29 de septiembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios. Domingo XVI - A


             “Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”. Publicanos y meretrices eran para los piadosos judíos el escalón más bajo de la degradación moral, y por esta razón las palabras de Jesús debieron resonar como un trallazo en plena cara, una provocación, un insulto difícil de aceptar. El talante bueno de Jesús, siempre dispuesto a perdonar a los pecadores capaces de reconocer sus errores, se muestra duro e intransigente ante la hipocresía mostrada por los hombres de la ley, escribas, fariseos, sacerdotes y ancianos, que no dudaban en rechazar a Jesús y a sus enseñanzas, escandalizándose cada vez que, según sus criterios, el Maestro de Nazaret obraba con excesiva libertad en lo referente a normas y prescripciones, y no perdían ocasión para acusarlo ante el pueblo sencillo y desprestigiarle. Jesús simplemente buscaba hacerles reflexionar para conducirlos a la luz y la verdad en su caminar por la vida.

         La parábola de los dos hijos del propietario de la viña va dirigida directamente a los responsables de Israel, que, por su apego a las costumbres tradicionales y su miedo a perder su identidad religiosa y nacional, se cerraban ante el mensaje de Jesús, dejando pasar la oportunidad que Dios les ofrecía de convertirse y alcanzar la vida. Pero este breve apólogo encierra unos valores que superan aquella circunstancia histórica y mantienen su validez también para nosotros. Los dos hijos primero con su modo de responder al padre y, después, con su actitud a la hora de actuar, personifican a todo el género humano. ¿Quien de nosotros, alguna vez en la vida, no ha dado una respuesta negativa a la voluntad divina que ha conocido? Y también, ¿cuantas veces con los labios expresamos una adhesión a la fe que profesamos, pero después nuestro modo de actuar desmiente sin lugar a dudas nuestras palabras anteriores?

         Todos los hombres somos una contradicción contínua: decimos Si y no lo cumplimos; decimos NO y luego lo llevamos a cabo. Como cristianos, hemos dicho SI al Señor con nuestro bautismo, y luego en nuestra vida cotidiana, con nuestras actitudes, nuestros miedos, nuestras debil-dades, decimos NO. La parábola de Jesús pone de manifiesto que las palabras no tienen valor si no brotan de un corazón amante de la verdad y de la responsabilidad propia. La responsabilidad de la palabra que un día dimos a Dios ha de traducirse cada mañana en una renovación a la fidelidad que reclama el SI del bautismo. Y no sólo del bautismo, sino también de todos los demás compromisos adquiridos libre y espontaneamente.

         No podemos engañarnos: lo que espera Dios de nosotros no son las palabras que se lleva el viento, sino el hacer con seriedad y responsabilidad la voluntad del Padre, como Jesús hizo y enseñó. En efecto, él dijo SI al Padre, aceptando libre y responsablemente todas las consecuencias, no dudando en su fidelidad terminar en la cruz. Por esto, hoy en la segunda lectura, Pablo nos exhortaba a tener en nosotros los mismos sentimientos de Jesíus, manteniéndonos unáni-mes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. Y el Apóstol recordaba cómo, a pesar de su condición divina, Jesús se despojó de su rango, tomando la condición de esclavo, actuando como un hombre cualquiera, rebajándose hasta someterse incluso a la muerte. La cruz que preside siempre nuestras asambleas debería recordarnos que la fidelidad de Jesús no fue un juego de cara a la galería, sino que supuso una tremenda realidad en aquel hombre de profundos sentimientos, que siempre actuó llevado por el amor más puro y desinteresado.


         Jesús nos invita hoy a ser responsables, coherentes con la pa-labra dada, de modo que, con la fidelidad de nuestra vida, podamos dar al mundo en que vivimos, agitado y destrozado por la ambición, la mentira, la violencia, y toda clase de injusticia, un mensaje de esperanza y de optimismo.

22 de septiembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios. Domingo XXV - A


       “Buscad al Señor mientras se le encuentra, invocadlo mientras está cerca”. Un profeta, en fuerza de su misión, anuncia un mensaje, pero sus palabras dan a conocer el pensamiento profundo y sincero del mismo Dios, que dice y repite que quiere ser buscado, que nos está esperando, que se hace encontradizo. Dios espera y desea que le busquemos, que le encontremos. Además indica, siempre por medio del profeta, cómo puede tener lugar este encuentro. El camino es la conversión, el cambio de nuestra manera de obrar, abandonando los planes desacertados, el camino equivocado, para poder encontrarnos con este Dios rico en perdón.
         Escuchando al profeta casi parecería que es Dios que tiene necesidad de nosotros, cuando, en realidad, somos nosotros que tenemos necesidad de Él. Precisamente porque Dios sabe que el hombre le necesita, por esto sale a su encuentro, lo busca, lo llama. Y para que no nos sorprenda este modo de hacer, el profeta, hablando siempre en nombre de Dios, afirma: “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos”. Dios, que quiere nuestro bien, nos sale al encuentro, no según parámetros humanos, sino según su designio, su voluntad, a su modo, a su manera, pero siempre trabajando en favor nuestro.
         La palabra del profeta puede ayudarnos a entender la parábola que Jesús propone hoy en el evangelio, una historia sacada de las costumbres de la época: Un gran propietario, de mañana primero, y repetidas veces después durante el día, sale a contratar obreros para su viña, prometiendo a todos pagar lo debido en tales circunstancias. El Dios que busca ser buscado, que el profeta ha evocado en la primera lectura, lo vemos plasmado en la persona del amo que, lleno de solicitud, sale una y otra vez para llamar a trabajar en su viña a los más posibles, tanto a los que se han levantado temprano como a los remolones, a los que bajan a la plaza sólo en el último momento. Para todos ofrece trabajo y salario al final de la jornada. Dios llama, Dios busca, Dios espera.
         Pero el profeta ha recordado también: “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros”. Es desde esta perspectiva y no desde la de la legislación laboral de nuestros tiempos que hay que entender la parábola de hoy. A la hora de pagar a los obreros, todos reciben el mismo salario, tanto los que han soportado el peso de la jornada y el bochorno, como los que apenas han trabajado una hora. Los obreros llamados casi al atardecer han aceptado trabajar en base a una promesa genérica de un salario, que, en su momento, les es puntualmente pagado. El evangelista deja entender que quedan satisfechos. Los llamados a la primera hora conocían de antemano el tiempo durante el cual habían de trabajar y el dinero que recibirían. Sobre este punto no hay dudas. Pero no quedan satisfechos. No pueden recriminar al dueño que no haya cumplido su compromiso, pues lo ha hecho. Se quejan en cambio de que el amo dé a los últimos lo mismo que a ellos, los primeros. Se quejan de su generosidad.

         Las frases que Jesús pone en boca del amo: “¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”, no han de hacernos pensar en un Dios déspota y caprichoso, que no sabe respetar nuestros derechos. La parábola va en la misma linea de otras parábolas del evangelio, como la parábola del hijo pródigo, por ejemplo, con las que Jesús sale al paso a las pretensiones de quienes creen tener derechos en el reino de los cielos y pretenden exigir algo a Dios. Pero en Dios todo es gracia. Es gracia la llamada, como es gracia el premio. No hay lugar para solicitar primeros puestos o tratos especiales en base pretendidos méritos.         San Pablo ha entendido bien esta lección. Él, obrero de la segunda hora, no confía en sus méritos, sino en la fe en Jesús. Para el apóstol no tienen importancia ni la muerte ni la vida, ni el trabajo ni el descanso. Para mí la vida es Cristo, dice, y nos invita a imitarle diciendo: Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo.

16 de septiembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios. domingo XXIV -Ciclo A


         “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?”. El apóstol Pedro plantea una cuestión sumamente delicada, que nos toca a todos muy de cerca. Todos nosotros, alguna que otra vez, con razón o sin ella, justa o injustamente nos hemos sentido ofendidos, y a veces por obra de personas de las que menos podíamos esperar un trato así. Y en estos casos se hace difícil perdonar. O quizás perdonamos, diciendo en nuestro corazón la consabida frase: perdono, pero no olvido. Y he aquí que Jesús hoy  invita al perdón, a un perdón generoso, ilimitado. Jesús sabe que las ofensas recibidas existen, que no todo es pura imaginación de una sensibilidad enfermiza. Cuando hay ofensa, cuando hay reato, cuando hay culpa, eso es algo concreto, que puede comprobarse. Esto está fuera de discusión. Pero el perdón no está vinculado con la aplicación de las normas de justicia. Vás más alla, pasa por encima. Jesús lo ha afirmado con la parábola del siervo.
         En esta parábola todo está voluntariamente exagerado. La deuda del siervo es fabulosa,  para hacer perder la cabeza. En cambio, el perdón del rey es magnánimo, sin condiciones ni límites. El siervo pedía tiempo para poder pagar pero en un instante todo queda liquidado. La reacción del siervo perdonado es también exagerada: se le acaba de perdonar una deuda inmensa, se ha librado de la prisión o de la esclavitud y he aqui que se convierte en exigente y despiadado con un compañero que le debía una miseria. Él mismo con su actitud provoca su propia desgracia.
         La lección es clara. Jesús concluye: “Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”. Aquí está el mensaje que Jesús quiere inculcarnos. Seremos tratados exactamente como tratamos a los demás. La primera lectura abundaba en este mismo sentido cuando decía: “¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y, al mismo tiempo pedir a Dios la salud? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?”. Se impone ser realistas, pues se trata de un discurso difícil, de una exigencia dura. Pero es la palabra de Jesús y no podemos eludirla.  Cada vez que repetimos la oración que Jesús nos enseñó, el Padre nuestro, decimos: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
         Perdonar es una de las características del mensaje cristiano. Pero el perdón cristiano no puede ser entendido únicamente en una dimensión horizontal, como una medida en las relaciones con nuestros semejantes. Es en esta línea que san Pedro pregunta a Jesús: “¿Cuántas veces he de perdonar a mi hermano? ¿hasta siete veces?”. Sin duda el apóstol cree que se demuestra sumamente generoso, al declararse dispuesto a perdonar hasta siete veces. La respuesta de Jesús, en cambio, es impresionante: no siete veces, sino setenta veces siete, es decir siempre. Y ésto porque todos nosotros tenemos siempre necesidad de ser perdonados. Si somos sinceros hemos de reconocer que todos hemos sido perdonados; para todos y siempre, todo es gracia. Pero esta gracia sólo se nos concederá si nos disponemos a ella, si demostramos que sabemos perdonar.

         San Pablo, en la segunda lectura recordaba que “ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor. En la vida y la muerte somos del Señor”. Si somos conscientes que en él vivimos, nos movemos y existimos, que hemos de darle cuenta de nuestra vida, de nuestros actos, de todo lo que hacemos y de todo lo que no hacemos, si llegamos a tener conciencia clara de nuestra dependencia de Dios, entonces necesariamente nuestra relación con los demás ha de replantearse. Si yo quiero ser exigente para con los demás, no puedo olvidar que Alguien un día será exigente conmigo mismo. Es desde esta perspectiva que todo el orden de la sociedad, y sobre todo de la sociedad que quiera llamarse cristiana debería reorganizarse. Hemos de saber pedir perdón por nuestros pecados y hemos de perdonar de corazón a todos nuestros hermanos. Solo así seremos discípulos de Jesús y podremos contribuir a mejorar el mundo, para que la justicia y la paz reinen entre todos los hombres.

8 de septiembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios - domingo XXIII -Ciclo A

       

        “Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte”. Este diálogo entre Jesús y Pedro deja entender que la predicación de Jesús con su anuncio del Reino de Dios suscitaba fuertes reticencias entre los oyentes, y que Jesús decidió preparar a sus discípulos para los padecimientos y muerte violenta que le esperaban en Jerusalén, pero  insinuando también la victoria final, su resurreción del sepulcro. Jesús no escogió el camino de la cruz como un valor en sí mismo, sino que le interesaba ante todo y sobre todo mantenerse fiel a la misión que el Padre le había confiado para bien de los hombres. Y esta fidelidad comportaba también asumir el aparente fracaso humano que se cernía en el horizonte, es decir el rechazo de parte de quienes no aceptaban su mensaje, rechazo que se plasmó en la cruz.

            La actitud de Pedro ante el anuncio de la pasión muestra la dificultad de aceptar el fracaso del ministerio de Jesús. El apóstol que ha seguido a Jesús dejándolo todo, se resiste en aceptar que, para llevar a cabo su misión, Jesús deba abrazar el camino de la cruz. La reacción de Jesús ante las palabras de Pedro sorprenden por su dureza: “Quítate de mi vista, satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”. Jesús invita a adoptar parámetros nuevos, a seguir un camino que va en una dirección muy distinta de la habitual entre los hombres. Sin duda resulta duro tener que aceptar que pueda haber vocaciones o misiones que generen dolor y sufrimiento para quienes tratan de llevarlas a cabo, cuando en realidad están orientadas al bien de los demás.

         En esta linea, la primera lectura de hoy nos ofrecía el perfil de un hombre extraordinario, el profeta Jeremías, que anunció de alguna manera la misión del mismo Jesús. Jeremías recibió de Dios el encargo de indicar las desgracias que estaban a punto de caer sobre el pueblo, invitando a la conversión. Aquel hombre sensible y bueno se vio rechazado por los suyos y se convirtió en el hazmerreir de la gente. Como él mismo confiesa, se sintió tentado a abandonar, a hacerse atrás, a no hablar más en nombre de Dios. Pero la Palabra de Dios, cual fuego ardiente en su interior, no le permitió callar, sino que le llevó a ser testigo fiel del Señor, a pesar de la reacción negativa del pueblo y las persecuciones que hubo de sostener. “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”, se quejaba tristemente el profeta. Dios le había seducido por amor: ante este amor no pudo negarse, asumiendo el dolor y sufrimiento como consecuencias de su específica llamada, que es lo que hará después Jesús mismo.

            Jesús, con su ejemplo y con sus palabras enseña que la vida, desde el designio amoroso de Dios, es don de sí mismo a Dios y a los hermanos, comunión e intercambio en el amor. Esta verdad evangélica encuentra una confirmación en la psicología moderna, que invita a medir el desarrollo psíquico del hombre por el grado y la capacidad de la libre y generosa oblación de sí mismo. A más madurez humana corresponde más entrega, menos egoísmo. Es desde esta perspectiva que hemos de entender la invitación que Jesús dirige al que quiera seguirle: que se niegue a sí mismo, que carge con su cruz, que pierda su vida si quiere una vez por todas encontrarla, para no perderla definitivamente. Lo que Jesús propone es nada más y nada menos lo que él llevó a cabo en su vida y en su muerte. Y por el don de su Espíritu, asegura la capacidad perfecta en el darse; por él, siguiéndole a él, en comunión con él, podemos llegar a darnos a Dios totalmente.


            San Pablo está en la misma línea de Jesús cuando recomienda hacer de nuestros cuerpos una hostia viva, santa y agradable a Dios. El apóstol invita a crear algo nuevo, a dejar de conformarnos con el mal, a buscar lo bueno, lo que es agradable, lo perfecto. Desde esta perspectiva podemos dar a nuestra existencia el aspecto y el contenido de un culto razonable y espiritual rendido a Dios, de quien hemos recibido todo y que nos espera para hacernos participar en la plenitud de sus promesas en la realidad de Reino de los cielos.


2 de septiembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios. Domingo XXII - Ciclo A


         Empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte”. Este diálogo entre Jesús y Pedro deja entender que la predicación de Jesús con su anuncio del Reino de Dios suscitaba fuertes reticencias entre los oyentes, y que Jesús decidió preparar a sus discípulos para los padecimientos y muerte violenta que le esperaban en Jerusalén, pero  insinuando también la victoria final, su resurreción del sepulcro. Jesús no escogió el camino de la cruz como un valor en sí mismo, sino que le interesaba ante todo y sobre todo mantenerse fiel a la misión que el Padre le había confiado para bien de los hombres. Y esta fidelidad comportaba también asumir el aparente fracaso humano que se cernía en el horizonte, es decir el rechazo de parte de quienes no aceptaban su mensaje, rechazo que se plasmó en la cruz.

            La actitud de Pedro ante el anuncio de la pasión muestra la dificultad de aceptar el fracaso del ministerio de Jesús. El apóstol que ha seguido a Jesús dejándolo todo, se resiste en aceptar que, para llevar a cabo su misión, Jesús deba abrazar el camino de la cruz. La reacción de Jesús ante las palabras de Pedro sorprenden por su dureza: “Quítate de mi vista, satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”. Jesús invita a adoptar parámetros nuevos, a seguir un camino que va en una dirección muy distinta de la habitual entre los hombres. Sin duda resulta duro tener que aceptar que pueda haber vocaciones o misiones que generen dolor y sufrimiento para quienes tratan de llevarlas a cabo, cuando en realidad están orientadas al bien de los demás.

            En esta linea, la primera lectura de hoy nos ofrecía el perfil de un hombre extraordinario, el profeta Jeremías, que anunció de alguna manera la misión del mismo Jesús. Jeremías recibió de Dios el encargo de indicar las desgracias que estaban a punto de caer sobre el pueblo, invitando a la conversión. Aquel hombre sensible y bueno se vio rechazado por los suyos y se convirtió en el hazmerreir de la gente. Como él mismo confiesa, se sintió tentado a abandonar, a hacerse atrás, a no hablar más en nombre de Dios. Pero la Palabra de Dios, cual fuego ardiente en su interior, no le permitió callar, sino que le llevó a ser testigo fiel del Señor, a pesar de la reacción negativa del pueblo y las persecuciones que hubo de sostener. “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”, se quejaba tristemente el profeta. Dios le había seducido por amor: ante este amor no pudo negarse, asumiendo el dolor y sufrimiento como consecuencias de su específica llamada, que es lo que hará después Jesús mismo.

            Jesús, con su ejemplo y con sus palabras enseña que la vida, desde el designio amoroso de Dios, es don de sí mismo a Dios y a los hermanos, comunión e intercambio en el amor. Esta verdad evangélica encuentra una confirmación en la psicología moderna, que invita a medir el desarrollo psíquico del hombre por el grado y la capacidad de la libre y generosa oblación de sí mismo. A más madurez humana corresponde más entrega, menos egoísmo. Es desde esta perspectiva que hemos de entender la invitación que Jesús dirige al que quiera seguirle: que se niegue a sí mismo, que carge con su cruz, que pierda su vida si quiere una vez por todas encontrarla, para no perderla definitivamente. Lo que Jesús propone es nada más y nada menos lo que él llevó a cabo en su vida y en su muerte. Y por el don de su Espíritu, asegura la capacidad perfecta en el darse; por él, siguiéndole a él, en comunión con él, podemos llegar a darnos a Dios totalmente.


            San Pablo está en la misma línea de Jesús cuando recomienda hacer de nuestros cuerpos una hostia viva, santa y agradable a Dios. El apóstol invita a crear algo nuevo, a dejar de conformarnos con el mal, a buscar lo bueno, lo que es agradable, lo perfecto. Desde esta perspectiva podemos dar a nuestra existencia el aspecto y el contenido de un culto razonable y espiritual rendido a Dios, de quien hemos recibido todo y que nos espera para hacernos participar en la plenitud de sus promesas en la realidad de Reino de los cielos.