27 de enero de 2018

Meditando la Palabra de Dios IV domingo del T.O.


“Jesús, el sábado, fue  a la sinagoga a enseñar, y se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los  escribas, sino con autoridad”. La autoridad que Jesús mostraba al enseñar, quedó confirmada aquel día concreto con la liberación de un hombre que, según afirma el evangelista, tenía un espíritu inmundo. En el ambiente cultural en el que se movía Jesús, se atribuian a espíritus malignos las enfermedades y disturbios que podía padecer la gente. Con este modo de hablar se intentaba expresar que Dios, el Creador bueno y misericordioso, no puede aprobar las enfermedades y demás miserias que afligen a la humanidad. Pero en realidad lo que conviene afirmar es que estas miserias, estos males, de hecho son consecuencia del pecado, que desde el principio hasta hoy, pesa sobre la humanidad, pecado del que Jesús ha venido a librarnos con su muerte y resurrección.
         El evangelista Marcos recuerda que el espíritu maligno  reaccionó con violencia contra la persona de Jesús, al que confiesa como el «Santo de Dios», es decir el que viene a destruir el reino del mal, para dar espacio al Reino de Dios. En efecto, Jesús ha venido para vencer el mal, el pecado, la muerte. La lucha es encarnizada y llegó a su ápice en la muerte del Hijo del hombre en la cruz que le preparamos los hombres. Pero precisamente en aquel momento la potencia del mal fue vencida con la esperanza de la victoria que es la resurrección del crucificado, dando comienzo al Reino de Dios. La curación de aquel endemoniado es un anuncio de esta victoria que se perfila a lo lejos y de la que podemos participar.
         Pero el Reino de Dios exige nuestra cooperación. No basta escuchar y admirarse de la doctrina de Jesús. De nada sirve que Jesús con su muerte haya vencido a la potencia del mal, si nosotros nos dejamos dominar aún por el pecado, sea cual sea su naturaleza: egoísmo, ambición, odio, sensualidad, injusticia, mentira. Como invita hoy el salmo responsorial: “Ojalá escuchemos hoy su voz y no endurezcamos nuestros corazones”, para abrirnos a la verdad, para dejar espacio a la vida.
         San Pablo hoy ha hablado del celibato, o si se prefiere de la virginidad. Se  trata de un signo del Reino de Dios, que subraya la dedicación total al Señor. El celibato consagrado es un don de Dios, tal como lo es el matrimonio. Es necesario insistir que lo importante no es ser célibe o casado: el auténtico valor consiste en estar abiertos a la llamada de Dios y responder con generosidad., sea cual sea la senda que escojamos.
         Todo lo que hizo y anunció Jesús durante su ministerio por tierras palestinas no es otra cosa que la realización de la promesa realizada por Moisés cuando comunicó al pueblo de Israel: «Un profeta, de entre los tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios. A él lo escucharéis», como recordaba la lectura del libro del Deuteronomio. El auténtico profeta en la Biblia es aquel que habla en nombre de Dios, que transmite el mensaje que ha recibido de él. Aunque a veces hayan podido anunciar lo que estaba por suceder, su misión consistió sobre todo en ser  portadores fieles de la palabra de Dios.
Los profetas con frecuencia denunciaron y criticaron situaciones que no respondían a la voluntad de Dios manifestada en su ley. Por esta razón, fueron personajes incómodos, portadores de inquietud, en la medida que no dejaban dormir en paz a quienes vivían en la mediocridad que se habían construído. Por esta razón, muchos profetas fueron perseguidos e incluso pagaron con su vida la fidelidad a la vocación recibida. Dios continúa suscitando en la historia de la humanidad personajes que anuncian la Palabra salvadora, que indican el camino a seguir para alcanzar la verdad que lleva a la vida. Pero esta misma promesa reclama, de parte nuestra, disponer nuestros ánimos acoger el mensaje que se nos propone y alcanzar la vida que Dios nos ofrece tan generosamente.




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