14 de julio de 2017

Meditando la Palabra de Dios - Domingo 15 -A


“Como bajan la lluvia y la nieve del cielo y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, así será mi palabra que sale de mi boca”. Un profeta profería estas palabras para suscitar en el corazón de los hombres la esperanza, para inculcar a los mortales que no son objetos inermes, zarandeados por las fuerzas incontroladas del universo, perdidos en el oleaje de la casualidad o de un sino impersonal y cruel, sino que son objeto del amor personal de Dios, que los ha llamado por nombre a la vida con su palabra, que los sostiene y dirige constantemente con su acción, en espera de acogerlos en aquella realidad nueva e indefectible que, para expresarla de alguna manera, llamamos Reino de Dios. Esta visión de la realidad que nos propone la Escritura y que aparece teñida de esperanza y optimismo choca irremediablemente con el panorama que cada día se presenta ante nuestra mirada al contemplar el mundo concreto en que vivimos. Hoy san Pablo recordará que la creación entera está sometida a la frustración, que gime toda ella con dolores de parto en la esperanza de verse liberada de la esclavitud de la corrupción y poder gozar de la libertad gloriosa de los hijos de Dios.
         Pero no es fácil escuchar esta llamada a la esperanza que se nos comunica en nombre de Dios. La sociedad en que vivimos con el progreso que la caracteriza a todos los niveles, puede llevarnos a pensar que una visión religiosa del cosmos es algo ya superado, que el hombre tiene motivos suficientes para considerarse adulto, y por tanto desligado de toda dependencia a instancias superiores, como en el fondo propone todo discurso religioso, con la idea de un Dios creador y juez, con un sistema de preceptos y normas que tratan de regular el comportamiento humano, y en consecuencia limitar su libertad, su independencia. Pero los humanos, entre sus derechos y privilegios conservan la posibilidad de examinar la realidad de la existencia desde el ángulo de Dios y de su revelación.
         En la medida en que somos creyentes y sin olvidar las angustias de la creación que nos recordaba san Pablo, la lectura del evangelio propone un mensaje sumamente sugestivo: la parábola del sembrador, como se acostumbra a llamara: “Salió el sembrador a sembrar”. Una lectura atenta de este texto invitaría a proponerle un nuevo título: la parábola de la simiente, porque de hecho es ella la  protagonista del relato. El sembrador que esparce la semilla no es más que simple instrumento. Pero instrumento generoso: la semilla es esparcida a manos llenas, generosamente, sin cálculo. En efecto la Escritura no pierde ocasión para subrayar que Dios es generoso de cara a los hombres, que sus dones se ofrecen a todos: hace salir el sol sobre buenos y malos, sobre justos e injustos. Desde este punto de vista no hemos de tener temor alguno. Esta semilla desparramada es imagen de la pro-mesa de lo nuevo que cabe esperar del amor generoso de Dios.

         Así como la semilla es repartida sin limitación y es la misma para todos, el suelo que la recibe ofrece disposiciones muy distintas en orden a hacerla fructificar. Jesús, en la explicación que hace de la parábola las enumera, casi tipificándolas: el borde del camino, el suelo pedregoso, las zarzas y la tierra buena. El resultado que tendrá la semilla será distinto según el terreno que la recibe. Es importante recordarlo. Muy a menudo se acostumbra a dar la culpa a Dios de todo lo que no funciona en el universo, pero no nos damos cuenta que este modo de pensar es un esfuerzo de evasión ante las exigencias de nuestra responsabilidad. Dios ha puesto el universo con todas sus potencialidades en manos de los hombres y les ha recomendado: “Creced y multiplicaros, llenad la tierra y sometedla”. Nuestra época nos muestra lo que el ingenio humano, don de Dios, ha sido capaz de obtener. Y queda aún un largo y rico camino a recorrer. Pero no es justo atribuirse los logros obtenidos y poner a cuenta de Dios los resultados de nuestro egoismo, de nuestra ambición, de nuestra falta de responsabilidad. La parábola de hoy invita a preguntarnos si somos tierra buena capaz de hacer germinar, o camino transitado en el que nada puede crecer, o terrreno pedregoso que agota toda iniciativa, o montón de zarzas que ahogan la vida. Definamos nuestra actitud para darnos generosamente al trabajo que se nos ha encomendado, como miembros de la gran familia humana, a la que nos debemos para no pasar en vano por la vida.

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