10 de octubre de 2015

DOMINGO XXVIII (Ciclo B)

“Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». En el episodio que el evangelista Marcos recuerda hoy  se puede decir que la pregunta inicial que el desconocido plantea a Jesús no es ni evangélica ni cristiana. En efecto, todas las formas religiosas que han existido se han planteado la búsqueda de la finalidad última que puede colmar las íntimas ánsias del corazón humano. Y la respuesta de Jesús tampoco puede decirse que sea específicamente cristiana, aunque sea bíblica en cuanto encaja en el ámbito de la alianza mosaica que comporta la observancia de la Ley recibida de Moisés. Es preocupante la conclusión del individuo: “Todo eso lo he cumplido desde pequeño”, dado que supone una buena dosis de arrogancia. Aunque Marcos afirme que Jesús se le quedó mirando con cariño, no debería interpretarse esta afirmación como si el Maestro aprobase sin más la vida de ese personaje. Una observancia sincera de los mandamientos lo habría predispuesto para aceptar la propuesta de dejarlo todo y seguirlo que Jesús le hará inmediatamente después.

De este diálogo se podría deducir una conclusión importante: Quién observe los mandamientos que enumera Jesús, a saber: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”, puede esperar la vida eterna. En la lista de mandamientos que propone Jesús no aparece ninguna prescripción que diga relación directa a Dios. Si ésto es así, cualquiera, aunque sea ateo, agnóstico o siga una fe cualquiera, en la medida que observe los mandamientos que se refieren a los hermanos, que hacen humana la convivencia, puede esperar de la bondad de Dios la realidad de la vida eterna. Estamos en la linea de la afirmación de Jesús: “Lo que hacéis a uno de estos pequeños, me lo hacéis a mí”. Es  en verdad mucho, pero no es todo, falta algo, algo muy importante.

Jesús añade: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”. Esta es la respuesta cristiana, este es el camino que Jesús ha venido a anunciar, este es el modo normal para poder alcanzar la vida eterna, entendida no sólo como premio final a los esfuerzos humanos, sino ante todo y sobre todo como relación de amor con Dios. Esto ayuda a entender la triste queja que brota del corazón de Jesús, al contemplar a los mortales, y sobre todo a aquellos que pretenden ser sus discípulos: “¡Qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero!”.

Los discípulos quedan aterrados: “¿Quién puede salvarse?”. La repuesta de Jesús es consoladora: “Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo”. Una vez más la misericordia de Dios abre horizontes ilimitados. Dios lo puede todo, puede tambien salvarnos a nosotros, tan apegados a los bienes materiales, al ansia de aparecer, de ser algo, de dominar sobre los demás. Esta palabra de Dios, viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetra hasta el fondo de nuestro espíritu. De una parte nos consuela, porque a pesar de nuestras limitaciones sabemos que podemos confiar, esperar. Pero por otra nos avisa, nos recuerda que no basta esperar y confiar, es necesario ponerse en camino, empezar a actuar. “Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” se atreve a decir Pedro, obteniendo que Jesús diga: “Quien deje algo por mi y por el evangelio, recibirá ahora cien veces más con persecuciones y después la vida eterna. Panorama a la vez decepcionante y consolador. Decepcionante, porque no se nos promete precisamente un paraíso en esta vida -cien veces más con persecuciones-, pero de alguna manera se nos confirma la vida eterna .

La primera lectura de hoy hablaba de la sabiduría. Se trata de aquella sabiduría que lleva a ponderar la realidad de la vida, examinándolo todo, reteniendo lo que es bueno y abandonando lo que puede crear obstáculos, que a la larga puede ser malo. No es una sabiduría reservada a pocos, a escogidos. Se ofrece a todos, todos podemos pedirla en la oración y Dios, en su misericordia nos la concederá. Aprendamos a ser sabios según Dios.

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