26 de marzo de 2016

PASCUA DE RESURRECCIÓN - Ciclo C

          
             “Cuando Juan predicaba el bautismo, Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver. El apóstol san Pedro resume el contenido de la fe cristiana, afirmando que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, murió por nosotros, y que fue constituído Señor y Mesías en virtud de su resurrección de entre los muertos. Jesús pasó haciendo el bien, fue  como el peregrino que pasa por este mundo, visitando a la humanidad en nombre de Dios, para traer la salvación. Pasaba haciendo el bien, y todo esto porque Dios estaba con él. Jesús es realmente el Emmanuel, el Dios con nosotros que se nos prometió en la Navidad.

            Los discípulos, al igual que fueron testigos de su actividad, de su doctrina, de sus milagros, fueron testigos también de su aparente fracaso, de su muerte en el patíbulo. Pero son también testigos de otra realidad que necesitan gritar a todo el que quiera escucharles: ¡Dios lo resucitó! No tiene miedo Pedro que le digan que está ebrio, que no sabe lo que dice, pero él y los demás discípulos, que han sido testigos de toda la vida del Maestro hasta su muerte infamante, ahora son llamados a ser testigos de su nueva vida, de su resurrección: “Dios nos lo hizo ver, hemos comido y bebido con él después de la resurrección”. La iluminación que Jesús resucitado otorga a sus discípulos está destinada a todos los que creerán por medio de la palabra de los apóstoles.

            En la noche del jueves santo, en un arranque emotivo pudo decir a Jesús: “Yo estoy dispuesto a dar la vida por ti”, pero las tres negaciones le hicieron medir su limitación, le enseñaron a ser más prudente. Por esto, al ver la tumba vacia, las bendas y el sudario, no se deja llevar por una reacción rápida, que corre el riesgo de ser precipitada, y por esto el evangelista afirma que empieza a entender las Escrituras: que Jesús había de resucitar de entre los muertos. Es el primer paso para la fe auténtica. La tumba vacía de por sí es un argumento ambivalente, no basta para explicar la resurrección. Sólo aceptando la Escrituras, es decir aceptando la historia de las intervenciones de Dios en bien de la humanidad, se puede cree y confesar que ha resucitado de entre los muertos. Después Pedro y los demás apóstoles, recibieron una confirma-ción de su fe, al comer y beber con él. Con todo no podemos olvidar lo que Jesús dirá a Tomás: “Dichos los que crean sin haber visto”.

            En la noche del Jueves Santo, el evangelista Juan pone en labios de Jesús esta plegaria: Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese. La resurrección com-porta para Jesús una vida nueva junto al Padre, que el pobre lenguaje humano expresa diciendo que está en lo alto, allá arriba, si más no, más allá de la muerte, de las deficiencias de nuestra naturaleza limitada. Jesús quiere que todos los que creemos en él, estemos con él, allá arriba, junto al Padre, compartiendo su trono. Y eso no sólo después que hayamos pa-sado como él por la muerte. San Pablo nos dice que, por la fe, hemos muerto con él, hemos resucitado con él, que nuestra vida está escondida con Cristo en Dios y en consecuencia hemos de buscar los bienes de allá arriba. Celebremos pues la Pascua, no con levadura vieja sino con panes ázimos la sinceridad, la verdad, de justicia y de amor, y así trabajar para que el mundo sea una masa nueva en Cristo Jesús. 


"RESUCITÓ DE VERAS MI AMOR Y MI ESPERANZA" ¡ALELUYA!

VIGILIA PASCUAL - Ciclo C


          “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea”. Con estas expresiones se proclama el anuncio pascual, la noticia de la victoria de Jesús sobre la muerte. Nuestra sensibilidad habría deseado quizá una manifestación de Jesús en persona, mostrando su nuevo cuerpo glorioso, en el que las llagas serían pálido y eficaz recuerdo del misterio de la Pasión. En cambio, el mensaje angélico nos invita a entender en su justa dimensión la obra que Dios se ha dignado llevar a cabo para nuestra salvación: no es entre los muertos que hemos de buscar al que está vivo, no es mirando hacia atrás que podremos alcanzar a Jesús, porque ya no está escondido en el sepulcro. Ha resucitado. Esta afirmación nos lanza hacia adelante, porque inicia realmente una nueva etapa de la historia del mundo.

            Cada vez que recitamos el símbolo de los apóstoles, decimos que Jesús, al morir, bajó a los infiernos, es decir que bajó a la profundidad de la muerte, que asumió en toda su realidad lo que todos los humanos han de experimentar. Jesús quiso pasar por la muerte precisamente para asegurarnos que a los muertos se les ha dado posibilidad de oir la voz del Hijo de Dios y, oyéndola, pudiesen entrar de nuevo a la vida. Jesús no se queda en el infierno. Después de gustar la muerte, resucita, entra en un nuevo modo de existir, de modo que lo antiguo ha terminado, empieza una realidad que antes no existía. Por eso no puede quedarse en los estrechos límites del frio sepulcro y la tumba queda vacía, por eso se nos invita a no permanecer llorosos junto al sepulcro sino de buscarle precisamente en la vida.

            La resurrección de Jesús, la resurrección de entre los muertos, es algo completamente distinto de la reanimación de un cadáver. Resucitando, Jesús pasa del mundo de la corrupción al mundo nuevo de la gloria, y vive en plenitud y ofrece vida a todos. Faltan palabras para expresar esta nueva realidad que Pablo llama nuevo nacimiento, y Juan glorificación. Pero esta promesa de vida que supone la resurrección de Jesús no queda reservada para un mañana lejano. Pablo recordaba que el bautismo ha realizado de alguna manera nuestra participación en la muerte y resurrección de Jesús. El bautismo que un día recibimos nos ha incorporado a Jesús muerto y resucitado: es un signo que pide una respuesta comprometida de parte nuestra. Hoy la liturgia pascual invita a renovar nuestro compromiso, nuestra promesa de vivir la vida nueva que exige el bautismo cristiano entendido como participación en la resurrección del Señor resucitado.

            Por eso, celebrar la resurrección de Jesús no es simplemente volver los ojos hacia el pasado y afirmar lo que ocurrió en aquella noche pascual, que sólo ella conoció el momento en que Jesús salió de la tumba. En la celebración de esta noche, tanto las lecturas como las plegarias han insistido en el hecho de nuestro bautismo. Así como el pueblo escogido, atravesando las aguas del mar Rojo, de esclavo del faraón paso a ser pueblo de Dios, de modo semejante nosotros, por las aguas del bautismo, fuimos sepultados con Jesús en la muerte para vernos libres de la esclavitud del pecado, y así como Jesús fue despertado de entre los muertos para gloria del Padre, así nosotros hemos de andar en una vida nueva, es decir, hemos de vivir según la voluntad de Dios, dejando nuestros caminos equivocados, y trabajando para guardar los preceptos y mandatos de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

            En esta época de búsqueda ansiosa, de lucha, de violencia, de incertidumbre, pero también de sorpresa y de maravilla que es nuestro tiempo, asumamos la seguridad que nos ofrece la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, y descansando en el amor de Dios que salva, dispongámonos a trabajar con ilusión para que nuestro mundo sea cada vez más humano, más justo, más libre, más pacífico, iluminado por la gloria de Jesús resucitado. 


25 de marzo de 2016

SILENCIO CARGADO DE ESPERANZA


  Hay acontecimientos en la vida que sólo pueden vivirse en el silencio. Ante ellos toda palabra puede resultar impúdica, porque arriesga con mancillar su solemne grandeza, su infinito misterio. Ningún acontecimiento como la muerte de Cristo en la cruz merece ese admirable, respetuoso y sobrecogedor silencio, cargado de sorpresa, hecho de deuda de amor, de vergüenza de pecado, de bochorno de cruz. El sábado santo es el día del gran silencio de la Iglesia, del gran temblor del corazón del mundo. No porque se desee que Dios calle, sino porque se quiere escuchar su grito con más fuerza. Cristo muerto y resucitado, fecunda las mismas entrañas de la tierra, y «desciende a los infiernos», para hacer surgir de su profundidad la voz y el corazón nuevo que cante la esperanza. Nadie ni nada habrá ya que no pueda amar, reclinándose, tembloroso y gozoso, sobre el silencio de un sepulcro que quedará vacío.

VIERNES SANTO (Ciclo C)

       

    “Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes; nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron”. Estas palabras del libro de profeta Isaías probablemente describen las peripecias de un personaje contemporaneo al autor  y que más tarde sirvieron de pauta a las primeras generaciones cristianas para tratar de entender el escándalo de la cruz, el modo cruel como fue suprimido Jesús, el Maestro bueno que pasó haciendo el bien, que hablaba con autoridad, que trataba de hacer comprender la bondad de Dios por medio de sus palabras, corroboradas con sus milagros y curaciones.

            Muchos son los pobres, marginados, justos e injustos, jóvenes y ancianos, que mueren violentamente a diario, cuya desaparición no tiene más razón que la crueldad humana, la indiferencia, los prejuicios y las ambiciones que explican, pero no justifican, la trama de la historia de la humanidad. De algunas de estas personas se recuerda que existieron y se ensalza quizá su cometido, pero de la gran mayoría de ellos no se hace caso ni mención alguna. Pero el recuerdo de Jesús, permanece vivo y son legión quienes hablan de él, lo exaltan, lo admiran o incluso lo combaten o lo desprecian. Pero en todo caso lo recuerdan y mencionan.

            En la tarde del Viernes Santo los cristianos se reunen para recordar una vez más la muerte de Jesús. Con sobriedad austera, la celebramos con acentos de victoria y triunfo, precisamente porque creemos que su existencia no terminó ni en la dura madera de la cruz ni en la frialdad del sepulcro, y que la losa que se corrió sobre su entrada no puso punto final a su obra. El relato que Juan el evangelista hace de los detalles de la pasión de Jesús, junto con las reflexiones del libro de Isaías y del autor de la carta a los Hebreos muetra que, por su pasión y muerte, Jesús se ha convertido en autor de salvación eterna, para quienes aceptamos creer en él.

            La reunión litúrgica del viernes santo comporta un homenaje a la Cruz, el instrumento de la muerte de Jesús. Los Padres de la Iglesia, así como muchos poetas, han cantado las excelencia del madero que aguantó el cuerpo de Cristo, que fue altar de la ofrenda de su vida. El evangelio recuerda que los mismos discípulos huyeron, se dispersaron, ante el espectáculo de la Cruz. Las primeras generaciones cristianas tuvieron que luchar con todas sus fuerzas, hasta el momento en que la cruz se convirtió en simbolo de honor y dignidad. La Cruz se ha convertido en signo de la victoria de Jesús sobre la muerte y el pecado, en signo de la voluntad de comunión y de obediencia a la voluntad del Padre.

            Desde esta perspectiva, la Cruz ha sido cantada por los santos como objeto de amor y de deseo. Pero hemos de ser realistas y no olvidar que la Cruz aparece también en el lenguaje corriente, como símbolo de todo lo que mortifica al hombre, de lo que lo entristece, de lo que lo que puede embrutecerlo. No siempre sabemos apreciar el aspecto válido de la Cruz: demasiado a menudo tratamos de huir de ella, de volverle la espalda en cuanto posible. Los cristianos no adoramos la Cruz movidos por una actitud enfermiza, replegada sobre el dolor y el sufrimiento como si éstos tuviesen valor por sí mismos. La adoración de la cruz no va dirigida a la materialidad del leño, sino a Aquél que por medio de tal instrumento consumó su obra. Prestar homenaje o adorar a la cruz exteriormente, servirá de bien poco si no suscita en nosotros una decisión de adherir a Jesús y a su evangelio, de convertir en vida cuanto nos enseñó de palabra y obra. 

23 de marzo de 2016

JUEVES SANTO (Ciclo C)


“Este será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor, de generación en generación. Decretaréis que sea fiesta para siempre. Hoy, la lectura del libro del Exodo, recordaba cómo Moisés, antes de salir de Egipto, invitó al pueblo a sacrificar una res y a comerla en familia con panes sin fermentar y hierbas amargas. El antiquísimo rito, propio de pueblos de pastores nómadas, recibe en aquel momento un significado nuevo, pues la sangre de la víctima será signo de liberación cuando la última plaga hiera los primogénitos de Egipto. Se trata de la institución de un rito nuevo, del rito de la Pascua, es decir del Paso del Señor que quiere salvar a su pueblo. Este rito de la Pascua Israel lo celebró en la vigilia de dejar Egipto y ha continuado a celebrarlo cada año hasta hoy, como memorial de cuanto Dios ha hecho, hace y hará por su pueblo.

            Jesús, como todo buen israelita celebró cada año la cena de la Pascua. Pero en el momento en que estaba para iniciar el éxodo de su pasión y muerte, quiso comerla con sus discípulos y el venerable rito, por explícita voluntad de Jesús, adquiere un nuevo sentido, como afirmaba san Pablo en la segunda lectura. En lugar del habitual cordero inmolado, Jesús distribuye el pan diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”. El pan se convierte en signo de la carne del nuevo y definitivo Cordero que el Viernes santo será inmolado en la Cruz. En lugar de la sangre del cordero, Jesús entrega la copa del vino diciendo: “Este cáliz es la nueva Alianza sellada en mi sangre”, la sangre que será derramada en la Cruz. El antiguo rito pascual, renovado por Jesús, anticipa sacramentalmente la realidad de salvación que tendrá lugar en la Cruz, y, después de la resurrección de Jesús, quedará como rito memorial que, repetido cada día, permite a la Iglesia anunciar la muerte y la resurrección de Jesús hasta que vuelva al final de los tiempos.

            En este contexto hay que entender el relato del evangelio, en el que el evangelista indicaba que había llegado la hora de Jesús, es decir el momento para dejar este mundo y volver al Padre, para enfrentarse con la muerte. Y Jesús acompaña sus palabras con gestos concretos: lava los pies de sus discípulos. El signo es descrito  subrayando el uso de los verbos dejar y tomar, aplicados tanto a los vestidos como a la vida. El hecho de que Jesús lave los pies de los apóstoles no es un simple ejemplo de humilde servicio a los hermanos. Es todo un signo que substituye en el cuarto Evangelio a la misma institución de la Eucaristia.


            El texto expresa que Jesús, siendo Dios, se ha hecho hombre por amor a los hombres; y en llegando el momento, es decir su hora, no duda en despojarse de su cuerpo y entregarse a sí mismo a la muerte por amor al Padre y por amor nuestro, para librarnos así del pecado y de la misma muerte. Después retomará su cuerpo para manifestarlo glorioso en la victoria de la resurrección, asociándonos a su victoria. La nueva vida que Jesús nos obtiene con su misterio pascual comporta para nosotros exigencias de amor y servicio para con Dios pero también y sobre todo para con los hermanos: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. El hecho de ser cristianos comporta una práctica sacramental, - somos bautizados, confirmados, tomamos parte en la eucaristía y en la penitencia -, pero esto no basta. Es necesario un esfuerzo para traducir en la vida lo que celebramos en el rito: hay que ponerse al servicio de los hermanos, asumiendo las exigencias de la justicia y la caridad, cada uno en el lugar que le corresponde, comprometéndonos a trabajar a fin de que el mundo y la sociedad, respondan cada vez mejor a la voluntad de Dios, manifestada para nosotros en Jesús. 

20 de marzo de 2016

Tránsito de San benito 21 de Marzo


La familia benedictina celebra hoy 21 de marzo, el Tránsito de San Benito de Nursia, nuestro Fundador y Legislador. Es el tránsito de esta vida a la eterna, es decir, paso de su vida mortal a la gloria de Dios. Vivió, como se asume tradicionalmente, entre los años 480 y 547 y sin embargo aún está muy vivo en este mundo en todos y cada uno de los que seguimos sus pasos en la vida monástica que él legisló.

Nos llena de alegría esta fiesta, porque vemos cómo la existencia terrena de nuestro Padre  en  la  vida  monástica  llega  a  su  término  llena  de  frutos  de  santidad  y  de irradiación del Evangelio. San Benito que vivió enseñándonos que la única meta del hombre es el Cielo. Este vivir para alcanzarlo, colma sus ansias y lo libera del peso de lo material para entregarse al Amor de la Eternidad, Dios. Él, con su ejemplo de vida manifestado a su vez en su Regla que a nosotros nos marca el camino que conduce al Cielo,  nos enseña a entender lo que es esa “Meta”, y a desearla crecientemente a medida que lo vamos experimentando ya en este mundo. Y si alguien lo ha deseado ardientemente, ése, era él mismo.

S.  Benito cumplió  su tarea, la misión que un día en medio del silencio de Subiaco, Dios le encomendó. Amado de Dios, en intimidad constante, supo de su pronta partida. Avisó de su muerte a algunos de los suyos, prohibiéndoles manifestar a todos la noticia para no entristecerlos anticipadamente. Él mismo, seis días antes de su tránsito, mandó abrir su sepulcro. Quien vivía inmerso en Dios y en las realidades sobrenaturales, no tenía miedo de la muerte. Cuando se acercaba el momento de partida se hizo llevar por sus discípulos a la Iglesia, donde confortado con el Cuerpo y Sangre de Cristo y sostenido entre los brazos de sus hijos de religión, de pie con las manos extendidas hacia el Cielo, exhaló el último aliento entre palabras de oración.

            En el mismo día de su tránsito, dos de sus discípulos que se hallaban uno en el monasterio y otro lejos de él, tuvieron una misma e idéntica revelación. Vieron en efecto, un camino adornado de tapices y resplandeciente de innumerables lámparas, que por la parte de oriente, desde su monasterio, se dirigía derecho hasta el cielo. En la cumbre, un personaje de aspecto venerable y resplandeciente les preguntó si sabían qué era aquel camino que estaban contemplando. Ellos contestaron que lo ignoraban. Y entonces les dijo: "Este es el camino por el cual el amado del Señor Benito ha subido al cielo".

            San Benito dejaba una Orden llena de vitalidad que será uno de los más sobresalientes medios para extender el Evangelio y la cultura. La herencia de San Benito llenará al mundo de esperanza.

            A poco que pensemos nos damos cuenta de que la vida de los que triunfan del mundo y del mal, siguiendo los caminos del Señor, como lo hizo con heroísmo San Benito, no termina nunca sino que sigue en la Eternidad para ser mensaje y lección permanente de que nuestra meta es el Reino de los Cielos.

Para comenzar a vivir y disfrutar esa vida ya de alguna forma, aunque no en plenitud,  debemos pedir el desearlo con la mayor intensidad posible como él y como todos los santos lo han pedido y deseado. Si no lo deseamos, difícilmente daremos pasos para obtenerlo. Y, además de desearlo, como hemos dicho, debemos pedirlo también sinceramente en la oración, porque avanzar por el camino del amor perfecto y disfrutar de la felicidad eterna es un don de Dios. Pero, también debemos trabajar con la ayuda de la gracia; si no lo trabajamos tampoco lo obtendremos.  Debemos  trabajar  espiritualmente  para  llegar  tanto  como  nos  sea posible a la plenitud del amor evangélico y así poder participar de la gloria de Cristo. Lo tenemos fácil: San Benito, en su Regla, nos enseña cómo debemos hacer este trabajo que conduce a la plenitud.

            Por eso hoy es el día de acercarnos a su memoria y en la plegaria le preguntamos qué tenemos que hacer para amar a Dios sobre todas las cosas y alcanzar la Felicidad plena, y entonces recibiremos de sus manos la Santa Regla, y con ella aprenderemos las monjas, los monjes y todos los creyentes, que la vida es para “Amar al Amor”, es Él que dirige nuestras palabras, alabanzas, esfuerzos, silencio y austeridad hacia Fiesta Eterna con el que lo es Todo para nosotros, es nuestro Único Vivir: Cristo.

          Con vosotros que visitáis nuestro Blog y nos reconocéis como hermanos, unimos a la nuestra, vuestra acción de gracias, en esta Fiesta del Tránsito de S. Benito, por este don de la llamada a seguir al Señor por distintos caminos hacia la misma Meta, y le pedimos que Él, siga siendo la fuente donde sepamos beber y encontremos cada día el coraje, para recorrer con Él, cada uno desde su punto de partida, el camino que Él mismo marcó y recorrió.

Hna. MJP

19 de marzo de 2016

Domingo de ramos 2016

      


“¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto”. San Lucas pone en labios de la multitud que acoge a Jesús en su entrada en Jerusalén esta aclamación. No era la primera vez que visitaba la ciudad santa, pero en aquella ocasión quiso dar una solemnidad inusitada a su ingreso. Podría pensarse que el ministerio por tierras palestinas estaba dando su fruto y que llegaba finalmente el reconocimiento público y solemne de Jesús como Mesías enviado por Dios, pero no era así. Jesús quiso este ingreso triunfal a modo de último aviso, para que el pueblo abriera sus oídos a la palabra de Dios y su corazón a la fe que salva. El fervor popular alrededor de Jesús sentado sobre un asno iba a ser breve: a los pocos días las mismas voces reclamarán de Pilato que el Maestro sea crucificado, como un vulgar delincuente perturbador del pueblo, que ponía en peligro su estabilidad religiosa y política.

            Con el recuerdo de esta solemne entrada en Jerusalén, la liturgia de este domingo de Ramos inaugura la Semana Santa, la semana en la cual, como creyentes, trataremos de seguir paso a paso las últimas vicisitudes de Jesús, el Maestro bueno, que pasó haciendo el bien, y que terminó clavado en una cruz, condenado a muerte por delitos no cometidos. La cruz, sin embargo, no fue conclusión de una amarga experiencia, sino que, por la reali-dad de la resurrección que siguió, fue comienzo de algo tan extraordinario como es el fenómeno humano y espiritual que llamamos cristianismo.

            Las lecturas de este domingo invitan a considerar la realidad de la Pasión desde distintos ángulos: el anuncio profético de la primera lectura del Antiguo Testamento, la descripción detallada de los momentos culminantes de la pasión de Jesús en el evangelio, así como la interpretación teológica del hecho mismo del abajamiento de Jesús en su muerte. La historia de la pasión y muerte de Jesús la hemos aprendido desde niños y la recordamos cada año. En cierto modo podemos afirmar que estamos familiarizados con ella. Pero si somos sinceros hemos de reconocer que es duro aceptar sin más este drama sangriento. El desenlace de la existencia de Jesús, con la muerte más terrible de aquella época, reservada sólo a esclavos y terroristas, es consecuencia de su vida, por haber vivido como había vivido. La figura y la palabra de Jesús, que ha querido ser hombre con los hombres, que sobreponía la misericordia hacia el hermano sobre un culto frío y formalista, que invitaba a una seria conversión para vivir según la voluntad de Dios, suponían una amenaza para todos los bienestantes de aquella sociedad, y una decepción para los que, en el comienzo de su actividad, se habían entusiasmado con aquel Maestro que hablaba con autoridad. Aquellos hombres intuyeron pronto que el Reino de Dios y el Dios del Reino anunciados por Jesús, suponían el fin de sus privilegios. Y rápidamente tomaron la decisión de acabar con él. Quizá porque nada vuelve al ser humano más agresivo ni más innoble con sus propios hermanos que el pánico.


            Jesús, aunque Hijo de Dios, aprendió en sus propios sufrimientos y en su propia historia humana, que la plenitud del hombre sólo se alcanza en aquella actitud de aceptación y confianza que se llama obediencia. En esta Semana Santa no nos limitemos a ver, a contemplar la Pasión del Señor. Tratemos de despojarnos de todo lo que pueda impidirnos el tomar la cruz, como el Cirineo, y acompañar a Jesús hasta el Calvario, para morir con él, para vivir con él.


12 de marzo de 2016

V DOMINGO DE CUARESMA (Ciclo C)


«Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Jesús, mientras adoctrinaba al pueblo, se ve acosado por un grupo de letrados y fariseos que le presentan una mujer sorprendida en adulterio y desean saber su parecer sobre el caso. Si bien la ley de Moisés imponía a los adúlteros la pena de muerte, la intención de los interlocutores de Jesús no era recta, pues buscaban comprometerle y acabar con él. Si Jesús, permaneciendo fiel a su mensaje de perdón y misericordia, no se declaraba partidario de aplicar la Ley podía ser acusado de conculcar los preceptos que el pueblo creía haber recibido de Dios. Si, por el contrario, se declaraba en favor del rigor de la pena, su enseñanza sobre el amor de Dios que busca al pecador para perdonarlo, quedaba en meras palabras.

            Jesús no puede aprobar el pecado ni contradecir a la ley. Pero, al mismo tiempo, quiere hacer comprender que el juez es Dios y que los hombres no pueden usurpar su función. Y así con calma soberana, Jesús adopta una actitud de silencio ante quienes le interrogan. El evangelista lo presenta inclinado, trazando signos con el dedo en la tierra. Era un modo de demostrar que no estaba de acuerdo con el modo como habían planteado la cuestión y que no quería entrar en su juego. Pero aquellos hombres no cejan, insisten, quieren una respuesta. Con breves palabras Jesús da su opinión: “El que esté sin pecado, que tire la primera piedra”.

            El celo por la fidelidad a la ley de Dios si no va acompañado de una clara conciencia del propio pecado, puede llegar a convertir a los hombres en crueles verdugos de sus hermanos. Jesús plantea la aplicación de la ley a nivel personal, invitando a vigilar sobre los motivos que nos mueven en el momento de exigir para los demás todo el rigor de la ley. ¿Cómo pueden todos y cada uno de los hombres y mujeres, que estamos cargados de pecados, exigir que se aplique la ley a uno de nuestros semejantes, sin preguntarnos sobre nuestra responsabilidad ante esta misma ley? En otro lugar del Evangelio Jesús afirmará: “Con la misma medida con que medís, seréis medidos”, y también: “No hagas a los demás lo que no quieres que hagan contigo”.

            Con fina ironía, el evangelista recuerda que los acusadores, uno tras otro, empezando por los más viejos, fueron desfilando hasta dejar a Jesús solo con la adúltera. La euforia de aquellos hombres, deseosos de apedrear a una infeliz que cedió al pecado, se esfuma cuando Jesús los encara con su propia conciencia. Todos, sin excepción, sienten el peso de las propias culpas. La justicia de ley de Dios hemos de aplicarla, ante todo, a nosotros mismos.

            La adúltera, sola en la presencia del Señor, espera su juicio. Jesús quiere ser el heraldo de la misericordia de Dios y le concede el perdón, recomendándole apartarse del pecado. No es que Jesús no dé importancia al pecado. Jesús no ha venido para exigir el precio de los errores cometidos, sino para invitar a la reconciliación. A la mujer adúltera se le otorga la misericordia de Dios para que en el futuro evite el pecado y, en adelante no peque más.

La justicia de la ley había sido el ideal seguido por Pablo, y, para defender la ley de los padres, no dudó en combatir a los discípulos de Jesús. Pero en el camino de Damasco Dios le hizo conocer a Jesús, la fuerza de su resurrección y la comunión con sus padecimientos, y por esto afirma en la segunda lectura que la justicia de la ley la estima una pérdida, comparada con la excelencia del conocimiento de Jesús y la justicia que viene de la fe. La actitud de Jesús nos asegura que hemos sido rescatados de nuestros pecados, para que, olvidando lo que queda atrás, nos lancemos hacia lo que está por delante, para que corramos hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba nos llama en Cristo Jesús.


7 de marzo de 2016

SAN BASILIO MAGNO (4ª Parte)



1-SAN BASILIO Y LA EUCARISTÍA


            Cada cristiano en virtud del bautismo, se hace extraño al mundo y el que recibe el bautismo, es discípulo del Señor, se consagra a Él y le promete fidelidad eterna como en un vínculo nupcial, se hace ciudadano de los ángeles, y forma parte de la única fraternidad de la Iglesia. La Eucaristía confirma y hace visible el pacto en la experiencia cotidiana de cada bautizado, es decir, hace posible vivir en plenitud y con fidelidad la gracia del bautismo.

            San Basilio recomienda la comunión diaria, ya que nos es necesaria para acoger la vida eterna que es la verdadera vida. La Epístola 93 de Basilio[1], es uno de los escritos más importantes sobre la Eucaristía y la historia de la comunión: trata de la costumbre de reservar la Eucaristía en las casas privadas para su uso, la fe en la presencia del Cuerpo y Sangre del Señor, y es aquí donde recomienda la costumbre de la comunión diaria: “Y el comulgar cada día y participar del santo cuerpo y sangre de Cristo es bueno y muy útil; pues dice Él claramente: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna”(Jn 6, 54)”[2].

Basilio nos enseña que la transformación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo es debido a la acción del Espíritu Santo. A través de los evangelios, reconocemos las palabras de la institución, y por medio de la Tradición de la Iglesia, nos llegan las palabras de la epíclesis. Para Basilio toda la acción litúrgica compuesta por gestos y palabras es consagratoria, la acción eucarística posee lo que él dice “una gran fuerza para el misterio”. “La acción litúrgica es actualización del Misterio, es presencia de Cristo, actuación del Espíritu Santo y transformación de los que participan de los dones eucarísticos”[3].

San Basilio tiene textos que nos hablan de la Eucaristía:

-Homilía en honor del mártir Gordio.

-Moralia:

* Regla 8: no se debe dudar de lo que dice el Señor.

* Regla 21: se debe participar del Cuerpo y Sangre de Cristo para obtener la vida eterna; de nada sirve recibir la comunión sin una buena disposición y lleva a la condenación a quienes la reciben indignamente; cuál es el modo de recibir adecuadamente la comunión; y deber de alabar al Señor el que participa de las cosas santas.

-Reglas breves:

* Cuestión 172: trata sobre el afecto y veneración con el cual se debe recibir al Señor.

* Cuestión 309: Si es conveniente acercarse a comulgar aquel al que acaecen los fenómenos acostumbrados y según la naturaleza.

* Cuestión 310: Si se puede celebrar la oblación en una casa privada.

-Sobre el Espíritu Santo: concerniente a la importancia de la tradición no escrita con relación a la Eucaristía.

-Cartas:

* Carta 93: A Cesaria, patricia, sobre la comunión.

* Carta 199, nº 22. 24.

* Carta 243, nº 2.

-Sobre el bautismo:

* Cuestión 3: Si no es peligroso que una persona que no está totalmente limpia de pecado pueda comulgar.



12-MARIOLOGÍA

El Verbo encarnado se encuentra en el centro de un doble misterio: por una parte Su generación divina y eterna del Padre en el ámbito de la Trinidad, y Su generación humana y temporal de la Virgen María. En su venida a la tierra, Jesús se ha hecho presente asumiendo una generación temporal en condiciones de perfecta igualdad con todos los hombres. Ha tomado la forma de siervo[4] para no escandalizar ni asustar a la debilidad humana. La Encarnación no destruye la divinidad. La intervención de Dios es acabar con el pecado y la muerte y hacer al hombre fuerte contra el mal y amigo de Dios, convertirlo en heredero del paraíso.

La concepción de virginal de María: es el kerigma[5], es decir, la proclamación pública del contenido de la fe de los creyentes.

María es un “taller” donde los “trabajadores” de la generación humana del Hijo son las Personas divinas –nombradas por el Evangelio- el Espíritu Santo y la fuerza del Altísimo.

Basilio distingue las dos fases del Misterio: la virginidad de María hasta el nacimiento de Jesús (condición indispensable para la encarnación). La virginidad perpetua designa un tiempo indefinido sin interrupción para el futuro, parecido al aplicado a la presencia de Jesús hasta el fin del mundo[6].

Una virgen dada en esposa, fue juzgada digna, idónea al servicio de la encarnación, a fin de que fuese honrada la virginidad y no fuese despreciado el matrimonio. La virginidad va unida al comienzo del matrimonio. José es el esposo custodio, testigo doméstico de la pureza de María.



CONCLUSIÓN


Basilio murió el 1 de enero del 379 sin poder asistir al triunfo que él había preparado. Murió sin llegar a los 50 años, agotado por las austeridades, el ascetismo y luchas que había mantenido en su episcopado. “Debió contentarse con trabajar sin esperanzas. La paz, por la que tanto había luchado, no se restableció sino después de su desaparición”[7]. Los primeros elogios fúnebres fueron los de su hermano Gregorio de Nisa y su gran amigo Gregorio Nacianceno.

            Legó a la Iglesia un amplio y riquísimo patrimonio de tesoros espirituales: el monacato que él mismo había reorganizado y sus Reglas que habrían de gobernarlo durante muchos siglos; sus escritos teológicos, llenos de sabiduría y sensatez, que le han hecho merecedor de ser contado entre los ocho mayores Padres y Doctores de la Iglesia universal. Su producción literaria comprende trabajos dogmáticos, ascéticos, pedagógicos y litúrgicos. A él se debe la fijación definitiva de una de las más conocidas liturgias orientales, que lleva su nombre: basiliana y que aún se celebra, algunos días al año en el rito bizantino.

            Setenta y dos años después de su muerte, el Concilio de Calcedonia le rindió homenaje con estas palabras: “El gran Basilio, el ministro de la gracia que expuso la verdad al mundo entero indudablemente fue uno de los más elocuentes oradores, entre los mejores que la Iglesia haya tenido; sus escritos le han colocado en lugar de privilegio entre sus doctores”.



APÉNDICE 1: “ORACIÓN A SAN BASILIO”



            Dios, Padre bueno, te damos gracias por la vida de San Basilio, en la que nos has regalado un ejemplo hermoso de lo que es seguir a Cristo con una vida comprometida.

Gracias porque nos enseñó a buscarte en la oración y en la Eucaristía.

Gracias porque meditando tu Palabra nos transmitió la sabiduría que viene de lo alto.

Gracias porque nos enseñó a reaccionar amando, especialmente a los pobres y a los enfermos, y a no desentendernos de lo que le sucede a nuestro prójimo.

Padre bueno, por intercesión de San Basilio, que nació y creció en una familia santa, bendice nuestros hogares para que vivan en unidad y amor.

Bendice a toda nuestra comunidad, especialmente a los niños y a los jóvenes.

Libra de todo mal nuestros campos, que no nos falte la salud, el pan y el trabajo.

Y que, a ejemplo de San Basilio, impulsados por el Espíritu Santo, hagamos conocer y amar a Jesucristo llevando una vida en santidad.

Amén.

Hna Marina Merina


[1] Dirigida a la matrona patricia Cesaria en el año 372.
[2] Johannes Quasten, Patrología II. La edad de oro de la literatura patrística griega, B.A.C., Madrid 1962, p. 245.
[3] Narciso Lorenzo Leal,  La Epíclesis y la Divinización del hombre, Nova et Vetera 59 (2005) 55.
[4] Fil 2,6.
[5] Anuncio.
[6] Mt 28, 20.
[7] Agustín Fliche, Víctor Martín, Historia de la Iglesia. La Iglesia del Imperio. Volumen III, Ediciones EDICEP, Valencia 1977, p. 288.

5 de marzo de 2016

DIMINGO IV DE CUARESMA (Ciclo C)

        
                 
         “El hijo menor dijo a su padre: Padre, dame la parte que me toca de la fortuna. El padre les repartió los bienes”. Así inicia la llamada “Parábola del hijo pródigo”, pero que sería mejor llamar “Parábola del padre misericordioso”. Como otros tantos pasajes del evangelio, la lectura de esta parábola puede suscitar el deseo de saber en cual de los tres personajes puede cada uno verse retratado. La pregunta no es ociosa, porque, como enseña san Pablo, todo el contenido de la Escritura ha sido escrito para nuestro consuelo y salvación. Urge pues colocarnos ante esta parábola para conocerla mejor, y en consecuencia, conocernos mejor a nosotros mismos. Además, en los relatos evangélicos, no siempre se da lisa y llanamente la conclusión de modo definitivo, sino que, a menudo, dejan abierta la posibilidad de que las cosas pudieran terminar de manera muy distinta de como podría parecer al principio.

         La descripción del hijo más joven podría parecer satisfactoria:  el muchacho, llevado por el deseo de experiencias nuevas, reclama la herencia paterna y, habiéndola obtenido, marcha lejos de lo habitual y conocido, malgasta sus bienes viviendo sin freno, y cuando el hambre atenaza, recapacita recordando la situación de los jornaleros de su padre. En consecuencia decide volver al padre planeando la confesión de su modo de proceder. La conclusión la conocemos generoso recibimiento y recuperación de sus derechos en la casa del padre.

Pero queda en el aire una pregunta: ¿Hasta qué punto es sincera su conversión, su vuelta al padre? ¿Reconoce que se ha equivocado de verdad, o su actitud es simplemente una muestra de pragmatismo? ¿Cuales debían ser los sentimientos de aquel joven ante la actitud espléndida del padre que abre sin reticencias las puertas tanto de la casa como del corazón? En el caso de una conversión más o menos de circunstancia, esta generosidad paterna ¿logra abrir brecha en su corazón y dar un vuelco auténtico en su actitud de modo de iniciar una real conversión? Los interrogantes quedan abiertos para que cada uno de nosotros trate de aplicarlos a nuestras continuas habituales y repetidas conversiones.

         La descripción del hijo mayor quizá es menos explícita en detalles, pero es convincente. El que se ha mantenido fiel, el que no ha desertado de la casa del padre, demuestra que de hecho está muy lejos del amor del padre. Envidia secreta del hermano menor que ha sabido cortar amarras y arriesgarse en aventuras alocadas. Envidia por el recibimiento paterno, expresado en imágenes muy materiales, pero sumamente expresivas: “Para él has matado el becerro cebado, a mi no me has dado nunca un cabrito”. Por si no bastase, muestra su profundo desprecio hacia su hermano, al que se refiere diciendo «ese hijo tuyo», no en cambio «ese hermano mío». Y sobre todo, ceguera total respecto al padre, del que no sabe apreciar la grandeza de alma. Y la pregunta importante: al final ¿se dejó convencer por el padre, depuso su actitud y aceptó juntarse a la fiesta, alegrarse del regreso del hermano?

         La intención de Jesús en esta parábola es mostrarnos la realidad de Dios, la inmensidad de su amor, de su perdón constante, total y definitivo. A veces se ha ha dibujado la imagen de Dios como la de un policía o de un juez, que espera nuestros fallos para descargar su mano. Naturalmente un Dios concebido en estos términos lo único que provoca es el rechazo puro y simple. ¿Somos conscientes del daño que hemos podido causar al ofrecer tal semblanza de Dios, en las antípodas del mensaje evangélico, en el que el acento está sobre el amor sin límites?

         Hoy, san Pablo, en la segunda lectura nos decía: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconcilieis con Dios”. Sabemos fuera de toda duda que Dios nos espera con los brazos abiertos. ¿Cual es de hecho nuestra propia actitud? A cada uno toca dar la respuesta.