7 de mayo de 2016

SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR AL CIELO


¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse”. San Lucas, al recordar la Ascensión de Jesús en el libro de los Hechos de los Apóstoles recuerda que los discípulos, cuando perdieron de vista a Jesús, se quedaron mirando al cielo, pero recibieron la amonestación de no quedarse en el pasado, sino abrirse a la realidad nueva que comienza. En efecto, la Ascensión de Jesús invita a vencer tanto la tentación de una nostalgia del pasado y la de una  idealización del futuro. El pasado, incluso el que podría parecer el más perfecto, es decir el tiempo de la presencia visible de Jesús entre los suyos, ha terminado definitivamente y es inútil tratar de mantenerla. Desde ahora no podemos tener una relación con Jesús que no pase por el Espíritu, por la fe, por el ministerio doctrinal y sacramental de la Iglesia. Por otra parte, la manifestación futura del reino y las características de su realización son un secreto que el Padre se ha reservado. A nosotros nos queda la tarea del presente, la de continuar anunciando con la vida y las palabras el misterio de  Jesús, ascendido al cielo y sentado a la derecha del Padre, para que todos los hombres puedan llegar al conocimiento de la verdad y a la salvación que Dios nos ofrece.

            Cuando se trata de describir la realidad de la Ascensión de Jesús, san Lucas se muestra sobrio, ahorrando detalles que quizás podríamos desear. “Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista”, decía el texto de los Hechos de los Apóstoles. “Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo al cielo”, indicaba el evangelio. En realidad, lo que interesa al evangelista es lo que precede y sigue al acontecimiento. En efecto, antes de describir la ascensión propiamente dicha, Lucas recuerda como Jesús se entretiene con sus discípulos, dándoles pruebas de que, a pesar de su muerte en cruz, está vivo. Les habla del reino de Dios, y les explica cómo las Escrituras anunciaban el misterio de su muerte y re-surrección y les prepara para la misión que les había encomendado. Su retorno al Padre comporta el término de su presencia tangible en medio de sus discípulos, pero la tristeza que causará la separación será compensada por la fuerza de lo alto con que han de ser revestidos, el don del Espíritu, el bautismo de fuego que han de recibir, para ser sus testigos y anunciar la conversión y el perdón de los pecados a todos los hombres.

            Con la exaltación de Jesús a la derecha del Padre, terminado el tiempo de la visión, inicia el tiempo de la Iglesia, el tiempo de la fe. Ahora, en efecto ya no vemos al Señor de forma visible, pero sabemos que Jesús continua presente entre nosotros con su poder de salvación, con la acción del Espíritu Santo. Su anterior presencia, visible y familiar, se transforma en invisible y santificadora. Jesús está presente allí donde dos o tres se reúnen en su nombre, donde se proclama su Palabra, donde se celebran sus sacramentos, donde se ora al Padre en espíritu y verdad, donde se ejerce la caridad, donde hay fe y esperanza, donde se trabaje para construir un mundo más humano y justo. Cambia la modalidad de la presencia, pero no la realidad que es la misma, si bien sólo se percibe con los ojos de la fe.

            El mundo en el que vivimos, con sus alegrías y con sus dramas, con sus exigencias y sus problemas, focaliza la atención de todos, y parece que no queda margen para hablar del cielo. Decir que Jesús sube al cielo, no es una evasión, no es un alejarse de las preocupaciones reales de cada día, sino que es una forma de profesar nuestra fe, de afirmar que Él es Dios y está junto al Padre, y que nos aguarda para compartir con nosotros su vida y su gloria, en la medida en que nos comprometamos a trabajar, viviendo en la fidelidad al Evangelio, en la construcción de un mundo más humano y más justo.


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