30 de abril de 2016

DOMINGO VI DE PASCUA -Ciclo C-



    "Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables”. Con estas palabras los responsables de la naciente Iglesia ponían término a un un problema serio que se había planteado con la evangelización de los no judíos y que encerraba serias consecuencias para el futuro del anuncio de la Buena Nueva de Jesús. En efecto, el Hijo de Dios, al hacerse hombre para salvar a la humanidad, había nacido en Israel, y había asumido las características de aquel pueblo. Jesús nació y vivió como judío y los valores culturales y religiosos de Israel jugaron un papel importante en su vida y  también en la actividad de sus primeros discípulos.

            Pero la fuerza del Evangelio empezó a propagarse entre los paganos, hubo quien pretendió imponer a los que se convertían del paganismo la práctica de la ley mosaica. De haber prevalecido esta pretensión el futuro de la Iglesia hubiera quedado hipotecado. La reunión de Jerusalén ratificó el abandono de costumbres y leyes judías, garantizando así la libertad cristiana. Así la Iglesia pudo cumplir la misión propia que se le había asignado para ofrecer a todos el don de la salvación.

            Este episodio de la historia cristiana debería initarnos a revisar nuestra mentalidad, para salvaguardar la verdadera libertad cristiana y saber dejar sin nostalgias cuanto pueda ser caduco por no ser esencial. No siempre se ha hecho así y la Iglesia ha sufrido por ello, al dar importancia a elementos accidentales, descuidando la esencia del mensaje de Jesús. Ésto puede ayudar a entender mejor lo que Jesús proclama con énfasis en el evangelio de hoy: “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Estas palabras de Jesús son una magnífica aunque exigente definición del discípulo de Jesús. Los cristianos hemos sido escogidos para amar y para dar testimonio del mandamiento del amor en medio del mundo.

            Vivimos en un mundo en el cual reina el egoismo, el odio entre hermanos, las guerras que matan, las violencias que desgarran, el hambre que destroza tantas vidas, las enfermedades que desfiguran cuerpos y almas, y tantas y tantas injusticias que provocan lágrimas y sufrimientos innecesarios. A lo largo de la historia, los cristianos a menudo hemos olvidado la misión que nos ha sido confiada de ser heraldos del amor. Muchas veces, por defender ciertos modos de opinar, por querer que los demás sigan nuestra propia interpretación del evangelio, hemos conculcado el precepto del amor, hemos elevado murallas que separan en lugar de remover obstáculos y crear espacios abiertos, en los que, fundamentados en la verdad y el amor, podamos trabajar todos juntos para llegar a la unidad del espíritu en el vínculo de la paz.

            Ser heraldos del amor de Jesús es un ideal exigente pero no imposible, en cuanto contamos con el Espíritu de Jesús que se nos da como don. “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”, dice Jesús. Encontramos a veces personas quemadas por las dificultades de la vida, que se sienten incapaces de esperar, que se resisten a creer que quede aún la posibilidad de algo nuevo, positivo. Hemos de vencer nuestra desconfianza y apostar por ser cristianos y por lo tanto de seguir el camino que Jesús nos ha señalado, de asumir las exigencias del bautismo que hemos recibido, de dejarnos guiar por el Espíritu que puede enseñárnoslo todo y recordarnos todo lo que Jesús predicó y prometió. La paz que Jesús nos ofrece nos asegura la fuerza para ser testigos del verdadero amor entre los hombres nuestros hermanos, para vivir en toda su plenitud y significado la libertad con que Jesús nos ha libertado con su muerte y su ressurrección.

23 de abril de 2016

DOMINGO V DE PASUA -Ciclo C-


“Ésta es la morada de Dios con los hombres: acampará entre ellos. Ellos serán su pueblo, y Dios estará con ellos y será su Dios. Enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado”. Este fragmento del Apocalipsis, que leemos en este domingo, es un mensaje de esperanza, destinado a hacer comprender cuánto Dios quiere realizar en bien de la humanidad, para lo que reclama y espera nuestra colaboración. La nueva creación aparece como obra llevada a cabo por el mismo Dios, como expresión de su amor por la humanidad, como superación de todo lo caduco y adverso que pueda oscurecer la vida en esta tierra. Dios quiere renovar el mundo, la vida, los hombres y para ellos ha puesto en marcha el misterio de Jesús, que es el principio que hace posible toda renovación. Sería una equivocación pensar que esta nueva realidad vendrá de golpe, sin esfuerzo de nuestra parte. Nada más lejos de la realidad. Las otras dos lecturas ayudan a entender la dinámica de esta obra renovadora de Dios.

            Cuando Judas sale del cenáculo para entregar a los sacerdotes y demás autoridades judías al Maestro, éste, consciente de lo que le espera, trata de explicar a los apóstoles la auténtica dimensión de lo que se avecina: será entregado en manos de sus enemigos, juzgado y torturado, para terminar clavado en la cruz, en la que consumará su vida y su ministerio. Jesús interpreta estos hechos de modo muy diferente de como los veríamos nosotros. La pasión de Jesús no es un final ignominioso sino el paso de la muerte a la vida. Como hombre temblará ante esta hora, y en la oración del huerto llegará a pedir que aparte este cáliz: pero acepta el designio del Padre y se abandona en sus manos, porque está seguro de que el Padre le ama con un amor capaz de triunfar incluso sobre la misma muerte y, al mismo tiempo sabe que su entrega es necesaria para la salvación de los hombres, por quienes se ha hecho hombre. Esta entrega sin límites confirma la palabra con que Jesús indica la novedad que puede y debe cambiar al mundo, el gran don que Dios hace a la humanidad: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”.

            La muerte de Jesús en la cruz crea una situación nueva para aquellos que han creído en él. Han sido escogidos, llamados para transformar el mundo, como levadura que ha de hacer fermentar la masa, no como individuos aislados, sino como grupo compacto, como Iglesia, cuerpo de Jesús. Y como única fuerza para llevar a cabo esta tarea se les da el mandamiento del amor: “Amaos unos a otros”. El nuevo mandamiento del amor es la fuerza que les ayudará a contemplar y asumir el escándalo de la cruz, así como las dudas de la resurrección. Por esta fuerza habrán de lanzarse a la predicación del mensaje de Jesús, sabiendo, como Pablo y Bernabé decían a las comunidades que habían organizado, que hay que pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios.


            Es para renovar el mundo que Jesús dice: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros”. Desde una lógica humana, el concepto de mandamiento no encaja demasiado con el del amor, ya que el amor entraña libertad, espontaneidad. Nadie, ni el más potente dictador de la historia, ha imaginado que podía imponer el amor por ley, por norma, porque el amor no puede ser una obligación impuesta desde fuera. Pero Jesús se atreve a decirnos que nos deja el mandamiento del amor. Y añade una precisión importante: “Como yo os he amado”. Nuestro Dios no nos hace violencia, no nos fuerza con armas o con condicionamientos psicológicos: simplemente nos deja su ejemplo, marcha ante nosotros con su amor, nos señala un camino, respetando nuestra libertad. Si queremos ser sus discípulos hemos de vivir según esta norma, siguiendo este ejemplo. Entonces, y solo entonces podrá aparecer esta realidad nueva que Jesús ha venido a inaugurar entre los hombres. 


16 de abril de 2016

DOMINGO IV DE PASUA -Ciclo C -



       “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen”. La imagen del pastor aparece a menudo en el Antiguo Testamento para mostrar el interés y el cuidado con que Dios se ocupa de su pueblo. Y la Iglesia, desde los primeros siglos ha visto plasmada en este símbolo la realidad del misterio pascual de Jesús, que dio su vida por sus ovejas. Sin embargo es necesario recordar que el Pastor bíblico no asemeja en nada a las dulzonas representaciones a que estamos acostumbrados, mostrando un hombre de bucles dorados llevando entre sus brazos una blanca oveja. Nuestro Pastor es algo mucho más serio y exigente.

            El fragmento del evangelio de san Juan que leemos hoy contiene unas afirmaciones densas de contenido. Tres se refieren a las ovejas: escuchan mi voz - me siguen - no perecerán para siempre, y tres que se refieren al pastor: Las conozco - les doy la vida eterna - nadie las arrebatará de mi mano. Estas sentencias definen la relación entre Jesús y quienes creen en él.

            En primer lugar se afirma que las ovejas escuchan la voz del Pastor. En la Escritura, escuchar significa algo más que el hecho material de oir una palabra pronunciada. Se puede oir sin escuchar. Escuchar en sentido bíblico lleva consigo una aceptación, significa responder a la palabra pronunciada. Quien quiere ser oveja de Jesús cree en su palabra, se compromete a seguirlo, no se deja engañar por las voces de otros que intentan hacerse pasar por pastores pero que no son sino ávidos mercenarios que sólo desean aprovecharse de las incautas ovejas. Y el que sigue a Jesús, el que le da la mano y se fía de sus palabras, no se perderá, pues es Dios mismo que garantiza el éxito de esa confianza.

            Y Jesús, para confirmar esta confianza dice que él conoce a sus ovejas. De nuevo hay que recurrir a la Biblia para comprender toda la fuerza del término conocer. No se trata de un conocimiento superficial, anecdótico, sino que reclama una relación, una comunidad de vida hecha de amor y donación mutua. Jesús nos conoce porque nos ha llamado a la vida, nos mantiene en la existencia y quiere completar esta obra ofreciéndonos la vida eterna, aquella vida que permanece más allá de la muerte. Por esto, nadie ni nada puede arrebatar de la mano de Jesús, de la mano del mismo Padre, a quienes, por gracia de Dios, han sabido responder a la invitación del Pastor supremo.

            La lectura del Apocalipsis repite el mismo mensaje en una visión rica de imágenes y colorido. Una multitud inmensa, de toda nación, raza, pueblo y lengua, revestida con blancos ropajes, sigue al Cordero que es a la vez pastor, hacia las fuentes de aguas vivas, después de haber superado las tribulaciones de la vida en virtud de la sangre derramada por Jesucristo.

            Aceptar el mensaje de Jesús Buen Pastor no es una invitación a vivir una experiencia de idilio bucólico, sino a participar en un rudo combate que supone confrontarse constante con la palabra de Dios, aceptando la renuncia de cuanto se opone a la misma, ser testigo fiel y audaz, por la fuerza y la valentía que comunica el mismo Espíritu Santo, sin temer incluso, cuando se presente, la persecución. En este caminar no estamos solos: Jesús, a la vez Cordero y Pastor, nos guía, nos señala el camino, nos conforta.

            Una última reflexión: Hablar de pastores y rebaños encierra un peligro, ya que es fácil relacionar el término “pastor” conun cierto  autoritarismo y el término “rebaño” entenderlo en modo peyorativo, como si se tratase de conculcar el valor de la persona. Nuestro Pastor no busca dominar: se entrega para salvar. Ser oveja de Jesús no es renunciar a la razón o a la personalidad, sino que es respuesta hecha de amor y entrega libre al designio de salvación querido por Dios Padre, que no busca otra cosa que el bien y la felicidad de todos los hombres.

13 de abril de 2016

EN LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR


Guerrico de Igny (Sermón I)

Queremos ver a Jesús, oír hablar de Él

            1.¡Le dijeron a Jacob: José vive! Al oírlo, revivió su espíritu y dijo: Me basta, si José vive. Iré y lo veré antes de morir[1].

            Quizás me digáis: ¿y a qué viene esto? ¿Qué tiene que ver José con el gozo de este día, con la gloria de la resurrección de Cristo? ¡Es Pascua, y tú nos vienes con cosas de Cuaresma![2] Nuestra alma tiene hambre del Cordero pascual para el que se ha preparado con tan largos ayunos. Nuestro corazón está ardiendo en nuestro pecho por Jesús[3]. Queremos a Jesús, y si aún no merecemos verle, al menos querremos oír hablar de Él. Tenemos hambre de Jesús, no de José; del Salvador, no del soñador; del Dueño del cielo, no del de Egipto; no del que alimenta los vientres, sino las mentes de los que tienen hambre. Que tu sermón nos sirva al menos para darnos más hambre de aquél a quien ya tenemos. Pues está escrito: Dichosos los que tienen hambre, porque serán saciados[4]. Cuando oímos hablar aumenta nuestra hambre, lo mismo que quien hace elogios de los banquetes excita el hambre. Si oímos hablar de Jesús, nuestro oído tendrá gozo y alegría, y exultarán nuestros huesos humillados[5]. Nuestros huesos están humillados por la aflicción y el duelo de Cuaresma, y todavía más por el dolor de su Pasión, pero exultarán con el anuncio de su Resurrección. ¿Por qué, pues, nos presentas tú a José, cuando no nos sabe a nada cualquier cosa de que nos hables fuera de Jesús?[6] ¡Y tanto más hoy, cuando Cristo nuestra Pascua ha sido inmolado![7]

Jesús, oculto en las Escrituras, camina hoy con los suyos y se las explica.

            2. Os he presentado, hermanos, un huevo o una nuez. Romped la cáscara y encontraréis el meollo. Examinad a José y encontraréis a Jesús, el Cordero pascual que queréis comer; el cual se come con tanto más gusto cuando se le busca oculto con mayor disimulo y cuidado, y se le encuentra más difícilmente. ¿Me preguntáis qué tiene que ver José con Cristo, la historia de la que os he hablado con este día? Mucho desde cualquier punto de vista[8]. Recordad la historia y enseguida se os revelará el misterio, con tal que toméis a Jesús como punto de referencia, que saliendo de la letra muerta camina hoy con los suyos y les explica las Escrituras[9]. ¿Quién, en efecto, entre todos los patriarcas y profetas, expresa con mayor claridad y nitidez la figura del Salvador que José? Lo contaré brevemente todo, como dice la Escritura: Da ocasión al sabio, y se aumentará su sabiduría[10]. Pero pensemos con fe y piedad en la interpretación de su nombre[11], y que era el más hermoso entre los hermanos y el de mejor prestancia[12]; que era inocente en el obrar y prudente en su inteligencia; que, vendido por sus hermanos, los libró de la muerte; que primero fue abatido hasta el calabozo, y luego exaltado hasta el trono; y finalmente, que por su conducta recibió un nombre nuevo y fue llamado por los paganos el Salvador del mundo[13]. Si pensamos todas estas cosas, repito, con piedad y fe, ¿no reconoceremos al momento con qué razón dijo el Señor: He sido representado en figura por medio de los profetas[14]?

Descubrir los misterios de Cristo en las Escrituras

            3. Si ahora vamos a aquellas palabras sacadas de esta historia, pienso que no se trata tanto de explicarlas cuanto de dejarnos mover a la admiración y al gozo. La Resurrección de Cristo está predicha tan evidentemente por la ley y los profetas[15], y la historia antigua habla con tanta precisión de los misterios nuevos, que cuando se lee a los profetas parece como que se está oyendo el evangelio, cambiando simplemente los nombres. El texto dice: Anunciaron a Jacob: ¡José vive![16] ¿Qué otra cosa puedo entender con esto sino: anunciaron a los Apóstoles y les dijeron; Jesús vive? Por Jacob no entiendo otra cosa que el colegio de los Apóstoles. Y creo que tengo razón. No sólo porque proceden de Jacob. No sólo porque han sido transformados de Jacob en Israel, al pasar de la lucha de la vida activa a la visión y al descanso de la vida contemplativa[17]. Sino también porque son padres de la muchedumbre de los creyentes, es decir de los verdaderos israelitas, así como aquél lo fue según la carne[18]. Lo mismo que aquél, éstos se lamentaron sin consuelo al pensar que habían perdido a su José, y al oír que vivía, lo creyeron tarde y con dificultad, y al reconocerlo se alegraron con un gozo sin medida.

            Anunciaron a Jacob: ¡José vive! Al oírlo, Jacob, como despertando de un sueño profundo, no quería creerles[19]. Me parece como que con otras palabras se dice lo que leemos en el evangelio: Ella, no otra que María Magdalena, lo anunció a sus compañeros que estaban tristes y llorando. Y ellos, al oír que vivía y que lo había visto, no la creyeron. Después se apareció a dos que iban de camino, y a su ver fueron y se lo comunicaron a los demás, que tampoco les creyeron[20]. Y lo mismo en San Lucas: Y volviendo de la tumba, contaron estas cosas a los once y a todos los demás, pero ellos lo tomaron como un delirio, y no les creyeron[21]. En realidad no acababan de despertar del gran sueño de la tristeza y desesperación.

            Pero prosigue el texto, al ver Jacob todo lo que le había enviado José, revivió su espíritu y dijo: Me basta si José, mi hijo, vive. Iré y lo veré antes de morir[22]. Lo mismo pasó con los Apóstoles. De poco sirvieron las palabras hasta que recibieron los dones. Jesús mismo, cuando se les apareció, no les persuadió  tanto mostrándoles su cuerpo cuanto insuflando sobre ellos el Don.

Sólo con la fuerza y en virtud del Espíritu se puede reconocer a Jesús

            4. Sabéis que, cuando vino a ellos estando cerradas las puertas y se presentó en medio de ellos, ellos turbados y llenos de espanto, creían ver un espíritu[23]. Pero cuando sopló sobre ellos, diciendo: Recibid el Espíritu Santo[24], o cuando envió desde el cielo al mismo Espíritu, como un nuevo don, éstos sí que fueron dones de la resurrección, y testimonios y pruebas seguras de la vida.
            Pues el Espíritu es el que testifica en el corazón de los santos, y por su boca, que Cristo es la verdad[25], la verdadera resurrección y la vida. Por eso los Apóstoles, que antes dudaban a pesar de verlo vivo, después de tener el gusto del Espíritu que vivifica, daban testimonio con gran valentía de la resurrección[26]. Es mucha más concebir a Jesús en el corazón que verlo con los ojos u oír hablar de él. Y la obra del Espíritu es mucho más poderosa en los sentidos del hombre interior que la de las cosas corporales en los del hombre exterior. ¿Qué lugar queda para la duda cuando el que testifica y aquél a quien se testifica son un mismo espíritu?[27] Si uno mismo es el espíritu, también lo será el sentimiento, e idéntico el consentimiento.

            Entonces verdaderamente, como se lee de Jacob, revivió su espíritu, que ya estaba casi muerto, por no decir sepultado en la desesperación. Entonces, si no me equivoco, cada uno de ellos decía: Me basta, si mi José vive, porque para mí la vida es Cristo y el morir una ganancia[28]. Iré pues a Galilea, al monte que Jesús nos ha señalado[29], y lo veré, y lo adoraré antes de morir, para que así ya no muera nunca, ya que todo el que ve al Hijo, y cree en él, tiene vida eterna[30], y aunque haya muerto, vivirá[31].

Hemos de alegrarnos con la Resurrección de Cristo y decir: ¡Me basta, si Jesús vive!

            5. Ahora, pues, queridos hermanos, ¿el gozo de vuestro corazón da testimonio en vosotros del amor de Cristo? Yo creo, en vosotros veréis si está bien, que si alguna vez habéis amado a Jesús, vivo o muerto, o bien vuelto a la vida, hoy, cuando tan frecuentemente suenan y resuenan los anuncios de la resurrección, vuestro corazón rebosa de alegría y dice: me han dicho que Jesús, mi Dios, vive. Al oírlo, mi corazón, que estaba adormecido por la tristeza o angustiado por la tibieza, o ya casi muerto por la pusilanimidad, ha vuelto a la vida. Pues hasta de la muerte hace surgir a los criminales la gozosa voz de este anuncio. De lo contrario, hay que desesperar y dar por perdido en la sepultura aquel a quien Cristo, al volver del infierno, deja en lo más profundo del abismo. Podrás saber si tu corazón realmente ha vuelto la vida en Cristo, si puede decir plenamente convencido: ¡Me basta, si Jesús vive!

            ¡Qué grito tan fiel y verdaderamente digno de los amigos de Jesús! ¡Oh afecto purísimo el que así prorrumpe: me basta, si Jesús vive! Si vive, vivo, ya que mi alma depende toda de él. Más aún: él es mi misma vida, y mi todo. Pues, ¿qué me puede faltar si Jesús vive? No me importa que me falte todo lo demás, con tal de que Jesús viva. Que yo mismo desaparezca, si él lo quiere. Me basta con que viva él, aunque sólo sea para él. Cuando el amor de Cristo llena de tal modo todo el afecto del hombre, que olvidándose y perdiéndose a sí mismo, sólo le preocupa Cristo y lo que quiere Jesús, entonces creo que la caridad ha llegado en él a la perfección. Para quien siente tal afecto la pobreza no es una carga, no siente las injurias, se ríe de las humillaciones, desprecia los males, la muerte la considera como una ganancia[32]. Y ni siquiera piensa que vaya a morir, ya que sabe que más bien es un paso a la vida, y dice con confianza: ¡iré y lo veré antes de morir!

Cristo nos da los medios para ir a Él, y el reino en su encuentro

            6. En cuanto a nosotros, queridos hermanos, aunque veamos que no tenemos tanta pureza, no obstante vayamos a ver a Jesús en el monte de la Galilea celestial, que nos ha indicado. Yendo, crece el afecto y al menos al llegar, alcanzará su perfección. Al ir, se ensancha el camino que al principio es estrecho y difícil, y se aumenta la fuerza de los débiles. Pues para que, ni Jacob ni ningún otro de la casa de Jacob se excusase de hacer el viaje, a parte de otros dones, se le enviaron al pobre viejo los gastos y las carrozas, y así nadie se preocupase de su pobreza o debilidad. La carne de Cristo es el viático, el Espíritu es el vehículo. Él mismo es el alimento, la carroza de Israel y su guía[33]. Cuando llegues, será tuyo, no lo mejor de Egipto, sino del cielo. Tu José te ha preparado el mejor lugar del reino para tu descanso. El que primero envió a los ángeles, a las mujeres y a los apóstoles, co testigos y mensajeros de su resurrección ahora es él mismo el que te grita desde el cielo: ¡Aquí estoy yo, al que llorabais como un muerto, ciertamente, por vosotros, pero ved que ahora vivo[34], y se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra[35]! ¡Venid a mí todos los que sufrís por el hambre y yo os reanimaré![36] ¡Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os tengo preparado![37]  Que el que os llama, él mismo os lleve allí donde, con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por todos los siglos.



[1] Gn 45, 25-28. Citado según el responsorio XI del Domingo 3º de Cuaresma.
2 Es decir, las lecciones y responsorios para las Vigilias de la 3º semana de Cuaresma.
3 Lc 24, 32.
4 Mt 5, 6.
5 Sal 50, 10.
6 “Lo que escribas me sabrá a nada, si no encuentro el nombre de Jesús. Si en tus controversias y disertaciones no resuena el nombre de Jesús, nada me dicen”. S. BERNARDO, SC 15, 6 (Obras completas, 5).
7 1 Cor 5, 7.
 [8] Rm 3, 2.
[9] Lc 24, 32.
[10] Pr 9, 9.
[11] Gn 30, 24.
[12] Gn 39, 6.
[13] Gn 41, 45.
[14] Os 12, 10.
[15] Rm 3, 21.
[16] Gn 45, 26.
[17] Gn 32, 23-28.
[18] Gn 35, 11.
[19] Gn 45, 26.
[20] Mc 16, 10-13.
[21] Lc 24, 9. 11.
[22] Gn 45, 27-28.
[23] Se compone de Jn 20, 26 y Lc 24, 36-37.
[24] Jn 20, 22-23.
[25] 1 Jn 5,6.
[26] Hch 4, 33.
[27] 1 Jn 5, 6-10.
[28] Flp 1, 21.
[29] Mt 28, 16.
[30] Jn 6, 40.
[31] Jn 11, 25.
[32] Flp 1, 21.
[33] 2 R 2, 12.
[34] Ap 1, 18.
[35] Mt 28, 18.
[36] Mt 11, 28.
[37] Mt 25, 34.

9 de abril de 2016

DOMINGO III DE PASCUA (Ciclo C)


“Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos”. En una lectura rápida, esta página del evangelio de san Juan puede entenderse  como un sencillo encuentro familiar del Resucitado con un grupo de sus discípulos, con los que comparte una comida junto al lago de Galilea, y en el que Jesús, al final, aprovecha para hacer algunas recomendaciones a Pedro. Pero una lectura más atenta del texto hace descubrir que el relato contiene una serie de interesantes indicaciones que se refieren a la vida de la Iglesia y que son mensajes de perenne validez.

Pedro decide ir a pescar: algunos de los discípulos le siguen en su iniciativa. La Iglesia es cuerpo de Cristo y hay que actuar no individualmente, sino manteniendo la comunión en la fe y el amor. La decisión indivudual de ir a pescar sólo cosecha fracaso en tanto que no se siguen las indicaciones de Jesús. La Iglesia ha de contemplarse en su Salvador constantemente si quiere ser fiel a la misión recibida. Jesús se presenta discretamente, de tal modo que los discípulos no lo reconocen en un primer momento. En la descripción del juicio final según san Mateo, algunos que no supieron descubrir a Jesús de alguna manera presente en sus hermanos, dirán al juez, llenos de extrañeza: “¿Cuando te vimos hambriento, sediento, desnudo, enfermo o abandonado?”. Jesús es identificado sólo por el discípulo amado, cuando llega a entender el signo de la pesca abundante obtenida siguiendo las indicaciones del Resucitado. Por esto puede decir a los demás: “Es el Señor”. Hemos de aprender a leer los signos para poder vivir nuestra fe de modo auténtico.

Los apóstoles se hallan en el mar, Jesús en la orilla, en la tierra firme. Nosotros continuamos viviendo en este mundo que pasa, en el que nada es estable. Por esto conviene dejarnos dirigir por Aquél que está ya en la casa del Padre, donde ha ido a prepararnos la morada. Cuando los apóstoles desembarcan, son recibidos Jesús e invitados a un banquete en el que se distribuye pan y pescado asado, signos que aluden al sacrificio de la cruz y a su celebración ritual en la eucaristía, sacramentos que hacen la Iglesia.
Terminado el ágape, Jesús interroga a Simón Pedro por tres veces: “Pedro, ¿me amas?”. Sin lugar a dudas, se trata de una llamada al episodio de las negaciones que tuvieron lugar en la noche de la pasión. No se trata de reprochar, sino de confortar al interesado, para prepararlo para nuevos combates, que convendrá afrontar no contando solamente con las propias fuerzas, sino en la gracia del Espíritu.

Sigue la investidura de Pedro como guía y responsable de los hermanos. La misión que Jesús ha recibido del Padre y que ahora confía a sus apóstoles, no se entiende desde una perspectiva de dominio y de poder, sino desde una actitud hecha de amor y de servicio, del mismo modo que Jesús, el pastor del rebaño, no ha dudado en entregar su vida por su grey. El ejemplo del Maestro ha de ser seguido por sus discípulos, y con veladas palabras, Jesús hace comprender a Pedro que la misión que recibe y el testimonio que deberá dar no excluyen la prueba de las persecuciones ni el martirio cruento.


El fragmento del evangelio termina con un imperativo dirigido a Pedro: “Sígueme”. Este imperativo no es una cuestión meramente personal, sino que se refiere a toda la Iglesia, a cada uno de nosotros. Jesús nos invita a seguirle, a dar testimonio de su resurrección, para demostrar nuestro amor hacia aquel que por nosotros se ha hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. Los apóstoles entendieron este mensaje, como recuerda hoy la primera lectura, y confesaron con libertad y valentía a Jesús siempre que fueron convocados ante las autoridades que les pedían razón de su predicación: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. Los que hemos aceptado su mensaje, que tratamos de mantener su fe, conviene que vivamos como ellos vivieron, fieles a Jesús y al evangelio que nos ha dejado.

2 de abril de 2016

II DIMINGO DE PASCUA (Ciclo c)


        “¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo”. Todas las liturgias cristianas de Oriente y Occidente en el día de la octava de Pascua proclaman esta página del evangelio de san Juan, que describe dos apariciones de Jesús, una al aatardecer del mismo día de la resurrección y otra ocho días después. En esta página, el evangelista conduce al lector desde la actitud de desánimo y miedo que muestran los discípulos encerrados en el cenáculo por miedo a los judíos, hasta la proclamación de la fe en el Resucitado, que hace de aquellos hombres débiles y apocados, decididos testigos de la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, como expresa en nombre de todos el apóstol Tomás al saludarle como: “Señor mío y Dios mío”.

La situación espiritual de los discípulos en aquel día queda expresada al decir que las puertas del cenáculo estaban cerradas y los dicípulos llenos de miedo. Pero el Resucitado llama a la puerta de sus corazones para que respondan creyendo. Se deja ver de aquellos hombres, que reciben la paz pascual y el don del Espíritu Santo, don típico y característico de la Pascua. A los apóstoles se les abrieron los ojos y vieron y experimentaron el hecho de estar con el Resucitado. Las dudas expresadas por Tomás han servido para inculcar de manera convincente que la misma realidad la poseeran también los que crean sin haber visto, sin haber palpado. La generación de los discípulos que vieron se esfumó en pocos años; las generaciones de los que creemos sin haber visto llenan siglos de la historia de los hombres.

La fe no es algo irracional, que se impone a la fuerza, sino una propuesta que se dirige a la mente y al corazón. La fe no pertenece al orden de las humanas «comprobaciones», sino que nace en el corazón iluminado por la gracia de Dios. La palabra de Dios llama a ir más allá de las realidades palpables para entrar de lleno en el misterio y creer firmemente en su Palabra. Pero conviene recordar también que la fe no es una forma de propiedad adquirida una vez por todas, que no se puede perder. La fe cristiana es un esfuerzo que ha de durar toda la vida, un superar obstáculos, un abrir puertas y horizontes, porque creer es dejarse llevar por el Espíritu de Dios, es mantener un diálogo contínuo con el Señor. Sólo quien se abre al Espírítu y cree es dichoso de verdad. Cuando la fe alcanza el corazón, los ojos ven lo que otros no llegan a ver.

            La fe pascual creó solidaridad y alegría en la primera comunidad cristiana. El Señor resucitado fue reconocido por los primeros discípulos con gozo y alegría, y esta experiencia les lleva a  comunicarla a los demás hombres para que puedan beneficiarse de su realidad. Del mismo modo que el Padre ha enviado a su Hijo, éste comunica el Espíritu a sus discípulos y los envía a proclamar la gracia y la salvación ofrecidas a todos. Esta será la misión que la Iglesia deberá realizar hasta el final de los tiempos. Nuestra fe en Jesús debe manifestarse no solamente con palabras sino mediante la vida de cada día de quienes formamos la comunidad de los creyentes. La primera lectura de hoy recuerda a los apóstoles anunciando a Jesús y la fuerza de su resurrección con signos y prodigios. El ejemplo de los creyentes suscitaba admiración: la gente que los observaba se hacía lenguas de ellos y sentían temor a juntárseles. Se daban cuenta de la exigencia que suponía aceptar aquella fe que transformaba a los individuos.


            Somos la Iglesia de Jesús en la medida en que creemos en el Señor resucitado, pero podemos preguntarnos si nuestra vida responde de verdad a la fe de los apóstoles, si nos esforzamos en vivir en comunión unos con otros. La fe, cuando es verdadera, sin apariencias ni engaños, exige también esforzarse leal y seriamente para hacer del precepro del amor, tal como nos lo propone Jesús, la norma de nuestra vida. Sólo así podremos estar seguros de seguir al Señor resucitado. Hemos de salir sin miedo del cómodo nido de nuestro egoísmo y convertirnos en testigos convencidos del Resucitado, del que es el primero y el último, del que estaba muerto pero que ahora vive, anunciándolo con nuestra vida entre los hombres para que todos puedan participar de su victoria.