21 de noviembre de 2015

SOLEMNIDAD DE CRISTO REY, 2015

      

            “Vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre. Le dieron poder real y dominio. Su dominio es eterno y no pasa”. El libro de Daniel deja sentir todo el dolor y sufrimiento que Israel vivió bajo el imperio de los Seleucidas que, contando con el apoyo de algunos judíos deseosos de modernidad y progreso, pretendían suprimir las seculares tradiciones que habían plasmado aquel pueblo a lo largo de los siglos. El profeta, para animar a quienes resistían en la defensa del propio patrimonio y de la alianza con Dios, invitaba a la esperanza en una intervención salvadora de parte de Dios, que no podía abandonar a quienes creían en él. Y entre las imágenes que usa, describe la llegada de un Hijo de Hombre al que se confiaría dominio y poder y que inauguraría tiempos mejores. La imagen del Hijo del Hombre no cayó en olvido, y cuando Jesús de Nazaret utilizó el término para referirse a sí mismo, el pueblo recordó el mensaje de esperanza recibido desde los tiempos de Daniel.


            Pero el pueblo deseaba y esperaba un caudillo político capaz de vencer a las sucesivas potencias humanas que oprimían a Israel, y esto explica que el mensaje de Jesús acerca del Reino de los cielos fuese mal interpretado. Así cuando multiplicó panes y peces para saciar a una multitud hambrienta que le seguía, se pensó en proclamar rey a Jesús, viendo en él la solución inmediata de sus problemas humanos. Los mismos apóstoles mantuvieran ideas erroneas a este respecto como muestra el deseo de Santiago y Juan de obtener puestos de honor en el nuevo reino. La misión propia del Hijo del hombre es reclamar de los humanos que acepten seguir a Dios, cumpliendo su voluntad, que no busca otra cosa que el bien de todos. La realidad de la historia muestra, en efecto, que cada vez que los hombres vuelven la espalda al Dios, dejándose llevar por falsos ídolos que son expresión de sus propias pasiones, en lugar de obtener un paraiso de justicia y paz, se encuentran con un infierno de dolor y muerte.

            El malentendido llega a su culmen cuando los enemigos de Jesús se atreven a denunciarlo al gobernador romano como un vulgar conspirador que intentaba hacerse rey en lugar del Cesar. De ahí la pregunta de Pilato: “¿Tú eres rey?”. Y Jesús responde: “Tú lo dices: Soy rey”. Pero añade enseguida: “Mi reino no es de este mundo”. Jesús, el Hijo del hombre, no busca ser rey a modo de los reyes de la tierra, no ansía detentar el poder, tal como lo entendemos los humanos. Él mismo dice que ha venido a servir, no a ser servido. Jesús comenzó a reinar en el momento preciso en que fue clavado en la cruz. Cuando es elevado para ser crucificado, cuando su aventura humana toca su fin, es cuando empieza su reinado, cuando lleva a término su misión.

            Por esto la segunda lectura puede saludarle como “Testigo fiel, Primogénito de entre los muertos, Príncipe de los reyes de la tierra”. Él no ha buscado su gloria, su exaltación, ni ha pretendido esclavizar a los demás. Él nos amó, nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre y nos ha convertido en un pueblo de reyes y sacerdotes, es decir de hombres libres, que saben dominar sus instintos para ponerse al servicio de la verdad de Dios, al que rinden culto con su vida dedicada a Dios.


            Es en este marco de la Biblia que hay que entender la realeza de  Jesús. No la entendieron así los saciados de pan que querían un rey que les dispensase del trabajo. No la entendió Pilato que temía habérselas con un agitador político. Si queremos tener parte en el Reino de Jesús hemos de abrir nuestro corazón a la verdad de Dios, hemos de saber controlar nuestras pasiones, vencer nuestro egoísmo y nuestra ambición, hemos de crecer en el amor, aquel amor que nos hace ser servidores de nuestros hermanos, que nos lleva a defender la justicia y la libertad de todos para que pueda ser una realidad la paz que Jesús nos ha obtenido con su oblación.

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