que expresa el gozo del pueblo por haber sido liberado de la tierra de esclavitud. Conducido -por un inmenso desierto- “con mano poderosa y brazo extendido”[1], es constituido como pueblo elegido. Israel, al celebrar la fiesta de la Pascua, afirma que ese mismo Dios que actuó en el pasado a favor suyo, sigue haciéndose presente en su pueblo de forma salvadora.
Los escritos del Nuevo Testamento nos presentan a las primeras comunidades reunidas celebrando su experiencia de encuentro con Jesús resucitado. Como nos cuentan los Hechos de los Apóstoles[2], en sus asambleas los cristianos escuchan las enseñanzas de los Apóstoles: parten el pan, comparten los bienes y elevan a Dios súplicas y oraciones.
Estas asambleas comunitarias se repiten donde quiera que surge un grupo de creyentes en Jesús resucitado: Antioquia[3], Tróade[4], etc. En todas ellas se celebra la presencia de Cristo entre los suyos, otorgándoles la victoria sobre todo mal, dolor y muerte, mediante la vida de la Resurrección[5].
Con el transcurso del tiempo, estas reuniones han mantenido su sentido fundamental, aun cuando algunas formas se han modificado. Estos encuentros celebrativos de la comunidad cristiana, en los que se agradece a Dios la salvación otorgada en Cristo, son los que constituyen la liturgia.
“Es el Misterio de Cristo” lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia, a fin de que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo en el mundo. En efecto, la liturgia, por medio de la cual “se ejerce la obra de nuestra redención”, sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye mucho a que los fieles, en su vida, expresen y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza genuina de la verdadera Iglesia[6].

3.       Definición de la liturgia según la Constitución SC del Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II, en el número 7 de la Constitución dedicado a la liturgia, la describe como un diálogo, un intercambio vital entre Dios y el hombre, como una acción sagrada (actio sacra) y como una obra (ejercitación). En este diálogo comunicativo, la iniciativa viene siempre de Dios: es Dios el que se dirige al hombre, o, como se dice en teología, el aspecto de katabase, el aspecto soteriológico de la liturgia. En resumen, se trata de la santificación y de la salvación del hombre. Solamente después viene la línea ascendiente (de anabase, de latría); hasta el Concilio Vaticano II, esta línea ha sido muy acentuada y a veces todavía lo es. El aspecto de anabase o de latría, es la liturgia en cuanto alabanza, intercesión, celebración, en fin: como glorificación de Dios. Pero es preciso, para empezar el “descenso” de Dios (katabase) para permitir la “subida” del hombre “anabase”. En otros términos: antes de que el hombre haga alguna cosa para Dios, es Dios el que hace algo por el hombre. La liturgia, en esta perspectiva nueva y más universal, es la Obra de Dios (en latín, Opus Dei) en el hombre, para el hombre (genitivo subjetivo) y la Obra del hombre para Dios (en latín Opus Dei, pero esta vez comprendido como genitivo objetivo)[7].
En la Constitución Sacrosanctum Concilium[8], números 5-7, se encuentran las afirmaciones fundamentales del Concilio sobre la naturaleza de la liturgia.
De las afirmaciones que se hacen en estos capítulos, podemos deducir algunas ideas básicas sobre lo que el Concilio entiende por liturgia.
Cristo, cumbre de la historia de la salvación, es el instrumento de nuestra plena reconciliación. La redención efectuada por Cristo en su muerte y resurrección tiene una dimensión específicamente litúrgica. La liturgia es la obra de la salvación efectuada por Cristo, que se realiza en la Iglesia por medio de los sacramentos. Cristo está presente en la liturgia como actor principal de la misma. Toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, no igualada por otra acción eclesial. La liturgia es el momento último de la historia de la salvación, que tiene en Cristo su momento culminante. La liturgia se realiza a través de un conjunto de signos, en los que las cosas sensibles significan y realizan la santificación del hombre y el culto a Dios.
Leído en el contexto de otros documentos conciliares[9], el concepto de liturgia de la SC nos ofrece todavía otros puntos de reflexión que pueden ampliar la visión que tenemos de la liturgia.
Un concepto de liturgia que, basado en la historia de la salvación y en la presencia del Señor en la acción litúrgica, presenta la liturgia como acción de Cristo en la Iglesia y la sitúa en la dinámica revelación-anuncio, cumplimiento-actualización, palabra-rito, sin acudir al concepto universal religioso de culto. La liturgia en la perspectiva del Misterio, en la que la salvación se realiza a través de los signos rituales que la representan. Un concepto de la liturgia a partir de la Iglesia como sacramento, prolongación visible de la humanidad glorificada de Cristo. Un concepto de la liturgia como ejercicio del sacerdocio común de todos los fieles, que tiene su origen en el bautismo. Un concepto de liturgia como sacramentalización del sacrificio espiritual de toda la Iglesia, por la incorporación de la propia vida al único sacrificio de Cristo.
Y podemos terminar siguiendo la intención y la expresión del Concilio: una acción sagrada a través de la cual, con un rito, en la Iglesia y mediante la Iglesia, se ejerce y continúa la obra sacerdotal de Cristo, es decir, la santificación de los hombres y la glorificación de Dios.

4.       La liturgia: función fundamental de la Iglesia y función esencial de la comunidad monástica

Como hemos visto, la liturgia -lo indica su mismo nombre- no es una actividad privada, sino celebración de toda la Iglesia, que es “sacramento de unidad”[10], en cuyo multiforme organismo “todos” nos hallamos integrados, cada uno en su puesto: jerarquía, clero, pueblo. “Por eso pertenece a todo el Cuerpo de la Iglesia, lo manifiestan y lo implican; pero cada uno de los miembros de este Cuerpo recibe un influjo diverso según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual”[11].. Y más adelante, el Concilio Vaticano II recomienda: “Procuren los pastores de almas que las Horas principales, especialmente las Vísperas, se celebren comunitariamente en la Iglesia los domingos y fiestas más solemnes. Se recomienda, asimismo, que los laicos recen el Oficio Divino o con los sacerdotes o reunidos entre sí, e inclusive en particular”[12]..
De las tres funciones esenciales, de las que se habla actualmente -en eclesiología y en teología pastoral- y que son designadas  por los términos griegos: Martyria (anuncio de la Palabra, testimonio, misión), Leitourgia (liturgia, oración) y Diakonía (servicio al prójimo, obras de caridad, solidaridad), los tres, y muy particularmente la liturgia, tienden hacia la comunión de los creyentes (communio/koinonía), que, a veces, está unida a los otros tres elementos. Ella es la forma de la vida eclesial. En una frase de gran contenido, hecha célebre y citada a menudo, la Constitución sobre la Liturgia declara lo siguiente: “La liturgia es la cima (el culmen) a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde procede toda su fuerza. Todos los trabajos apostólicos (Martyria/Diakonía) tienden a que todos, hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, se congregan, alaban a Dios en medio de al Iglesia, participan en el sacrificio y comen la cena del Señor”[13]. Todavía no se había comprendido jamás en la Iglesia una cosa parecida.
Si la liturgia es la función esencial de la Iglesia y si ella es el culmen y la fuente de toda la acción de la Iglesia, esto vale con mayor fuerza para nuestras comunidades monásticas. Por otra parte, tanto más cuanto que la tradición monástica siempre ha considerado el monasterio como una pequeña Iglesia.
Císter, nuestra madre, ha sido llamada Iglesia de Císter ecclesia cisterciensis[14]. Este título lo encontramos en los documentos primitivos, tanto para Císter como para las abadías cistercienses.
Todos los hombres están obligados a unirse al coro de alabanzas que se eleva al Padre de los cielos, pero hay algunos cuyo estado de vida les permite dedicarse a ello más plenamente. Pero no todos los miembros del cuerpo tienen idéntica función: “el ojo no puede decir a la mano: no tengo necesidad de ti. Ni tampoco la cabeza a los pies: no necesito de vosotros”[15]. Cada miembro tiene una función particular en beneficio de todo el cuerpo. Siguiendo la metáfora de San Pablo, algunos autores han observado que los monjes son los labios del Cuerpo Místico, encargados del deber de la alabanza. El monje se dedica de modo especial a la adoración de Dios en nombre propio y de toda la Iglesia.
El monacato ha desempeñado este papel en la Iglesia, desde sus mismos orígenes. El monasterio es un símbolo de la Jerusalén celeste donde se celebra incesantemente la divina liturgia. Y es un símbolo que contiene la realidad, aunque en grado imperfecto, porque la alabanza que rinde a Dios es el culto de Cristo y sus miembros, en la cual consiste fundamentalmente la glorificación de los coros celestiales. Antiguamente algunos monasterios intentaron una más perfecta imitación de la adoración continua del cielo, alternándose de tal modo en el coro que nunca cesaban las divinas alabanzas. Esto no es posible hoy día, pero se ha observado que todos los monasterios del mundo forman un coro incesante de alabanza laus perennis.
Junto con la Biblia, la liturgia proporciona al monje la orientación básica de su espiritualidad. Por medio de ella se dirige diariamente a Dios, para ofrecerle el culto de un ser que reconoce su propia impotencia y el gran abismo que separa la criatura del Creador, y para recibir de él la ayuda sobrenatural que le permite avanzar continuamente en la búsqueda de Dios.
La actitud del monje hacia la liturgia está determinada por el carácter interior de su vocación y su relación con Dios en espíritu de autenticidad. Si desea ser un cristiano consecuente, debe buscar los valores auténticos y esenciales de la vida de la Iglesia y no los accidentales y periféricos. Debe fomentar el sentido sacramental de la liturgia y empapar de él toda su vida. Pero su actitud hacia los signos litúrgicos debe ser profundamente espiritual: no debe quedarse en la superficie de los signos sensibles y menos aún en la experiencia estética que pueden producir, sino tender a los valores sobrenaturales a que ellos se refieren. Estos signos deben ayudarle a penetrar más hondamente en el mundo sobrenatural, y encontrar a Dios y a sí mismo en el continuo diálogo de la liturgia.


II.                  “No anteponer nada a la obra de Dios”. (RB 43,3). LA LITURGIA COMO TAREA PRIMORDIAL DEL MONJE

1.       Lugar central de la liturgia en la Regla de San Benito

San Benito, monje y Patriarca de los monjes de Occidente, nació en Nursia, Italia, hacia el año 480. Muy joven aún, fue enviado a Roma para cursar estudios en las escuelas del Imperio, pero hastiado de la vida mundana superflua que allí se respiraba, decidió retirarse a las agrestes soledades de Subiaco, donde hizo vida anacorética en una cueva -el «Sacro Speco»- dedicándose totalmente a Dios. La fama de su vida, austera y santa, hizo que muy pronto se viera rodeado de discípulos deseosos de vivir bajo su dirección e imitar sus ejemplos. Posteriormente fundó en Montecasino el monasterio que se convertiría en prototipo de todos los cenobios benedictinos. Allí murió, lleno de méritos, hacia el año 547.
Para guía de sus monjes escribió una Regla, notable por su discreción, que fue aceptada por casi todos los monasterios europeos. Siguiendo el famoso lema: “ora y trabaja”, sus discípulos fueron los custodios y transmisores de la ciencia y las artes durante la Edad Media. Como reconocimiento a esta insigne labor, San Benito fue proclamado Patrón de Europa[16]. Y Juan Pablo II lo reafirmará en otra carta: “...Pero, teniendo en cuenta que este año la Iglesia recuerda solemnemente el 1500 aniversario del nacimiento de San Benito, proclamado Patrón de Europa en 1964 por mi venerado predecesor Pablo VI, ha parecido oportuno considerar que esta protección sobre toda Europa destacará más si, a la gran obra del Santo Patriarca de Occidente, añadimos los méritos particulares de los Santos hermanos Cirilo y Metodio”[17].
Benito, el padre del monacato occidental, marcará el camino para la evangelización de la multitud de pueblos que se extienden por Europa. Los monasterios benedictinos configuraron la unidad del continente, desde las costas mediterráneas a la península escandinava, desde Irlanda hasta Polonia. Pablo VI dice que los hijos de San Benito “llevaron con la cruz, el libro y el arado, la civilización cristiana[18]. En la Edad Media la fe y la razón no se separaron, la oración y el trabajo encontraron su perfecta armonía.
La liturgia comienza a tener, con San Benito, un lugar importante en la espiritualidad del monje, y los que militan bajo su Regla tienen como tarea primordial vivir y celebrar con fervor y con la mayor solemnidad posible el Opus Dei. Él sigue, en general, la tradición monástica egipcia; en este punto se deja influir por los monasterios urbanos de occidente y las prácticas litúrgicas de las basílicas romanas. De los principios de la tradición monástica anterior, reúne y ordena elementos litúrgicos que en su tiempo aparecen en uso en distintas iglesias, aunque en su conjunto, como en innumerables detalles el Oficio Divino de la Regla benedictina, tiene una gran originalidad.
Junto con el trabajo y la lectio divina, la celebración común del Oficio Divino es una de las actividades principales del monje y, desde el punto de vista cualitativo, a lo largo de la historia ha influido grandemente su espiritualidad.

2.       Importancia de la liturgia en la vida del monje benedictino

Si se quiere comprender con claridad la importancia de la vida litúrgica en la educación espiritual del monje benedictino, basta analizar algunos sermones litúrgicos de San Bernardo: En el Adviento del Señor[19]; En la Asunción de Santa María[20]; En la Resurrección del Señor[21]; En el día de Pentecostés[22]. Uno de estos ejemplos lo tenemos en San Elredo, monje de los siglos XI-XII, que evoca las grandes fases de la historia de la salvación y hace la aplicación práctica de ella, conveniente al itinerario del alma individual. Pasando de la iglesia al claustro, aquellos monjes de la Edad Media eran alimentados del mismo Verbo de Dios: lo que contemplan “cumplido” en los misterios litúrgicos, lo reconocen “anunciado” en los Libros Sagrados. Lo que “proclama” la Palabra divina nos lo “representa” la acción sagrada. Escritura y Liturgia, constantemente unidas, nos llevan a la contemplación de la historia de nuestra salvación para hacernos participar de ella personalmente. Así, cada celebración litúrgica les habla de la liberación, de esperanza y de beatitud, esos tres aspectos del misterio de Cristo.
El Oficio Divino no es, desde luego, toda la liturgia, pero sí una de sus partes más importantes. Aparte, carecemos de suficiente información sobre la práctica sacramental en los primeros monasterios benedictinos; la Santa Regla no tiene ninguna peculiaridad respecto a la Eucaristía o al resto de los sacramentos. Se entiende que es un documento del siglo VI, luego refleja la situación eclesial del momento. La Eucaristía se celebraba únicamente los domingos y días festivos, y la vida sacramental de la Iglesia no desempeñaba una misión tan grande como en nuestros días. Pero ésta era la praxis general en la Iglesia de aquellos siglos.
La liturgia, en general, a lo largo de la historia ha sido los pilares de la vida monástica. Y no tiene nada de extraño que la alabanza divina fuese ya la ocupación primordial de los primeros moradores del desierto y que su espiritualidad estuviera profunda­mente marcada por el Opus Dei. “Obra de Dios” es la expresión más lograda del amor de Cristo. De ahí que en la Regla de los monjes la expresión: “No anteponer nada al amor de Cristo”[23], sea en realidad sinónima de la frase: “Nada se anteponga a la Obra de Dios”[24].
En un monasterio de inspiración benedictina, las alabanzas a Dios, que los monjes celebran como solemne plegaria coral, tienen siempre la prioridad: los monjes ejercen la profesión de orantes. En la época de los Padres de la Iglesia, la vida monástica se definía como la vida al estilo de los ángeles, pues se consideraba que la característica esencial de éstos era ser adoradores. Su vida es adoración, el alma del monaquismo.
Y es que, los monjes no oran por una finalidad específica, sino simplemente porque Dios merece ser adorado. “Dad gracias a Dios porque es bueno, porque es eterna su misericordia”[25]. Su servicio principal es la oración y el Oficio Divino, “no anteponer nada a la obra de Dios”[26]. Por eso, esta oración sin finalidad específica que quiere ser puro servicio divino, se llama con razón officium. Es el servicio por excelencia, el servicio sagrado de los monjes que se ofrece al Dios trino que, por encima de todo, es digno “de recibir la gloria, el honor y el poder”[27], porque ha creado el mundo de modo maravilloso y de modo aún más maravilloso lo ha redimido.
La belleza de esta disposición interior se manifestará en que donde se cantan alabanzas, exaltan y adoran juntos a Dios, se hace presente en la tierra un trocito de cielo. No es temerario afirmar que en la liturgia totalmente centrada en Dios, en los ritos y en los cantos, se ve una imagen de la eternidad.
Y también porque, al mismo tiempo, las asambleas litúrgicas son el signo más eficaz y los momentos culminantes de la comunidad fraterna y de la conversión a Dios. La más dura de las penitencias que San Benito manda se imponga al monje, reo de una culpa, es privarle del derecho y del honor de asistir con los demás hermanos a la “Obra de Dios”[28]. Es la excomunión, la separación de la comunidad, de los hermanos, precisamente cuando la comunión es más profunda: en la oración litúrgica de la comunidad.
Los monasterios son lugares de la preferencia por Dios. Los monjes han de manifestar claramente a los hombres esta prioridad de Dios. Como oasis espiritual, un monasterio indica al mundo lo más importante; más aún, en definitiva, lo único decisivo: existe una razón última por la que vale la pena vivir: Dios y su amor inescrutable.


III.               DE LA LITURGIA BENEDICTINA A LA LITURGIA CISTERCIENSE

1.       La liturgia benedictina hasta el siglo XI

El monaquismo de Cluny, representante máximo del espíritu benedictino, resultaba -como vamos a ver- para algunos demasiado vinculado a los asuntos materiales, y para otros excesiva preocupación en conferir al ritual una extensión y un esplendor que parecía inapropiado.
En la RB el Opus Dei, la lectio divina y el trabajo manual se alternan en un equilibrio armonioso. En tiempos de San Benito de Aniano este equilibrio fue roto, y con el pretexto de que “nada se anteponga al Oficio Divino”, se dio una preponderancia casi total en el programa diario monástico. Esto motivó la firme decisión de los fundadores de Císter de volver a la pureza de la Regla, lo que obligó a suprimir todo lo añadido al Oficio Divino posteriormente.
Los cistercienses buscaban  encontrar de nuevo el equilibrio perdido de la jornada monástica. Se recobró un tiempo considerable no sólo para el trabajo manual sino también para la lectio divina, es decir, para el trabajo intelectual y el estudio, que sería variable según la estación del año. En verano, era relativamente corto (alrededor de dos horas y media) pero más largo en la estación de invierno (alrededor de cinco horas), sin hablar de los días de mal tiempo. De este modo, dedicando varias horas al trabajo manual, un monje tenía más tiempo para el estudio que un cluniacense.
Vamos a estudiar más exhaustivamente estas diferencias entre la liturgia benedictina y la cisterciense.

2.       Carlomagno y la liturgia

Roma había fascinado siempre a los jefes bárbaros, por lo que éstos no aspiraban a destruirla sino a heredarla. Carlomagno lo consiguió. Antes y después de conseguirlo, se nota en él una especial deformación mental que le hace confundir el cristianismo con la romanidad. Lo “romano”, para él, es lo auténtico, lo perfecto: La liturgia, el canto, la cultura, todo su interés por hacer observar la Regla de San Benito en los monasterios del Imperio restaurado, probablemente tenga su motivación decisiva en que la consideraba como la Regla romana. Llegada de Roma, redactada por un abad supuestamente romano, y observada en los monasterios romanos, parecía la más indicada para organizar un estilo de vida monástica que llevase, el sello de la romanidad: todos los monasterios de monjes y monjas debían practicarla. Benito de Aniano sería el instrumento que llevaría a cabo este objetivo.
Nadie duda de la importancia capital que ha representado en la tradición benedictina Benito de Aniano, a quien se le ha llamado “Benito Segundo” y el misionero de la observancia benedictina. Se ha escrito que “nadie ha influido más ampliamente en los destinos del monacato occidental después del gran patriarca, San Benito de Montecasino”. Aniano tuvo “un papel decisivo” en la “renovación de la vida monástica”[29], y especialmente en la liturgia.
J. Leclercq, colocándose en el plano espiritual y cultural que domina, juzga que Benito de Aniano no sólo da importancia -excesiva- a la recitación del oficio y otros salmos, oraciones supererogatorias, sino que tiene en gran estima la lectio y el estudio: la ciencia es un medio eficaz para adquirir la sabiduría. A su discípulo Guarniero le aconseja el estudio de la Escritura, Orígenes, Agustín, Jerónimo y, muy particularmente, Gregorio Magno. La contemplación se nutre de oración, lectio divina, meditación y estudio[30].
Benito de Aniano “se ha considerado a veces como el segundo fundador del monaquismo benedictino, ya que da un impulso decisivo a una cierta investigación teológica”, lo que podría dejarlo libre de la acusación de haber reducido la vida del monje a una sola dimensión: la de salmodiar interminablemente en la Iglesia.
También opina Jean Leclercq que, “en cuanto fue posible”, se mantuvo fiel al ideal primitivo, “insertándolo en un sistema de vida ya evolucionado”, y reconoce que “este modo de conciliar el espíritu del monacato primitivo con la situación de hecho derivada de la primera Edad Media, orienta toda la historia siguiente y será al mismo tiempo el origen de la prosperidad de la institución benedictina y de la crisis a la que ésta tendrá que enfrentarse”.
Entonces, debe quedar claro que la reforma monástica carolingia no tuvo en Benito de Aniano su iniciador, sino su ápice. Los principales rasgos de la “reforma anianense” se hallan ya en los cánones de los concilios del siglo VII, en las “capitulares” de los reyes francos del siglo VIII, en las iniciativas de San Crodegango y San Bonifacio. Fue una empresa larga e inmensa que tendía hacia un fin: poner orden entre los canónigos, para Crodegango, y entre los monjes, para Bonifacio. Benito de Aniano proporciona a este movimiento documentación y modelos, la herencia reconocida universalmente, que recogió con cuidado y perseverancia en su Codex regularum y su Concordia. La Regla de San Benito es para él, como antes había sido para otros, el mejor resumen de la auténtica tradición monástica, un crisol excepcional en que ésta recupera su pureza. Por eso trabaja perseverantemente para restaurarla en lo posible, no a la letra, sino en su espíritu, que, naturalmente, se encarna en la consuetudo.
Benito de Aniano consiguió del emperador algunos privilegios de libre elección del abad de la comunidad. No impuso nuevas cargas litúrgicas, pero no pudo librarse de la influencia de su época que consideraba a los monjes -y ellos mismos se consideraban, que es lo peor- como intercesores a sueldo, por emplear una expresión cruda pero exacta. Los monjes se dedicaban a rezar por la sociedad, y la sociedad los mantenía. Esto fue lo que indujo a Ursmer Berlière, normalmente moderado en sus juicios, a escribir, como hemos visto, el tremendo veredicto: Benito de Aniano “destruyó el equilibrio” de la vida benedictina y “condujo la Orden a la catástrofe”. Pero, como hemos visto, no fue Benito de Aniano el responsable de la “catástrofe”, sino el sistema.

3.       Los monasterios, baluartes de oración

Vida retirada y vida litúrgica son los aspectos más relevantes del monacato según los sínodos aquisgranenses. La liturgia -como veremos al tratar del monasterio carolingio- había adquirido tal auge que lo señoreaba todo. El oficio y los rezos supererogatorios que lo rodeaban y casi sofocaban, no fueron pues una creación de Benito de Aniano ni de la legislación aquisgranense. Al contrario, todo nos induce a pensar que, en vez de alargar los rezos colectivos, los acortaron notablemente. En las deliberaciones que precedieron al Sínodo de 816, por ejemplo, se propuso la recitación diaria de los siete salmos penitenciales[31]; sin embargo, el sínodo no lo aceptó. Mucho antes, en el celebrado asimismo en Aquisgrán en 802, se intentó suprimir los prolijos ordinis officii vigentes en muchos monasterios, pero no se logró hasta que los sínodos de 816 y 817 optaron por aceptar el cursus de la Regla de San Benito.
El Imperio Carolingio estaba sembrado de monasterios a los que había asignado una tarea: la de defenderle por igual de la ira de Dios y de los ataques del demonio. Los monasterios eran esencialmente, en la estimación de todos, desde el emperador y los magnates hasta el último de sus súbditos, baluartes de oración. Su misión peculiar y casi privativa se cifraba en la defensa espiritual de la cristiandad. La espada del emperador y la oración de los monjes y los clérigos aseguraban -debían asegurar- la paz y prosperidad de todo el Imperio.
Tanto los monjes como los clérigos que practicaban la vida canónica, vestían por el estilo, llevaban la tonsura, habitaban en claustros junto a una iglesia, observaban la ley del celibato, participaban de una misma mesa, dormían en un dormitorio común, cultivaban los estudios y, sobre todo, convergían en un punto muy visible y vistoso para todos: la celebración solemne de la liturgia. Era ésta la función esencial de unos y de otros. La creciente promoción clerical de los monjes sólo vino a aumentar las semejanzas entre ambos estados. La vida monástica se “clericalizaba” y la vida clerical -si vale el término- se “monaquizaba”[32].

4.       Los monjes: profesionales de la intercesión y de la liturgia

El monje no oraba simplemente por orar: oraba por los demás, intercedía. Su vocación específica consistía en interceder. El deber de interceder pertenecía al ideal monástico desde los tiempos más primitivos. Pero acaso en ninguna época, ni antes ni después, caló tan hondamente en la sociedad el concepto de monje como intercesor ante Dios, sobre todo para obtener el perdón de los pecados de los hombres y protegerles contra su ira. Los monasterios son, ante todo, verdaderas ciudadelas de oración, baluartes que defienden al pueblo cristiano. Casas de oración en que se celebra, casi sin solución de continuidad, el Oficio Divino, en que resuenan constantemente los salmos de David y se elevan letanías y preces por los príncipes carolingios -que tantas veces pidieron a los monjes que rogaran por ellos, por sus familias, por el buen éxito de sus empresas-, por los bienhechores, por toda la Iglesia[33].
Como se ha escrito más de una vez, el ritualismo -es decir, el boom litúrgico o pseudo litúrgico, la exageración en el culto tributado a Dios y a los santos- es hijo de la riqueza de los monasterios.
Se ha dicho que la civilización carolingia fue una “civilización de la liturgia[34]. Excelente definición. La cultura se identifica con la religión y la religión con el culto tributado a Dios por sus ministros: clérigos y los monjes.
Es conocida la gran actividad litúrgica de Carlomagno y sus asesores: acaba por llevar a término lo ya ordenado por Pepino, impone la liturgia de Roma y encarga al sabio Alcuino la tarea de realizar las convenientes adopciones[35]. Alcuino revisa el sacramentario, el misal, el leccionario. Son los libros que van a usar los clérigos y los monjes del imperio. La cultura se vuelca en el culto, no se contentan los carolingios con la severidad romana. Las modificaciones que introducen en la liturgia se distinguen por el gusto por lo dramático y por las oraciones prolijas, interminables. Gastan mucho incienso en la Misa, en la que destaca particularmente el desfile triunfal de Cristo y sus ministros en la procesión del evangelio. Aumenta el número de oraciones. En vez de una colecta, como es lógico, introducen varias, hasta siete y más. Introducen oraciones de corte individual y privado, que recita el celebrante en voz baja. Introducen lecturas pretendidamente históricas en el Oficio Divino. Se multiplican en él las bendiciones, los versículos, los responsorios, las absoluciones.
Los monjes, acostumbrados a oficios muy prolijos, incluso algunos a la llamada laus perennis, se sienten defraudados en su piedad colectiva cuando se les obliga a aceptar el cursus de San Benito. Acortar la oración -piensan- no puede ser bueno, y no abandonan del todo sus antiguas costumbres en esta materia. Más aún, libres de preocupaciones económicas, añaden salmos a los salmos, lecturas a las lecturas, oraciones a las oraciones. Magnifican el Oficio Divino, larguísimo, y se esfuerzan a porfía por hacerlo solemne, más solemne, solemnísimo. Los niños oblatos unían sus voces blancas a las graves de los monjes adultos y formaban con ellos un coro maravilloso, que cantaba nuevas composiciones poéticas con melodías recién compuestas, mientras se restauraba la pureza original de las viejas. En los altares la orfebrería antigua, la que procedía de los saqueos de las tropas francas, de los reyes o de sus grandes vasallos, y la nueva, producida en los talleres de los monasterios: piezas de oro y plata, adornada con piedras preciosas y no menos preciosos esmaltes.
La romanidad imprime su sello inconfundible a la liturgia de la Iglesia imperial, no por imposición de los papas -aquí está lo curioso del caso-, sino por devoción de los reyes y sus consejeros. Roma les tiene como alucinados. La liturgia imperial no debía ser menos romana que la de la propia Roma. Por eso, no sólo aceptan sus libros, sino que tratan de hacer revivir, a la medida de sus posibilidades, la liturgia pontifical y la liturgia estacional de Roma, con lo que esto implicaba de multiplicidad de lugares de culto y otras particularidades costosas. Los monjes participaban plenamente de este prurito de imitar todo lo romano. El monasterio aspiraba a ser una nueva Roma, altera Roma. De ahí que no se contenten con una sola iglesia; suelen tener varias, y en ellas muchos altares: cuatro en la basílica de Aniano, once en Saint-Riquier, diecisiete previstos en la planta de Sankt Gallen[36]. En la basílica principal, de tipo germánico, tanto el espacio como la decoración invitan a ejecutar la liturgia con una amplitud y perfección nada comunes.
El papel de la liturgia -como ha escrito André Vauchez- llegó a ser predominante en la concepción del monje en la época carolingia, pero “sería función de la primera época feudal, y en particular de Cluny, estimular esta tendencia hasta las últimas consecuencias”[37].
Esta inflación litúrgica no se impuso desde el principio, sino que fue creciendo más y más a medida que pasaban los años. La liturgia, en tiempos de Odón, debía ser relativamente sobria. A propósito del aumento progresivo de las misas solemnes, expresa Odón su parecer de que la auténtica piedad se mantiene mejor si las solemnidades son raras más que si son frecuentes[38]. Todavía sorprende más su negativa categórica a aumentar el fasto litúrgico: personalmente, prefiere un cáliz de cristal y una cestilla de mimbres para la eucaristía. Lo que realmente importa es la pureza de corazón y la vida interior; sin ellas toda solemnidad es vana, y el culto, devoción estúpida (“stulta devotio”)[39]. San Odilón, por el contrario, condujo la liturgia cluniacense hacia el ritualismo cada vez mayor. La exuberante vida litúrgica del monasterio dio origen a una copiosa producción de himnos, oraciones y otras piezas de diversa índole; la salmodia, las letanías, los oficios de supererogación se convierten en una ascesis ruda, “una constante abnegación”[40] que exige, para vivirla, una vida espiritual selecta y una seria formación intelectual. En tiempo de San Odilón, y tal vez ya en el de San Máyolo, Cluny puede definirse como una sociedad litúrgica, si no exclusivamente, sí substancialmente[41]. Pero fue durante el régimen de San Hugo cuando el liturgismo o ritualismo alcanzó su máximo desarrollo, como lo atestiguan las diferentes redacciones de las Consuetudines, además de otras fuentes históricas irrecusables.
La liturgia lo ha invadido todo. El Oficio Divino ya no es la principal ocupación del monje, al lado de la lectio divina y el trabajo, como quiere la Regla de San Benito, sino prácticamente la única; apenas queda tiempo para otra cosa, y si queda, el espíritu y el cuerpo están tan fatigados que no tienen humor para nada.
Para el oficio canónico -como preparación-, decían los monjes que la trina oratio consistía en tres grupos de salmos: por los vivos, por los muertos y por las intenciones especiales. Visitaban en procesión los altares de la iglesia, cantando letanías y selecciones de otros salmos, como los quince “salmos graduales”, los siete penitenciales y los primeros y últimos treinta salmos del salterio. Ocupaban el tiempo, entre las horas -además del oficio canónico-, otros oficios. El Oficio de Difuntos fue el más popular de todos. Otros oficios en honor de la Santa Cruz, de la Santísima Trinidad, del Espíritu Santo, la Encarnación, los Santos Ángeles y, más tarde, el Oficio de la Santísima Virgen.
Hna. Florinda Panizo



[1] Ex 12, 1-14.
[2] Hch 2, 42-45.
[3] Ibid., 13, 2-3.
[4] Ibid., 20, 7.
[5] CCE 1067; 1085.
[6] Ibid., 1068; SC 2.
[7] W. Hahne, Gottes Volksversammlung. Die Liturgie als Ort lebendiger Erfahrung, Freiburg-Basel-Wien 1999, 83-88; A. M. Altermatt, Les principes théologiques de la liturgie restaurée par le deuxième Concile du Vatican. La réforme liturgique comme tàche permanente. Niturgie (Bulletin de la C. F. C.) 84 (1993) 2-40.
[8] Así se denomina la Constitución sobre la Liturgia del Concilio Vaticano II. Se aprobó en la sesión del 4 de diciembre de 1963, y debe su nombre a las dos palabras que encabezan su redacción en lengua latina. Con esta Constitución, el Concilio pretende reformar la liturgia, bebiendo de las fuentes de la tradición y adaptándola al mundo moderno. Su contenido se distribuye a lo largo de siete capítulos y un apéndice.
[9] Cf. Concilio Vaticano II, LG 7-11; PO 2; AA 3-4; AG 5-6.
[10] SC, 26.
[11] Ibid.
[12] Ibid., 100.
[13] Ibid., 10.
[14] Cf. par exemple la Summa Carta Caritatis, chap 4; Exordium Parvum, prologue, Origines cisterciennes. Les plus anciens textes, Paris 1998, 101, 44; H. Brem/A. M. Altermatt (ed.), Einmütig in der Liebe. Die frühesten Quellentex-te von Cîteaux, Langwaden-Brepols 1998 (=Quellen und Studien zur Zisterzienserliteratur, vol 1) 40,60.
[15] Cf. 1 Cor 12, 21.
[16] Pablo VI proclamó a San Benito Patrón de Europa con la “Carta Apostólica Pacis nuntius (24-10-1964)”: AAS 56 (1964), pp. 965-967.
[17] Juan Pablo II lo reafirmará en su “Carta Apostólica Egregiae virtutis (31-12 1980)”: AAS 73 (1981), pp. 258-262.
[18] Cf. “Carta Apostólica Pacis nuntius” n. 2.
[19] Cf. J. L. Acebal Luján, Obras completas de San Bernardo T. III: Sermones litúrgicos 1º, BAC, Madrid 1985, pp. 57-109.
[20] Cf. J. L. Acebal Luján, Obras completas de San Bernardo T. IV: Sermones litúrgicos 2º, BAC, Madrid 1986, pp. 337-391.
[21] Ibid., pp. 91-111
[22] Ibid., pp. 197-213.
[23] RB 4, 21.
[24] Ibid., 43, 3.
[25] Sal 106, 1.
[26] RB 43, 3.
[27] Ap. 4, 11.
[28] RB 24, 44.
[29] J. Leclercq, Cultura y vida cristiana, Ediciones Sígueme, Salamanca 1955, p.59.
[30] Cf. J. Leclercq, Les “Munimenta fidei” de Saint Benoît d’Aniane, en Analecta monástica 1 (SA 20; Roma 1948), pp. 61-74.
[31] Cf. Actum proeliminarium (Statuta Murbacensia), 442: (CCM, ed. K Hallinger. Siegburg 1963 ss.).
[32] Cf. García. M. Colombás, La Tradición benedictina: Ensayo histórico, Tomo III, Ediciones Monte Casino, Zamora 1991, p. 170.
[33] Ibid., pp. 172-173.
[34] Cf. E. Delaruelle, La Gaule chrétienne à l’époque franque, en Revue d’histoire de l’Église de France 38 (1952) 64-72.
[35] Roma -es comprensible- vio con complacencia el celo de Carlomagno y sus asesores por implantar su liturgia en el Imperio. Pero poco después, la propia Iglesia romana fue víctima del afán uniformador al aceptar sus propios libros con los aditamentos introducidos por los carolingios, poco o nada acordes con la sobriedad, seriedad y profundo sentido teológico, y que, por tanto, desfiguraban una producción litúrgica única. Cf. E. Bishop y A. Wilmart, La réforme liturgique de Charlemagne, en Ephemerides liturgicae 45 (1931) 186-207.
[36] Cf. J. A. Jungmann, El sacrificio de la Misa, BAC, Madrid 1953, p. 290.
[37] A. Vauchez, La espiritualidad del Occidente medieval (siglos VII-XII), Ediciones Cátedra, Madrid 1985, p.37.
[38] Cf. Collationes 2, 28: Marrier, 207: “quanto rarius tanto religiosius”.
[39] Ibid., 2, 34: Col. 213.
[40] Cf. J. Hourlier, Saint Odilón, Lovaina 1964, p. 154
[41] Ibid., p. 159.