4 de abril de 2015

¡ALELUYA. EL SEÑOR HA RESUCITADO. ALELUYA!

       

  ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. En la tarde del viernes santo, mientras los discípulos se  dispersaban ante la cruz en la que agonizaba Jesús, unas mujeres habían mostrado su fidelidad quedando junto a María al pie del patíbulo. La misma fidelidad las lleva en la mañana del primer día de la semana a prestar un último homenaje al crucificado, pero  al entrar en el sepulcro encuentran a alguien les dice que el crucificado ha resucitado y que han de comunicar a los demás discípulos que va por delante de ellos a Galilea. Marcos deja entrever la sorpresa, más aún, el espanto que la noticia produce en aquellas mujeres, que salen corriendo, hasta el punto de que, como atestigua Marcos, no son capaces de comunicar por el momento, el encargo recibido del ángel.

          La buena nueva de Jesús no es algo que el espíritu humano puede aceptar sin quedar profundamente desconcertado. Es necesario callar, permanecer en el silencio y esperar que Dios ilumine para alcanzar la verdad, y poder después actuar de acuerdo con ella. En esta noche pascual, en el ambiente de fiesta y de alegría de esta gran vigilia, se nos invita a escuchar el anuncio pascual: El Señor ha resucitado, anuncio de vida renovada en nuestras relaciones con Dios y con los hermanos. Con los signos del fuego nuevo y de la luz del cirio, hemos saludado a Aquel que es la luz verdadera que brilla en la tiniebla y alumbra a todo hombre.

          A la luz de Cristo resucitado, hemos escuchado unas páginas de la Escritura que subrayaban algunos momentos y aspectos de la historia de la salvación, que pueden ayudarnos a ser más conScientes de la voluntad salvadora de Dios que, a través de los tiempos, ha ido preparando la victoria pascual de Cristo.

Empezando por el relato de cómo la Palabra creadora de Dios, por medio de su Espíritu, fecundaba el universo y daba vida al hombre, siguiendo por el ejemplo del patriarca Abrahán, el hombre que creyó en la palabra de Dios, que esperó contra toda esperanza, hasta el acontecimiento del paso de Israel por mar Rojo, se nos ha introducido en las intervenciones de Dios en bien de la humanidad.
          Las lecturas de los profetas Isaías, Baruc y Ezequiel confirman que Dios no ha cesado nunca de manifestar su amor, que va más allá de cualquier limitación y que se ha concretado en la alianza ofrecida a los hombres por Dios, alianza que en Jesús ha llegado a ser la alianza nueva y eterna.

          La noche de Pascua es el lugar apropiado para recordar, como decía san Pablo, la relación entre la resurrección de Cristo y nuestro renacimiento espiritual. El bautismo realizó en su día nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesús, realidad que hemos de demostrar cada día viviendo vida nueva por la fuerza del Espíritu Santo que hemos recibido.

          Hoy la liturgia invita a renovar nuestras promesas bautismales, las que el día de nuestro bautismo hicieron por nosotros nuestros padres y padrinos, renunciando de nuevo al pecado y a las seducciones del mal, para reiterar nuestra fe en el Dios Uno y Trino. Olvidando nuestro pasado, podemos aprovechar esta oportunidad para responder con decisión a la llamada de Dios e iniciar una vida nueva.


          Nosotros no hemos podido ver con nuestros ojos carnales al Señor resucitado, pero hemos de saber reconocerlo al partir el pan, según lo que Jesús dijo a su apóstol Tomás: “Dichosos los que crean sin haber visto”. De esta manera la celebración de la victoria pascual de Jesús puede significar una renovación del espíritu, una fe más ardiente, para ser testigos del Señor resucitado, anunciando con nuestras palabras y sobre todo con nuestra vida, que Jesús ha vencido la muerte y vive para siempre.

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