30 de marzo de 2015

LA LITURGIA MONÁSTICA EN LA ACTUALIDAD (3ª parte)


1. La liturgia en nuestra vida cisterciense hoy

Tradicionalmente, los monasterios han desempe­ñado un papel de primerísimo orden en la historia del movimiento litúrgico occidental, tanto por la elaboración y difusión de documentos, como por la doctrina litúrgica transmitida. En este sentido, son los benedictinos quienes ocupan un lugar preeminente en el campo de la restauración litúrgica; mas todas las órdenes constatamos que vivimos en otro mundo y en una situación muy diferente a la de las generaciones que nos precedieron.

La formación litúrgica, a lo largo de los siglos, nos ha ido aclarando ideas, y las mentalidades han evolucionado bastante en algunos momentos de la historia. Esto no ha sido fácil.

Como hemos visto ya, ha habido épocas en nuestra historia en que el interés por la liturgia ha sido tal, que cualquier otro elemento constitutivo de la vida monástica quedaba desplazado a un plano mucho más inferior del que San Benito quería, rompiendo así el equilibrio que observamos en su Regla. Con el paso del tiempo la espiritualidad se ritualizó tanto, que el culto llegó a ser la única escuela del servicio de los monjes, y así, éstos, descargados de los trabajos domésticos, pudieron dedicarse totalmente a la absorbente tarea de la celebración litúrgica.

Las ideas a renovar se fueron aclarando poco a poco, pero a costa de años de esfuerzos, y no hubiera sido posible la renovación litúrgica si no se hubiera producido un cambio de mentalidad, aunque fuera lentamente.

La reforma litúrgica imprime un sello característico a la vida de la Iglesia en nuestro tiempo y, como consecuencia, a la vida monástica, pues a ritmos de vida diferente han de responder también distintos ritmos de respiración orante. De ahí los matices que reviste el hecho litúrgico celebrado en una época de la historia o en otra, así como en una comuni­dad apostólica o en una asamblea de contemplativos, etc.

El Concilio Vaticano II ha desencadenado y realizado un “aggiornamento” de la vida religiosa -y precisamente en el campo litúrgico- como no se había visto jamás en el curso de los dos milenios de la historia de la Iglesia. Ha sido, sin lugar a dudas, la reforma litúrgica más radical de toda la historia. El Concilio Vaticano II ha llegado a una visión nueva, más profunda y esencial de la liturgia, precedida por notables trabajos del Movimiento bíblico, patrístico y litúrgico del siglo XX, y también por la renovación de la teología. Esta reforma la ha expuesto en la Constitución sobre la Liturgia, Sacrosanctum Concilium (de la que hemos hablado al principio). En ella encontramos los dos mayores criterios para la renovación de la liturgia de la Iglesia: fidelidad a los orígenes, a la “sana Tradición”, y a la vida concreta de cristianas y cristianos en el mundo de hoy[1].

Después del concilio, en nuestros monasterios la liturgia ha sido fundamentalmente renovada en el curso de los últimos 35 años. El patrimonio litúrgico secular de nuestra orden fue profundamente modificado: el latín fue reemplazado por la lengua vernácula y el esquema benedictino del oficio casi abandonado.

La obra de renovación ha conducido a una colaboración entre los monasterios, a nivel regional e interregional,  y entre las órdenes monásticas. El más bello fruto de este ecumenismo cisterciense en la liturgia es el Ritual Cisterciense, aparecido en 1998, aprobado por el Capítulo General de cada una de las Órdenes y por la Santa Sede.

De los cuatro principios de la reforma litúrgica de los primeros cistercienses, han quedado en vigor dos: la simplicidad y la autenticidad (pero no siempre ni en todos sitios).

Hoy tenemos una liturgia renovada, viviente, fácilmente comprensible y realizable. Aunque la reforma litúrgica que nos pedía el Concilio Vaticano II está terminada, nos queda profundizar las celebraciones litúrgicas, los textos y los cantos, y penetrar principalmente en el espíritu de la liturgia, tal como nos la describe la Constitución SC. Para este fin es indispensable una sólida formación litúrgica en el comienzo de la vida monástica, y a lo largo de toda la vida, como un trabajo permanente. Disponemos hoy de excelentes manuales y libros que tratan de todos los campos y aspectos de la liturgia, y de revistas litúrgicas para la formación litúrgica.

Al ser un acontecimiento y obra de naturaleza teológica y comunicativa-dialogal, la liturgia reviste numerosos aspectos: antropológico, sociológico, bíblico, teológico, patrístico, histórico y otros. Estos aspectos son para tomarlos en consideración y profundizarlos. La dimensión antropológica de la liturgia ha atraído la atención estos últimos años: la liturgia como acto de comunicación, como acción expresiva y simbólica. La visión teológico-espiritual de la liturgia y de su celebración que más interesa a los monjes/as, “profesionales de la liturgia”, como por ejemplo, la Teología de las Horas, ocupa un amplio lugar en nuestra vida.

El “aggiornamento” de la vida cisterciense que ha seguido al último concilio condujo a redefinir el lugar y la significación de la liturgia a nuestras órdenes, para nosotros hoy, y ha tenido que repensar el equilibrio entre la liturgia, la lectio y el trabajo. 

II.  TEOLOGÍA DE LA LITURGIA MONÁSTICA

1. La liturgia sigue siendo oración hecha arte

Los monjes, ya de madrugada, cuando los primeros rayos de la aurora se filtran a la iglesia por los rosetones o ventanas, inundándola con una miríada de colores, estarán uniendo sus voces a las de los coros de los ángeles y haciendo resonar el eco de sus alabanzas al Padre misericordioso, al Dios de toda consolación.

El silencio contemplativo del monasterio, entrelazado con los esplendores litúrgicos y el canto del Oficio Divino – como decía San Gregorio de Nacianzo: la alabanza es hija del silencio-, ha ido haciendo germinar continuamente los cambios, siempre sorprendentes, en la vida cristiana de todos los tiempos.

En todo esmero por la liturgia, el criterio determinante debe ser siempre la mirada puesta en Dios: Él nos habla y nosotros le hablamos a Él. La belleza del culto, la calidad y el esplendor del canto y de los ornamentos litúrgicos, o el cumplimiento estricto de las rúbricas, todas estas cosas tienen como fin despertar en el monje y en los fieles el asombro y suscitar la contemplación de la majestad divina.

La liturgia hemos de celebrarla dirigiendo la mirada a Dios, en la comunión de los santos, de la Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos, para que se transforme en expresión de belleza y de la sublimidad del Dios amigo de los hombres[2].

Las “acciones espirituales”, que son representaciones litúrgicas, piden al monje la misma apertura del alma, la misma atención, hecha de deseo e impregnada de humildad, que tuvo en la lectio divina, en donde Dios se comunica con él. Lo que los conceptos y las palabras son impotentes de expresar, Dios mismo lo manifiesta por símbolos. Las manifestaciones litúrgicas están llenas de palabras, ornamentos y ceremonias simbólicas que requieren de nosotros, ayudados de la luz divina, inteligencia espiritual apta para comprender el sentido oculto de esas acciones sagradas: cantos, himnos, luminarias, que no son de suyo un fin.

Todo ha de ser un concierto sublime de armonía; nada falta y nada sobra. La obra de Dios es grande y maravillosa, pero es infinitamente más grande y maravilloso ese Dios para el que cantamos salmos. ¡Nos vemos tan pequeños al abismarnos en Su grandeza! Y para adentrarnos en el abismo de Su grandeza, de Su belleza y del amor insondable e infinito de Dios, necesitamos del misterio eucarístico.

El candidato a la vida monástica puede ser atraído por la calidad de la celebración litúrgica, su gusto estético puede sentirse satisfecho. Pero San Benito advierte que el Oficio Divino es también un “pensum servitutis[3], un ejercicio oneroso. No se trata de dejarse mecer por cualquier fervor ambiguo, sino -como vuelve a decir San Benito- “que la mente concuerde con los labios”[4], esto es, que la persona, en su mente y en su corazón, se comprometa con su actividad bucal[5].

Por otra  parte, el Opus Dei no se reduce sólo a la liturgia; tener celo por el Opus Dei, es convertirse en “cooperador de Dios”, con toda su vida en la obediencia[6].

Como bien dice Thomas Merton:
“La liturgia es la gran escuela de oración de la Iglesia, que no es simplemente una cuestión de arte, canto y simbolismo, sino que va mucho más allá. En la liturgia, Cristo mismo, por el Espíritu Santo, ora y ofrece un sacrificio en su cuerpo que es la Iglesia. La participación activa en la liturgia es, por tanto, mucho más que un mero cumplimiento exacto de rúbricas y gusto estético; es incluso más que la comprensión y aplicación espiritual de los grandes textos inspirados. Es una participación mística en la oración y sacrificio de Jesucristo, el Verbo encarnado, el nuevo Adán y sumo sacerdote de la nueva creación.
Cuando celebramos la Sagrada Liturgia, Cristo ora en nosotros, y su Espíritu adora y ama en nosotros. La luz para entender lo que cantamos y estamos haciendo, la recibimos sobrenatural­mente del Espíritu Santo. Su gracia nos transformará en Cristo, de tal manera, que en lo más íntimo de nuestras almas comenzamos a asemejarnos a Cristo, y nuestros corazones participan en el amor y en la entrega con que Él mismo, en la tierra, se ofreció al Padre por los pecados del mundo”[7].

Y con palabras del Beato Rafael Arnáiz:
Alrededor del Sagrario gira toda la actividad del monje cisterciense; los Oficios divinos en el coro no cansan nunca; las horas que se pasan en la iglesia parecen minutos…La fe nos dice que estamos alabando a Dios, y Dios está allí, muy cerca, a unos pasos en el Sagrario… ¡Qué sabe el mundo lo que es una Trapa! Yo cada vez le doy más gracias a Dios de mi vocación y le pido que me lleve de Venta de Baños al cielo, para allí, ya cara a cara con Él, como decía Santa Teresita, poder seguir cantando[8].

2.  La liturgia: escuela de vida en común

Hablar de la liturgia no es afrontar un aspecto más -al lado de otros- de la vida en común, sino reconocer su carácter, también aquí, de fons et culmen, según la bella expresión de la Constitución del Concilio Vaticano II[9]. Al calificar a la liturgia, nos da ya la idea de una realidad que está en el origen y, a la vez, es condición indispensable para un desarrollo en madurez de la vida comunitaria.

Romano Guardini señaló con fuerza, a principios de este siglo, en su obra El espíritu de la liturgia[10], cuando declaraba que la liturgia no tiene “objeto”, no tiene finalidad práctica, no es un medio, ni una etapa para conseguir una noble meta que está fuera de ella; su “fin” está en sí misma y el motivo de ello es que la liturgia mira a Dios, es contemplación de su gloria, por lo cual el auténtico sentido de la liturgia consiste en el hecho de que el alma esté delante de Dios, se expanda delante de Él, penetre en su vida, en el mundo santo de las realidades, verdades, misterios, signos divinos, y asuma su real y verdadera vida.

“En la liturgia el hombre no se mira a sí mismo, sino a Dios; hacia Él dirige su mirada. En ella el hombre no debe tanto educarse, como contemplar la gloria de Dios”[11]. Es por ello que la liturgia “moraliza” un poco. “En ella el alma se forma, pero no a través de una elaborada doctrina de la virtud o de un ejercicio sistemático, sino viviendo en la luz de la eterna Verdad, en el orden genuino, naturalmente y sobrenaturalmente sano”[12].

Hay que agradecer al Papa Juan Pablo II su magisterio cuando escribió, con ocasión de los veinticinco años de la promulgación de la Sacrosanctum Concilium: “Tenemos que hablar de una profundización cada vez más intensa en la liturgia de la Iglesia, celebrada según los libros vigentes y vivida, sobre todo, como un hecho de orden espiritual”[13]. Porque la liturgia es, antes que nada, un hecho de orden espiritual; la praxis litúrgica será siempre el termómetro más fiable para medir el grado de vida espiritual en nuestras comunidades y, por extensión, en la Iglesia toda.

3. Los monjes encargados por la Iglesia, también hoy, de mantener viva la oración de Cristo

La Iglesia delega, de modo particular, en las comunidades monásticas, el honor y la obligación de mantener en la tierra el himno de alabanza que el Verbo introdujo en el mundo al encarnarse, y del que Jesús hizo depositaria y responsable a la misma Iglesia

“…Tal como demuestran toda la tradición monástica y las disposiciones de la Iglesia, los monjes están llamados, de modo especial, a continuar en la Iglesia la oración de Cristo, ya sea en la celebración de la Misa y del Oficio Divino -que, necesariamente, ha de ocupar el primer lugar en su vida-, ya sea en las demás formas de oración, la cual debe empapar toda su vida”[14]

La especial vocación de los monjes, dentro de la comunidad cristiana, justifica que hayan recibido un especial encargo de ser comunidad orante, así como también se supone que son unas personas que están más al servicio de los demás, que ponen más empeño en la misión evangelizadora de la Iglesia y buscan una fraternidad más testimonial; también, en cuanto a la oración, se les pide que sean ejemplares.

El monje presta a la Iglesia su mente, su corazón, sus labios, toda su alma y todo su cuerpo, para que mediante ellos pueda ésta seguir haciendo realidad en el tiempo y en el espacio el himno salvífico que Cristo le dejó como preciado botín de su victoria. El monje es, en manos de la Iglesia una especie de sacramento de salvación que, a través de los signos que ella pone a su disposición, continúa la obra de Cristo: glorificar al Padre, salvar al hombre.

Por ambas razones: porque la liturgia es la fuente primera de salvación, el lugar privilegiado para el encuentro con Dios en Cristo y para el diálogo con Dios, que ha venido a buscar al monasterio; y porque la Iglesia le ha elegido para cantar en su nombre el Cántico nuevo, el monje se siente gozosamente obligado a dedicar lo mejor de sus energías y de su tiempo e ilusión a celebrar la liturgia.

Una comunidad monástica es como una Iglesia en pequeño: fraterna, misionera, llena de esperanza, liberadora; pero también una comunidad orante, más intensa y significativamente orante -en particular con la Liturgia de las Horas-, aunque también entren en su jornada y espiritualidad otras modalidades de oración, tanto personal como comunitaria. “Del mismo modo que la vocación es una gracia de Dios, así nuestra posibilidad de orar no nos viene de nosotros mismos, sino del Espíritu Santo, por el cual clamamos: Abba, Padre. Con la frecuencia de los sacramentos y, de modo especial, en la celebración cotidiana de la Eucaristía, va aumentando asiduamente en nosotros la vida de la gracia, y nuestra oración se une sacramentalmente a los actos salvíficos de Cristo”[15].

El Concilio había apuntado en esta dirección cuando afirmó que los religiosos “deben cultivar con asiduo empeño el espíritu de oración y la oración misma, bebiendo en las genuinas fuentes de la espiritualidad cristiana”[16]. Aunque no se nombrara entonces todavía de modo explícito la Liturgia de las Horas (eso se vio con mayor claridad en la evolución posterior), sí se decía que, sobre todo las comunidades contemplativas, “ofrecen a Dios un eximio sacrificio de alabanzas”[17].

No se entiende una comunidad de personas consagradas a Dios sin que sea una comunidad orante, como una fotografía en pequeño de lo que es y quiere ser toda la Iglesia: abierta a Dios y a su Palabra, dedicada a la caridad, pero también a la alabanza de Dios y a la intercesión orante por todo el mundo.

La acción litúrgica es la expresión del misterio central de la economía redentora: el misterio de Cristo.

La Iglesia ha insertado sus momentos de salvación en las unidades del tiempo cósmico: año, semana, día, hora. El monje es convocado varias veces durante el día y durante la noche para, en unión con sus hermanos, celebrar estos tiempos. En las “Horas” -y de modo eminente en la Eucaristía- recibe la visita del Señor. Cada “Hora” es para el monje un acontecimiento pascual, un paso por su vida del Señor resucitado, una entrada en contacto con el misterio de Cristo y, en Cristo, con los coros celestiales y con los hombres que luchan aún sobre la tierra. Y para la comunidad son los momentos en que ésta se constituye en Ecclesia orans.

El Opus Dei monástico es la actividad privilegiada en un monasterio cisterciense; es, además, el elemento más característico de su espiritualidad. Una espiritualidad objetiva que, mediante la celebración litúrgica, actualiza cíclicamente la Historia de la Salvación, así como una espiritualidad dialogal y contemplativa, que se actualiza principalmente en la oración, mediante la Palabra de Dios, y continuando con la oración silenciosa por la que el monje es conducido a la contemplación, cara a cara y cada vez más intensa, de la Gloria de Dios, hasta ser transformado en su imagen con resplandor creciente”[18]. Una espiritualidad que tiene como meta la revelación al mundo del amor de Dios y que es espiritualidad de comunión. Por esta razón, el monje manifiesta, efectivamente, la autenticidad de su vocación “si es solícito para el Opus Dei[19], si consiente en matricularse en la “escuela del servicio divino”[20], en la que asistir al Opus Dei es un privilegio y fuente de vida, y no una obligación.

Y para vivir en medio de los hombres, amando como Cristo nos ama, como amaron los santos testigos de Cristo, para vivir con este amor cristiano que es don de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, necesitamos de la Eucaristía, Sacramentum Caritatis, como la ha llamado el Papa Benedicto XVI[21]. De ahí brotará todo el dinamismo de caridad, con el que celebraremos bien la liturgia y la viviremos con coherencia.

Cada vez son más los cristianos que sintonizan con la afirmación del Concilio Vaticano II: “Ya que ellos -los contemplativos- ofrecen a Dios el excelente sacrificio de la alabanza, enriquecen al pueblo de Dios con frutos espléndidos de santidad, arrastran con su ejemplo y dilatan las obras apostólicas con una fecundidad misteriosa; de este modo, son el honor de la Iglesia y torrente de gracias celestiales”[22]. La perenne actualidad de la misión particular del monje aparece, sobre todo, cuando se la confronta con la misión universal de la Iglesia.

III.  CONCLUSIÓN

No existe una “liturgia monástica”, como no existe una liturgia benedictina-cisterciense, ni ha existido nunca; existe un modo monástico o benedictino-cisterciense de celebrar la sagrada liturgia. Porque la liturgia pertenece a la Iglesia, y es pensada, actuada y vivida para todos los cristianos. Los monjes no nos apartamos de la liturgia de la Iglesia, sino que más bien nos aprovechamos de ella y vivimos de ella, puesto que la liturgia es de la Iglesia.

La liturgia monástica -aun conservando su ritmo y procurando hacer oportunas adaptaciones pastorales, como es justo esperar de un monasterio que desea ser, en su medio ambiente, fermento de vida-, ha de estar abierta a todos los que desean participar en ella. Se trata de una apertura acogedora, que permita a los de fuera integrarse en la actual comunidad orante. Y como dice nuestra Declaración: “…Hemos de procurar que la actividad litúrgica de nuestros monasterios, sea como una luz ardiente y brillante que se difunda por la Iglesia local; que nuestras celebraciones inviten a los fieles vecinos a una participación activa, y ofrezcan al pueblo cristiano una fuente abundante para su vida espiritual”[23]. Esta apertura y su dosificación dependerá de la situación concreta de cada monasterio.

La liturgia en los monasterios de hoy debe ser una liturgia que refleje el espíritu y la letra de los libros litúrgicos, renovados tras la reforma litúrgica. Sin nostalgias ni vueltas a un pasado romántico, los monasterios estuvieron en la vanguardia del movimiento litúrgico y, en línea con ello, debemos continuar siendo lugares donde se celebra y se vive la liturgia de hoy con el espíritu de siempre.

Todos los monasterios tienen sus puertas abiertas a su tesoro más precioso: su oración litúrgica; de modo que la oración de la comunidad que allí vive es compartida con huéspedes y visitantes, que son introducidos de ese modo en la gran oración de la Iglesia.

La liturgia no es la única manera de orar y de expresar a Dios los sentimientos de nuestro corazón. Y quizá lo más bello de ella es su reiteración. Cantar es una manera de orar y de expresar a Dios los sentimientos de nuestro corazón, que son puestos por Él. Y esto es también válido para todo cristiano.

Benedicto XVI en su viaje apostólico a Estados Unidos de América, y coincidiendo con la fecha del tercer aniversario de su pontificado, el 19 de abril, mantenía un caluroso encuentro con los jóvenes y seminaristas de la ciudad de Nueva York y les recomendaba la vivencia intensa de la liturgia. Frente al tópico generalizado de que la liturgia es un lenguaje ininteligible para los jóvenes, les invita a adentrarse en ese misterio de unión entre el cielo y la tierra. Es importantísimo educar a los jóvenes en el lenguaje litúrgico, de modo que puedan llegar a percibir que “cada vez que los sacramentos son celebrados, Jesús interviene en nuestra historia”[24]. De este modo, vemos que la liturgia de la Iglesia es un misterio de esperanza para la humanidad: “… ésta es la verdadera esperanza humana que ofrecemos a cada uno”[25]. 
       Hna. Florinda Panizo

BIBLIOGRAFÍA

[1] Cf. A. M. Altermatt, Les principes théologiques de la liturgia restaurée par le deuxième Concile du Vatican. La réforme liturgique comme táche permanente, in: Ñiturgie (Bulletin de la C. F. C.) 84 (1993) 2-40, aquí: 5-6.
[2] Benedicto XVI, visita a los monjes cistercienses de la abadía de Heiligenkreuz, (Austria) 9-IX-2007.
[3] RB Cap. L.
[4] Ibid., XIX.
[5] P. Miquel, Ser monje, Ediciones Monte Casino, Zamora 1992, pp. 31-32.
[6] Ibid.
[7] T. Merton, El camino monástico, Editorial Verbo Divino, Estella (Navarra) 1986, p. 83.
[8] Carta a su madre desde San Isidro de Dueñas, 29-1-1934.
[9] SC 10.
[10] Título y referencia original: R. Guardini, Geist der Liturgia, Freiburg 1918.
[11] R. Guardini, El espíritu de la liturgia, c. quinto: La liturgia como juego. Ediciones Cristiandad, Madrid 2007.
[12] Ibid.
[13] Juan Pablo II, “Carta Apostólica Vicesimus quintus annus (4-12-1988)”: AAS 70 (1988).
[14] Declaración del Capítulo General de la Orden Cisterciense del año 2000. Segunda parte, art. 60.
[15] Ibid.
[16] Cf. Perfectae Caritatis, 6.
[17] Ibid., 7.
[18] 2 Cor 3,18.
[19] RB 58,7.
[20] RB Pról. 45.    
[21] Cf. Benedicto XI, Exhortación Apostólica Postsinodal, Sacramentum caritatis (22-2-2007)”: AAS 99 (2007), pp.140-141
[22] Perfectae Caritatis, 7.
[23] Declaración del Capítulo General de la Orden Cisterciense (año 2000), segunda parte, art. 64.
[24] Encuentro de Su Santidad Benedicto XVI con los jóvenes y seminaristas en su viaje a USA, 19 de abril de 2008.

[25] Benedicto XI, Carta Encíclica Spe salvi (30-11-2007)”: AAS 99 (2007), pp.1003-1004.

23 de marzo de 2015

EL LIBRO DE JOB Y LA LITERATURA SAPIENCIAL


 1.                El protagonista del libro
Los cinco primeros versos caracterizan al personaje, eje del libro; nos dan su nombre, su patria, su índole moral[1], el estado próspero de que goza[2] y un rasgo particular de su conducta[3]. Como patria de Job se señala Us; el hecho de mostrar la patria parece mostrar en el autor la intención de presentar a Job como persona de carne y hueso, no como un ser abstracto, personificación del justo atribulado.

La posición geográfica de Us[4] queda un poco incierta, ya que las opiniones de los exegetas son varias; del tiempo en que vivió Job la narración no dice nada, pero parece deducirse con bastante probabilidad que el autor supone que Job vive en el tiempo patriarcal. Las riquezas de Job se describen al modo de las de Isaac[5], como los patriarcas. Job ejercía el oficio de sacerdote, ofreciendo sacrificios.

De mayor importancia y aún de suma transcendencia para el desarrollo del poema, que estriba todo en el presupuesto de una virtud de Job nunca desmentida, es el retrato moral y religioso que se hace de Job; los dos pares de epítetos que imitan algo el paralelismo del lenguaje poético, pretenden dar la idea de un varón de virtud acabada, idea que corrobora y canoniza el mismo Yahvé al repetir el elogio: ¿Te has fijado en mi siervo Job? ¡No hay nadie como él en la tierra![6], con las mismas palabras.

La probidad de Job era algo proverbial en Israel, como lo prueba Ezequiel[7], en que aparece como uno de los justos no israelitas de mayor poder intercesor ante Dios[8], lo presentan como ejemplar de paciencia. El primer epíteto expresa la ausencia de deficiencias o defectos: sin tacha, íntegro[9]; se excluye, pues, de la perfección de Job cualquier defecto moral, toda falta en el cumplimiento del deber de la virtud; y el segundo presenta más bien el aspecto positivo de la virtud: la rectitud o dirección de la conducta según las normas del bien, recto, bien dirigido en su conducta. Los dos epítetos vuelven a presentar el lado positivo y negativo de la virtud relacionándola mediante el primero con Dios: temeroso de Dios es el que, reconociendo a Dios por tal, lo acata por la sumisión a su voluntad y, por tanto a la Ley.

Con este temor va necesariamente unido el apartamiento o evitación del mal, y en Job 28, 28, la unión de las dos cosas constituye la sabiduría propia del hombre. Las grandes posesiones de ganado mayor y de rebaños eran riquezas básicas de los patriarcas; las riquezas tan grandes hacían de Job uno de los más grandes, en alguna insigne cualidad: nobleza, dignidad, riqueza, etc. El libro de Job es uno de los libros más bellos, punzantes y angustiosos de toda la Biblia. Su autor parece ser que era hebreo, como lo demuestra su perfecto conocimiento del idioma, y que era un viajero incansable, conocedor de casi todo el Medio Oriente.

2.                Intervención de Satán
Al principio del libro, se nos da una descripción de Job: Es Yahvé mismo el que la hace, diciendo a Satán: ¿Has reparado en mi siervo Job, que no hay como él en la tierra, varón íntegro y justo, temeroso de Dios y apartado del Mal?[10]. En esta primera presentación del hombre Job, nos dicen que es un santo: sólo los santos o los malvados, no los mediocres son los hombres capaces de dar la batalla abierta a los problemas en su corazón.
Yahvé repite, confirmándolo con su divina infalible autoridad, el juicio pronunciado por el autor al principio de la narración[11], reforzándolo con el apelativo mi siervo[12], que Yahvé reserva generalmente para los hombres más insignes en virtud del pueblo de Israel; la reacción de Satán ante el elogio divino no es ciertamente de complacencia en virtud de Job; se niega a confesar que su piedad es auténtica y que honre a Dios: es una piedad interesada, Dios es para él algo que le asegura su prosperidad; Job sirve a Dios porque eso es para él un seguro de vida y hacienda.

            Por eso Satán propone a Dios que haga una prueba: en vez de favorecerle, extienda su mano, ejerza su poder, no para protegerle sino para arrebatarle lo que tiene; y Dios cede a los deseos de Satán con fines enteramente contrarios, pues está cierto de lo sincero de la virtud de Job, sabe que éste saldrá victorioso de la prueba y habrá demostrado que Dios no se había equivocado en el juicio que había hecho de Job: su honor quedará restablecido, por lo menos hay un hombre que sirve a Dios de balde, porque Dios merece ese servicio; la perseverancia de Job en la prueba se ha hecho desde ahora quicio en que se apoya el honor de Dios.

3.                Lamentación de Job
En los versos anteriores aparecía en lucha contra sus desgracias; ahora cesa en ese conato utópico, y pasa a expresar su tristeza de modo más tranquilo, aunque vivo, como su dolor, en lamentos propuestos en forma de preguntas; estos no pretenden tanto inquirir el motivo de sus padecimientos cuanto expresar la queja de que haya sucedido lo que pregunta; y asoma por primera vez el problema de la causa de los dolores de Job que tantas veces volverá a aparecer en el diálogo: Job se queja de que, no dejó de venir a la vida, no hubiera muerto inmediatamente después de nacer. Después de haber divagado Job por las regiones de ultratumba, vuelve a pensar en su situación actual y renueva la pregunta del v. 11, pero proponiéndolo de modo más universal: se trata de todos los desgraciados; y pretende que se le de una razón, y le pide, aunque de modo velado, al que sabe Job que es el dador de la luz de la vida.

Job piensa en una desgracia como la suya, en la que no hay esperanza de recobrar la dicha; entonces sólo la muerte se ofrece como medio de liberación, y como a tal se le desea con ansia, y se siente vivo por el dolor porque no llega, los suspiros o gemidos han venido a ser para Job imprescindibles y de uso tan constante como el alimento. Al leer el Prólogo del libro se ve enseguida, que en 3,25, es una clara alusión a los repetidos golpes que unos tras otros fueron cayendo sobre Job; si la primera desgracia había venido inesperadamente, ella le hizo temer que vinieran otras detrás, y ese temor, que crecía a medida que los golpes se sucedían unos a otros, lo veía pronto realizado; así el alma de Job está dormida por el terror, por eso está muy lejos del sosiego de que tan ansioso se ha manifestado.

4.                Diálogo de los tres amigos
En este diálogo, Elifaz teme que hablar a Job en el estado de postración en que se halla puede ser molesto; pero no puede dejar de hacerlo; las palabras pugnan por salir de sus labios; las primeras palabras de Elifaz ceden en alabanza de Job; según ellas, Job habría sido piadoso no sólo en su vida privada y familiar, como sabemos por el prólogo, sino que su piedad se habría extendido a ayudar con sus buenas palabras al prójimo que estaba a punto de sucumbir a la adversidad; pero Job se halla ahora en las mismas circunstancias de aquellos a los que él antes ayudaba con sus enseñanzas, y no sabe valerse de ellas, sino que yace sumido en la desesperación por no querer ver en sus pecados la verdadera causa de la tribulación y no volverse a Dios por la penitencia de ellos, Elifaz le enseña como él enseñaba a los otros en otro tiempo.
Los tres amigos profesan la doctrina tradicional: Dios premia y castiga en esta vida, el inocente no puede perecer. Cada uno expresa la misma tesis desde diversos puntos de vista: Elifaz se basa en experiencias personales, confirmadas por las revelaciones y visiones nocturnas y la tradición; Bildad, que se muestra celoso del honor de Dios, se apoya en la tradición y defiende en tono un tanto fatalista la tesis tradicional sobre la retribución; Sofer, inculto e insolente, representa al hombre de la calle, sólo acude a su autoridad personal.

5.                La angustia de Job
Para explicar la culpabilidad de Job, tiene Elifaz que recurrir a una enseñanza esotérica que dice haber recibido por revelación particular: el hombre es de naturaleza tan débil que comete el pecado casi por necesidad y sin darse cuenta. En la vida de este hombre justo va a irrumpir rápidamente el dolor. Los emisarios se suceden unos tras otros; de la noche a la mañana, el rico patriarca, poseedor de rebaños, tierras, hijos, le vemos tirado en la ceniza, hecho una úlcera y rascándose con un tejón: pero no acaba en ello su problema; el hombre justo va a ser puesto en entredicho: la teoría de la retribución se desmorona en su conciencia.

El libro de Job más que una discusión del problema del dolor, la justicia divina y la vida misma, es como un enfrentamiento de Dios y el hombre ante este triple problema. Hasta podríamos definirlo como una oración; Job pide la verdad, una oración, sin duda, vehemente por la crudeza del problema y las circunstancias en que se plantea. El cap. 7 es una nueva lamentación por las miserias de esta vida, agudizadas en Job por los dolores sin intermisión de su enfermedad, que le llevará irremediablemente a un fin definitivo. Job ha vindicado para sí el derecho y aun la necesidad de quejarse. Los amigos se callan, signo de que perseveran en su actitud. Job no considera su suerte como un caso aislado o una excepción, sino que la incorpora a la suerte común humana. El autor del diálogo hace así de Job un espejo en que se refleja con claridad la imagen de la humanidad trabajada por el dolor y la iniquidad, ansiosa de descanso y gozo.

La vida de Job está llena de trabajos y dolores que por fuerza mayor se le han impuesto; a él se le ha dado como parte hereditaria meses infaustos, que no le han causado más que desdichas; son los meses que hace que dura su infortunio y los que prevé que todavía recrudece el dolor de su enfermedad; su destino ha sido, pues, singularmente duro y desdichado; durante esas noches especialmente dolorosas es cuando siente esa ansia de alivio y descanso que no puede satisfacer: toda la noche se la pasa agitándose inquieto, anhelando que la luz alivie un poco su tormento. La causa principal de los dolores e inquietudes de Job es su enfermedad, ella ha reducido su cuerpo a un estado horrible: todo él es mera podredumbre en la que hierven los gusanos, tantos en número, que puede decirse que forman el vestido de su carne. De la descomposición de su cuerpo deduce Job que su vida toca irremediablemente su fin; los días de su vida han transcurrido por su brevedad, más veloces que la lanzadera, que, con su rapidísimo ir y venir, da fin al tejer de la tela. Así los días llegan ya al fin, sin esperanza de que se puedan prolongar en una vida con salud y dichosa: la vida como tal le parece a Job brevísima y larga su enfermedad con sus insufribles dolores.
La intervención de Dios ha de ser muy pronta; sino, llegará tarde; porque muy pronto dejará Job de vivir; desaparecerá y ya nadie, ni Dios mismo si quisiera volver a mirarle para hacerle bien, le hallaría, pues se habrá acabado su existencia en el mundo. Pero la intervención divina habría de proceder de un cambio espontáneo del ánimo de Dios respecto de Job; no que pueda conseguir él, como proponía Elifaz, por un reconocimiento de pecados que no ha cometido o por cesación de un estado de rebelión que no existe.

Job es un hombre ansioso de la verdad. Por eso pregunta a Yahvé: ¿Dime por qué me condenas, hazme saber quién eres Tú, que das la felicidad a los malvados? ¡Si pudiera enfrentarme contigo, te diría lo que pienso! Nada hay tan fascinante, y al mismo tiempo tan doloroso, como la búsqueda de la verdad, y más todavía cuando, como en el caso de Job, lleva consigo todo su bienestar material, su honra, su misma fe: por eso no es de extrañar que Job aparezca en esta búsqueda como un hombre obstinado, impaciente por encontrar la verdad: pero Job no es sólo de su vida de lo que se queja; la “aparente injusticia de Dios” es la causa de la desazonada impaciencia de Job. Porque Job, consciente de su esencia de criatura y enturbiada por el problema del dolor de su fe en Yahvé, ha perdido todo apoyo en su búsqueda ansiosa de la verdad.

Una de las notas más características de la psicología jobea, es su experiencia viviente del abandono: abandono material de todo bienestar terreno (Job 1), abandono de sus amigos: ¿No está mi apoyo en una nada? ¿No se me ha ido lejos toda ayuda?[13], abandono de sí mismo: ¿Por qué me haces blanco tuyo, ¿por qué te sirvo de cuidado?[14], abandono de Dios. Dios me ha entregado a los impíos, me ha arrojado en manos de los perversos. Feliz ero yo, y El me arruinó; me cogió por el cuello y me estrelló, me cogió por blanco de sus saetas, me cercan sus arqueros, me traspasan los riñones sin piedad, derrama por tierra ni hiel[15].

6.                Lamentaciones y quejas
Job desde el principio ha ido preparando esta decisión en su alma con cuanto nos viene diciendo; es su conclusión psicológica. Lo miserable de su vida; la celeridad con que va a su fin; lo decisivo de ese fin por el que desaparecerá definitivamente de este mundo[16], todo eso aprieta el ánima de Job, lo llena de amargura y le fuerza a quejarse de nuevo; por eso se determina a dejar libre curso a las palabras que le sugiere su aflicción; pero ya no hablará más a sus amigos, como había hecho hasta ahora, sino que expondrá sus quejas a Dios. El mar es símbolo de las potencias adversas a Dios y a su Reino; por eso Job pregunta a Dios por qué le trata a él como aquellos monstruos enemigos suyos: como a enemigo suyo terrible a quien hay que temer siempre bajo custodia; esa custodia o guardián es el perpetuo infortunio y principalmente la cruel enfermedad que le tiene encadenado y le vigila con dolor constante del que no puede huir; pues ese dolor no cesa ni de día ni de noche, antes durante ella es más intenso el sufrimiento, pues lejos de aliviárselo el lecho se lo recrece con angustiosas pesadillas, cuando a conciliar el sueño y en las horas de forzada vela con lúgubres y terroríficas visiones, ante la terribilidad y constancia de sus dolores, vuelve Job al deseo de una muerte súbita; preferiría mi alma el estrangulamiento, la muerte más que mis dolores[17].

Mejor que esa vida tan llena de dolor le parece la muerte, aunque sea la de asfixia.

El modo de apreciar Job la conducta de Dios no lo aleja de Él su corazón, antes le impulsa hacia El su espíritu. Sólo de Dios le puede venir lo único que ya espera, y es que se aparte, es decir, que cese de afligirle y le conceda así unos instantes de quietud antes de marchar a la región de la muerte. La oración concreta, pues, su objeto en lo que otra vez ha pedido[18]: que Dios aparte de él su mirada escrutadora y aflictiva, dejando de atormentarle para que el tiempo que le queda de vida pueda pasarlo con el ánimo sereno y consolado, sin las tristezas y temores de ahora. Esa serenidad de ánimo se le prestaría a Job, no sólo ausencia de dolores, sino el experimentar por ella que la ira de Dios para con él había cesado.
Y como argumento para mover a concederle esa petición trae, como lo hizo en 7,16, la brevedad del tiempo que le resta de vida, que, normalmente, dado lo avanzado de la enfermedad, ha de ser muy corto. Otro argumento es lo triste y lúgubre de la región a la que se encamina y de la que ya no ha de volver, es la tierra de las tinieblas, cuya densísima oscuridad procura expresar el autor con la aglomeración y repetición de vocablos y con la valiente imagen del fin: región en que la misma luz es tiniebla o en la que ésta hace de luz. Tan profunda oscuridad excluye todo gozo; y lleva unidas la miseria y la desgracia.

7.                Coloquio con Dios: ¿Por qué le aflige?
De nuevo Job cambia de deseo, como es propio de quien está oprimido por una gran congoja; ahora querría que Dios le dejara tranquilo sin hacerlo padecer lo poquito que le resta de vida. Job ve que la enfermedad le ha deshecho, le ha destruido el organismo; no puede, por el contrario, vivir largo tiempo, eternamente. Como con amarga ironía pide, que Dios le deje, que cese ya de atormentarle, ya que su vida ha de ser breve como un soplo[19]; que la enfermedad, sí acabe su obra de destrucción, pero que no le cause tan terribles dolores y penas. Ante la misteriosa conducta de Dios, Job no tiene otro recurso que el de volver a preguntar en forma de queja: ¿hasta cuándo ha de estar Dios sin apartar de él su mirada inquisitiva, ni cesar en su acción aflictiva, ni por el tiempo brevísimo que se emplea en tragar la saliva? Otra razón por la que la conducta de Dios se le hace a Job por lo demás enigmática y misteriosa: ¿por qué Dios, siempre inclinado al perdón, si Job tiene algún pecado de los inherentes a la flaqueza humana, no se le perdona y vuelve a estar en paz con él?

Todas las preguntas anteriores de Job no son mera queja, sino más bien oración, casi equivalen a “perdona mí pecado…”, y Job termina su conversación con Dios con la expresión implícita de la esperanza de que Dios le devuelva otra vez su gracia antes de morir: es un deseo mezclado de cierta esperanza, aunque muy débil; pero no nos ha de extrañar, que un hombre que siente el dolor en su misma carne, que ve destrozada su honra, flaquear su creencia en Dios y que, encima, se siente abandonado de todos, tenga estados anímicos extremos, contrarios, incoherentes unos con otros, como resultado de dos fuerzas que luchan entre sí: su razón y su concepto de la justicia, que niega toda posibilidad de solución, por un lado y, por otro, el hombre justo, creyente en su Dios, que aún pervive.

Pero Job se obstina en encontrar la luz, donde parece imposible hallarla, pero a él le queda esperanza; esperanza que le viene de Dios: y es la esperanza que surge en medio de su situación, la que hace vislumbrar algo tras la impenetrable negrura; un algo indeterminado, una solución desconocida, ni el mismo Job sabe lo que va buscando: ¿Cuál es mi fortaleza para esperar todavía? ¿Cuál mi fin para llevarlo todo con paciencia?[20]. Su problema es tal para caer en la desesperación, pero surge su esperanza, y esta le hace vislumbrar que será posible toda solución, pero ella es desconocida, este algo desconocido le crea una estrechez, una angustia y es esta misma, la que le hace permanecer obstinado buscando la solución de su problema.

La invencible repugnancia de Job al ingrato manjar de sus dolores le hace volver al deseo, ahora explícitamente expresado de que ponga Dios fin a su vida tan trabajosa. Lo único que le cabe esperar es que Dios, que le trata ahora como enemigo, por un acto de benevolencia para con él, se decida a hacer que cesen sus tormentos cortándole el hilo de la vida. Eso es lo que pide a Dios: si supiera que Dios accediera a sus ruegos, ya desde ahora se mitigaría su dolor y aún se llenaría de gozo. Y el motivo de ese gozo irrefrenable no sería sólo el ver ya próximo el fin de sus sufrimientos, sino saber que otra vez vuelve Dios a su antigua benevolencia. Las palabras que Job pronuncia en todos estos versículos nos declaran su grandeza de alma; más que el reposo anhelado que le traería la muerte, estima el morir sin haberse apartado de la ordenación divina revelándose contra ella, y el que dé Dios testimonio accediendo a sus deseos de esa fidelidad de Job a los divinos decretos. A Dios le llama el Santo, es la vez que se le designa en el diálogo con ese nombre.

Como para mover a Dios a que le otorgue su petición de hacerle morir pronto, representa Job su natural impotencia para perseverar en la paciencia con que hasta ahora se ha resignado a la ordenación divina, porque si el tiempo de la tribulación se alarga, él no ve en sí fuerzas para aguardar pacientemente el fin de sus dolores. Ante sí Job sólo descubre un camino doloroso que acabará con la muerte, y esa vista le quita todo ánimo para seguir aguantando. Job, pues, se declara destituido de cuanto pudiera ser ayuda o medio para perseverar en la paciencia al prolongarse su tribulación.

La intervención de Dios no aporta la solución que esperaríamos: la revelación del más allá con sus premios y castigos, donde encuentra su última explicación el dolor y sufrimiento de este mundo. Pero era todavía un poco pronto; la misión de Job era sólo preparatoria constatando que la doctrina tradicional de la retribución en esta vida no es exacta; había que esperar otra solución, la cual vendría todavía unos siglos más tarde.

Hna. Ana María Panizo



[1] Job 1,1.
[2] Idem., 1, 2-3.
[3] Idem., 1, 4-5.
[4] Sin duda al Sur de Edom, Cf. Gn 36,28; Lam 4,21.
[5] Gn 26,14.
[6] Job 1,8;2,3.
[7] Cf. Ez 14,14.
[8] Cf. Tob 2,12-15; Sat 5,11.
[9] Job 1,8; 2,3.
[10] Job 2,3.
[11] Job 1,1.
[12] Job 1,8.
[13] Job 6,13.
[14] Idem 7,20.
[15] Job 16,11 ss.
[16] Cf. Job 7,7-10.
[17] Job 7,15.
[18] Idem., 7,16.19.
[19] Idem.
[20] Job 6,11.