2 de diciembre de 2017

MEDITANDO LA PALABRA DE DIOS


“Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: Velad”. Con estas palabras del evangelio de san Marcos, la liturgia de la Iglesia romana inicia el llamado tiempo de Adviento, que se acostumbra a presentar como una preparación a la celebración de la Navidad del Señor. Pero no se trata de una preparación más o menos folklórica de la fiesta popular que conocemos, ambientada con luces y regalos. El término “Adviento”, de una parte y, de otra,  la referencia a la segunda venida de Jesús al final de la historia que el evangelio de este primer domingo se entretiene en recordar, muestran que nos hallamos ante el misterio cristiano del Dios que, por amor, se hace hombre. Naturalmente esta dimensión teológica del tiempo de Adviento solamente puede entenderse desde el ámbito de la fe, que, a su vez, reclama una respuesta, una actitud de acogida para convertir en vida lo que proclamamos con palabras.
          En efecto, para nosotros, cristianos, el tiempo de Adviento quiere recordarnos que nuestro Dios, en el que creemos, del que afirmamos que ha creado el cielo y la tierra, el universo entero con todas las maravillas que encierra, así como a la entera humanidad, ha querido hacerse hombre, y habitar entre nosotros, y esto para ofrecer a todos nada menos que la salvación definitiva, una promesa de vida que abre horizontes no sólo en este momento fugaz, sino también para el más allá nebuloso y difuminado que nos está reservado para cuando llegue el momento de cerrar estos ojos de carne, que son luz en nuestra vida. Desde esta perspectiva es fácil entender porque la liturgia de la Iglesia lanza este grito de advertencia a velar, a esperar, a mantener viva la esperanza, de modo que dejemos espacio en nuestra existencia para este Dios que quiere ser el Emanuel, el Dios con nosotros.
          La vigilancia, la esperanza que la Iglesia, que Jesús mismo pide, quiere referirse a toda nuestra existencia, para que podamos vivirla con plenitud. Pero dificilmente alguien vivirá abierto a la esperanza si, de hecho, se vive satisfecho por tener cubiertas sus necesidades más urgentes. Pero esta no es la situación real de nuestro mundo. Si miramos con atención alrededor nuestro, nos daremos cuenta de que los humanos sentimos nuestra precariedad, miramos con temor el futuro, tenemos la sensación de que todo puede escapársenos de las manos. Y es en este clima que puede enraizar y crecer la esperanza que Jesús nos invita a cultivar.
Esta misma realidad la deja entrever la primera lectura que se proclama hoy. Un antiguo profeta expresa de alguna manera la angustia que atenazaba al pueblo de Israel, en medio de las pruebas que soportaba, pero al constatar su fragilidad, no dejaba de abrirse a la esperanza confiando en un futuro mejor, que sabían que solo podían esperar de Dios: “Todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebataban como el viento... Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre”.
          El Señor sabe muy bien que corremos el peligro de dormirnos, sobre todo espiritualmente. Y quien duerme, ni ve, ni oye, ni espera. Vigilar, velar quiere decir esforzarnos por oír en la oscuridad del tiempo presente el eco de los pasos de Jesús que se avecinan. Vigilar es apaciguar el fragor de las tormentas que en nuestro interior levantan el egoísmo, el orgullo, la ambición y todas las demás pasiones, para abrirnos a las necesidades de todos nuestros hermanos que comparten junto con nosotros el caminar sufrido de la vida. Vigilar es crear en nosotros un silencio capaz de acoger, como tierra abonada, la Palabra de Dios de modo que produzca frutos y no quede estéril. Vigilar es una actitud fundamental para que nuestra existencia sea de verdad humana, vital, no un simple pasar sin sentido.

          En este momento de la historia en que el hombre cree poder prescindir de Dios, a veces cuesta aceptar la invitación a esperar aún una venida del Señor. Ciertamente, el Señor no vendrá para resolver nuestros problemas y ahorrarnos así cualquier esfuerzo. El Señor vendrá, porque nos ama, para establecer con nosotros un diálogo portador de vida, de salvación. El anuncio de esta venida del Señor debe estimularnos a trabajar denodadamente para hacer más justo y humano el mundo en que vivimos. No cerremos pues nuestros oídos y ni nuestro corazón cuando el Señor repite: “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento”. 



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