25 de julio de 2015

DOMINGO XVII Tiempo ordinario (ciclo B)

      
      “Subió Jesús a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Levantó los ojos y al ver que acudía mucha gente, dice a Felpe: ¿Con qué compraremos panes para que coman éstos? Lo decía para tentarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer”. El evangelio de san Juan recuerda cómo Jesús, consciente de la situación de quienes le han seguido en aquel descampado, los hace sentar en el campo, toma unos panes y unos pocos peces que tenía a mano, dice la acción de gracias y los reparte a todos los presentes. Aquellos pocos panes y peces no sólo bastaron para satisfacer el hambre de aquella multitud, sino que sobraron doce canastas, como dice el evangelista.

          En este relato Jesús es el principal protagonista. La multitud, los discípulos, los mismos panes y peces multiplicados quedan en una discreta penumbra. Lo importante es proclamar que Jesús es el enviado de Dios que, en el cumplimiento de su misión, propone un signo, para que se acepte su mensaje y se actúe en consecuencia. Jesús no ha venido para multiplicar panes y peces para saciar a cinco mil hombres, porque su misión no es resolver los problemas del hambre del mundo, como tampoco es su misión curar a todos los enfermos, resucitar a todos los muertos. Sus signos, sus milagros como se les llama habitualmente, son simplemente gestos destinados a despertar la atención y disponer al espíritu para poder acoger su mensaje.

          La lectura del relato de la multiplicación de los panes y peces no agota el sentido del acontecimiento. Del mismo modo que Jesús siente piedad de aquellas cinco mil personas, que por querer escuchar sus enseñanzas han quedado sin provisiones, no puede quedar indiferente ante situaciones mucho más graves. En efecto, un grito angustiado resuena hoy en muchas partes del mundo. Hay hambre de pan y sed de agua, mueren muchas personas porque nadie les da aquel mínimo necesario para subsistir, a pesar de que muchos, países enteros, ricos y potentes, abundan en todo, e incluso lo malgastan. Pero para mantener un orden establecido, un orden que asegure el bienestar a unos pocos, se olvidan aquellos lamentos. Jesús no es indiferente al sufrimiento y a la necesidad de los hombres. Es en  este sentido hemos de entender la pregunta que hace a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?”. Lo que dice Jesús va más allá de aquel preciso momento, tiene un alcance más amplio. Jesús trata de involucrar a sus discípulos, y en ellos a todos los que creerán en él en el futuro. Jesús quiere hacernos conscientes de los problemas planteados, como los problemas de la alimentación de la humanidad, cuestión de urgente actualidad, cuya solución depende ciertamente de medidas técnicas que entran de lleno en las capacidades del hombre, pero que requieren una buena dosis de amor a los semejantes y de espíritu de colaboración.

          Ante situaciones semejantes, el discípulo de Jesús, aunque de entrada sienta una real impotencia, en cuanto no puede solucionar nada por si mismo, por mucha buena voluntad que posea, si que puede ser fermento para sensibilizar a los demás, a la sociedad y lograr que lo que parecía imposible pueda llegar a ser una realidad. En una noche oscura, una cerilla encendida no resuelve nada. Si miles de personas encienden cada su cerilla, la tiniebla disminuye. Si cada uno de loa hombres y de las mujeres se deciden a aportar sus pequeños cinco panes, sin duda el Señor podrá intervenir de nuevo y hacer posible lo que antes parecía inalcanzable.

          En los domingos siguientes la liturgia nos invitará a leer y meditar el largo discurso del capítulo sexto del evangelio de san Juan,  en el que se nos hablará de Jesús como “pan de vida”, es decir, un pan capaz de suscitar y mantener vida en sentido espiritual: por la fe, primero, por el sacramento de la fe que es la Eucaristía, después. Sólo desde esta perspectiva se explica que Jesús haya aceptado el riesgo que supuso dar de comer a cinco mil personas, pues un gesto semejante podía suscitar reacciones populares desmesuradas, como indica el mismo evangelista al decir: “Iban a llevárselo para proclamarlo rey”. La misión de Jesús es de largo alcance y reclama nuestro compromiso para participar en la obra de salvación que el Padre le ha encomendado.


18 de julio de 2015

DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

         

"Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer. 
Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado"

        “Al desembarcar, Jesús vió una multitud y sintió compasión de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles con calma”. Con estas palabras termina el relato del evangelista  Marcos, y que es conclusión lógica del evangelio del domingo pasado, que evocó como Jesús había enviado a sus discípulos a la misión que les sería confiada en el futuro. Hoy se nos dice que los apóstoles, terminada su primera misión, regresaron para dar cuenta de su  experiencia. Jesús, al acogerlos, les propuso: “Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco”. No es una invitación a la pasividad, a un descanso egoísta, sino a hacer un alto en el camino para profundizar la experiencia realizada, en el silencio, la reflexión, la escucha y la plegaria, de modo de poder continuar con nuevo ímpetu la misión que les había sido confiada.

            Pero todo se precipita y tanto Jesús como sus discípulos en lugar de hallar un lugar tranquilo para conversar con calma, se encuentran de nuevo ante una multitud, ávida de ser enseñada, ansiosa de ser conducida por el camino de la salvación. Marcos, al hablar de la compasión que Jesús experimenta ante el espectáculo de aquella gente que lo busca, no expresa un sentimiento fruto de  la emoción del momento, sino más bien la actitud fundamental del  Hijo de Dios que se ha hecho hombre, para ser obediente hasta la muerte, y así salvar al hombre del pecado y de la muerte.

            La expresión del evangelista  «andaban como ovejas sin pastor» aparece en diversas ocasiones en el Antiguo Testamento para designar a Israel privado de jefes, descuidado por sus reyes, abandonado a merced de sus enemigos, privado de una guía segura y estable. Es el tema que ha recordado la primera lectura. El profeta Jeremías arremete contra aquellos pastores que, olvidando su cometido, han hecho posible la dispersión y la pérdida de las ovejas que se les habían confiado. Dios que ama sobremanera a su pueblo, se ocupará él mismo de reunir a las ovejas, de hacerlas volver a sus dehesas para que crezcan y se multipliquen. Para esta obra, Dios se sirve de pastores escogidos, fieles a su deber, entre los cuales destaca el vástago de David, Jesús de Nazaret.

            Como ha dicho Pablo en el fragmento de la carta a los Efesios, Jesús, el Buen Pastor, ha derramado su sangre por las multitudes, para constituir un único rebaño, reconciliando a judíos y gentiles, estableciendo la paz entre todos los pueblos y razas, entre sí y con Dios mediante su cruz. La Iglesia, este nuevo rebaño que Jesús ha formado, no ha de ser un ghetto cerrado, un club para gente selecta y clasista; ha de permanecer abierta a todos, ha de vivir la misma compasión que Jesús sintió ante la muchedumbre que se le acercaba y ha de dedicarse con generosidad y constancia, con paciencia y amor, a enseñar con calma el camino de Dios, la buena nueva del Evangelio.

            La Iglesia de Jesús ha de evitar la tentación de encerrarse en si misma y de caer en un legalismo estéril e inútil. La legítima satisfacción de ser cristianos no ha de llevarnos a una satisfacción sutil o ingenua, que a la larga o a la corta lleva a considerar como ignorantes o estúpidos, a quienes no comparten nuestro punto de vista. La Iglesia de Jesús no ha de ser intolerante en nombre de la verdad que ha de anunciar y defender, más bien ha de trabajar para hacer caer las barreras que separan a los hombres, suprimir el odio, comunicar el único espíritu para crear la paz, tanto para los que están cerca como para los que están lejos. Mientras los cristianos conservemos la compasión de Jesús hacia las multitudes, la Iglesia será misionera. Porque la Iglesia es fruto del amor de Jesús que se dio sin medida por todos. Sintiéndonos pecadores perdonados por el gran amor de Jesús, hemos de sentir el ardiente deseo de comunicar a los demás este mismo amor del que hemos saboreado las positivas consecuencias, para que arda en nosotros y se comunique a todos el amor de Jesús que hemos recibido.



4 de julio de 2015

Domingo XIV del tiempo Ordinario (Ciclo B)


Fue Jesús a su pueblo en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga. San Marcos evoca la visita que Jesús hizo a Nazaret, al pueblo que le vio crecer y, tal como acostumbraba, entró en la sinagoga para enseñar, suscitando la sorpresa de sus compaisanos, los cuales debían conservar aún la  imagen del adolescente que jugaba por el pueblo y del joven aprendía a trabajar junto a su padre. Y no les fue fácil aceptar que ahora se comportase como maestro que enseñaba con sabiduría y autoridad. En Jesús ven sólo al hijo de José el carpintero, aquél cuya parentela continuaba viviendo entre ellos. La realidad de su origen se convierte en obstáculo a su valoración y, en consecuencia, su corazón permanece cerrado, sin comprender sus palabras y su mensaje. Marcos concluye con una frase que es una seria advertencia para sus lectores: “Jesús se extrañó de su falta de fe y no pudo hacer ningún milagro”. Los de Nazaret ven, pero no creen, viven una experiencia nueva, pero ésta no les ayuda a superar su situación concreta y abrirse a nuevos horizontes. Podría decirse que sus prejuicios, su actitud, paralizan al mismo Hijo de Dios en su obra salvadora.
            Reconocer en Jesús al Mesías no es fácil. Sólo quien abre su corazón para creer en él, puede reconocerlo como inicio de una nueva etapa, aceptar sus palabras y entrar en la dinámica de la salvación. No sólo en el Nazaret de aquellos tiempos, sino también ahora y en todas partes, son muchos los que miran sin ver, los que oyen sin escuchar, los que no colaboran a la obra de la gracia. Hoy como ayer son multitud los que no conocen a Jesús y pasan de largo ante él. El evangelista Juan recuerda cómo algunos seguidores de Jesús, después de escuchar el sermón del pan de vida, reaccionaron diciendo: “Son duras sus palabras”, para justificar su negativa de aceptar a Jesús como Mesías y Salvador del mundo. En efecto, Jesús sigue desconcertando, porque no ha venido a proponer una moral fácil, que se adapte a nuestras debilidades y sea capaz de satisfacer nuestros caprichos.

            La primera lectura de hoy confirma que el drama del rechazo que Jesús experimentó durante su vida, y que perdura hoy en las actitudes negativas hacia la Iglesia, no es algo insólito en la historia de la salvación. El profeta Ezequiel, al recibir de Dios la llamada a trabajar en la conversión de su pueblo, es informado de que es enviado a un pueblo rebelde, y que dificilmente será escuchado, como de hecho aconteció. Quien conoce la Biblia sabe que ésta es la tónica de la historia de la salvación, y que la estructura de la aventura humana es un forcejeo constante y difícil entre el hombre que rechaza ser criatura y pretende ser como Dios y Dios que busca al hombre con una paciencia y un amor sin límites.

Hoy hemos escuchado el testimonio de uno los que creyeron con toda sinceridad: el apóstol Pablo. Aceptó la Palabra, se dejó formar por ella, creyó de verdad y por eso anduvo por el camino del Evangelio. Por esta razón, el gran apóstol, sin rubor, no duda en proclamar su propia debilidad: “Muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Porque cuando soy débil entonces soy fuerte”. Pablo había entendido el ejemplo de Jesús y se mantuvo fiel al mismo. Hemos de hacer nuestra la actitud sana y eficaz que Pablo propone, cuando afirma: “Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte, porque así reside en mi la fuerza de Cristo”. Con Pablo hemos de ponernos a la escuela de Jesús, dejándonos llevar por el mismo camino por el que él paso, seguro que más allá de la cruz, de la contradicción, de la prueba, nos espera la gloria y el descanso en el Reino de Dios.