7 de diciembre de 2016

SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

          

         “Oh Dios, por la Concepción Inmaculada de la Virgen María preparaste a tu Hijo una digna morada y, en previsión de la muerte de este mismo Hijo preservaste a María de todo pecado”. La colecta que inicia la celebración de esta solemnidad alude claramente al designio de Dios que, en su voluntad de salvar a la humanidad, quiso enviar a su Hijo para que se hiciese hombre entre los hombres. Pero dado que todo hombre nace naturalmente de mujer, puso especial interés en preparar a la mujer destinada a ser madre de su hijo. La encarnación del Hijo de Dios y el papel de María en este misterio son los dos aspectos que esta celebración propone a nuestra consideración.

            La primera lectura ha recordado cómo Dios llamó a la vida a Adán, el primer hombre, y que el hombre no supo o no quiso responder a la llamada divina. El diálogo de Dios con Adán y Eva en el paraíso después de la transgresión, permite comprender la triste condición en la que el hombre vino a encontrarse por su desobediencia. El autor del libro del Génesis describe al hombre como escondiéndose de Dios, consciente de su desnudez, por haber perdido la comunión vital que lo ligaba a Dios. Pero con su falta perdió también la comunión que le ligaba a su misma compañera. Al serle reprochada su desobediencia el hombre, incapaz de asumir la responsabilidad de su acto, descarga el peso de lo acaecido en la mujer. Y ésta, para no ser menos, acusa a la serpiente. Triste conclusión para aquellos a los que la serpiente prometía ser como dioses. Pero Dios no deja a la humanidad sumida en el pecado que conduce a la muerte: esta página ya deja entrever al nuevo Adán, nacido de la estirpe de la mujer, que con su fidelidad reanudará la relación de la familia humana con Dios, venciendo así al pecado y a la muerte.

            El evangelio ha evocado el momento preciso en que el Hijo de Dios, la Palabra del Padre, se prepara para entrar en el mundo. Dios, que de infinitas maneras muestra su respeto por la persona humana, antes de asumir nuestra carne en el seno de la mujer que se ha escogido, pide con sencillez su consentimiento. María, escogida por Dios, ha recibido el favor divino con la plenitud con que puede acogerlo una criatura, y está preparada para la misión a que se le ha destinado: pero antes se le pide su consentimiento. Dios no fuerza. Ella colabora con generosidad: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». María, por gracia de Dios fue concebida sin pecado y, generosa en su disponibilidad total, puede acoger a la Palabra hecha carne y asegurar así la salvación de toda la familia de los hombres.

            El relato de Lucas queda completado con la exposición que en la segunda lectura ha hecho el apóstol Pablo. Desde antes de la creación del mundo, Dios ha escogido, en la persona de Jesús, a todos los hombres para que fuesen sus hijos, santos e irreprochables ante él por el amor, para participar de su misma vida divina. Este designio de Dios sin embargo no priva al hombre de la prerrogativa de su libertad. Lo que Dios ofrece al hombre queda siempre supeditado de alguna manera a que éste lo acepte libremente. Así Dios al comienzo de la obra de redención quiso contar con la colaboración de la estirpe humana, representada en la figura de María, escogida por Dios para ser Madre de su Hijo unigénito.

            Al celebrar con gozo la obra que Dios ha realizado en la humilde Virgen de Nazaret desde su Concepción Inmaculada hasta el momento de su aceptación de la divina maternidad, conviene entender en toda su dimensión esta obra de Dios. Junto con María, inicio e imagen de la Iglesia, también hemos sido escogidos por Dios para tener parte en su proyecto de salvación y se nos ha dado todo cuanto necesitamos para aceptar esta llamada. Toca a nosotros saber responder con la misma prontitud y generosidad de María a la elección de Dios para ser santos e irreprochables ante él en el amor, para alabanza de su gloria.

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