25 de noviembre de 2016


           “Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor”. Hoy Jesús invita a velar, a esperar su última venida, porque esta espera forma parte de la fe que profesamos como cristianos. En efecto, nosotros creemos que Jesús, el Hijo de Dios se hizo hombre, habitó entre nosotros, y para la salvación de todos, aceptó morir en la cruz, ser sepultado y resucitar de entre los muertos, y, al final de los tiempos, volverá para llevar a su plenitud el universo entero.

Este encuentro final con Jesús al final de los tiempos para muchos aparece hoy como un mito rayano a la leyenda. Pero, en los primeros tiempos del cristianismo, la espera de este retorno de Jesús era una fuerza que hacía vivir en tensión vibrante, como deja entrever San Pablo en la segunda lectura. Después de recordar que nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer, el apóstol urge a dejar las obras de las tinieblas y pertrecharse con las armas de la luz, a comportarse con dignidad, como quien vive el día del Señor y no la tinieblas del error. Es precisamente esta esperanza viva que, actuando como acicate, explica el rápido crecimiento de la fe cristiana en el mundo pagano de entonces.

Un cristiano no puede vivir mirando únicamente hacia atrás, lleno de nostalgia por tiempos pasados, que de hecho no fueron mejores que los actuales; tampoco puede vivir preocupado únicamente  por los problemas del momento, pues no sería un auténtico discípulo de Jesús. Hay que saber vivir a la vez el pasado y el presente pero con una proyección hacia el futuro. Por esta razón, la Iglesia ofrece cada año, como preparación a la Navidad del Señor, el llamado tiempo de Adviento, con el que nos invita a reavivar nuestra esperanza, a dirigir nuestra mirada hacia el Señor que es el principio y el fin de toda la historia.

            Pero cabe preguntarse: ¿Qué interés concreto puede tener esperar la venida del Señor, un acontecimiento que sin duda queda fuera de nuestra experiencia personal? ¿En que puede transformar nuestra vida cotidiana la espera del Señor? Precisamente porque un día el Señor se manifestará para transformar este mundo caduco, hemos de vivir los días grises de nuestra existencia con la conciencia de que nada deja de tener valor para el Señor. Si esperamos la venida del Señor no olvidaremos que con nuestros acciones u omisiones podemos hacernos cómplices de las injusticias, de las violencias, de las arbitrariedades, de la falta de amor que oprime al mundo. Estar en vela quiere decir mantenerse en contacto con la realidad en la que vivimos, tratando de dar testimonio de la fe en Jesús que hemos recibido y profesamos. Velar quiere decir alimentarnos de la Palabra de Dios para rechazar cualquier forma de engaño o de injusticia que trate de asomarse en nosotros.

            Jesús, en el evangelio de hoy, nos explica como ha de ser esta esperanza. En primer lugar recordaba lo que sucedió en tiempos del diluvio: la vida de los hombres se desarrollaba normalmente, pero cuando menos se esperaba sucedió la catástrofe. Los que se habían preparado, Noé y los suyos, se salvaron. Los demás perecieron. A este recuerdo sacado de la Biblia, Jesús añade la parábola del dueño de la casa que si supiera a qué hora de la noche había de venir el ladrón, podría impedir que le desvalijaran la casa. De ahí saca Jesús la conclusión de que conviene estar en vela y estar alerta, para no ser sorprendidos. No importa saber cuando ocurrirá esta manifestación; basta saber que tendrá lugar y que lo importante es prepararse y esperar contra toda esperanza.


            Estas invitaciones no son una llamada a la evasión de la realidad de cada día, sino todo lo contrario. Se trata de darnos de lleno a nuestra actividad específica pero con el espíritu lleno de esperanza. Vivimos en un momento de la historia en que los problemas planteados, tanto a nivel personal como social, a menudo oprimen el espíritu y angustian. El tiempo de Adviento invita a despertar la esperanza, para iluminar nuestro peregrinar por la vida, de modo que nuestro quehacer diarioa muestre que creemos en el Señor viene.

18 de noviembre de 2016

FIESTA DE CRISTO REY -Ciclo C


             “Damos gracias a Dios Padre, que nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados”. San Pablo recuerda hoy que Jesús, el primogénito de entre los muertos, ha obtenido el perdón de los pecados y ha instaurado la paz y la reconciliación por la sangre de su cruz, y así, hemos pasado de las tinieblas del pecado y de la muerte al reino de la luz, al reino de Dios. Esta es la perspectiva desde la que conviene entender la solemnidad de Cristo Rey, con la que cerramos el año litúrgico.

            En efecto, el título de Rey del universo, aplicado a Jesús de Nazaret, no debe ser interpretado como intento de reivindicar, por parte de la Iglesia, el poder y el dominio que en algunas épocas de la historia ejerció efectivamente, y que no siempre ha dejado buen recuerdo. En este sentido, la lectura de la página del evangelio de Lucas que presenta hoy la liturgia es una crítica radical de cualquier veleidad triunfalista en la presentación de la realeza de Jesús. La esperanza mesiánica de Israel no se realiza con la entronización de un rey terreno sino con la exaltación de un pobre hombre, humillado y reducido a la impotencia, que por haber amado a los suyos hasta el extremo, fue clavado en un patíbulo, como un vulgar malhechor. El fracaso se convierte en victoria por la intervención de Dios y el Crucificado es proclamado Señor y Mesías al que corresponde la plenitud de autoridad.

            Lucas, en su narración de la Pasión, conduce al Calvario para contemplar a Jesús crucificado entre malhechores, con la secuencia impresionante de los últimos ataques a Aquél que humanamente no puede ya hacer nada. Primero son las autoridades de Israel. Después los soldados. Sigue la descripción del título oficial que justifica la ejecución. Por fin intervienen los dos condenados con Jesús. Es interesante ver los títulos que sus opositores le atribuyen sin piedad y sin convencimiento: “Mesías de Dios”; “Elegido”; “Rey de los judíos”. Hasta cuatro veces el texto repite el verbo “salvar”: “Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo”, “que nos salve a nosotros”.

            Estas personas que se ensañan en el Crucificado no se dan cuenta de que, a pesar del odio y del desprecio que les impulsan, están anunciando una realidad indiscutible. En efecto, Jesús no puede salvarse a sí mismo en el sentido que le proponen. Su vida está en manos del Padre, pues salió del Padre y ahora vuelve a él. Dentro de poco el evangelista pondrá en labios del Crucificado la cita del salmo 30: “En tus manos encomiendo mi espíritu”. De hecho, Jesús se salva a sí mismo, salva a todos los hombres, poniéndose y poniéndonos en manos del Padre. Es sólo aceptando el fracaso a nivel humano pero manteniendo su confianza en el Padre que Jesús salva lo que se había perdido: da vida a los muertos, perdona los pecados y renueva la amistad del hombre con Dios.

            Uno de los malhechores sin embargo conserva su lucidez y comprende que en la hora suprema de la muerte no hay espacio para la maldición y el ultraje. El ejemplo de Jesús le hace reconocer que el suplicio de ellos es justo, porque han pecado. En cambio, el de Jesús, que es inocente, es un misterio. Y llega la plegaria decisiva: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Y la respuesta de Jesús no deja lugar a dudas: “Hoy estarás conmigo en el Paraiso”. No en determinadas circunstancias, no al final de los tiempos, no cuando hayas expiado tus pecamos. Hoy - conmigo - en el Paraiso. Jesús es Rey, un Rey que salva a su pueblo, pero no con victorias terrenas, con ejércitos y poder, sino con la humildad de su fracaso, con la aceptación de la muerte, poniéndose en manos de Dios.


            Para concluir vale la pena reflexionar sobre lo que el teólogo protestante Jurgen Moltmann escribe: “Que una Iglesia que se olvide de que su misión es proclamar a Cristo, crucificado y resucitado, que se olvide que es ante todo una comunión de pecadores, que, a través de la Cruz de Cristo está llamada a ser una comunión de santos, podría hacer quizá maravillas a nivel humano, pero no sería fiel a la misión que Dios le ha encomendado”.

11 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXIII -Ciclo C


“De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin”. Cada vez que hacemos nuestra profesión de fe recitando el Credo, con estas palabras proclamamos la esperanza de los cristianos en la segunda venida de Jesús. Pero si ya experimentamos una cierta dificultad cuando oímos hablar de su primera venida, la que comenzó la noche de Navidad en un establo de Belén, no ha de extrañarnos que cueste mucho más tratar de comprender una segunda venida, que se acostumbra relacionar con el fin del mundo. El fin de este mundo es, sin duda, un tema delicado, que se presta a conjeturas y elucubraciones, y en algunas épocas de la historia ha suscitado temores y angustias. Con todo hay que reconocer que el fin del mundo no es ajeno del todo a la mentalidad de nuestros días, cuando personas entendidas y con razones de peso, advierten del peligro que corre el universo si el hombre abusa de las fuerzas que el progreso le ha puesto entre las manos y que cuestionan la estabilidad de nuestro planeta.
            La primera lectura y también el evangelio hablan hoy de los acontecimientos que coincidirán con el término de la historia del mundo. El vocabulario que utilizan los autores bíblicos al tratar de este tema pertenece a un género literario específico y, por lo tanto, no hay que tomar al pie de la letra los detalles de sus afirmaciones. Lo importante es retener el mensaje que Jesús quiere inculcarnos: La vida, la historia, el mundo, son un continuo devenir, nada es eterno y alguna vez llegará su final. Este término no debemos verlo como un desastre a todos los niveles, sino más bien cómo un momento de encuentro de la humanidad con Jesús, un encuentro destinado a la salvación, no a la ruina y a la muerte. Hemos de confesar que Jesús vendrá un día, y que su venida significará la culminación del universo, pero no hay razón para imaginar que este final haya de ser inmediato. Jesús, con sus palabras, invita a reflexionar como aprovechar el tiempo que nos queda, para que el encuentro que esperamos sea en verdad un encuentro de vida, de paz y de alegría.

            En la larga espera de su regreso, que de alguna manera se identifica con la historia de la Iglesia, Jesús propone un aspecto de la dura realidad que entraña la vida presente. Si somos sus discípulos, si intentamos vivir según su evangelio, por el hecho de ser fieles a Jesús, seremos objeto de persecución. No solo reyes y gobernadores, sino también padres, parientes, hermanos y amigos, dice Jesús, pueden odiarnos por causa de su nombre. Jesús repite a menudo que él es signo de contradicción y que quien le siga ha de abrazar su cruz y caminar siguiendo sus pasos. Ser cristiano quiere decir ser testigo de Jesús y en la medida que el evangelio desbarata los proyectos puramente humanos, quienes lo anuncian sea de palabra que de obra corren el riesgo de acabar como acabó el Maestro.

            Si de una parte se nos anuncia esta triste realidad que es la persecución por la fidelidad a Jesús, por otra se nos asegura que no estaremos solos. Se nos invita a no preparar nuestra defensa, sino a confiar que, en el momento oportuno, Dios mismo intervendrá para ayudarnos, para poner en nuestros labios las palabras justas para no ser dominados por los adversarios. Sin embargo, lo que está en juego no es tanto el modo como lograremos superar a quienes nos hacen la guerra, cuanto que conviene trabajar para no cejar en la fidelidad. Por esto insiste Jesús: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

            Hoy leemos la recomendación de san Pablo a los cristianos de Tesalónica, algunos de los cuales, porque esperaban el retorno del Señor, se negaban a trabajar. El apóstol, recordando el ejemplo que él mismo dió al trabajar con sus propias manos para no ser un peso a los hermanos que evangelizaba, exige una activa participación en la actividad laboral de los hombres, como contribución al bien del universo. Cada vez que celebramos la eucaristía confesamos nuestra esperanza en el retorno de Jesús. Vivamos pues aceptando todos los empeños y responsabilidades de la vida, precisamente porque tenemos los ojos dirigidos al día del Señor y a su salvación que llega.



4 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO


             “No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos”. Estas palabras que san Lucas pone en labios de Jesús suscitan una cuestión de inegable actualidad. En efecto, el misterio de la muerte acompaña la vida de todo ser y, en cierto sentido, es el misterio mismo de los humanos. Cuando un hombre o una mujer deja de mirar al más allá, cuando se resigna a que la muerte ponga fin a su existencia de modo definitivo, es natural que se afane en realizar todos sus deseos en este mundo, pues no puede aspirar a más. Esto explica que se soporte dificilmente la enfermedad y la disminución de las fuerzas físicas e intelectuales; e incluso que, a menudo, la vida aparezca sin sentido y la desesperación bloquee el corazón. La sola posibilidad de romper este círculo fatal es la de dar crédito a las palabras de Jesús y confesar que Dios es Dios de vivos, no de muertos, como afirma el mismo Jesús en el evangelio de hoy, respondiendo a las elucubraciones de los judío saduceos.

            Puntualizando la enseñanza de Jesús, en primer lugar hay que afirmar que la vida no termina con la muerte, y la razón de esta realidad se encuentra en el hecho de que nuestro Dios es un Dios Viviente, un Dios cuya acción va más allá de la fugaz y relativamenre breve vida de los humanos. Y, aunque para algunos tenga un valor dudooso, Dios nos ha dado una prueba de ello al resucitar de entre los muertos a su Hijo Jesús, después de su crucifixión y su sepultura. La fe cristiana descansa en el testimonio de unos hombres y mujeres que, a pesar de sus dudas, desánimos y pusilanimidades, no dudaron en confesar que el Señor había resucitado verdaderamente y habían comido y bebido con él. Su testimonio se transmitió y está en la base de la realidad del cristianismo que en pocos siglos se impuso en el mundo de la época. Pero el mensaje cristiano no se limita a confesar la resurrección de Jesús y continúa afirmando que esta resurrección está también prometida para todos los que creen en él: “El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”, dijo un día el mismo Jesús.

            A la luz de la resurrección de Jesús, toda la vida cristiana adquiere una nueva perspectiva y una esperanza gozosa. El cristiano ama la vida, se esfuerza en vivirla procurando colaborar con Dios en la obra de la conservación y crecimiento del universo, y la gracia del Espíritu le ayuda para no vivir angustiado por lo que significa la muerte, porque sabe muy bien que, aunque la certeza de morir entristezca, consuela la promesa de la futura inmortalidad, dado que cuando se deshará nuestra morada terrenal, adquiriremos una mansión eterna junto a Dios. Por esto el creyente en Jesús debería estar lejos de la angustia de aquellos que, dado que todo tiene su fin, todo se acaba en la nada, quieren agotar el tiempo para llevar a cabo, cueste lo que cueste, todos sus proyectos.

            Jesús nos ofrece una vida más allá de la muerte, que en cierto modo es culminación de la vida actual, y en cierto modo una auténtica superación. Pero Jesús no entra en detalles acerca de cómo será esta vida nueva para satisfacer nuestra curiosidad. A los saduceos que proponían la extraña historia de la mujer de los siete maridos, Jesús les responde indicando que para los juzgados dignos de la vida futura no habrá ya posibilidad de casarse, no habrá más procreación dado que ya no habrá más muerte. Y añade además que serán como ángeles, serán hijos de Dios, pues participarán en la resurrección. Es mucho, pero al mismo tiempo es poco, en cuanto no se dan detalles.


            En la segunda lectura, san Pablo insistía en que Dios nos ama y nos da fuerza para que testimoniemos con palabras y obras lo que creemos y esperamos: que Jesús es el primero de los resucitados y que la fuerza de su Espíritu no nos faltará para llevar a término nuestra nuestra vida hasta resucitar con él y recibir el premio de la vida en Dios que no tendra fin y colmara todas nuestras esperanzas.