2 de abril de 2016

II DIMINGO DE PASCUA (Ciclo c)


        “¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo”. Todas las liturgias cristianas de Oriente y Occidente en el día de la octava de Pascua proclaman esta página del evangelio de san Juan, que describe dos apariciones de Jesús, una al aatardecer del mismo día de la resurrección y otra ocho días después. En esta página, el evangelista conduce al lector desde la actitud de desánimo y miedo que muestran los discípulos encerrados en el cenáculo por miedo a los judíos, hasta la proclamación de la fe en el Resucitado, que hace de aquellos hombres débiles y apocados, decididos testigos de la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, como expresa en nombre de todos el apóstol Tomás al saludarle como: “Señor mío y Dios mío”.

La situación espiritual de los discípulos en aquel día queda expresada al decir que las puertas del cenáculo estaban cerradas y los dicípulos llenos de miedo. Pero el Resucitado llama a la puerta de sus corazones para que respondan creyendo. Se deja ver de aquellos hombres, que reciben la paz pascual y el don del Espíritu Santo, don típico y característico de la Pascua. A los apóstoles se les abrieron los ojos y vieron y experimentaron el hecho de estar con el Resucitado. Las dudas expresadas por Tomás han servido para inculcar de manera convincente que la misma realidad la poseeran también los que crean sin haber visto, sin haber palpado. La generación de los discípulos que vieron se esfumó en pocos años; las generaciones de los que creemos sin haber visto llenan siglos de la historia de los hombres.

La fe no es algo irracional, que se impone a la fuerza, sino una propuesta que se dirige a la mente y al corazón. La fe no pertenece al orden de las humanas «comprobaciones», sino que nace en el corazón iluminado por la gracia de Dios. La palabra de Dios llama a ir más allá de las realidades palpables para entrar de lleno en el misterio y creer firmemente en su Palabra. Pero conviene recordar también que la fe no es una forma de propiedad adquirida una vez por todas, que no se puede perder. La fe cristiana es un esfuerzo que ha de durar toda la vida, un superar obstáculos, un abrir puertas y horizontes, porque creer es dejarse llevar por el Espíritu de Dios, es mantener un diálogo contínuo con el Señor. Sólo quien se abre al Espírítu y cree es dichoso de verdad. Cuando la fe alcanza el corazón, los ojos ven lo que otros no llegan a ver.

            La fe pascual creó solidaridad y alegría en la primera comunidad cristiana. El Señor resucitado fue reconocido por los primeros discípulos con gozo y alegría, y esta experiencia les lleva a  comunicarla a los demás hombres para que puedan beneficiarse de su realidad. Del mismo modo que el Padre ha enviado a su Hijo, éste comunica el Espíritu a sus discípulos y los envía a proclamar la gracia y la salvación ofrecidas a todos. Esta será la misión que la Iglesia deberá realizar hasta el final de los tiempos. Nuestra fe en Jesús debe manifestarse no solamente con palabras sino mediante la vida de cada día de quienes formamos la comunidad de los creyentes. La primera lectura de hoy recuerda a los apóstoles anunciando a Jesús y la fuerza de su resurrección con signos y prodigios. El ejemplo de los creyentes suscitaba admiración: la gente que los observaba se hacía lenguas de ellos y sentían temor a juntárseles. Se daban cuenta de la exigencia que suponía aceptar aquella fe que transformaba a los individuos.


            Somos la Iglesia de Jesús en la medida en que creemos en el Señor resucitado, pero podemos preguntarnos si nuestra vida responde de verdad a la fe de los apóstoles, si nos esforzamos en vivir en comunión unos con otros. La fe, cuando es verdadera, sin apariencias ni engaños, exige también esforzarse leal y seriamente para hacer del precepro del amor, tal como nos lo propone Jesús, la norma de nuestra vida. Sólo así podremos estar seguros de seguir al Señor resucitado. Hemos de salir sin miedo del cómodo nido de nuestro egoísmo y convertirnos en testigos convencidos del Resucitado, del que es el primero y el último, del que estaba muerto pero que ahora vive, anunciándolo con nuestra vida entre los hombres para que todos puedan participar de su victoria.

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