31 de diciembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios (Santa María Madre de Dios B)


“Cuando llegó el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor”. La lectura de esta página del evangelio según san Lucas ofrece algunos rasgos de la vida que el Hijo de Dios hecho hombre vivió junto con María, su Madre, y José, su padre legal, que permiten reflexionar acerca del valor de la vida de familia, que es el núcleo fundamental de la convivencia humana y que hoy, como resultado de una serie de circunstancia de la sociedad, está pasando un momento de crisis. Por esto, la oración colecta que abre la celebración de este domingo invita a imitar las virtudes domésticas y la unión en el amor que muestran Jesús, María y José.
El Hijo de Dios, al hacerse hombre, entró a formar parte de un núcleo familiar, el hogar formado por María y José, lo que llevaba consigo el hecho de quedar integrado en el pueblo judío tal y como era en aquel momento. Es importante subrayar que Jesús no desdeña encarnarse en aquella sociedad, en asumir las prácticas religiosas y humanas que encuentra. A lo largo de su vida pública irá expresando su modo de pensar acerca de esta realidad. Baste recordar sus intervenciones sobre el reposo del sábado, sobre su opinión sobre el tema matrimonio-divorcio como lo vivía el pueblo, y sobre otras tantas cuestiones. Pero su crítica de la opinión vigente iba precedida por una integración positiva. Se puede decir que su toma de posición se hace desde dentro, como un esfuerzo destinado a convencer a los demás desde la propia experiencia vivida.
En nuestra sociedad es fácil constatar que existen aspectos que no agradan, situaciones que muchos no pueden aprobar y menos aún asumir. Y en consecuencia se adoptan actitudes de desentendimiento voluntario, y cabe preguntarse si este modo de actuar es positivo y, sobre todo, si conduce a algo, si sirve para mejorar el mundo, para construir una sociedad más justa, más humana. Jesús no se comportó así, sino que asumió la realidad de la vida, frecuentó el templo y la sinagoga, habló con todos, comió con fariseos, con publicanos y pecadores. Y fue su modo de comportarse que daba valor a sus palabras y convencía, arrastrando.
En la escena del templo, Simeón dijo a a María, la madre: “Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones”. Jesús vino al mundo para transmitir de parte de Dios un mensaje de salvación. Fue consciente, como reflejan los evangelios, que sus palabras, sus gestos, su misma presencia, planteaba a los hombres un dilema. Fue siempre sumamente acogedor incluso de pecadores convictos de sus graves errores. Pero nunca mitigó la dureza de sus enseñanzas, para ser más popular, para convertirse en un demagogo. La cuestión que está en juego no es la de revisar el evangelio para acomodarlo al modo de pensar y sentir del hombre de la calle. Lo importante es aprender a conocer a Jesús, descubrir exactamente quien es, qué mensaje propone y decidirse, una vez por todas, a seguir su propuesta. Y, ciertamente, ésto no es fácil, pues romper con tantas y tantas realidades que hemos ido forjándonos día a día, para abrirnos a Jesús y permanecer junto a él, dejando de lado nuestra propia concepción de la vida, de la realidad, cuesta. Pero Él está ahí, esperando nuestra respuesta. ¿Cómo responderemos?
Hoy, el apóstol Pablo propone el recurso a la plegaria, a la Palabra de Dios, a la corrección fraterna para mantenernos fieles a Jesús. Los consejos que da san Pablo para nuestra vida familiar o comunitaria son sin duda alguna la realidad de aquel grupo familiar formado por Jesús, María y José. Su ejemplo ha de ayudarnos a trabajar sin descanso, a superar nuestros límites, empezando de nuevo cada vez que constatemos que no hemos sido fieles a la vocación de vivir en común

30 de diciembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios (Sagrada Familia B)


“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley y hacerlos hijos de Dios”. Nuestro Dios ha querido que su Hijo, su Palabra, por medio de la cual hizo el universo, se hiciese hombre, naciese de una mujer, para que todos sin excepción pudiésemos llegar a ser hijos de Dios y participar de su vida. El telón de fondo de esta escena es el forcejeo entre Dios y la humanidad, entre la gracia y el pecado, la vida y la muerte. Y Dios venció: la redención llegó a su término con la muerte y la resurrección de Jesús, el Mesías. Ahora toca a nosotros hacer nuestra su victoria, y vivir en plenitud la dignidad de hijos de Dios que nos ha dado.
En esta historia de salvación, un lugar muy importante está reservado a la mujer por medio de la cual Jesús vino al mundo. Hoy hablando de la Madre del Salvador, el evangelista ha recordado que María conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón. Con estas palabras, Lucas ofrece una imagen sugestiva de la Virgen María: Ella es la persona abierta totalmente a la Palabra de Dios, que la recibe con un sí hecho de fe y de amor, que la recibe con tal intensidad que se convierte en la Madre de la Palabra divina hecha carne. Ella, María, es también imagen del pueblo de Israel, aquel pueblo escogido por Dios y preparado pacientemente para escuchar la Palabra de Dios y acogerla. Muchos fueron los patriarcas, profetas y justos que a lo largo de la historia escucharon y trataron de acoger la Palabra pero nadie pudo hacerlo como María. En ella Israel, la raíz de Jessé, el tronco de David, dio su mejor fruto: el Hijo de Dios hecho hombre.
Pero esta actitud receptiva y acogedora de María en relación con la Palabra de Dios, fue también para ella motivo de turbación, de sufrimiento, de dolor. La Palabra de Dios es vida y luz ciertamente, pero a veces esta vida y esta luz tardan en manifestarse con todo su esplendor. María se abrió sin reservas a la Palabra de Dios, pero ya desde los primeros momentos del nacimiento de su Hijo, a pesar de los gozosos anuncios angélicos y de la presencia entusiasta de los pastores que fueron las primicias en saludar al Salvador, María, en su corazón meditaba estas cosas, sopesando las sombras que descubría en el plan del Señor. María, en su meditación de las obras de Dios, iba creciendo, preparándose para cuando llegase el momento del si supremo al pie de la Cruz, dónde su maternidad llegaría a su plena y total realización. Desde aquel momento María, Madre del Dios hecho hombre, empieza también a ser Madre del hombre llamado a ser hijo de Dios por el sacrificio supremo de Jesús. Dios ha enviado a su Palabra hecha carne para rescatar a los que estaban bajo la ley del pecado, para hacerlos hijos de Dios, para que pudiesen decir con Jesús, al dirigirse a Dios: Abba, Padre.
El calendario civil ha fijado para hoy el comienzo de un nuevo año. Lo que significa que hoy, de común acuerdo, empezamos a contar un nuevo año. Un período de tiempo que indudablemente está lleno de deseos y esperanzas, pero que comporta también incógnitas, que puede traer contratiempos o dificultades. Gracias a Dios no podemos preveer el futuro. Lo importante es vivirlo puestos nuestros ojos en Él, aceptando de antemano su voluntad, con una actitud semejante a la de María. Hemos de entender este nuevo año como un don de Dios, como una oportunidad para hacer algo útil, para nosotros mismos, para los demás, para la sociedad, para el mundo, para Dios.
La primera lectura ha recordado el texto de la bendición que el sumo sacerdote pronunciaba sobre el pueblo escogido, en las grandes solemnidades. Hoy ponemos nuestra vida, este nuevo año bajo la bendición de Dios, invocando su nombre, para que nos acompañe. El Señor tiene designios de paz y no de aflicción, él quiere el bien de todo lo creado, si bien el mal que pecando hemos desencadenado, estorba a menudo los planes de Dios. Que el Señor nos bendiga y proteja, que nos mire con benevolencia, que nos conceda su favor y su paz, en esta nueva etapa de nuestra vida que es el año 2018.





25 de diciembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios - Navidad del Señor


“Oh Dios, que estableciste admirablemente la dignidad del hombre y la restauraste de modo aún más admirable, concédenos compartir la divinidad de aquel que se dignó participar de la condición humana”. Celebrar la Navidad de Jesús no significa ceder a un enternecimiento ante un recién nacido, sino ponderar el amor inmenso de Dios para con los hombres y mujeres de todos los tiempos, que le ha llevado a hacerse uno como nosotros, invitándonos así a comprender la dignidad de toda persona humana.
El evangelio que se proclama hoy recuerda que el niño que festejamos es nada menos que la misma Palabra de Dios, que estaba junto a Dios y era Dios desde el principio, y que por ella se hizo todo lo que existe, pues es vida y luz para todos. Esta Palabra, anunciada en distintas ocasiones y de muchas maneras a los padres y profetas, se ha hecho presente entre los hombres: ha puesto su tienda, ha acampado entre nosotros, como dice con frase atrevida el evangelista, para que pudiésemos contemplar su gloria, gloria que redunda en bien de la familia humana.
Pero el acontecimiento salvador que la liturgia propone al celebrar la Navidad puede parecer una evasión, una huída cobarde, en el momento en que miramos el mundo en que vivimos. En efecto, sería un escándalo paladear el ambiente navideño encerrados tranquilamente en el pequeño mundo en el que estamos instalados con más o menos comodidad, cuando podemos constatar el sufrimiento en el que están sumergidos tantos hombres, mujeres y niños. En el mundo actual se dejan sentir las consecuencias de la guerra, del hambre, las epidemias, la discriminación racial, la droga con sus secuencias, la violencia de tan variadas formas. Ante esta realidad, cabe preguntarse si verdaderamente el Señor ha venido para salvar a los hombres, y si todos los confines de la tierra han llegado a contemplar la victoria de nuestro Dios.
Pero el evangelista ha repetido: “La Palabra vino al mundo y en el mundo estaba, y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”. La salvación que Dios ha venido a traer a los hombres no es un remedio mágico que, sin esfuerzo alguno de parte nuestra, lo arregla todo. Nuestro Dios, para salvarnos, ha querido respetar la dignidad y la libertad de los hombres. Dios se ha hecho hombre para proponer al hombre poder ser hijo de Dios, es decir comportarse según la voluntad de Dios. Pero no siempre hemos sabido comprender este mensaje. La humanidad se entretiene en considerar innecesario depender de Dios y de su ley, lo que la lleva a no respetar la dignidad de los otros, a los que trata de someter a su antojo, conculcando el derecho y la justicia. Actuando de esta manera no podemos pretender que la salvación de Dios opere en el mundo.
Si queremos acoger y vivir el mensaje de Navidad, hemos de ponernos con humildad ante el Dios hecho hombre y pedirle que nos ayude a aceptar su voluntad, que nos enseñe a hacer a cada uno de nuestros hermanos lo que deseamos que se nos haga, lo que él mismo hizo por todos y cada uno de los que encontró durante su paso por este mundo y que plasmó en su precepto: amaos como yo os he amado. En efecto, la Navidad recuerda dos cosas que conviene tener presentes: en primer lugar, el amor que Dios tiene a los hombres, hasta el punto de hacerse él mismo hombre, para que el hombre llegue a ser hijo de Dios; en segundo lugar, la dignidad de la persona humana, ante la cual Dios ha manifestado siempre un respeto y una delicadeza extraordinarias.

Tratemos de convertirnos, es decir, de abrirnos para acoger la Palabra que viene a nosotros y dejar que esta palabra acampe entre nosotros, en nuestra vida, que nos dirija en nuestro quehacer cotidiano, que nos haga sus colaboradores para promover todos los días las condiciones de justicia y derecho que permitan ser una realidad la salvación que Dios nos ofrece, en su hijo hecho hombre como nosotros.

24 de diciembre de 2017

Meditando la PALABRA DE DIOS -Navidad 2017


“Oh Dios, que has hecho resplandecer esta noche santísima con el resplandor de la luz verdadera, concédenos gozar también en el cielo a quienes hemos experimentado este misterio de luz en la tierra”. La liturgia romana, desde hace siglos, recuerda en esta noche el nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre. Aquel nacimiento fue un acontecimiento único e irrepetible. En efecto, para nosotros, cristianos, el tiempo es una realidad lineal que comenzó con la creación del universo y terminará con la segunda vuelta de Jesús, y en esta línea, que es la Historia de nuestra salvación, muestra en su punto central el hecho de un Dios que se hizo hombre para salvar a toda la humanidad.
San Lucas ha recordado a unos pastores que, mientras guardaban sus rebaños, vieron como la oscuridad de la noche se rasgaba para dar paso a una inusitada claridad, con un ángel que anunciaba el nacimiento del Salvador del mundo. A estos pastores se les anuncia que ha nacido el Salvador del mundo, su Salvador, pero al mismo tiempo se les indica que sólo hallarán un niño envuelto en pañales y acostado en el pesebre. A menudo, las promesas que Dios hace, en un primer momento causan desilusión, porque solamente vemos unos signos, unas señales que, en su pequeñez, simplemente preludian la gozosa realidad que en su momento nos será concedida.
Dios, fiel a su palabra, ofrece este nacimiento como el comienzo de una nueva etapa de la historia de la humanidad. Pero este don reclama la fe, para evitar el escándalo de ver únicamente los comienzos humildes de la gran obra de Dios. En brazos de María los pastores vieron sólo un recién nacido. Pero aceptan el signo, creen que él será realmente el Salvador de los hombres, y dan gloria a Dios por lo que habían visto y oído. Así iniciaba con gran sencillez la realidad de la Iglesia, toda ella hecha de signos y señales, que constantemente reclaman la fe, una fe que no quedará confundida y que alcanzará su pleno cumplimiento.
Como aquellos pastores también nosotros recibimos el mensaje del ángel; como ellos, aún sólo vemos signos: los dones del pan y del vino que están sobre el altar y que para nosotros son el cuerpo y la sangre de Aquél cuyo nacimiento como hombre saludamos. Y de este modo sencillo nos unimos a la fe de los pastores y damos gloria a Dios por todo lo que ha prometido, ha realizado y realizará aún hasta llegar a su cumplimiento definitivo.
San Pablo decía en la segunda lectura que esta gracia de Dios que saludamos con el corazón henchido por la alegría de la fiesta de Navidad, está destinada a nuestra salvación y la de todos los hombres. Este don que Dios nos hace en su Hijo hecho hombre nos pide renunciar a una vida que deje de lado a Dios y a su voluntad y nos sumerja en los deseos y exigencias de un mundo configurado de espaldas a Dios. Y el apóstol nos apremia para que comprendamos, dado que urge, que Dios lo espera, que nuestra fe, si es auténtica lo exige: de ahora en adelante conviene que nuestra vida sobria, en relación con nosotros mismos, sin dejarnos llevar por el mal que anida en nuestro interior; una vida justa y honrada, con respecto a todos nuestros hermanos los hombres, buscando lo que es bueno, justo y noble; finalmente una vida piadosa con respecto a Dios, dándole el espacio, el lugar que le corresponde, presidiendo nuestro ser y nuestro hacer. Es así como podremos esperar con confianza y con alegría el cumplimiento de lo que significa realmente el nacimiento de Jesús, es decir la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo, que vendrá un día para hacernos participar de su vida, de su luz, de su gloria.



22 de diciembre de 2017

Meditando la Palabra de Dios - Adviento IV Domingo


“Dile a mi siervo David: Así dice el Señor: ¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Te haré grande y te daré una dinastía”. El rey David, después de vencer a sus enemigos, reunificar a Israel y establecer la capital en Jerusalén, deseaba construir un templo para el Señor, su Dios. Pero el Dios de Israel, que es nuestro Dios, no tiene necesidad de templos materiales, pues está presente en todo el universo. Nuestro Dios es el Dios del éxodo, de la salida de toda instalación que no esté cimentada en Dios. Nuestro Dios no puede aceptar iniciativas humanas que tiendan a servirse de Dios para sus propios fines en lugar de servir a Dios y cumplir con generosidad su voluntad.
El mensaje que contienen las palabras del profeta Natán a David continúa siendo válido para nosotros. Lo que interesa no es tratar de construir estructuras o ideologías, sean religiosas o socio-políticas. Lo que Dios quiere es una casa, una familia, un pueblo de hombres libres que vivan en la justicia, en el derecho y en la paz. Para realizar este proyecto, Dios promete a David una casa, una dinastía perpetua. Que esta promesa no se refería a un reino terreno lo demostró la historia, pues se hundió el estado fundado por David, permitiendo así al pueblo escogido y después a los cristianos ver en esta promesa el anuncio del Mesías, del Hijo de Dios hecho hombre, Jesús, el hijo de María, a quien confesamos Señor y Rey.
Pero Dios, en su obra salvadora, cuenta siempre y en todo lugar con la humanidad para que colabore libremente a su llamada. El evangelio de hoy ha recordado el anuncio del ángel a María, evocando cómo Dios pedía a toda la humanidad, representada por la doncella de Nazaret, su consentimiento a la obra de salvación. El amor, la plenitud y la fidelidad de Dios se encuentran con el amor, la humildad y la disponibilidad de María, haciendo posible la salvación, que, a decir verdad, aún no ha mostrado para todos toda su real dimensión.
María es imagen de la Iglesia, formada por todos los creyentes, la verdadera casa de Dios. Pero es necesario que también nosotros, como María, sepamos responder con un si generoso, hecho no sólo de palabras sino sobre todo de acción, de obra. Abrámonos a la solicitud de Dios, acojamos con la misma generosidad de María el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, que el apóstol Pablo, en la segunda lectura ha definido revelación del designio divino, mantenido secreto durante siglos eternos y manifestado ahora para atraer a todas las naciones a la obediencia de la fe.
La cercana celebración de la Navidad del Señor, a la luz de la revelación cristiana, ha de hacernos sentir que somos en verdad casa de Dios y, a la vez ha de hacernos sensibles al valor de la dignidad de todos y cada uno de los hombres, que son en definitiva nuestros hermanos. La realidad del misterio de la Navidad ha de hacernos más humanos, y ha de romper las murallas que nos encierran en el reducto triste de nuestro egoísmo y nos impiden ver y amar en los hermanos a aquellos a quien Dios ama, y por los cuales ha querido ser el Emmanuel, el Dios con nosotros.

Un día nuestra existencia llegará a su fin y nos encontraremos cara a cara con Dios, principio y fin de nuestra existencia. Pero este encuentro no ha de ser motivo de temor o de angustia, precisamente porque, hace más de dos mil años, este mismo Dios quiso hacerse hombre, quiso participar de nuestro vivir, para ayudarnos a dar un sentido a nuestra existencia que pasa. Celebremos la Navidad ofreciéndonos a Dios como una casa abierta y acogedora, viviendo esta solemnidad como una anticipación de nuestro encuentro definitivo con Dios, con este Dios que, llevado por su amor, ha querido ser hombre como uno de nosotros. No quedaremos defraudados si decimos si como lo dijo María.

9 de diciembre de 2017


Una voz grita en el desierto: Preparad el camino al Señor, allanad sus senderos”. Tanto el libro de Isaías como el evangelio de Marcos recuerdan hoy esa voz que grita en el desierto, invitando a preparar caminos. Para el mundo bíblico, el desierto, con todo lo que comporta, era una realidad cercana y fácil de comprender. Para nosotros, hombres del mundo técnico e industrializado, el concepto de desierto queda lejos. Pero si hacemos caso a los ecologistas, el peligro de desertización está amenazando nuestro mundo concreto. Pero además, existe una desertización que quema y agrieta la tierra de las relaciones humanas. Porque “desierto” es todo lugar en donde, si gritas, nadie te escucha, si yaces extenuado en tierra, nadie se te acerca; si estás alegre o triste, no tienes a nadie con quien compartir. Nuestros corazones pueden convertirse en desierto árido, sin esperanza, sin afectos, relleno de arena, que ahoga y mata.
Desde el desierto, Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, invitaba a los hombres de su tiempo a convertirse y a bautizarse para obtener el perdón de los pecados. Su actividad profética anunciaba a alguien que debía venir después de él, superior a él mismo, que bautizaría con el Espíritu de Dios. Ese alguien, como enseñan los evangelios, era su pariente, Jesús, el hijo de María, que confesamos como Señor y Mesías, en cuyo nombre hemos sido bautizados. Jesús vino, anunció la buena nueva, el evangelio, invitó a los hombres a hacer posible la manifestación del Reino de Dios. Pero lo que proponía no era fácil, pues fastidiaba tener que convertirse, no solucionaba los problemas de cada día de manera inmediata y material. Por todos estos motivos, fue rechazado, escarnecido, martirizado y clavado en la Cruz. Pero resucitó de entre los muertos, anunciando que vendría de nuevo, una segunda venida, para el final de los tiempos, que colmaría las esperanzas humanas.
En los primeros tiempos de la iglesia, la esperanza en la segunda venida del Señor y el cumplimiento de sus promesas era viva y animó a aquellos hombres y mujeres a superar las dificultades inherentes al anuncio y difusión del Evangelio, en medio de un mundo pagano y vuelto de espaldas a Dios. Pero sobrevino el desencanto pues todo seguía más o menos igual. Nada de fundamental había cambiado. El fragmento de la segunda carta atribuida a san Pedro que se ha leído recordaba la necesidad de no dejarnos llevar por el desanimo. El Dios de las promesas que es nuestro Dios no dejará de cumplir lo que ha anunciado, vendrá y llevará a término cuanto ha prometido. Esperad y apresurad la venida del Señor, se nos decía, y mientras esperáis, procurad vivir en paz, inmaculados e irreprochables.

Sin embargo, la esperanza cristiana ha sido objeto de críticas. Ha sido llamada opio de los pueblos, ha sido presentada como evasión del compromiso del hombre en la vida real que continua a correr día tras día. Pero esperar, desde la perspectiva del Evangelio, no quiere decir sentarse cómodamente hasta que Dios resuelva sin esfuerzo nuestro los problemas. Ni aceptar sin más las injusticias actuales, confiando obtener un premio en el más allá. Jesús ha hecho sus promesas e invita esperar activamente. La esperanza no es un empeño genérico y abstracto, sino que ha de estar encarnado en la situación presente teniendo en cuenta las promesas de Dios, las necesidades del hombre y la realidad del mundo en que vivimos. La esperanza ha de ser comienzo de una transformación y, bajo la luz del Evangelio, ha de ser pasión, esfuerzo decidido y activo. Al invitarnos a la esperanza, Dios nos invita a asumir nuestros deberes y riesgos para construir un mundo más justo, más humano, aunque cueste. Propone una aventura, nos invita a trabajar para edificar una historia nueva. He aquí la tarea que el adviento del Señor nos propone, para que poco a poco pueda ser una realidad las ansias y deseos que Dios ha puesto en el corazón del hombre.

2 de diciembre de 2017

MEDITANDO LA PALABRA DE DIOS


“Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: Velad”. Con estas palabras del evangelio de san Marcos, la liturgia de la Iglesia romana inicia el llamado tiempo de Adviento, que se acostumbra a presentar como una preparación a la celebración de la Navidad del Señor. Pero no se trata de una preparación más o menos folklórica de la fiesta popular que conocemos, ambientada con luces y regalos. El término “Adviento”, de una parte y, de otra,  la referencia a la segunda venida de Jesús al final de la historia que el evangelio de este primer domingo se entretiene en recordar, muestran que nos hallamos ante el misterio cristiano del Dios que, por amor, se hace hombre. Naturalmente esta dimensión teológica del tiempo de Adviento solamente puede entenderse desde el ámbito de la fe, que, a su vez, reclama una respuesta, una actitud de acogida para convertir en vida lo que proclamamos con palabras.
          En efecto, para nosotros, cristianos, el tiempo de Adviento quiere recordarnos que nuestro Dios, en el que creemos, del que afirmamos que ha creado el cielo y la tierra, el universo entero con todas las maravillas que encierra, así como a la entera humanidad, ha querido hacerse hombre, y habitar entre nosotros, y esto para ofrecer a todos nada menos que la salvación definitiva, una promesa de vida que abre horizontes no sólo en este momento fugaz, sino también para el más allá nebuloso y difuminado que nos está reservado para cuando llegue el momento de cerrar estos ojos de carne, que son luz en nuestra vida. Desde esta perspectiva es fácil entender porque la liturgia de la Iglesia lanza este grito de advertencia a velar, a esperar, a mantener viva la esperanza, de modo que dejemos espacio en nuestra existencia para este Dios que quiere ser el Emanuel, el Dios con nosotros.
          La vigilancia, la esperanza que la Iglesia, que Jesús mismo pide, quiere referirse a toda nuestra existencia, para que podamos vivirla con plenitud. Pero dificilmente alguien vivirá abierto a la esperanza si, de hecho, se vive satisfecho por tener cubiertas sus necesidades más urgentes. Pero esta no es la situación real de nuestro mundo. Si miramos con atención alrededor nuestro, nos daremos cuenta de que los humanos sentimos nuestra precariedad, miramos con temor el futuro, tenemos la sensación de que todo puede escapársenos de las manos. Y es en este clima que puede enraizar y crecer la esperanza que Jesús nos invita a cultivar.
Esta misma realidad la deja entrever la primera lectura que se proclama hoy. Un antiguo profeta expresa de alguna manera la angustia que atenazaba al pueblo de Israel, en medio de las pruebas que soportaba, pero al constatar su fragilidad, no dejaba de abrirse a la esperanza confiando en un futuro mejor, que sabían que solo podían esperar de Dios: “Todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento... Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre”.
          El Señor sabe muy bien que corremos el peligro de dormirnos, sobre todo espiritualmente. Y quien duerme, ni ve, ni oye, ni espera. Vigilar, velar quiere decir esforzarnos por oír en la oscuridad del tiempo presente el eco de los pasos de Jesús que se avecinan. Vigilar es apaciguar el fragor de las tormentas que en nuestro interior levantan el egoísmo, el orgullo, la ambición y todas las demás pasiones, para abrirnos a las necesidades de todos nuestros hermanos que comparten junto con nosotros el caminar sufrido de la vida. Vigilar es crear en nosotros un silencio capaz de acoger, como tierra abonada, la Palabra de Dios de modo que produzca frutos y no quede estéril. Vigilar es una actitud fundamental para que nuestra existencia sea de verdad humana, vital, no un simple pasar sin sentido.

          En este momento de la historia en que el hombre cree poder prescindir de Dios, a veces cuesta aceptar la invitación a esperar aún una venida del Señor. Ciertamente, el Señor no vendrá para resolver nuestros problemas y ahorrarnos así cualquier esfuerzo. El Señor vendrá, porque nos ama, para establecer con nosotros un diálogo portador de vida, de salvación. El anuncio de esta venida del Señor debe estimularnos a trabajar denodadamente para hacer más justo y humano el mundo en que vivimos. No cerremos pues nuestros oídos y ni nuestro corazón cuando el Señor repite: “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento”.