28 de noviembre de 2015

Tiempo de Adviento 2015


“Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”. Estas palabras de Jesús, que la liturgia repite al recibir el tiempo de Adviento, son una llamada a la esperanza, proyectando hacia el futuro nuestro corazón siempre insatisfecho, porque hambrea, anhela y ambiciona sin cesar, aspira conseguir lo que sueña y, demasiado a menudo, cuando le parece alcanzarlo, se le esfuma de entre las manos. Por eso se puede decir que los humanos vivimos en una actitud de espera, de adviento constante, si bien por desgracia no siempre se espera en la línea justa.

Los textos litúrgicos de este primer domingo de Adviento invitan a salir al encuentro de Jesús, a emprender una marcha gozosa, aunque parezca oscura al comienzo, por muy orientada que esté hacia la luz. Cuando se inicia un camino se sabe más o menos a dónde se pretende ir y la meta escogida da sentido al esfuerzo que supone dejar lo que se poseía, para ponerse en movimiento y avanzar. Pero esta espera no es pasividad ni inercia. Ha de ser una espera activa que se exprese en vigilancia, oración, obras de justicia y de paz. No es suficiente proclamar nuestra esperanza con los labios, sino que hemos de manifestarla sirviendo gozosamente a Dios y a los hermanos.

San Pablo, escribiendo a los cristianos de Tesalónica, insiste en la necesidad de preparar el futuro actuando en el presente, aprovechando todas las posibilidades que éste ofrece. El apóstol insiste en proceder, según sus enseñanzas, rebosando de amor mutuo, de amor a todos, y de esta manera ser fuertes esperando a Jesús que viene. La enseñanza del apóstol recuerda que conviene tener presente la relación que Jesús quiere que exista entre los humanos, empeñándonos con sinceridad en el respeto de la justicia, del derecho y de la verdad, sobre todo en relación con los más pobres y más marginados. Porque el Reino de Dios que viene necesita de  nuestra colaboración, para que pueda llegar a ser una realidad. Para estar dispuestos el día de la venida de Jesús hemos de trabajar en el hoy que se nos ofrece, aprovechando todas las posibilidades.

Acerca de los detalles de la última venida de Jesús en realidad sabemos muy poco. San Lucas, en el evangelio de hoy, intenta describir el momento en que nos presentaremos ante Jesús en el último día, pero lo hace con imágenes de la literatura apocalíptica de aquella época, que hoy parecen exageradas. Lo que pretende el evangelista es inculcar confianza, e invitar a los creyentes a estar siempre despiertos, a pedir con la plegaria la fuerza necesaria para mantenerse en pie cuando llegue el momento del encuentro con Jesús. Lo importante es que el creyente evite cuanto pueda embotar su espíritu, haga tambalear su fe, reseque su esperanza, vacíe su caridad, de modo que se mantenga alerta y dispuesto para acoger a Jesús cuando llegue, que es lo que realmente cuenta. La venida de Jesús es un juicio, ciertamente, pero en vista de nuestra liberación. No olvidemos el contenido de la palabra de Jesús: “Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación”.

Somos cristianos, herederos de una larga historia que se halla plasmada en los libros que forma las Escrituras. Se trata de la historia del pueblo de Dios que es la historia de hombres y mujeres en adviento, en espera permanente: Israel esperaba la libertad cuando estaba bajo la esclavitud, la tierra prometida mientras deambulaba por el desierto, el prometido Mesías, cuando las circunstancia históricas ponían en peligro su condición de pueblo libre. Y después de la venida de Dios hecho hombre para salvar a los hombres, ahora quienes formamos la  Iglesia, esperamos la segunda venida de Jesús, que él mismo ha prometido. Pero no basta esperar, hay que focalizar el objetivo de la esperanza para no quedar desilusionados, por haber esperado y deseado algo, que a la larga se muestra vano, fugaz e inconsistente. 



21 de noviembre de 2015

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY, 2015

      

            “Vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre. Le dieron poder real y dominio. Su dominio es eterno y no pasa”. El libro de Daniel deja sentir todo el dolor y sufrimiento que Israel vivió bajo el imperio de los Seleucidas que, contando con el apoyo de algunos judíos deseosos de modernidad y progreso, pretendían suprimir las seculares tradiciones que habían plasmado aquel pueblo a lo largo de los siglos. El profeta, para animar a quienes resistían en la defensa del propio patrimonio y de la alianza con Dios, invitaba a la esperanza en una intervención salvadora de parte de Dios, que no podía abandonar a quienes creían en él. Y entre las imágenes que usa, describe la llegada de un Hijo de Hombre al que se confiaría dominio y poder y que inauguraría tiempos mejores. La imagen del Hijo del Hombre no cayó en olvido, y cuando Jesús de Nazaret utilizó el término para referirse a sí mismo, el pueblo recordó el mensaje de esperanza recibido desde los tiempos de Daniel.


            Pero el pueblo deseaba y esperaba un caudillo político capaz de vencer a las sucesivas potencias humanas que oprimían a Israel, y esto explica que el mensaje de Jesús acerca del Reino de los cielos fuese mal interpretado. Así cuando multiplicó panes y peces para saciar a una multitud hambrienta que le seguía, se pensó en proclamar rey a Jesús, viendo en él la solución inmediata de sus problemas humanos. Los mismos apóstoles mantuvieran ideas erroneas a este respecto como muestra el deseo de Santiago y Juan de obtener puestos de honor en el nuevo reino. La misión propia del Hijo del hombre es reclamar de los humanos que acepten seguir a Dios, cumpliendo su voluntad, que no busca otra cosa que el bien de todos. La realidad de la historia muestra, en efecto, que cada vez que los hombres vuelven la espalda al Dios, dejándose llevar por falsos ídolos que son expresión de sus propias pasiones, en lugar de obtener un paraiso de justicia y paz, se encuentran con un infierno de dolor y muerte.

            El malentendido llega a su culmen cuando los enemigos de Jesús se atreven a denunciarlo al gobernador romano como un vulgar conspirador que intentaba hacerse rey en lugar del Cesar. De ahí la pregunta de Pilato: “¿Tú eres rey?”. Y Jesús responde: “Tú lo dices: Soy rey”. Pero añade enseguida: “Mi reino no es de este mundo”. Jesús, el Hijo del hombre, no busca ser rey a modo de los reyes de la tierra, no ansía detentar el poder, tal como lo entendemos los humanos. Él mismo dice que ha venido a servir, no a ser servido. Jesús comenzó a reinar en el momento preciso en que fue clavado en la cruz. Cuando es elevado para ser crucificado, cuando su aventura humana toca su fin, es cuando empieza su reinado, cuando lleva a término su misión.

            Por esto la segunda lectura puede saludarle como “Testigo fiel, Primogénito de entre los muertos, Príncipe de los reyes de la tierra”. Él no ha buscado su gloria, su exaltación, ni ha pretendido esclavizar a los demás. Él nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre y nos ha convertido en un pueblo de reyes y sacerdotes, es decir de hombres libres, que saben dominar sus instintos para ponerse al servicio de la verdad de Dios, al que rinden culto con su vida dedicada a Dios.


            Es en este marco de la Biblia que hay que entender la realeza de  Jesús. No la entendieron así los saciados de pan que querían un rey que les dispensase del trabajo. No la entendió Pilato que temía habérselas con un agitador político. Si queremos tener parte en el Reino de Jesús hemos de abrir nuestro corazón a la verdad de Dios, hemos de saber controlar nuestras pasiones, vencer nuestro egoísmo y nuestra ambición, hemos de crecer en el amor, aquel amor que nos hace ser servidores de nuestros hermanos, que nos lleva a defender la justicia y la libertad de todos para que pueda ser una realidad la paz que Jesús nos ha obtenido con su oblación.

14 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXIIII DEL tIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

 
                “Verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y majestad”. Dado que el Jesús de Nazaret, que encontramos en los evangelios, no solamente evitó durante su vida todo triunfalismo, sino que trató también de cubrir con el silencio y la discreción los signos con los que confirmaba su misión, sorprende escuchar estas palabras con las que anuncia su futura venida. Para entender qué quiere insinuar Jesús conviene recordar que el pueblo de Israel, en medio de las dificultades que hubo de soportar a lo largo de su historia, supo mantener viva la esperanza en una futura intervención de Dios, que restablecería la justicia y la paz y colmaría los anhelos de su pueblo. Esta esperanza se fue concretando en la venida del Mesías, un personaje de contornos difuminados, prometido y  anunciado en los libros de la Escritura. Con sus enseñanzas Jesús intenta responder a esta inquietud llena de esperanza, precisando sus límites y evitando falsas interpretaciones.

El tema del final de este mundo ha figurado a menudo entre las preocupaciones de la humanidad, tanto desde perspectivas seculares como religiosas. Aún hoy, los medios de comunicación aluden a catástrofes cósmicas, a los peligros que puede provocar un uso abusivo de la energía atómica, de las consecuencias que pueden generar otras actividades humanas que alteran el equilibrio del planeta. Y hoy, según el evangelista Marcos, Jesús habla del tema desde la perspectiva de la fe, indicando: “Después de una gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”. Estas imágenes, que responden a un tipo de literatura en boga en su tiempo, sirven a Jesús para indicar que, un día, el mundo en que vivimos conocerá su fin, no para caer en el caos o en la destrucción, sino para abrirse a una nueva dimensión, confirmada con una promesa, que no es descrita en sus detalles. Que este final de los tiempos no será algo espantoso, lo confirma la seguridad de que el mismo Hijo del Hombre vendrá con potencia y majestad para convocar a todos los hombres, a sus elegidos, para que participen con él en una vida que ya no terminará jamás. Habrá pues un final del mundo actual, pero no un fin de la humanidad,  que está llamada a la intimidad de Dios.

             Jesús confirma esta realidad, pero no precisa el momento en el que tendrá lugar. Más aún, no duda en afirmar: “El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino el Padre”. Estas palabras quizás pueden decepcionar, pues la curiosidad de los humanos desearía certezas concretas. Conviene entender el mensaje de Jesús de que el destino está sólo en las manos de Dios. El que cree y vive según la Palabra de Dios está en manos del Padre, está en vela constante en espera de su llegada, descubre en los signos su presencia activa. La sencilla parábola de la higuera debería enseñarnos a interpretar los signos de los tiempos para entender el mensaje de Dios. El fin está presente entre nosotros, y al mismo tiempo es futuro. De alguna manera el fin ha comenzado ya, y al mismo tiempo el futuro está en el presente. Jesús nos enseña a esperar el futuro viviendo el presente. La vida cristiana se alimenta de la promesa del retorno de Jesús, pero su segunda venida no ha de producir ni miedo ni angustia, pues no es una amenaza sino una promesa de bien, de vida, de amor.

              Jesús habla de reunir a sus elegidos. Vale la pena atender al término utilizado. Reunir, convocar son verbos que subrayan una dimensión importante de la voluntad salvadora de Dios para con la humanidad. En efecto, desde la perspectiva cristiana, la salvación no es una cuestión que se resuelve entre Dios y cada uno de nosotros individualmente. Nadie es una isla, se ha dicho. La salvación supone convocación, supone participar en la asamblea de los que han escuchado la Palabra divina y la han puesto en práctica. En esta asamblea vige únicamente la ley del amor: “Que todos sean uno, como tú, Padre en mí y yo en ti”.

 

7 de noviembre de 2015

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)


“Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, a los que lo esperan, para salvarlos”. El autor de la carta a los Hebreos recuerda hoy que Jesús, asumiendo personalmente toda la angustia humana y sufriendo en la cruz, abríó a los hombres el camino de la salvación. Cada vez que los cristianos celebramos la Eucaristía hacemos memoria de que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, padeció y fue crucificado, murió y fue sepultado para resucitar al tercer día, y todo ésto por nosotros y por nuestra salvación. Pero no resulta fácil a la mentalidad de hoy entender esta afirmación de nuestra fe, porque en la medida en que se va perdiendo el concepto de pecado como gesto libre y responsable del hombre que se separa a Dios, es difícil entender la necesidad de una redención y, en consecuencia, el hecho de que el mismo Hijo de Dios se hiciera hombre para entregarse por nosotros.

Hoy en el evangelio, Jesús no duda en criticar el modo de comportarse de los escribas o maestros de la ley, que dedicaban su vida al estudio de la ley de Dios y por ello tenían fama de ser hombres  religiosos. La descripción que Jesús hace de los defectos de esos hombres deja entrever, junto a una cierta superficialidad en su modo de comportarse, expresada por sus ropajes, por la afición a las reverencias en público, por el empeño en ocupar los primeros puestos en sus reuniones, un aspecto mucho más grave como puede ser que, con el pretexto de su vida de oración y estudio, tratasen de sacar provecho de los bienes de las viudas, imagen de las personas pobres y desprotegidas en el ambiente social de aquel momento. Jesús no les reprocha su dedicación peculiar a Dios y a sus intereses, sino comportamiento, que en abierta contradicción con sus principios, abusa de su condición de amigos de Dios para obtener beneficios materiales.

            Esta página del evangelio contiene una seria advertencia, válida también para nosotros, que hemos aceptado el evangelio de Jesús. Si hemos sido llamados a ser testigos de Jesús hemos de cumplir nuestra misión con nuestro modo de ser, de hablar, de actuar. Pero si nuestra condición de cristianos se redujera únicamente a manifestaciones exteriores de religiosidad discutible, sin que el evangelio penetre en nuestra vida real, disponiéndonos a una entrega sincera, estaríamos fuera del camino justo. Toda manifestación externa sólo es válida en la medida en que esté motivada por profundas convicciones. De lo contrario mereceríamos el epíteto de hipócritas que el mismo Jesús aplicó a los hombres religiosos de su tiempo.

            En contraste con la crítica de los letrados, sorprende la alabanza de la pobre viuda, que echa en el cepillo del templo una mínima cantidad pero que para ella suponía cuanto tenía para vivir. A la ostentación de los escribas, Jesús opone la pureza de intención de la viuda, que no se distinguía en medio de la masa anónima del pueblo despreciado. La pobre y desconocida viuda se fía tanto de Dios en medio de su miseria que es capaz de renunciar incluso a la necesario para la vida, dando así testimonio de una fe profunda. La viuda pobre representa la verdadera respuesta que Dios espera de nosotros: una donación total y sin condiciones a Dios como expresión de fe vivida profundamente, y no solamente proclamada por los labios.

            La actitud de esta mujer refleja de alguna manera la de otra viuda, recordada por la primera lectura. En un momento difícil de su ministerio, el profeta Elías es enviado a una viuda que vive angustiada por la miseria. Cuando se disponía a preparar la última comida para sí y para su hijo, aceptando con fe humilde y sincera la palabra del profeta como la de un enviado de Dios, se abandona en las manos de Dios, y no duda en servir a Elías.



            Hemos sido llamados a hacer de nuestra vida un servicio a Dios a imitación de Jesús, sin condiciones ni contrapartidas. La actitud interesada de los letrados indica el peligro que hay que evitar, mientras el ejemplo de las dos pobres viudas muestran cómo Dios espera de nuestra generosidad una entrega total, sin condiciones.