27 de enero de 2017

IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo A-


           “Jesús subió a la montaña, se sentó y se puso a hablar: Dichosos los pobres”. Con estas palabras San Mateo da comienzo al llamado "Sermón de la montaña", en el que Jesús propone a sus discípulos y a las muchedumbres que le seguían las líneas fundamentales del Reino de Dios, que ha venido a anunciar. Las Bienaventuranzas que ha conservado el evangelio de san Mateo las conocemos bien por haberlas oído muchas veces. Las  aprendimos de niños durante el catecismo, y si bien parecen sencillas y claras, encierran un mensaje exigente.

Si las separamos de su contexto adquieren una ambigüedad peligrosa. Las lágrimas, el hambre y la sed, la pobreza, la piedad, el deseo de la justicia, la búsqueda de la paz, la hostilidad del mundo son realidades de la vida cotidiana de todos los hombres y, de por sí, no señalan el límite entre el bien y el mal. ¿Dónde está la pobreza de aquel que no quiere trabajar? ¿Dónde empieza la pobreza del explotado? ¿Cómo distinguir la auténtica compasión, de la condescendencia llena de desprecio? ¿Cómo diferenciar el pacifismo cómodo que busca la tranquilidad, de la fe invencible del que está dispuesto dar su vida por la paz? ¿Còmo apreciar la fuerza de espíritu del mártir, del fanatismo del exaltado?

            Con las Bienaventuranzas, Jesús quiere proponer su mensaje: a los pobres, a los sufridos, a los que lloran, a los que tienen hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los limpios de corazón, a los que trabajan por la paz, a los perseguidos por causa de la justicia. A estos tales Jesús les llama "dichosos" no por la situación en que se encuentran concretamente, sino porque es a ellos a quienes la misericordia de Dios ofrece la posibilidad de acoger el Reino, de obtener la salvación que Jesús ha venido a dar.

Pero al mismo tiempo las Bienaventuranzas esbozan un programa muy concreto. No presentan ocho categorías distintas de hombres. Cada una de las bienaventuranzas trae una luz nueva pero todas convergen hacia un mismo centro: tratan de dibujar cómo ha de ser el pueblo de Dios, quieren delinear la fisonomia del grupo de los que aceptan creer en Jesús. No se realizan al mismo tiempo para cada hombre, pero, indudablemente, aparecerán en el curso de la existencia de la comunidad y también de cada uno de sus miembros.

Pero es necesario advertir que Jesús no quiere un pueblo de gente pasiva y resignada, que vive alienada de la realidad de cada día, esperando únicamente en un premio más allá de la muerte; quiere que su pueblo esté formado hombres que, denunciando el desorden fruto del egoismo, de la ambición y del abuso del poder, luchan por la justicia verdadera y la paz equitativa; que viven atormentados por un hambre y una sed que no pueden colmar vagas promesas o soluciones de compromiso; que, si bien evitan la violencia, no ceden a la opresión o a la maldad; que, sin doblez de corazón y llenos de amor por el hermano, buscan no la propia comodidad sino el bien de todos, aunque ello suponga aceptar privaciones y dificultades.

            Las Bienaventuranzas, entendidas a la luz de la fe en Jesús nos vacían de nosotros mismos y nos abren a la acción del Espíritu, nos ayudan a mantenernos abiertos a la acción de Dios para dar una respuesta a la realidad, cruel y despiadada, de la vida cotidiana, fruto del hombre que no se deja guiar por Dios, tal como la historia de todos los tiempos nos enseña. El contenido que encierra esta página del evangelio de san Mateo lo podemos contemplar convertido en ejemplo viviente en la misma persona de Jesús, que ha vivido lo que ha enseñado y que nos invita a imitarlo, si queremos poseer con el Reino de Dios.


     

25 de enero de 2017

LOS CUATRO ARTÍCULOS GALICANOS



Introducción

El galicanismo fue un movimiento teológico francés cuyas raíces se remontan a la Edad media. Fue esencialmente un intento de limitar el poder del papado en Francia por medio de las «libertades de la Iglesia francesa» (de l'Eglise gallicane, de ahí «galicanismo»). En 1516 la Pragmática sanción fue sustituida por un concordato que otorgaba al rey de Francia derecho para nombrar a los obispos. Hubo dos formas de galicanismo: un «galicanismo real», que limitaba el poder del papado sobre las Iglesias nacionales, y un «galicanismo episcopal», que limitaba el poder del papado sobre los obispos individualmente.

Francia negó la recepción de algunos de los decretos de reforma de Trento. En 1663 la Sorbona de París, que había tenido tendencias galicanas casi desde su fundación (1257), publicó una declaración que fue asumida en sustancia por una asamblea del clero francés celebrada en 1682, en una fórmula conocida como «los cuatro artículos galicanos», redactados por el gran orador y obispo J. B. Bossuet (1627-1704). El papa Alejandro VIII los condenó en 1680, y lo mismo hizo el rey Luis XIV en 1693.

El primer artículo negaba cualquier forma de poder temporal del papa y rechazaba su autoridad en los asuntos temporales y civiles. El segundo reconocía los decretos del concilio de Constanza que establecían la supremacía del concilio sobre el papa. El tercero insistía en la inviolabilidad de las antiguas libertades de la Iglesia galicana. El cuarto afirmaba que los decretos del papa no eran irreformables sin el consentimiento de la Iglesia.

El galicanismo perduró como tendencia durante más de un siglo, mostrándose como independiente de Roma incluso en asuntos menores, como la edición de los libros litúrgicos. Aunque no fue ya un problema real después de 1830, cuando empezó a imponerse el ultramontanismo, el Syllabus de Pío IX (1864) y el Vaticano 1 aplastaron por completo lo que quedaba de galicanismo. A la hora de interpretar el Vaticano 1 conviene tener en cuenta que el concilio tenía en mente el galicanismo al formular las definiciones sobre el papado.

A comienzos del siglo XX surgió en el suroeste de Francia una pequeña Iglesia galicana disidente con sus propios obispos cismáticos; todavía existe, pero muestra signos de división interna.
Parte de la mentalidad del galicanismo apareció en los países germánicos en la forma del febronianismo y el josefinismo; la inspiración dominante de este último era sin embargo la Ilustración.

Los cuatro artículos galicanos de 1682 (extractos) y sus precedentes.

La paz de Westfalia puso fin a la guerra de los Treinta Años, que había sembrado de ruinas la nación germana. Pero también consolidó la escisión definitiva del pueblo alemán y consagró el nuevo espíritu cesarista en materias religiosas, que ha de dominar en Europa durante un para de centurias. En último término, el principio protestante de las iglesias del Estado y de las iglesias nacionales quedó triunfante con el principio cuius regio eius et religio.

Este espíritu absolutista es el que ha de ocasionar multitud de conflictos entre la Santa Sede y las cortes europeas, conflictos que llenan casi por completo las relaciones entre la Iglesia y el Estado en este período. Al principio son los mismos reyes los que, llevados del regalismo, pretenden hacer valer sus supuestos derechos regios contra los derechos de la Iglesia. Después los reyes son los juguetes de sus ministros, filósofos, enciclopedistas y deístas, quienes, so pretexto de los supuestos derechos soberanos, oprimen tenazmente a la Iglesia.

El galicanismo define la naturaleza de la Iglesia basándose en el conciliarismo y estableciendo, de acuerdo con éste, cómo deben ser las relaciones entre el Papa y los obispos, considerando aquel un Primus inter pares (primero entre iguales).

Aunque el galicanismo tuvo su máximo desarrollo en la segunda mitad del siglo XVII, bajo el reinado de Luis XIV, no obstante, hunde sus raíces en épocas muy remotas; tanto que Lortz lo considera tan viejo como la Francia moderna, viendo sus manifestaciones (tendencia a una Iglesia nacional, intromisión del poder político en la esfera eclesiástica) ya en la lucha entre Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso, en el papado aviñonés, en las ideas conciliaristas introducidas en la pragmática sanción de Bourges (1438), en el concordato de 1516 que concedía al rey privilegios relativos a algunos nombramientos episcopales y en la negativa en un primer tiempo a publicar los decretos tridentinos.

Pero será, en el encuentro con el absolutismo de Luis XIV (1643-1715) donde encontrará nuevos motivos para afirmarse adoptando actitudes concretas, explotando las reacciones jansenistas contra las condenas romanas, la indiferencia religiosa favorecida por el rigorismo, los progresos del escepticismo y la actitud nacionalista del clero.

Podemos observar en él dos elementos: uno dogmático, la idea conciliar, y otro político-eclesiástico, expresado en la independencia de la Iglesia francesa frente a Roma y en la defensa de los derechos particulares. Fue en este clima, donde maduró la proclamación, hecha en la asamblea del clero convocada el 19 de marzo de 1682 por Luis XIV, de los cuatro artículos de la Iglesia galicana.

1.- “….Los reyes y soberanos no están sometidos a ningún poder eclesiástico”.

Las ideas galicanas de las relaciones entre la Santa Sede y los obispos franceses y el rey de Francia, iniciadas ya en la contienda de Felipe IV con Bonifacio VIII, se desarrollaron principalmente desde el cisma de Occidente con la proclamación de las libertades de la Iglesia galicana contra Benedicto XIII, papa de Aviñón, y con la idea de la supremacía del concilio sobre el papa, defendida Gersón, D’Ailly, etc. y con las prácticas abusivas que casi imponían las circunstancias.
Este primer artículo negaba: cualquier forma de poder temporal del papa y rechazaba su autoridad en los asuntos temporales y civiles. El conflicto había comenzado entre Alejandro VII y Luis XIV, tanto a propósito de la extensión territorial de la inmunidad diplomática de Roma, como de las pretensiones de Luis XIV de gozar de las reglas espirituales (facultad de nombrar a los titulares de las diócesis vacantes). Y lo que valía para algunas diócesis del norte, el rey pretendía extenderlo a toda Francia.

2.- Los decretos del concilio de Constanza (superioridad del concilio sobre cualquier autoridad, incluso la del papa), aprobados por la Santa Sede apostólica y observados por la iglesia galicana, permanecen con toda su fuerza y virtud….

Desde la Edad Media y, sobre todo, desde los primeros decenios del siglo XVII, algunos teólogos y canonistas franceses habían defendido ciertas tesis conciliaristas sobre la independencia de la autoridad de cada obispo en su diócesis, así como la negación del obispado universal del Papa, la supremacía del Concilio sobre el Papa, la posibilidad de reunión del Concilio sin la presencia de aquél, la limitación de su autoridad con respecto al derecho natural, al canónico e incluso al civil de las naciones cristianas.
Los principios galicanos habían echado hondas raíces entre los juristas franceses, y, por otra parte, el conciliarismo de Basilea seguía trabajando la conciencia de los eclesiásticos. Además, con la pujanza externa del Rey Sol, que aspiraba a reconstruir el imperio de Carlomagno, los juristas despertaron la idea del monarca, Rey absoluto por gracia de Dios. Así llegó Luis XIV, en el apogeo de su predominio europeo, a asentar el principio absolutista: El estado soy yo”. En el terreno de las ideas, el galicanismo parlamentario, por una parte, y el galicanismo conciliaristas por otra, trataban de humillar al Pontificado, objetando los usos de la Iglesia galicana, secundum usus canonum receptos.

3.- “…. Las reglas, costumbres y constituciones recibidas en el reino y la iglesia galicana deben mantener su fuerza y virtud y las costumbres de nuestros padres han de permanecer inquebrantables….”

Paralelamente al galicanismo eclesiástico se desarrolló un galicanismo político, que los juristas parlamentarios franceses, considerados como sus guardianes, codificaron definitivamente en 1594. Las 83 libertades codificadas, al mismo tiempo que restringían en Francia la autoridad de la Santa Sede, limitando su intervención a lo absolutamente necesario, ampliaban los poderes del monarca en los asuntos religiosos, considerándole por derecho divino el responsable del bienestar de la Iglesia en Francia, de tal manera que su Corona era libre de cualquier relación de dependencia con relación al Papado. Y al defender estas tesis y considerar como sagrada la persona del rey, los teólogos no hacían más que contribuir a aumentar la tensión que ya existía entre la Iglesia de Francia y Roma.

4.- “…. El papa tiene la parte principal en las cuestiones de fe y sus decretos se refieren a todas las iglesias y a cada iglesia en particular; pero su juicio no es irreformable, a no ser que intervenga en ello el consentimiento de la iglesia”.

Las autoridades eclesiásticas no tardaron en reaccionar contra el contenido de aquella Declaración, siendo condenada sucesivamente por los papas Inocencio X (1682) y Alejandro VIII (1690). Posteriormente, durante las sesiones llevadas a cabo en el Concilio Ecuménico Vaticano I (1869-1870), el galicanismo recibió un duro golpe al ser definida dogmáticamente la doctrina de la “Infalibilidad del Romano Pontífice”, siendo nuevamente censuradas sus doctrinas. Contemporáneamente, el espíritu galicano aflora, de tanto en tanto, en algunos sectores disidentes de la Iglesia Católica.

Las consecuencias que trajeron a la Iglesia el Galicanismo, el Febronianismo, el Josefinismo y el Regalismo

El ejercicio de la jurisdicción real sobre la Iglesia era distinto en los distintos reinos europeos, dependiendo de la Monarquía y del Monarca.

-El galicanismo en Francia
Aunque tuvo su máximo desarrollo en la segunda mitad del siglo XVII, bajo el reinado de Luis XIV, será, en el encuentro con el absolutismo de Luis XIV (1643-1715) donde encontrará nuevos motivos para afirmarse adoptando actitudes concretas, explotando las reacciones jansenistas contra las condenas romanas, la indiferencia religiosa favorecida por el rigorismo, los progresos del escepticismo y la actitud nacionalista del clero.

Podemos observar en él dos elementos: uno dogmático, la idea conciliar, y otro político-eclesiástico, expresado en la independencia de la Iglesia francesa frente a Roma y en la defensa de los derechos particulares. Fue en este clima, donde maduró la proclamación, hecha en la asamblea del clero convocada el 19 de marzo de 1682 por Luis XIV, de los cuatro artículos de la Iglesia galicana. El conflicto había comenzado entre Alejandro VII y Luis XIV, tanto a propósito de la extensión territorial de la inmunidad diplomática de Roma, como de las pretensiones de Luis XIV de gozar de las regalías espirituales (facultad de nombrar a los titulares de los beneficios) y las temporales (incautarse de las entradas de las diócesis vacantes). Lo que valía para algunas diócesis del norte, el rey pretendía extenderlo a toda Francia.

-Febronianismo en Alemania
Los antecedentes del febronianismo se remontan hasta el tiempo del cisma de Occidente. Y la paz de Westfalia fue un rudo golpe para el catolicismo alemán. Amañada por Francia, la rival del Imperio, y por suecia, la luterana, había de ser garantizada por estas dos potencias juntamente con los príncipes protestantes alemanes. El ius reformandi, de sabor completamente anticatólico y cesaropapista, era un arma poderosa en manos de los príncipes protestantes para oprimir a los católicos de sus tierras

Nicolás von Hontheim, publicó bajo el seudónimo de Febronio un libro: Libro singular sobre el estado de la Iglesia o sobre su legítima potestad del sumo pontífice, escrito para los que disienten en la religión. Su propósito era, replantear el alcance de la autoridad papal frente al episcopado (de ahí el nombre de episcopalismo dado a su teoría), pretendiendo facilitar la reunificación a los protestantes y a los ortodoxos.

Su obra fue incluida en el Índice, pero en Alemania tuvo repercusiones prácticas -expresadas en la “puntualización de Ems” frente a los nuncios-, que no tuvieron continuidad.

-Josefinismo en el Imperio Austro-Húngaro
Tuvo su pleno desarrollo durante la época del Emperador José II, que culminó con una serie de reformas eclesiásticas que habían comenzado durante el reinado de su madre la emperatriz María Teresa.

Con José II, las ideas febronianas batieron en alza en Austria. El josefinismo no nació propiamente del Febronianismo, pero sus prácticas hallaron una confirmación eclesiástica de parte de un obispo como Hontheim. Su ideal lo expresó claramente José II en una carta dirigida a Choiseul en diciembre de 1780: “El influjo eclesiástico ejercido hasta aquí durante el gobierno de mi madre será el objeto de mis reformas. No acabo de comprender que gente cuyo oficio es el cuidado de la otra vida se preocupe tanto por hacer el blanco de su ciencia nuestra existencia de acá abajo”.

Algunas de sus reformas comportaban aspectos positivos: Igualdad de derechos de las distintas confesiones religiosas, institución de los seminarios generales, reorganización de las estructuras diocesanas revalorizando la parroquia, abolición de todas las cofradías (exceptuada la del Santísimo Sacramento). Pero también, supresión de las órdenes contemplativas y mendicantes.

-Regalismo en España
También en España y Portugal tuvieron repercusión los principios absolutistas y galicanos reinantes en la paz de Westfalia.

Carlos III, monarca absoluto e ilustrado, quiso modernizar España y sus instituciones, entre ellas la Iglesia. A la sombra del regalismo se expulsó a los jesuitas, se inició la desamortización, se secularizó la enseñanza y hasta se intentó la creación de una iglesia nacional y autónoma, torciendo y barajando antiguas y venerandas tradiciones españolas. El regalismo es propiamente la herejía administrativa, la más odiosa y antipática de todas.

Este proceso estuvo acompañado estuvo acompañado por dos movimientos espirituales, jansenismo y quietismo. Ambos condenados por la Iglesia, buscaban la forma de reconciliar la acción de la gracia que mueve al hombre a hacer el bien y la libertad que puede rechazar la gracia.
La intervención de la Monarquía en los asuntos religiosos obedeció al concepto que de sí mismo y de la institución que poseía el rey, pues revestido de un poder procedente de Dios, responsable ante Él de la salvación de sus súbditos, único vicario de Dios en su Reino, con una autoridad inseparable de la unidad de la fe, exigía la obediencia del clero francés, como lo hacía con el resto de los estamentos sociales. Concretamente, su consideración acerca de las relaciones que debía de mantener con el clero nacional y con la Santa Sede y sus efectos posteriores constituyen uno de los más graves problemas de su reinado.

 Hna. Florinda Panizo

14 de enero de 2017

JORNADAS DE PASTORAL DIOCESANA (TOLEDO) 13/1/2017

 LA CENTRALIDAD DE LA PALABRA DE DIOS EN LA ORDEN CISTERCIENSE

INTRODUCCIÓN

Desde que el monje se levanta hasta que se entrega al reposo, no deja de escuchar y leer casi continuamente, Palabra de Dios.
El dinamismo de la Palabra de Dios, arranca de su encuadre  litúrgico. En la Liturgia se realiza la obra de nuestra redención; se hace actual el misterio salvífico en cada hombre, pero para ello, Dios necesita nuestra colaboración, el encuentro tiene que ser de dos y existir el diálogo, es decir, Palabra y respuesta a la Palabra. Por esto, necesitamos sintonizar con la acción de Dios que se realiza en nosotros, escuchar Su Palabra que nos dirige y meditarla y poder de este modo, responderle.
La Palabra de Dios, no es algo que Dios dijo un día hace ya mucho tiempo y ha quedado escrita, no, no es esto, en la Escritura, Dios se revela a Sí mismo y manifiesta Su voluntad[1]; en ella, el Padre “sale amorosamente al encuentro de Sus hijos”[2]. Dios, Cristo, el Verbo-Palabra de Dios hecho carne es el contenido formal de la Escritura-Palabra de Dios. Cristo es el lazo que une todos los acontecimientos de la Historia Sagrada, la que sólo en Él encuentra su explicación, culmen y su desarrollo[3].
La dinámica de esta Palabra, Su autoridad y virtud, se revela sobre todo en la acción litúrgica. Si la lectura del Antiguo Testamento en la sinagoga, preparaba a la venida del Mesías, la lectura del Antiguo y Nuevo Testamento en la liturgia, está orientada a desplegar todas las virtualidades del día inaugurado por Cristo, de la realidad, que comenzando en Él, terminará su función en el último día, en que vendrá por segunda vez. En este día el Cuerpo Místico de Cristo alcanzará su plenitud y la humanidad redimida será ya una sola cosa en Cristo[4].
La Iglesia –y también cada uno de sus miembros- camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumpla en ella las palabras de Dios”[5]. Si escuchamos, meditamos, oramos con la Palabra de Dios, Ésta nos hará crecer y progresar interiormente “hasta alcanzar la medida de Cristo en Su plenitud”[6], y es que esta Palabra revitaliza toda la persona, produce en nosotras y en cada hombre que la interiorice una transformación radical en todo el ser humano.

I-ORACIÓN, CORAZÓN DE LA ESPIRITUALIDA MONÁSTICA

      Como para tantos otros aspectos de la espiritualidad monástica, así para el específico de la oración, los monjes no nos han dejado –por lo menos hasta el siglo XII- en relación con la importancia que tuvo en sus vidas, exposiciones sistemáticas ni tratados doctrinales. Sin embargo, estudiando la oración en la tradición monástica, observamos la centralidad de la Palabra de Dios en ella y la importancia de la Palabra en la vida de los monjes[7]. Y ésta es la herencia que nos han dejado y que nosotras, custodiamos. A esta forma de vivir y experimentar lo que la Palabra de Dios nos dice, se le ha llamado “Teología Monástica”; es decir, ese modo de vivir escuchando, meditando, acogiendo la Palabra de Dios que se hace vida, y todo esto, en el claustro monástico. Es lo que yo llamo “Teología Vivida”, o “Teología de la Experiencia”.

I.1- Oración y Palabra de Dios

      Un elemento primordial de la oración está constituido por la memorización de muchos pasajes de la Escritura.
      Las frecuentes citas, alusiones y resonancias bíblicas que se encuentran en gran parte de las antiguas fuentes monásticas, muestran la centralidad de la Palabra de Dios en la formación espiritual de los primeros monjes. Particularmente la oración de éstos, y la nuestra hoy en día está totalmente penetrada por la Palabra de Dios.
      La oración profunda con la Palabra, supone:
      -Dios que busca al hombre a través de Su Palabra, es decir, es el Señor el que sale a nuestro encuentro, Aquel que “nos ha amado primero”[8].
      -El hombre busca a Dios, lo que constituye una exigencia profunda de nuestro corazón. “Buscar a Dios” es precisamente parte importante de nuestro carisma benedictino-cisterciense; y esa “búsqueda” se realiza mediante la Palabra que el Señor nos ha dado.
      -La consecuencia: Es una vida de diálogo entre Dios y el hombre, entre la Palabra de Dios, el Señor Jesús, y esa misma Palabra inscrita en el corazón. Se culmina en una común-unión entre el espíritu de la Palabra Encarnada (Cristo Resucitado por Su Espíritu) y el corazón humano.
      En la oración el monje está en continua escucha de la Palabra de Dios y en ella toma conciencia de su vida de fe, de esperanza y de caridad[9], engloba todo su ser.
      Nosotros que no sabemos rezar (como nos dice San Pablo), rezamos utilizando la misma Palabra de Dios que nos permite entender de qué está hecho nuestro, “mi” corazón, pues nadie mejor que Él para saber, mejor que yo, lo que llevo dentro de mi interior. Esta Palabra de Dios en mí, me enseña a aprender la forma de ver de Dios y a la vez, se aprende lo que debe decirse a Dios.
      En toda la tradición monástica, emerge de forma clara la gran importancia de los salmos, ya que es una parte sobresaliente en el rezo del Oficio cotidiano, pero la Escritura está presente en todas sus partes. Está es acogida en su unidad, que culmina y se realiza en Cristo. Los salmos nos ayudan a encontrar para revivir, reexperimentar en nosotros lo que sucedió en Él: encontrarlo, recibir Su Espíritu, entrar en comunión con Su Cuerpo Místico todo entero. Esta unidad de la Escritura es también vista, en íntima relación con la vida de la Iglesia. A este criterio debe reducirse el valor teológico de la lectio divina, tan fundamental dentro de la tradición monástica y un elemento retomado y primordial en San Benito, y que con Gregorio Magno llega a ser un método de la teología espiritual según la cual, la Biblia se lee en sentido objetivo, es decir, con los ojos iluminados por el carisma profético o por el Misterio de la Historia Sagrada que tendrá que cumplirse hasta el regreso glorioso de Cristo[10].

I.2- La “lectio divina”

      Es una lectura espiritual de la Escritura, lectura sapiencial, sin prisas; el que la practica escucha, saborea y admira. Es una gracia de Dios que da y que es necesario pedir, ya que es Él el que abre nuestra mente a la comprensión de la Escritura[11].
Una buena definición de ésta, nos la da Bouyer al decir que es “una lectura personal de la Palabra de Dios, durante la cual uno se esfuerza por asimilar la sustancia; una lectura en la fe, en espíritu de oración creyendo en la presencia actual de Dios, que nos habla en el texto sagrado, mientras el monje se esfuerza por estar también él presente, en espíritu de obediencia, de completo abandono tanto a las promesas como a las exigencias divinas”[12]. “Debemos intentar penetrar en la Palabra de Dios y comprenderla de tal modo, que se nos presente como nueva y cargada de fruto cada día”[13].
      En la oración el monje, como ya apunté, está en continua escucha de la Palabra de Dios y en ella toma conciencia de su vida de fe, de esperanza y de caridad[14]. “Desbordante de acción de gracias, el corazón consagrado por la Palabra es santuario de oración y de eucaristía perpetuas”[15].
      Una lectio divina asiduamente practicada, lleva al alma que la realiza a obtener una cultura que no es para nada superficial, sino que es completa, perfecta, profunda, divina y sin más límites que la infinita ciencia y sabiduría de Dios[16].
      Propiamente en el contexto monástico benedictino-cisterciense, el monje benedictino Dom García Colombás, escribiendo sobre San Benito y la lectio, dice al respecto: “…La Lectio divina es, ante todo, el estudio atento de la ciencia espiritual; tiene su fin en la propia formación del monje, es el alimento de su entendimiento y de su corazón, el medio más adecuado de mantener en él, siempre encendido, el entusiasmo por la vida espiritual, mas al propio tiempo que estudio, es según la tradición, una verdadera meditación y la más alta contemplación”[17]. Por eso mismo, San Benito nos exhorta a consagrarnos a la lectura varias horas al día.

 II- ORACIÓN MONÁSTICA, PALABRA DE DIOS, S. BENITO

      Al hablar de oración monástica, no nos referimos necesariamente a una oración distinta que la que hace cualquier otro cristiano. El monaquismo, tiene como un fin primordial, la vida contemplativa, y hasta tal punto es esencial la oración en nuestra vida, que constituye nuestra razón de ser en la Iglesia.
      Nosotras escuchamos a Dios, vivimos de Su Palabra, es decir, es una actitud contemplativa que nace del amor, de un intenso y continuo deseo de Dios, de escucha amorosa  al Señor. Y esto trae como consecuencia, una mayor sensibilidad a la Palabra, y, por eso, al mismo Dios. Es esta precisamente la primera palabra de S. Benito en su Regla: “Ausculta”[18]. (“Escucha hijo, los preceptos del Maestro”[19], y el Maestro es el Señor a través de Su Palabra).
      En la oración monástica, la oración auténtica es la que celebra la Palabra de Dios, sea en la liturgia o en lo más hondo del corazón. Orar sin la Palabra es una ilusión. La relación entre Palabra y oración nos hacen constatar lo que el monje vive en su búsqueda de Dios[20].
      El ejemplo de S. Benito y la Regla, nos ofrecen indicaciones para dar un testimonio de fidelidad inquebrantable a la Palabra de Dios, meditada acogida y hecha oración. Esto exige conservar silencio y una actitud de adoración en presencia del Señor. Así es, la Palabra de Dios revela Sus profundidades a quien está atento a la acción misteriosa del Espíritu.
      La familiaridad con la Palabra, que la Regla garantiza, reservándole un amplio espacio en el horario cotidiano, crea confianza, excluye falsas seguridades y arraiga en el alma el total señorío de Dios. Así, el monje excluye interpretaciones de conveniencia o instrumentalizadas de la Escritura, y adquiere una conciencia clara y profunda de la debilidad humana, en donde resplandece la fuerza de Dios. Nosotras, monjas cistercienses,  nos inspiramos en la Sagrada Escritura para nuestro coloquio con Dios[21].
La Escritura, a pesar de estar escrita en nuestro pobre lenguaje humano incapaz de expresar con perfección el lenguaje divino, no produce el efecto que cualquier otra palabra, sino que nos pone en contacto con Dios que se nos revela y dirige Su mensaje a quien le escuche. La Palabra de Dios, al mismo tiempo que nos descubre las maravillas divinas y une al hombre con Dios, ilumina nuestra existencia. Es el Señor Jesús mismo quien nos ha partido el pan de la Palabra para que el corazón se inflame y arda, para que se iluminen los ojos del corazón. Y junto a la Palabra nos da Su Espíritu, el Consolador, que nos enseña todo[22]. En nuestra vida, la Palabra es la que nos ayuda a tomar decisiones, a discernir aquello que debemos hacer según la voluntad divina, cuando hay un problema individual o comunitario, nos dala solución para afrontarlo y solucionarlo. Todo lo que nos sucede, adquiere sentido a la luz de Dios. San Juan Crisóstomo, ya nos advierte que si nos dedicamos a una lectura atenta y orante de la Palabra, siempre se percibe el fruto.


III- LA ORACIÓN EN LA REGLA DE S. BENITO

      Según la Regla de S. Benito, la vida monástica se equilibra y se desarrolla en torno a la escucha de la Palabra de Dios, a la recitación de los salmos, oración interior, trabajo, relaciones fraternas… Toda la organización de la jornada culmina en el Opus Dei, al que “nada se debe anteponer”[23].
      En la Regla vemos que el oratorio está pensado solamente para la oración[24]; el silencio debe reinar en él[25]; el que lo desee puede permanecer en él después del Oficio[26] y entrar durante la jornada[27]. Este clima de silencio y recogimiento favorece la escucha de la Palabra y de una vida en presencia de Dios.
      Benito pone en las manos del monje ese gran libro de oración que es el Salterio, más aún, la Sagrada Escritura en Su totalidad. Ella es la luz divina y divinizante[28], la voz de Dios que nos llama[29], El remedio[30], la ley divina[31], es también una norma rectísima que guía nuestra vida[32]. Por tanto, la Palabra es el primer elemento en la oración y en la lectio. Las palabras que leemos en la Escritura son un importante apoyo para entablar un diálogo con el Señor. Ya sea en la liturgia o en la oración personal, el monje se deja interpelar por la voz de Dios que le habla en la Escritura, que le exhorta, le ilumina.  El monje ora habitualmente con la Palabra de Dios (según nos enseña el Catecismo Monástico Cisterciense). El capítulo 7º de la Regla nos describe este diálogo continuo con Dios al que la Escritura nos invita y que Ella realiza en nosotros. Nuestra  vida y oración deben estar plenamente modelados por Ella, llegando nosotros a ser “exégesis viva de la Palabra de Dios”[33].
      El monje así, se impregna de las palabras de la Escritura y conserva en su memoria las palabras inspiradas (los términos de “acordarse”, “pensar en”, está ligado a palabras de la Escritura), permanece en diálogo con Dios y con sus hermanos los hombres.
      La Regla nos pide que “nuestra mente concuerde con lo que dice nuestra boca”[34]. Debemos dejarnos penetrar por la Escritura, por los salmos muy particularmente y dejarnos transformar por Ella hasta que palabras y corazón, concuerden (19, 7 concordare). La acción litúrgica es el momento apropiado, definitivo para la presencia de Dios. El primer grado de humildad y los siguientes nos lo recuerdan. El monje no se limita a escuchar la Escritura, responde a estas palabras y hace suyo lo que dice el profeta[35], hace suyas las palabras de la Escritura en nombre de los que sufren[36]. El monje medita sin cesar en su espíritu[37], repetirá en su corazón a todas horas[38] los versículos de los salmos, hasta que pueda decir en su corazón: “Señor, soy un pecador” (7, 65 dicens in corde semper). Si leemos atentamente la Regla, vemos que los términos “siempre” y “acordarse” aparecen veintiuna veces en el texto y están siempre ligados a versículos bíblicos que evocan a Dios o el juicio.
      Cesáreo de Arlés (en su Sermón 7, 1), nos dice que leyendo la Biblia, nos abrimos a la misericordia de Dios; esto nos vale sobre todo para los salmos. Y nos recomienda después, meditar estos salmos en una oración silenciosa e interior para que la misericordia de Dios pueda penetrar en nuestro corazón (Sermón 76, 1).
      En Benito la liturgia es nuclearmente, alabanza (cinco veces en la Regla), la oración del corazón, debe expresarse tanto como por la acción de gracias, como por la súplica. Pero esta oración personal debe ser una prolongación de la liturgia y debe estar inspirada por la Escritura[39].


CONCLUSIÓN

      S. Benito coloca unas bases sólidas para la vida espiritual del monje. Insiste sobre la oración del corazón que nace y se desarrolla en la liturgia y en la lectura de la Sagrada Escritura.
      Podemos encontrar –entre otras muchas- una serie de orientaciones útiles que existen en la Regla:
      -Para nuestras comunidades, conviene, en primer lugar, conceder a la liturgia y a la Escritura todo el lugar que le corresponde.
      -Valorizar la oración de los salmos como lugar de la presencia de Cristo[40].
      -Captar toda la importancia del lugar y del momento –principalmente a continuación de la celebración del Oficio- para meditar la Palabra recibida y dejarse transformar por Ella.
      -Recurrir a la oración breve sacada de la liturgia y de la Escritura.
      -Reconocer delante de Dios nuestra pobreza y miseria y dejarnos guiar por la Regla de S. Benito, para alcanzar, bajo la conducción de la Escritura, una profunda vida espiritual.
      Liturgia y Palabra de Dios se convierten para nosotras mismas y para todos los buscadores de Dios, en lugares de intensa experiencia espiritual y también en un lugar de encuentro con los demás hombres[41].
      Toda nuestra vida está impregnada por la Palabra de Dios que debe ser nuestro alimento diario y cotidiano en donde debemos nutrirnos. Tanto en el Oficio Divino como en la lectio, el elemento principal es la Palabra que Dios nos dirige a través de la Escritura. No podemos buscarle en otro sitio o vanos serán nuestros esfuerzos, nuestra oración personal debe ser animada por la Escritura que nos revela el verdadero rostro de Dios, de un Dios que nos ama y quiere ser correspondido.
No quiero olvidar hoy al grandísimo Cardenal Cisneros, ya que este año celebramos el Quinto Centenario de su muerte.
La Biblia políglota complutense es el nombre que recibe la primera edición  políglota de una  Biblia  completa. Iniciada y financiada por el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517).
El nacimiento de la imprenta en la década de 1450 se aprovechó enseguida para la publicación de la Biblia. Con grandes gastos personales, el cardenal Cisneros compró muchos manuscritos e invitó a los mejores teólogos de la época para trabajar sobre la ambiciosa tarea de compilar una enorme y completa Biblia políglota para «reavivar el decaído estudio de las Sagradas Escrituras».

Marina Medina Postigo
Monasterio de la Santa Cruz
2017





[1] Cf. Dei Verbum, nº 1.
[2] Dei Verbum, nº 21.
[3] Agustín Romero, Cuadernos Monásticos 131 (1973) 231.
[4] Ibidem, 233.
[5] Dei Verbum, nº 8.
[6] Ef 4, 13.
[7]Cr. Cuadernos de “Vetera Christanorum” 18, Istituto di Letteratura Cristiana Antica, Università degli Studi, Bari 1982, p. 54.
[8] 1 Jn 4, 10.
[9] Cr. Cuadernos de “Vetera Christanorum” 18, Istituto di Letteratura Cristiana Antica, Università degli Studi, Bari 1982, p. 66.
[10] Cf. B. Calati, ¡Historia salutis! Saggio di metodologia Della spiritualità monastica, Vita Monástica 13 (1959) 3-4; Id, La” lectio divina” nella tradizione monastica benedettina, Benedictina 28 (1981) 407-  438.
[11] Cf. Lc 24, 45.
[12] L. Bouyer, Parola, Chiesa e Sacramenti nel Protestantesimo en el Cattolicesimo, Ediciones Morcelliana, Brescia 1962, p. 17.
[13] Conversaciones sobre Monaquismo, Edición de la Federación de Monjas Cisterciense de España, Tarragona 1980, p. 41.
[14] Cr. Cuadernos de “Vetera Christanorum” 18, Istituto di Letteratura Cristiana Antica, Università degli Studi, Bari 1982, p. 66.
[15] Juan María De La Torre, Filocalía de los Padres Népticos, Tomo I, Ediciones Monte Casino, Zamora 2016, p. 85.
[16] Sighard Kleiner, En la unidad del Espíritu Santo. Conversaciones sobre la Regla de San Benito, Ediciones Claretianas, Madrid 1997, p. 169.
17 Luis María de Lojendio,  La oración benedictina, Ediciones Monte Casino, Zamora 1983, p. 135.
  [18]Cf. Ignacio Aranguren, Realización humana de una vida en exclusiva para la oración, Cistercium 131 (1973) 182-183.
[19] Pról. 1.
[20] Cf. Jean DE La Croix Robert, Vida monástica: ¿Vida de oración?, Cistercium 168 (1985) 58.
[21] Cf. Mensaje del Santo Padre Juan Pablo II al Abad del monasterio de Subiaco con ocasión del XV centenario de su fundación, Vaticano 1999.
[22] Cf. Juan María De La Torre, Filocalía de los Padres Népticos, Tomo I, Ediciones Monte Casino, Zamora 2016, p. 82. 83.
[23] RB 43, 3.
[24] RB 52, 2.
[25] RB 52, 2.
[26] RB 52, 3. 5.
[27] RB 52, 4.
[28] Pról. 9.
[29] Pról. 9.
[30] RB 28, 3.
[31] RB 53, 9; 64, 9.
[32] RB 73, 3.
[33] Benedicto XVI, Exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), 83: AAS 102 (2010), 754.
[34] RB 19, 9.
[35] RB 7, 50. 52. 54.
[36] RB 7, 38.
[37] RB 7, 11.
[38] RB 7, 18,
[39] Cf. Aquinata Böckmann, La oración según la Regla de San Benito, Cuadernos Monásticos 89 (1989) 198-207.
[40] Institutio Generalis Liturgiae Horarum, 19.
[41] Cf. Aquinata Böckmann, La oración según la Regla de San Benito, Cuadernos Monásticos 89 (1989) 207-208.