11 de noviembre de 2016

DOMINGO XXXIII -Ciclo C


“De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin”. Cada vez que hacemos nuestra profesión de fe recitando el Credo, con estas palabras proclamamos la esperanza de los cristianos en la segunda venida de Jesús. Pero si ya experimentamos una cierta dificultad cuando oímos hablar de su primera venida, la que comenzó la noche de Navidad en un establo de Belén, no ha de extrañarnos que cueste mucho más tratar de comprender una segunda venida, que se acostumbra relacionar con el fin del mundo. El fin de este mundo es, sin duda, un tema delicado, que se presta a conjeturas y elucubraciones, y en algunas épocas de la historia ha suscitado temores y angustias. Con todo hay que reconocer que el fin del mundo no es ajeno del todo a la mentalidad de nuestros días, cuando personas entendidas y con razones de peso, advierten del peligro que corre el universo si el hombre abusa de las fuerzas que el progreso le ha puesto entre las manos y que cuestionan la estabilidad de nuestro planeta.
            La primera lectura y también el evangelio hablan hoy de los acontecimientos que coincidirán con el término de la historia del mundo. El vocabulario que utilizan los autores bíblicos al tratar de este tema pertenece a un género literario específico y, por lo tanto, no hay que tomar al pie de la letra los detalles de sus afirmaciones. Lo importante es retener el mensaje que Jesús quiere inculcarnos: La vida, la historia, el mundo, son un continuo devenir, nada es eterno y alguna vez llegará su final. Este término no debemos verlo como un desastre a todos los niveles, sino más bien cómo un momento de encuentro de la humanidad con Jesús, un encuentro destinado a la salvación, no a la ruina y a la muerte. Hemos de confesar que Jesús vendrá un día, y que su venida significará la culminación del universo, pero no hay razón para imaginar que este final haya de ser inmediato. Jesús, con sus palabras, invita a reflexionar como aprovechar el tiempo que nos queda, para que el encuentro que esperamos sea en verdad un encuentro de vida, de paz y de alegría.

            En la larga espera de su regreso, que de alguna manera se identifica con la historia de la Iglesia, Jesús propone un aspecto de la dura realidad que entraña la vida presente. Si somos sus discípulos, si intentamos vivir según su evangelio, por el hecho de ser fieles a Jesús, seremos objeto de persecución. No solo reyes y gobernadores, sino también padres, parientes, hermanos y amigos, dice Jesús, pueden odiarnos por causa de su nombre. Jesús repite a menudo que él es signo de contradicción y que quien le siga ha de abrazar su cruz y caminar siguiendo sus pasos. Ser cristiano quiere decir ser testigo de Jesús y en la medida que el evangelio desbarata los proyectos puramente humanos, quienes lo anuncian sea de palabra que de obra corren el riesgo de acabar como acabó el Maestro.

            Si de una parte se nos anuncia esta triste realidad que es la persecución por la fidelidad a Jesús, por otra se nos asegura que no estaremos solos. Se nos invita a no preparar nuestra defensa, sino a confiar que, en el momento oportuno, Dios mismo intervendrá para ayudarnos, para poner en nuestros labios las palabras justas para no ser dominados por los adversarios. Sin embargo, lo que está en juego no es tanto el modo como lograremos superar a quienes nos hacen la guerra, cuanto que conviene trabajar para no cejar en la fidelidad. Por esto insiste Jesús: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas”.

            Hoy leemos la recomendación de san Pablo a los cristianos de Tesalónica, algunos de los cuales, porque esperaban el retorno del Señor, se negaban a trabajar. El apóstol, recordando el ejemplo que él mismo dió al trabajar con sus propias manos para no ser un peso a los hermanos que evangelizaba, exige una activa participación en la actividad laboral de los hombres, como contribución al bien del universo. Cada vez que celebramos la eucaristía confesamos nuestra esperanza en el retorno de Jesús. Vivamos pues aceptando todos los empeños y responsabilidades de la vida, precisamente porque tenemos los ojos dirigidos al día del Señor y a su salvación que llega.



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