25 de junio de 2016

DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


               Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud. 

Hermanos, vuestra vocación es la libertad: no una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor”. Con estas palabras el apóstol San Pablo recomienda a los hombres y mujeres de todos los tiempos el gran don de la libertad, tema de gran actualidad, deseo por el que han luchado y luchan los hombres, deseosos de acabar con cualquier tipo de esclavitud. Pero San Pablo no habla de una libertad genérica, que fácilmente puede transformarse en libertinaje y confusión, sino de una libertad muy concreta cuyas características están bien definidas.

En efecto, Jesús no nos ha liberado para que hagamos nuestro capricho, para dar rienda suelta a nuestro egoísmo, para imponer a los demás nuestro punto de vista al precio que sea, sino una libertad cuyo principio fundamental es el amor, que exige el respeto del otro, de sus derechos, de sus necesidades. El que quiere ser libre ha de imitar a Jesús, que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo y no dudó en asumir libremente su misma muerte por nosotros. Esta libertad cristiana se realiza en el Espíritu de Dios que hemos recibido y que nos lleva a seguir la voluntad de Dios antes que los deseos de la carne o la voluntad de nuestros instintos.

Según el apóstol, Jesús, al perdonar nuestro pecado e invitarnos a vivir como hijos de Dios en el amor, nos ha liberado del peso de la ley,  que denuncia el pecado y condena al pecador. El amor, a la vez que nos hace libres del pecado, nos hace siervos de nuestros hermanos. Por esto Pablo recordaba que la ley encuentra su plenitud en esta afirmación: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Pablo no es un idealista que ignora la realidad de la vida. Cuando afirma que hemos sido librados de la carne y del pecado, no quiere decir que no tengamos que luchar contra ellos, sino que por la fuerza del Espíritu de Jesús, podemos vencerlos y, aunque sea con esfuerzo, podemos vivir según el amor.

            En la misma linea del discurso de Pablo conviene entender las palabras de Jesús que propone hoy el evangelio. Lucas ha recogido cuatro breves escenas que definen la actitud que corresponde a quienes aceptan comprometerse con Jesús y con su Evangelio. En la primera escena, Jesús reprende a Santiago y Juan, que, indignados porque en una aldea de Samaría no les quisieron dar alojamiento, pretendían hacer bajar fuego del cielo. Jesús ha venido a ofrecer a los hombres la gracia y la paz, y no entran en sus métodos la violencia o la constricción. No es Jesús quien ha de juzgar a los hombres: el juicio corresponde a Dios, y tendrá lugar al final, dejando suficiente espacio para la conversión.

Esta actitud hecha de paciencia y mansedumbre, contrasta con la respuesta dada a quienes manifiestan su deseo de ponerse a disposición de Jesús. Al primero, que proclama su voluntad de seguir al Maestro donde vaya, Jesús le recuerda que el Hijo del hombre no tiene donde recostar su cabeza. Su misión no es establecer un refugio seguro y cómodo, sino un darse sin medida para el bien de los demás. Ser discípulo de Jesús exige renunciar a la seguridad material, pues somos extranjeros y peregrinos, que no tenemos aquí ciudad permanente. El segundo personaje, llamado por Jesús: “Sígueme”, solicita que se le permita enterrar a su padre, una de las típicas manifestaciones de la piedad filial recomendada por la Ley. El tercero pide, antes de seguir al Señor, poder despedirse de sus familiares. Pero Jesús, en los dos casos es tajante: “Deja que los muertos entierren a los muertos”, dice a uno: “El que echa mano al arado y sigue mirando atrás no sirve”, dice al otro.

            La libertad de hijos de Dios que Jesús nos ha alcanzado exige de nuestra parte una actitud decidida y generosa. Dejemos pues atrás el pasado sin nostalgias, y sigamos a Jesús, sin detenernos en cálculos mezquinos, en el camino que lleva al Reino.

          

18 de junio de 2016

Domingo XII - Tiempo Ordinario (Ciclo C)


             “¿Quien dice la gente que soy yo?”. La figura de Jesús de Nazaret, a lo largo de la historia, ha suscitado curiosidad y sorpresa, preocupación y escándalo, para bien y para mal. Sus contemporaneos, incluidos sus mismos discípulos, desconcertados por su doctrina y admirados por los signos que confirmaban sus palabras, una y otra vez se preguntaban: ¿Quién es este hombre?. A quienes no interesa enfrentarse con la realidad y aceptar sus consecuencias, queda la salida superficial y expeditiva de afirmar que era un personaje raro, que es mejor dejarlo tranquilamente de lado para seguir el propio camino. No ha de extrañar pues que, desde afirmar que era un impostor hasta confesarlo Hijo de Dios, Señor y Mesías, se ha podido decir de todo acerca de Jesús. Pero Jesús, abriéndose paso entre quienes se le oponen o lo ignoran, sigue su camino, atrayendo a los que creen.

            El Evangelio nos ha recordado que Jesús preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. De hecho, esta pregunta es un modo de plantear la verdadera cuestión, expresada en la siguiente pregunta: “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”. Jesús invita a los apóstoles a expresar lo que sienten, a definir la relación que les une a él, a manifestar su fe y su decisión de seguirle; en una palabra: a provocar su confesión, resumida en las palabras de Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios”. La afirmación del apóstol Pedro resume cuanto Lucas dice desde el comienzo de su evangelio: Jesús es el Mesías, el Ungido del Señor, anunciado por los profetas, que viene a llevar a término la esperanza de Israel. Entender la misión de Jesús supera la posibilidad normal de los hombres, pues no es desde perspectivas humanas que se puede entender a Jesús, sino solamente desde una actitud de fe humilde para acoger el don de Dios.

            La pregunta de Jesús a los suyos podemos entenderla dirigida también a cada uno de nosotros. ¿Quién es Jesús para mi? Mucho se ha dicho y se ha escrito sobre la figura del Mestro y del movimiento que su vida y sus enseñanzas han provocado en la historia humana. Es una tentación fácil hacerse una idea de Jesús a nuestra imagen y semejanza, contruir el perfil de un Maestro que responda a nuestras conveniencias, que bendiga y justifique nuestras preferencias. La respuesta de Pedro: “Tú eres el Mesías de Dios”, en aquella situación concreta podía ser interpretada con matices de carácter político, completamente ajenos a la intención de Jesús. Para disipar toda duda Jesús inmediatamente anuncia su pasión, su muerte y su resurrección, indicando así que su reino no es de este mundo, porque Jesús ha venido para alcanzar la salvación de todo el género humano. Pero la verdadera fidelidad a Dios suscita siempre oposición y rechazo, y esto explica por qué Jesús no fue comprendido y aceptado por sus discípulos, sugestionados por una espera mesiánica en la que el elemento espiritual quedaba si no suprimido, al menos mediatizado por reivindicaciones políticas. Como Mesías de Dios, Jesús reclama de nosotros una fidelidad al Padre y a su voluntad, como él mismo demostró con su vida y su muerte.


            No dejemos pasar sin más las palabras que Jesús ha utilizado hoy en el evangelio. Anuncia para sí la pasión y la cruz, sin buscar éxitos a nivel humano, a fin de que los hombres acepten la voluntad del Padre y vivan, como hijos de Dios, las exigencia del amor, de la verdad y de la justicia. Y a quienes quieren seguirle propone algo parecido: “El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo”. En nuestra sociedad secularizada, la pregunta de Jesús reclama más que nunca una respuesta personal para demostrar con la vida que aceptamos el Evangelio y que queremos vivirlo sin limitaciones. Por el bautismo hemos sido incorporados a Jesús. Esta realidad exige algo más que nuestra participación a determinados gestos religiosos. Reclama todo un modo de vivir y actuar. Preguntémonos pues sinceramente: ¿Quién es Jesús para mi? y tratemos de dar la respuesta precisa, aunque ello cueste. “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará”.

11 de junio de 2016

DOMINGO XI DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


       “¿Por qué has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer”. La Biblia no esconde que el mismo rey David, el amado y elegido de Dios, sucumbió a sus pasiones como muestra el episodio de la mujer de Urías que recuerda hoy la liturgia.  Son constantes las transgresiones que los humanos cometemos constantemente: en el desprecio de la vida humana, en la conculcación de la propiedad material e intelectual, en los ataques a la verdad y al prestigio, en el ámbito  de la sexualidad e incluso en la falta de respeto al mundo en que vivimos.           

Pero junto a la realidad del pecado, para nosotros creyentes, brilla con toda su fuerza la voluntad de Dios de salvar al hombre, de reconducirlo al perdón, a la esperanza, a la vida. Cuando el profeta reprocha a David su pecado y el rey no duda en reconocer: “He pecado contra el Señor”, Natán añade inmediatamente: “El Señor ha perdonado tu pecado”. Y este consolador mensaje se repite sin cesar, de modo que si el perdón no nos llega no es por culpa de Dios, sino por culpa nuestra, por no querer reconocer que nos hemos equivocado.

            Hoy Jesús propone de nuevo este mensaje de esperanza en el episodio de la cena en casa del fariseo Simón. Aquel hombre de moral severa y rígidas convicciones, ve con estupor como una mujer  irrumpe de pronto en la sala del banquete y se dirige directamente a Jesús. No dice nada, pero rompe a llorar. Sus lágrimas riegan los pies de Jesús. Olvidándose de los presentes, se suelta la cabellera y se los seca. Besa una y otra vez aquellos pies y, abriendo un pequeño frasco que lleva, se los unge con perfume.        Simón contempla horrorizado los gestos de la mujer que sabe soltarse el cabello, besar, acariciar y ungir con perfumes. Pero sobre todo le desconcierta la actitud serena de Jesús, su acogida y su ternura hacia esa desconocida. Y llega a la conclusión de que Jesús no puede ser un profeta de Dios.

            La perspectiva de Jesús es diferente. En el comportamiento que tanto escandaliza al moralista Simón, él sólo ve el amor y el agradecimiento enorme de una mujer que se sabe muy querida y perdonada por Dios. Por eso se deja tocar y querer por ella. Le ofrece el perdón de Dios. Le ayuda a descubrir dentro de sí misma una fe que la está salvando y le anima a vivir en paz. Jesús no es el representante de las normas sino el profeta de la compasión de Dios, que ha venido a buscar al descarriado, al enfermo.

            En nuestro mundo inquieto y angustiado, y sobre todo entre los que tratamos de seguir a Jesús, lo que hace falta no son maestros preparados que desprecien a los pecadores y descalifiquen a los profetas de la compasión de Dios. Necesitamos hombres y mujeres que sepan mirar a los marginados morales y materiales, a los desviados e indeseables, con ojos semejantes a los de Jesús cuando miraba a aquella mujer, que lloraba a sus pies. Dichosos los que están junto a ellos y ellas, sosteniendo su dignidad humana y despertando su fe en ese Dios que ama, entiende y perdona como nosotros no sabemos hacerlo.

San Pablo recuerda hoy: “Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.  Y, mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí. Sólo desde una auténtica actitud de fe se puede aceptar a la vez la triste realidad del pecado, que abunda en nuestra existencia, y la consoladora seguridad de que siempre encontraremos en nuestro Dios el amor que perdona y salva sin cesar. Por esto debería ser objeto de una sincera reflexión la afirmación de Jesús en relación con la mujer que tiene a sus pies: “Sus muchos pecados están perdonados porque tiene mucho amor”. Y en consecuencia preguntarnos: ¿Como es mi forma de amar? ¿Amo a la manera del seguro y satisfecho fariseo, que se había dignado invitar a Jesús a su mesa pero despreciaba a aquella mujer, o más bien amamos como aquella que lloraba a los pies de Jesús? Cada uno de nosotros debería responder sinceramente desde lo más hondo del corazón.


7 de junio de 2016

SACERDOCIO COMUN DE LOS CRISTIANOS EN LA 1 CARTA DE SAN PEDRO

 EXPUESTO POR LA CONSTITUCIÓN “LUMEN GENTIUM DEL CONCILIO VT II” (nnº 10-11)



1. Cristo clave y razón del sacerdocio cristiano

Toda consideración acerca del sacerdocio cristiano presupone el conocimiento de esta verdad fundamental, a saber: uno es el Mediador, uno el sacerdote de la Nueva Ley según el orden de Melquisedec y por toda la eternidad, Cristo Jesús[1]. Esta es la gran verdad de que hay que partir para entender como es debido la gran realidad sacerdotal de la Iglesia y ordenar como es debido las distintas participaciones sacerdotales.

De tal manera resume y personaliza Cristo el sacerdocio cristiano, que fuera de él la realidad sacerdotal no tiene consistencia ni tiene sentido en la Nueva Ley. Y la condición sacerdotal de Cristo es tan consustancial con él y con su obra, que fuera de ella ni el Cristo histórico ni el Cristo místico tienen explicación adecuada.

Toda la vida de Cristo y todos sus actos, comenzando desde la encarnación, fueron cosa sacerdotal por la misión y el fin sacrificial que traía el Hombre-Dios. De no ser por esta finalidad sacrificial, los actos del Dios humanado, en cuanto teándricos sencillamente, no se dirían sacerdotales; ni el verbo en cuanto encarnado sería sacerdote. Pero el sacrificio de la cruz, que finaliza en un cierto sentido toda la obra redentora, hizo que Cristo, por el mero hecho de ser fuese sacerdote sin carácter alguno sobreañadido y que todo en su vida implicara una función sacerdotal por referencia al sacrificio de la cruz.

Encarnado para redimirnos, la mediación ontológica, que naturalmente le compete, se ordena y exige la mediación moral que se realiza por los actos meritorios y satisfactorios puestos por el hombre-Dios, subordinados todos en la economía presente al sacrifico de la cruz.

En consecuencia, Cristo, por el mismo camino que es mediador, es sacerdote, y su sacerdocio es tan natural y consustancial con su ser personal como su mediación.

Cierto que Cristo no es sacerdote en cuanto Dios, sino en cuanto hombre. Pero bien entendido que la naturaleza humana no es más que el principio inmediato de las operaciones sacerdotales que pone Cristo sacerdote. El sujeto del sacerdocio es Cristo, la Persona del Verbo encarnado. Y por respeto a ella es por lo que se dice que el sacerdocio de Cristo es eterno.

La sacerdotalidad está, pues, entrañada en todo el ser y el obrar de Cristo y alcanza al “Christus totus”, al Cristo real o físico y al Cristo místico. La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, tiene un nacimiento, una constitución y una nervadura esencialmente sacerdotales. Y la sacerdotalidad eclesial la tiene el sacerdocio personal de Cristo.

Cristo reina por su sacerdocio, culminante en el sacrificio de la cruz. Su misión fue esencialmente sacerdotal. Para cumplir con ella se ofrece como víctima al Padre y queda ungido sacerdote a la hora misma en que se encarna. Y ya toda su obra será sacerdotal y todo lo que de El proceda traerá esta impronta sacerdotal. Visto a esta luz, el título de sacerdote es el más augusto y expresivo de Jesús.

2. La participación del sacerdocio de Cristo
La esencia y plenitud del sacerdocio cristiano sólo en Cristo se realiza perfectamente. Sólo El es sacerdote con toda propiedad, por naturaleza y derecho propio. Todos los demás lo son por analogía, por voluntad suya y con dependencia suya.

En orden a Cristo sacerdote y al sacrificio sacerdotal por él puesto y por él instituido y hecho permanentemente visible, aunque de un modo sacramental, en la Misa, es como hay que hacer juicio de la participación sacerdotal, de su significación y alcance y de la propiedad con que los participantes se denominan, en consecuencia, sacerdotes. Así los bautizados todos tienen una auténtica participación sacerdotal en el sacerdocio de Cristo, sacando de ella consecuencias en orden al ejercicio de la vida cristiana[2].

Nuestro sacerdocio es cristiano porque deriva de Cristo y tiene consistencia en Cristo. Como nuestra gracia se dice cristiana porque participa de la gracia de Cristo, así se dice cristiano nuestro sacerdocio.
Pero esta comunión de sacerdocio se verifica de modo muy distinto en Cristo, en los simples fieles y en los llamados por antonomasia sacerdotes. Cristo no tiene un sacerdocio recibido o participado; nosotros, sí. Cristo no es sacerdote por un carácter o accidente que sobrevenga a su ser personal; nosotros sí. Cristo es el sacerdote por esencia; nosotros por participación; Cristo es sustancialmente sacerdote de la misma manera y por lo mismo que es sustancialmente santo o ungido por virtud de la unión hipostática.

La plenitud sacerdotal de Cristo tiene por razón hipostática, que le consagra formalmente sacerdote, santificando también formalmente su humanidad, porque de esa unión surge, como dote natural, la gracia capital que le santifica.

En nosotros, la participación sacerdotal sólo analógicamente conviene con el sacerdocio de Cristo. El sacerdocio no nos compete por esencia o naturaleza, sino por virtud de un carácter que se nos da, pero que ni formalmente santifica ni exige la gracia de un modo connatural o como efecto resultante. De ahí que podamos recibir el carácter sin la gracia, y que participando de un sacerdocio santo, no seamos siempre santos.

Ello no obstante, la consagración sacerdotal que recibimos por el carácter está reclamando de nosotros la gracia y la santidad de vida para usar dignamente de nuestro sacerdocio.
El carácter sacramental es primordialmente una consagración del ser que deviene cristiano, un cuño o sello que se le imprime. Y es esta consagración la que impide reducir el carácter a algo puramente jurídico o de funcionalidad social.

3.         El sacerdocio como institución social

La razón de ser de Cristo, en consecuencia con los fines concretos de la encarnación, puede decirse que es una razón social. La gracia de unión fue ciertamente una gracia exclusivamente personal. Pero, dada la misión que traía el Verbo encarnado, misión recibida del Padre y por Cristo libremente aceptada, él  sujeto de tal gracia no sólo quedaba constituido mediador entre Dios y los hombres[3], jefe y representante de la humanidad, sino que, además, exigía, como tal Cabeza, una gracia adecuada a la solidaridad social con los miembros.

A esta posición y a esta misión características del Hombre-Dios corresponde, pues, una gracia del todo singularísima, la llamada gratia capitis o gracia capital, cuyo fundamento y raíz está en la gracia de la unión, pero que propiamente es la gracia habitual, santificante de la naturaleza humana asumida por el Verbo como representación de la humanidad. Es la gracia de Cristo en cuanto principio de santificación de los miembros del Cuerpo místico. Es su gracia personal, no en cuanto le santifica sustancialmente a él como individuo, sino como cabeza o jefe del género humano redimido. Gracia plena, gracia social, principio de mérito y de funciones mediadoras.
El Cuerpo místico de Cristo gran sacramento social destinado a prolongar y perpetuar la obra redentora de Cristo, supone unidad en el todo y diversidad en los miembros[4]. La Iglesia o cuerpo social cristiano no es un monolito funcional. Hay en ella una ordenación jerárquica, y los miembros que la integran reciben una estructuración y una configuración a tono con el puesto o función social que en el todo desempeñan. De esta estructuración o configuración están precisamente encargados los distintos caracteres sacramentales. La gracia debe llenar de vida esas estructuras.

Tanto gracia como carácter son una comunicación sacramental, pero con finalidad y virtualidad distintas. Lo distintivo del carácter es constituir y señalar al miembro de la comunidad cristiana, asignándole una función dentro de ella. En acertar a determinar exactamente lo que cada carácter significa y causa en cada cristiano que lo recibe está el mejor camino para resolver el problema de la discriminación social y de las diferencias funcionales de ese común sacerdocio que, por virtud del carácter, compete a todo cristiano. La existencia de un sacerdocio común para todos no excluye la de otro sacerdocio, privativo de algunos.

La Iglesia, como institución, doblaje social, místico y sacramental de Cristo, no tiene otro sacrificio que el de la Misa. Este es el único auténtico sacrificio cristiano, por orden al cual Cristo mismo instituyó un sacerdocio visible.

4. Sacerdocio y poderes sacerdotales

El sacerdocio cristiano, según la epístola a los Hebreos, ha venido a subrogar y sustituir al Levítico[5]. Y aún dentro de ese sacerdocio, los ministros del altar se hallan en una línea jerárquica parecida a la que ocupaban los levitas en el aaronítico[6].

Aunque en el Antiguo y Nuevo Testamento se hable, pues de todo el pueblo de Dios como de un linaje sacerdotal[7], la rigurosa denominación de sacerdotes no es aplicable al común de los cristianos. Participan del sacerdocio y, sin embargo, son fruto de un sacerdocio, reciben una estructura o configuración sacerdotal, insertos en el cuerpo sacerdotal cristiano, pero no quedan por eso constituidos propiamente sacerdotes. El sacerdote en cuanto tal es una preeminencia que le viene de la potestad que le confiere la investidura sacerdotal u ordenación para actuar en nombre y con la representación de Cristo; por consiguiente, en posición de superioridad sobre la comunidad cristiana y de representante de la misma para ofrecer el sacrificio.

El sacerdocio común y jerárquico, aunque participaciones del mismo sacerdocio de Cristo, son esencialmente diferentes y la participación es peculiar en cada uno. El sacerdocio ministerial, goza de potestad, modela y rige a la comunidad, y, tocante al sacrificio eucarístico, lo hace en la persona de Cristo y representando al pueblo. Los fieles, en cambio, en fuerza de su regio ejercicio, concurren a la oblación de la eucaristía y ponen en ejercicio su nota sacerdotal a lo largo de toda su vida cristiana.
Al hablar del sacerdocio de los fieles ha de mantenerse siempre este presupuesto: los poderes y las funciones propiamente sacerdotales, sobre todo con respecto a la eucaristía, único sacrificio cristiano propiamente dicho, son privativos de una categoría especial de personas, los clérigos, como los fueron en la Antigua Ley los de los levitas respecto de los sacrificios mosaicos.
El principal poder y función del sacerdote es ofrecer el único  y sublime sacrificio del Sumo y Eterno Sacerdote, Cristo Señor, el mismo que el divino Redentor ofreció en la cruz de manera cruenta anticipándolo incruentamente en la última cena, y que quiso se repitiera indefinidamente al mandar a los apóstoles: haced esto en memoria mía[8]. Es, pues, a los apóstoles y no a todos los fieles a los que Cristo hizo y constituyó sacerdotes dándoles potestad de sacrificar.

5. El carácter sacramental, fundamento y razón de las diversas articipaciones sacerdotales.

Y es la diferente significación y causación de los caracteres sacramentales lo que funda y explica la diferenciación sacerdotal del pueblo cristiano, haciendo inconfundibles “laicado y jerarquía”, así como la diversidad de sus funciones.

Todo sacramento que da carácter nos hace participantes del ser sacerdotal y de la misión cultual de Cristo metiéndonos en el todo sacerdotal del Cuerpo místico y disponiéndonos personalmente para el culto cristiano. Y esto lo hace significando y causando. Porque el sacramento no tiene sólo valor de símbolo sino también de signo causativo, que produce lo que significa.

En un organismo social, como es la Iglesia, la realidad sacramental no es sólo jurídica, sino también física. Los sacramentos son factor de conocimiento y factor de ser. La ciudadanía cristiana es una auténtica naturalización, no una simple legalización o estimación jurídica. La carta de nacionalidad dada a un ciudadano extraño al país que lo nacionaliza no le hace nacer en ese país ni le da su idiosincrasia, ni menos su sangre. Pero la carta de ciudadanía cristiana, que se nos da por el carácter bautismal, sí que nos hace nacer de nuevo espiritualmente[9], regenera en Cristo y para Cristo, encajándonos de lleno en la estructura social del Cuerpo místico.

odo del cristiano, en virtud del carácter bautismal, entra a participar del sacerdocio de Cristo, encajando en el cuerpo sacerdotal cristiano y disponiéndonos en orden al culto divino. “Todos sacerdotes, porque miembros de un sacerdote, Cristo”. Por la gracia puede usar debidamente de su sacerdocio, apropiándose los sentimientos interiores de Jesús al ofrecer su sacerdocio. El sacramento de la confirmación sigue en la línea del bautismo, al que corrobora.

Todo carácter mira de suyo a posibilitar y asegurar a quien lo recibe, un puesto estable en el organismo del Cuerpo místico. Es signo de integración cristiana y también de jerarquización cristiana. Pero los distintos caracteres sacramentales: el bautismo, confirmación, y orden, cumplen de distinta manera su finalidad, realizando el objetivo institucional de los mismos.

6. Sacerdocio cristiano y sacrificio eucarístico

Hay pues, un sacerdocio común a todos los fieles, pero su esencia es otra distinta de la del sacerdocio jerárquico. Sólo analógicamente pueden convenir ambos sacerdocios.

Los seglares gozan del sacerdocio y son sujeto de atribución del mismo en cuanto miembros de un todo sacerdotal, porque son fruto de un sacerdocio y porque la comunidad formada por los participantes del carácter y la gracia cristianos, o sea la Iglesia, está presidida por una jerarquía sacerdotal. El régimen sacerdotal que preside y gobierna la Iglesia hace de todo el pueblo cristiano un sacerdocio, y con toda propiedad decimos que la Iglesia es un reino sacerdotal[10].

Pero todavía con mayor razón atribuimos la nota sacerdotal al pueblo cristiano, porque ya no se trata sólo de un pueblo, cuya jerarquía rectora es sacerdotal, sino que en el pueblo mismo, en cada uno de los cristianos, hay estructura y vida sacerdotal, en fuerza del carácter que hace cristianos.

La formalidad última, definitoria del sacerdote cristiano, no consiste en esa participación comunitaria del sacerdocio, sino en una participación peculiarísima, que pone por encima de la comunidad, asimilando a Cristo Cabeza y Sacerdote con preeminencia jerárquica y con poderes singularísimos en orden al sacrificio de la Misa. “La misión específica y principal del sacerdote fue siempre sacrificar, de manera que donde no hay verdadero poder de sacrificio tampoco encontramos propiamente verdadero sacerdocio”. No sacrificando verdaderamente los fieles en la Misa, tampoco son verdaderos sacerdotes.

La común participación sacerdotal no hace propiamente sacerdotes. El sacerdote verdadero surge cuando llega el carácter de la ordenación sacramental. Este carácter es el constitutivo de la jerarquía sacerdotal. Esta jerarquía entra en la línea del sacerdocio de Cristo precisamente en cuanto Jefe de la comunidad cristiana, porque en virtud del sacramento del orden ya no nos hacemos simplemente miembros de un cuerpo sacerdotal, sino que nos asimilamos a Cristo Cabeza y Señor de ese cuerpo por orden a su sacrificio, que es la Misa. El sacerdote actúa, por título propio sacerdotal, en nombre y con la representación personal de Cristo.
Esto es lo que separa profundamente, no sólo en grado, sino también en especie, el sacerdocio jerárquico del sacerdocio laical o común. Este no puede ni ofrecer ni sacrificar en persona de Cristo y de su Iglesia. Realmente no sacrifica. Porque el sacrificio espiritual que puede poner todo cristiano no llena los requisitos del auténtico sacrificio cristiano en la Nueva Ley, que es el sacrificio de la Misa, en cuanto sustancialmente idéntico con el del calvario.

El punto de partida para una exacta noción del sacerdocio debe ser siempre el sacrificio. Pero no el sacrificio espiritual, sino el sacrificio real eucarístico, si queremos definir con propiedad al sacerdote. Así lo exige la concepción y realización social y sacramental de la Iglesia, como una religión con su culto, del que el acto más perfecto es el sacrificio social y visiblemente establecido. Sólo aquellos serán sacerdotes verdaderamente que se hallen investidos de poderes sacerdotales en orden a poner el sacrificio reconocido como acto público de religión en una comunidad determinada. Esto vale para los sacerdotes no cristianos y vale también para los cristianos. Es ley universal de sacerdocio.

7. Coordinación entre sacerdocio común y sacerdocio jerárquico

El sacerdocio común de los fieles, diferenciándose profundamente del sacerdocio jerárquico, guarda con él una íntima relación, “se ordena el uno para el otro”.

Nace esto de la unidad del Cuerpo místico de Cristo, del que ambos sacerdocios son participación. Cuantos por el bautismo han sido incorporados a Cristo en su Iglesia, deben cooperar juntos a la edificación del Cuerpo místico[11]. No es posible concebir desunidos, sin subordinación ni cooperación recíproca, a los miembros de un mismo cuerpo[12]. El buen ser y perfeccionamiento del cuerpo social cristiano, cuerpo sacerdotal, depende de la unión y subordinación que guarden entre sí sacerdote y fieles, o el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial.

La unidad viviente del organismo del Cuerpo místico comprende ambos sacerdocios, y esa unidad se esencializa e integra por los dos aspectos completivos del organismo social de la Iglesia: el pneumático o espiritual, y el jurídico o visible. Sacerdotes y fieles han de cooperar al bien común de la Iglesia guardando la constitución jerárquica de la Iglesia misma, no tratando de arrogarse los unos las funciones de los otros, sino sencillamente siguiendo la propia ley de vida y actuando en conformidad con su ser y la misión que les compete en el conjunto moral del cuerpo místico.

Por consiguiente, consagrados los fieles todos, en casa espiritual y sacerdocio santo en virtud del bautismo y por la unción del Espíritu Santo, están en el deber de cumplir con su misión sacerdotal, ofreciendo sacrificios por medio de todas las obras.

2. El ejercicio del sacerdocio común en los sacramentos

2. 1. La plenitud eclesial del sacerdocio

El cristiano, en posesión de su sacerdocio, no puede perder nunca de vista la realidad comunitaria en que está inmerso, y ha de tener conciencia de la solidaridad de los miembros todos del Cuerpo místico a la hora en que trata de vivir su sacerdocio. Es parte de un todo sacerdotal, y no puede perder nunca de vista ni el interés de ese todo ni la constitución jerárquica del mismo.

Al mismo tiempo ha de procurar no caer en una especie de fetichismo sacramental o litúrgico, olvidándose de la condición de medio o instrumento que los sacramentos tienen, cifrando en la práctica litúrgica o sacramental toda la sustancia y eficacia de su sacerdocio. Y lo más importante es siempre nuestro encuentro personal con Dios, a base de fe, esperanza y caridad, aunque en la presente economía, ese encuentro no puede ser a capricho, sino que supone necesariamente el medio establecido por Dios, que es el sacramento de su Iglesia y el uso de los otros sacramentos. Pero en esta participación sacramental hay que poner mucha vida espiritual, mucha fe y mucho amor.

Cuantos entran a formar parte del sacramento social de la Iglesia y participan de sus sacramentos deben estar penetrados y tener conciencia de la dimensión social que los caracteriza. Su función individual, si es eclesial, debe ser necesariamente social. Todos han de contribuir a la edificación y al perfeccionamiento del Cuerpo místico de Cristo. Y deben contribuir como lo que son, de modo humano; por consiguiente consciente y libremente, activamente.

2. 2.     Sacerdocio cristiano y sacramentos

            Por medios exteriores y visibles quiere Dios que tengamos noticia y posesión de lo espiritual e invisible. La virtud que nos salva brota en primer lugar de la divinidad de Cristo, trámite su humanidad. En segundo lugar, de los sacramentos. Ni la humanidad de Cristo ni los sacramentos obran a modo de causa principal, sino simplemte instrumental. Pero son medios necesarios porque así Dios lo ha establecido. Como medio es también la Iglesia.

Edificados sobre el fundamento de la fe, los sacramentos, por medio de signos exteriores, nos meten en el torrente de la vida divina. Estas señales visibles son garantía de una realidad invisible. Por los signos sacramentales nos hacemos partícipes de los frutos del sacramento de la pasión de Cristo. La pasión de Cristo, de hecho, y la fe en esa pasión, juntamente con la posición de los signos sacramentales, es lo que da eficacia al sacramento. Los sacramentos son medios objetivamente eficaces que, sin embargo, no excluyen, sino que exigen también nuestra activa cooperación. Nuestro óbice voluntario puede neutralizar su acción.

Por analogía con el primer gran sacramento cristiano, Cristo Jesús que dio gloria a Dios y obró nuestra salvación haciéndose sacrificio y sacramento, también los sacramentos tienen una finalidad cultual y otro salvífico. Dar gloria a Dios y santificar al hombre, de ahí la doble finalidad sacramental. En cuanto ordenados al bien del hombre, los signos salvíficos se dicen propiamente sacramento; en cuanto ordenados a la gloria de Dios, son más bien sacrificio. En el centro y ápice de toda la vida sacramental, que es la eucaristía, es donde la doble vertiente sacramental aparece en toda su plenitud y grandiosidad.

En última instancia es siempre Dios quien principalmente nos salva. Primero por mediación del Hombre-Dios inmolándose visible y cruentamente sobre la cruz; luego por mediación de su Iglesia, que perpetúa la acción mediadora de Cristo y nos administra los sacramentos.

2. 3.     Sacerdocio, bautismo y confirmación

Todos los sacramentos pertenecen, al culto de Dios. Son, en efecto, de institución religiosa y actos manifestativos del culto cristiano. En este sentido, todo sacramento, incluso el que no imprime carácter, es participación en el sacerdocio de Cristo, porque su recepción es ya un acto cultual que recibe valor y eficacia del sacrificio sacerdotal de Cristo sobre la cruz.

El carácter bautismal nos configura con Cristo sacerdote, carácter sustancial del Padre, autor y punto de referencia de todo el culto cristiano, en orden al cual se nos dan los caracteres. Por eso se dice que, mediante el carácter, entramos a participar del sacerdocio sacerdotal de Cristo.

El bautismo es, pues, el sacramento de nuestra pertenencia a Cristo y supone nuestra fe en él. He ahí por qué todo bautizado, además de quedar por el carácter incorporado al sacerdocio de Cristo, entrando en el cuerpo sacerdotal de la Iglesia y quedando destinado, como dice el texto conciliar, al culto de la religión cristiana, viene también obligado a “confesar delant de los hombres la “fe que ha recibido de Dios por medio de la Iglesia. Porque sacramento y virtudes deben ayudarse recíprocamente. El que ha sido consagrado cristiano y, hasta cierto punto sacerdote, debe llevar vida santa y hacer de ella un sacerdocio, glorificando a Dios y mirando por el bien de sus hermanos. El carácter sacerdotal recibido está exigiendo en él el estado de gracia para ejercer dignamente su sacerdocio.

Por el sacramento de la confirmación se vinculan los cristianos más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fortaleza especial del Espíritu Santo y de esta forma se obligan con mayor compromiso a difundir y defender la fe con su palabra y sus obras como verdaderos testigos de Cristo[13].

En estas palabras de la Constitución se resume la doctrina teológica corriente acera del sacramento de la confirmación. Ellas indican que, por su carácter, la confirmación mira, como ya la palabra misma lo indica, a ratificar y confirmar, la acción sacramental del bautismo.

El carácter confirmante, en efecto, está en la misma línea del bautismo, como lo está la gracia que confiere. Por tanto, no pone en el cristiano una nueva especie de participación sacerdotal. Se limita a consolidar y hacer más expedita y urgente la potencialidad sacerdotal recibida por el bautismo.

Pero crea una urgencia mayor de desplegar una actividad cristiana, como de adulto, no de recién nacido; como de soldado, no simplemente de ciudadano, para profesar la fe privada y públicamente, defendiéndola contra sus enemigos y lanzándose de lleno a las obras de apostolado. Mete oficialmente al cristiano en la vida pública y le impele a una obra de acción y de conquista

2. 4.     Sacerdocio y eucaristía

El sacerdocio común de los fieles es en el misterio eucarístico donde recibe su máxima significación y debe actuarse de manera más cumplida y eficiente.

La razón más profunda estriba en que la miseriosa realidad del Cuerpo Místico, como perpetuación social de la obra redentora de Cristo, ha de mantener la misma línea salvífica guardada en su actuación por el Cristo histórico o personal. Esta línea discurre sobre el plano sacramental de la humanidad del Verbo, ofreciéndose en sacrificio sobre el ara de la cruz, y mereciéndonos la gracia que salva. La Eucaristía ha sido instituida por el mismo Cristo como recuerdo vivo de su pasión[14]; es, frente a la redención aplicada, lo que ha sido la pasión de Cristo frente a la redención causada. La Iglesia, doblaje místico, tiene en el sacrificio de la Misa la realización perenne del sacrificio del Calvario.

En los demás sacramentos fluye una partícula o gota de la gracia. En la eucaristía es la misma fuente de la gracia la que se nos entrega. En aquellos, Cristo se hace sentir con su acción; en esta se nos da en persona[15]. La realidad de este sacramento es la sustancia de Cristo, mientras que la de los otros es un accidente cristiano. Por eso se dice de la eucaristía que es la cifra y compendio de todos los sacramentos.

En ninguno como en él aparece la doble vertiente sacramental de la Iglesia: la que hace vivo el sacrificio, que mira a la gloria de Dios y la que se orienta al sacramento, que mira a los hombres, como medio de salvación.

En la Misa, no sólo el sacerdocio jerárquico, sino también el laical tienen su más genuina y espléndida manifestación con las diferencias y características que a cada cual compete. Para el sacerdocio laical, esa presencia y participación en la Misa es ante todo y casi exclusivamente un rendir culto, según la idea paulina de la epístola a los Hebreos, ofreciendo interna y espiritualmente, en unión con el sacerdote, la víctima santa; para el sacerdocio jerárquico, la actuación sacerdotal es sobre todo y formalmente un “leiturgein”,el desempeño de una función propiamente sacerdotal, que no es un simple rendir culto ni un ofrecer espiritualmente, sino un sacrificar de verdad, poniendo funciones sacerdotales análogas a las que, con respecto a los antiguos sacrificios, ponían los sacerdotes levitas. 

Congregados en torno al altar, damos testimonio visible y público de nuestra solidaridad cristiana participando en el más sublime y significativo acto de culto religioso. Participación a un tiempo visible e invisible, donde ofrecemos y nos ofrecemos, humillamos nuestro cuerpo y presentamos a Dios un corazón obediente y contrito. No se puede honrar dignamente a Dios si en nuestras prácticas sacramentales y litúrgicas no ponemos mucho espíritu interior, trabajando por el perfeccionamiento de nuestra vida.

Por consiguiente, hay que sumar a la acción de Dios nuestra cooperación; junto al rito sacramental nuestro esfuerzo personal; al mérito de nuestra obra hay que añadir el del operante. Es necesario, que todos los fieles consideren como su principal deber y mayor honor participar en el sacrificio eucarístico no con una asistencia negligente, pasiva y distraída, sino con tal empeño y fervor, que entren en íntimo contacto con el Sumo Sacerdote[16], cumpliendo lo que dice el apóstol: Tener en vosotros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús[17]

Los fieles deben sumarse activamente pues para ello les faculta su sacerdocio, al ofrecimiento del Cuerpo místico, ofreciéndolo personalmente como si fuera cosa propia. No es el suyo un ofrecimiento personalmente litúrgico, pero es plenamente sacrificial en virtud de su sacerdocio. La Misa debe ser, para todo cristiano comunidad de oración y comunidad de sacrificio, como debe ser luego comunidad de vida por la comunión, que simboliza la unión de todos los cristianos: porque el pan es uno, somos muchos en un solo cuerpo pues todos participamos de ese único pan[18].

2. 5.     El sacerdocio común y la penitencia

En el Éxodo leemos: Los sacerdotes… que se acercan a Dios santifíquense para que no los castigue[19]. Y en el profeta Joel: Llorarán los sacerdotes, ministros del Señor, diciendo: perdona, Señor, a tu pueblo[20]. Palabras que, aunque dirigidas oportunamente a los sacerdotes propiamente dichos, pueden aplicarse perfectamente también al sacerdocio común de los fieles. El sacerdocio es una cosa santa y santamente debe ser llevada y tratada.

De ahí la necesidad de que todo fiel cristiano, en uso de su sacerdocio, se sienta solidario del santo sacerdocio que en sí participa, llevando una vida santa y llorando con penitencia los pecados contra Dios, que le hizo participar del sacerdocio de Cristo.

Este arrepentimiento y el perdón divino consiguiente quiere el Señor que se ajusten al tenor sacramental de la economía de la gracia. Y para eso está el sacramento de la penitencia. Al recibirlo, todo cristiano ha de saber convertirlo en un verdadero acto de religión, en su aspecto sacrificial o de holocausto a Dios, y en el propiamente sacramental, o de provecho propio, recuperando o acrecentando la gracia por la acción sacramental puesta y las virtudes en ella concurrentes. A esto le invita su sacerdocio. Ninguna ocasión mejor para ofrecerse a sí mismo en sacrificio, humillándose ente Dios en la persona de su ministro, para obrar una verdadera conversión o transmutación de su alma, pasándola de la servidumbre del diablo a la de Cristo, de la tibieza al fervor, del alejamiento de Dios a su acercamiento en el ministro de su Iglesia. Es Jesucristo el que ha dispuesto que la autenticidad de nuestra penitencia y nuestra reconciliación con Dios se sometan a la prueba y a la garantía de la posición del signo sacramental que la Iglesia administra.

2. 6.     Sacerdocio, unción de enfermos y orden

Refiriéndose al sacramento de la unción de enfermos, el ejercicio del sacerdocio común se hace sentir o se manifiesta en primer lugar en la materna solicitud o cuidado, verdaderamente sacerdotal, con que la misma Iglesia se interesa por los que sufren o enferman. Y en uso de su sacerdocio hace oración por los que sufren encomendándoles de un modo especial a Cristo, que padeció y fue luego glorificado. Y esto lo hace singularmente por la unción y la oración de sus ministros o presbíteros[21].

Les exhorta, en consecuencia, a que, puesto que han sido configurados con Cristo por la inserción en su sacerdocio, al quedar constituidos miembros del cuerpo sacerdotal cristiano o cuerpo místico, que es la Iglesia, en su enfermedad o última agonía viven ascéticamente esa su participación sacerdotal[22]

Cristo nos salvó por el ejercicio de su sacerdocio, sacrificándose por nosotros sobre la cruz. De esa su pasión ha brotado y toma fuerza la sacramentalidad del sacerdocio cristiano. Luego es natural que quienes participan del sacerdocio de Cristo lo vivan en constante referencia a esa pasión, ya por el recuerdo afectivo, ya sobre todo por la asimilación vital, apropiándose los sentimientos de Cristo en su pasión, ofreciéndose al Padre en beneficio de su Iglesia [23].

Además aquellos que entre los fieles se distinguen por el orden sagrado quedan destinados, en el nombre de Cristo, para apacentar la Iglesia con la palabra y la gracia de Dios en nombre de Cristo[24].

Se señalan por estas palabras compendiosas las funciones características de los que participan del sacerdocio jerárquico: predicar y administrar los sacramentos. El ejercicio del sacerdocio común adquiere en ellos auténtica jerarquía y doblado título de urgencia y ejemplaridad. 

Y el Decreto Presbiterorum órdinis dice, refiriéndose a los presbíteros: Por el sacramento del orden, los presbíteros se configuran a Cristo sacerdote, como miembros con la cabeza para construir y edificar todo su cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal[25].

En el misterio de Cristo histórico o personal, síntesis de lo divino y lo humano, en unidad personal del Verbo, era y fue posible que nuestro gran sacerdote, el sacerdote por esencia, hiciera al mismo tiempo las veces de representante y de parte representada; estuviera como Cabeza de la humanidad representada en la Cabeza.

Pero en el Cristo social o místico, que es la Iglesia, esta síntesis personalista ya no es posible. Precisamente por su condición social porque también el Cristo místico sigue, como el Cristo histórico, concentrado en torno al mismo sacrificio, que ahora se llama eucaristía o Misa.

Para poner este sacrifico, como obra sacerdotal del mismo Cristo, son necesarios cristianos que puedan obrar en la persona de Cristo, haciendo lo mismo que Cristo hizo, aunque de otra manera. Y esto sólo lo da el sacramento del orden. Por él Cristo Nuestro Señor excogitó el medio apropiado para obtener que en el Cuerpo místico o Cristo total perdurara la acción personal del mismo Cristo, ofreciéndose por nosotros en sacrificio. El carácter de la ordenación configura con el sacerdocio del jefe y hace que quienes lo reciben celebren el sacrificio eucarístico como sacrificio a doble título: el sacrificio de Cristo y el sacrificio de su Iglesia.

Como sacrificio del cuerpo místico, el sacrificio de la Misa nos pertenece a todos los cristianos, que, incorporados a la unidad de la Iglesia, con ella y en ella sacrificamos participando del sacerdocio como partes de un todo sacerdotal y fruto de un sacerdocio. Pero, como sacrificio de Cristo, sólo quienes pueden tomar la representación personal de Cristo pueden poner personalmente y en la persona de Cristo el sacrificio eucarístico. Estos son los sacerdotes, que para eso precisamente reciben el carácter de su ordenación sacerdotal. Por él quedan constituidos con entera verdad ministros o representantes de Cristo. Reciben una configuración con Cristo Cabeza y una reputación oficial para actuar como cabezas del pueblo cristiano.

2. 7.     El sacerdocio común y el matrimonio

Como no podía ser menos, tratándose del pueblo de Dios en general o del común de los cristianos, el Concilio Vaticano II, consagra una atención particular, hablando del ejército del sacerdocio común en los sacramentos, al sacramento del matrimonio.

La razón es bien sencilla. Se trata del sacramento que podríamos decir más típico del estado seglar y donde el sacerdocio seglar tiene más oportunidad para expandirse y manifestarse en una serie de actuaciones que afectan profundamente no sólo a la vida familiar de cada casado, sino también de toda la Iglesia.

El sacramento del matrimonio, dice el Concilio, es como expresión y participación del misterio de la Iglesia, invocando palabras de San Pablo. El apóstol considera al matrimonio como el símbolo o sacramento de la unión de Cristo con su Iglesia. El marido, cabeza de la mujer, representa a Cristo cabeza de la Iglesia[26]. Su unión ha de hacerse a la luz de la misteriosa unión que tienen Cristo y su Iglesia. Este misterio (el del matrimonio) es grande, más yo lo digo en orden a Cristo y su Iglesia[27].

La sacramentalidad del matrimonio consiste en la significación sagrada que recibe el mismo contrato matrimonial, y en su elevación al orden sobrenatural por la gracia que el signo sacramental causa y la ordenación que a lo divino trae todo cristiano por su bautismo. La unión matrimonial de los cristianos es el signo sacramental de la unción de Cristo con su Iglesia. La gracia matrimonial consiste en hacer de los esposos, a través de su unión conyugal, seres más unidos entre sí estando más unidos a Dios. La alianza matrimonial debe ser un remedio de la alianza establecida por Cristo con su Iglesia. Los esposos la representan y deben vivirla. Para ello el rito sacramental les da una gracia particular.

Es por lo que han de valerse de su sacerdocio para hacer de su hogar una pequeña Iglesia, ofreciéndose en holocausto recíproco para santificarse mutuamente por la ordenación de su vida a Dios.

El ejercicio del sacerdocio común tiene tanta mayor razón de ser en la vivencia sacramental del matrimonio cuanto que éste es el único sacramento donde un simple fiel es ministro de su propio sacramento y lo administra como por derecho propio.

La tarea fundamental del matrimonio, como institución natural elevada por Cristo a la categoría de sacramento, consiste en proporcionar nuevos miembros al Cuerpo místico de Cristo, transmitiendo la vida que ha de entrar en comunión con ese Cuerpo por la fe y el sacramento de la regeneración cristiana, que es el bautismo. La sacramentalidad del matrimonio no depende del sacerdocio jerárquico. Es cosa inherente al mismo contrato natural del matrimonio cuando es puesto por hombres en posesión del sacerdocio común por el carácter bautismal. Los mismos contrayentes atraen sobre sí directamente de Cristo la gracia sacramental de su matrimonio o, por mejor decir, convierten su contrato en sacramento, actuando su sacerdocio bautismal. El matrimonio es el único sacramento que no cae directamente bajo el ministerio sacerdotal.

Los casados, por la virtud de su sacerdocio común y la gracia del mismo sacramento que reciben, han de dar un sentido sobrenatural a su unión conyugal y al acto procreador, ordenándolo a su debido fin. La prole es el primer bien del matrimonio. Da permanencia al acto pasajero conyugal.

Los casados, pues, han de saber conjugar en uno los fines todos del matrimonio, haciéndole servir para su propia santificación por la cooperación mutua, y para el bien de la Iglesia por la crianza y educación cristiana de los hijos. Todo a base de amor y espíritu de sacrificio. Así llevarán a pleno rendimiento el ejercicio sacerdotal de su vida cristiana y pondrán en ella la plenitud de significación sacramental y santificadora que tiene su matrimonio en el misterio de Cristo y su Iglesia.


Hna. Florinda Panizo



[1] Hb 5,6; 7,21; 8,6.
[2] 1 Pe 2,4-10.
[3] Hb 8,6.
[4] 1 Co 12,27-30.
[5] Hb 7,15-19.
[6] Sacerdocio puramente humano.
[7] Ex 19,5-6; 1 Pe 2,5.9; Ap 1,6; 5,9-10.
[8] Lc 22,19.
[9] Jn 3,5.
[10] 1 Pe 2,9.
[11] 1 Co 12,12-13.
[12] Ibid., 12,14-26; Ef 4,4-5.
[13] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium nº 11.
[14] Mt 26,26-28.
[15] 1 Co 11,23-25.
[16] Pío XII, Mediator Dei, nº 99.
[17] Fil 2,5.
[18] I Co 10,17; 12,12.
[19] Éx 19,22.
[20] Joel 2,17.
[21] St 5,14-16.
[22] Co 1,24; 1 Pe 4,13.
[23] Ro 8,17; 2 Tim 2,11-12.
[24] Concilio Vaticano II, Constitución Lumen Gentium nº 11.
[25] Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum órdinis nº 12.
[26] Ef 5,23.
[27] Ibid., 5,32.