16 de julio de 2016

Domingo XVI del Tiempo Ordinario -Ciclo C-


            “Dios me ha nombrado ministro, asignándome la tarea de anunciaros a vosotros su mensaje completo: el misterio que Dios ha tenido escondido desde siglos y generaciones y que ahora ha revelado a sus santos”. San Pablo, escribiendo a los Colosenses, recuerda el misterio que Dios ha querido revelar a los hombres, y que, al llegar la plenitud de los tiempos se ha concretado en la persona de Jesús, constituído Señor y Cristo, principio de salvación para los hombres, esperanza de gloria para todo el que cree. Este misterio ha sido anunciado primero por los apóstoles, y ahora lo es por medio de la Iglesia que continua ofreciendo a todos la posibilidad de salvación.

            Acoger el mensaje de Dios, el misterio que puede darnos la salvación. He aquí el priblema, he aquí una realidad que no siempre ha sido fácil y que en estos tiempos se está manifestando cada vez más difícil. Porque por mucho que se predique la buena nueva, si los hombres no abren su corazón y su espíritu, todo es en vano. El anuncio de la palabra es necesario, imprescindible, pero es igualmente necesario disponerse para que esta palabra, cual semilla en tierra fértil, pueda germinar y dar fruto abundante. La primera lectura y el evangelio, mediante los ejemplos de hospitalidad que ofrecen, invitan a reflexionar sobre esta acogida del misterio de Dios.

            El libro de Génesis ha evocado la escena del encinar de Mambré, en la que el patriarca Abrahán, sentado junto a su tienda, ve llegar a tres desconocidos, les sale al encuentro y los convence para que se detengan, a fin de poderlos agasajar según las más exquisitas normas de la hospitalidad oriental. La escena termina con la promesa del hijo que tanto deseaba el anciano patriarca. Conviene subrayar la disponibilidad de Abrahán ante la intervención divina representada por aquellos tres personajes. La promesa que Abrahán recibe encuentra tierra abonada en el espíritu generoso y acogedor del patriarca.

            El evangelio ha evocado otro ejemplo de acogida: el episodio de Jesús en casa de Marta y María. Lucas introduce, en el relato de la subida de Jesús a Jerusalén, esta parada en la casa de las dos hermanas. Marta, del mismo modo como lo había hecho Abrahán, acoge gozosa al huesped y se ocupa en preparar todo lo necesario, mientras María, sentada a los pies del Maestro, busca alimentarse con su palabra. La escena quiere indicar a los discípulos el primado absoluto que debe tener la escucha en la fe de la Palabra del Señor, primado subrayado por el elogio que Jesús hace de María: “Sólo una cosa es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no se la quitarán”. Sólo el que sabe escuchar lo que Dios dice estará en disposición de poder realizar su voluntad.

            Pero el elogio que Jesús hace de María no lleva consigo una depreciación de la actitud de Marta y de su prontitud en acogerle, ni una criti­ca a la hospitalidad atenta y solícita que Marta ofrece al Señor. El reproche o mejor la advertencia que Jesús hace a Marta, no se refiere a la hospitalidad en sí misma, sino más bien a la ansiedad y la preocupación por las cosas temporales, que le podría llevar a posponer, si no incluso olvidar, lo único necesario que aparece indicado en la actitud de María. Por su parte, la acogida en la fe de la palabra del Señor, que caracteriza a María, no excluye la disponibilidad al servicio generoso.

            Jesús continua haciéndose encontradizo y quiere entrar en nosotros, en nuestra casa, para ser acogido y hospedarse. Algunos no le dejan entrar o porque es un desconocido para ellos, o porque, conociéndolo, temen sus exigencias. Otros lo acogen con alegría, pero luego lo dejan solo para dedicarse a sus actividades. Abrahán y María, los dos que han escogido la mejor parte, nos muestran como hemos de acoger al Señor, de modo que podamos tener parte 

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