8 de octubre de 2017

meditando la Palabra de Dios. Domingo XXVII , A


               “Todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta. Y lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra. Y el Dios de la paz estará con vosotros”. El apóstol Pablo invita así a sus discípulos de Filipos a comportarse como verdaderos seguidores de Jesús. Porque en efecto, no son las palabras sino las obras las que muestran la disposición real de cada una de las personas. Es en este sentido que hay que entender las palabras de Jesús: “Por sus frutos los conoceréis”. No por sus palabras, por elegantes y rebuscadas que sean, sino por sus frutos, por sus obras. Y este criterio es válido tanto para quienes ocupan los puestos más elevados de la Iglesia y de la sociedad como para los que pasan desapercibidos, dedicados a hacer el bien en la humildad de la existencia de cada día. El mundo, los hombres, estamos cansados de discursos y de teorías: queremos actitudes claras, que no dejen lugar a dudas, obras y acciones que convenzan. Ahí radica la importancia del programa delineado por Pablo a los cristianos de Filipos.
         “Por sus frutos los conoceréis”. En la primera lectura ha sido leído el célebre canto de la viña del profeta Isaías. Se trata de un antiguo canto popular, que expresa el amargo lamento de un hombre enamorado ante la infidelidad de la mujer amada. El texto habla de los esfuerzos redoblados de un hombre hacia su viña, deseoso de obtener de ella frutos óptimos y abundantes. Pero la espera anhelante de los frutos como respuesta a sus desvelos, termina en el fracaso, pues la viña sólo saber dar agraces. Isaías se sirve del poema para reprochar a los habitantes de Jerusalén su infidelidad hacia Dios. La viña del Señor de los ejércitos, dice el profeta, es la casa de Israel. Esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia y ahí tanéis: lamentos. Israel, el pueblo escogido por Dios, no se mantuvo fiel al Dios que lo había amado.
         La parábola que Jesús cuenta en el evangelio es muy afín al poema de Isaías. El texto evangélico describe con más realismo si cabe las torpezas de los hombres que no quieren someterse a Dios, más aún que casi intentan corregir el mismo plan de salvación. La falta de fruto en el momento de la cosecha queda subrayada de modo patente con el comportamiento desacertado de los labradores hacia los enviados por el amo de la viña, y sobre todo hacia su propio hijo. Si sabemos interpretar las palabras de Jesús, nos recuerda la suerte corrida por los profetas del antiguo testamento, así como lo que estaba por sucederle a él mismo.
         Pero no sería justo criticar al pueblo judío, echándole en cara su infidelidad. Si somos sinceros hemos de reconocer que nosotros, los cristianos que formamos la Iglesia, el nuevo Israel de Dios, tampoco hemos sido siempre fieles, y que a menudo hemos actuado en contra de la voluntad de Dios. Las palabras del profeta insinuando que el amor decepcionado puede abandonar, aún con pesar, a la viña a su propia suerte, lo que supone la ruina, valen también para nosotros. La alianza que Dios ofrece a su pueblo exige hacer de la vida un servicio constante a Dios. La alianza de Dios con Israel no dió el fruto que se esperaba. La alianza de Dios con el nuevo Israel, la Iglesia, que tiene como piedra angular al mismo Jesús, debería dar el fruto esperado, pero también puede decepcionar, puede ser infiel a la llamada recibida.

         Si no damos fruto, podemos perder lo que tenemos. No se puede vivir de renta en el campo del espíritu. La historia de la salvación, personal o comunitaria, es una delicada, larga, difícil y trágica contienda entre el amor de Dios, siempre fiel a sus promesas, y la veleidad de los hombres, siempre fáciles a dejarnos llevar por el capricho, por los propios criterios y principios, hijos de nuestra poca disponibilidad en reconcernos criaturas de Dios. Urge pues disponer nuestro espíritu para poner en obra, según la palabra del apóstol, todo lo que aprendimos, recibimos, oímos y vimos en aquellos que nos iniciaron a la fe. Con oración incesante, supliquemos a Dios que nos conceda que nuestra vida responda a sus cuidados y podamos dar el fruto que espera de nosotros.

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