18 de febrero de 2011

Cap IV DE LA REGLA BENEDICTINA

Capítulo IV de la Regla Benedictina
LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS



Introducción

Una regla monástica no es un tratado de teología ascético-mística. No hay que buscar, pues, en la RB grandes disquisiciones sobre los vicios, las virtudes, la oración, la contemplación; para todo ello remite san Benito a la Escritura, a los Padres y a las obras propiamente monásticas (cf. 73, 2-6). Sin embargo, de forma más o menos aparente, más o menos soterrada, recorre y vivifica todo el código benedictino una savia espiritual de gran riqueza, como se puede comprobar no sólo en el prólogo que ya es una , catequesis preciosa, también en los capítulos que a primera vista parecen tan ajenos a las cosas del espíritu, como el relativo al mayordomo. Pero el corpus ascético propiamente dicho, considerado por la tradición como la base y fundamento de la espiritualidad benedictina, lo forma un grupo de cuatro capítulos dedicados enteramente a exponer una serie de directrices ascéticas, una doctrina sobre algunas virtudes consideradas, a no dudarlo, como básicas para la vida del monje: el capítulo IV, que trata de “los instrumentos de la buenas obras”; el V, sobre la obediencia; el VI, sobre la taciturnidad; el VII, sobre la humildad.

El capítulo IV, simple catálogo de máximas morales que, salvo excepción, no ocupan más de una línea, tiene apariencia de bloque errante. Con todo, un examen detenido prueba no sólo que buena parte de su terminología y su contenido doctrinal se hallan en los capítulos V, VI y VII, sino que forma con ellos una unidad literaria, los prepara y, hasta cierto punto, anticipa su doctrina, de manera que ha podido escribirse: “Los capítulos sobre la obediencia, el silencio y la humildad no hacen más que desarrollar y elaborar ciertos instrumentos de las buenas obras. En cuanto a estos capítulos, hay que decir que las virtudes que tratan están, conforme nos las presenta el autor, muy relacionadas entre sí.


El capítulo IV de la RB es un capítulo muy valioso sobre el que merece la pena detenerse para analizarlo y meditarlo en profundidad.

Tal y como se ha dicho anteriormente, el grupo de capítulos que van desde el IV al VII han sido considerados como la base y fundamento de la espiritualidad benedictina. Así se puede entender en función de su contenido doctrinal, que unifica a todos ellos siguiendo un mismo hilo conductor. Así, al principio del capítulo IV, san Benito dice que hay que amar a Dios ante todo, siendo esta idea reiterada al final del capítulo VII, enmarcando así, en este grupo de capítulos, al amor como principio y fin.

La fuente del capítulo IV es, esencialmente, la Sagrada Escritura, pero también la enseñanza ética de la Iglesia antigua, la espiritualidad del martirio, del bautismo… Toda esta enseñanza de la Iglesia antigua aparece en este capítulo con esa expectativa, además escatológica, de la Iglesia antigua, pero la fuente inmediata es, substancialmente, la Regla del Maestro.

San Benito solo dedica un capítulo al Arte espiritual; en cambio, en la RM[1] hay cuatro dedicados al arte espiritual (RM, 3-6). Es interesante comprobar que san Benito no habla de arte santo sino de arte espiritual; esto constituye una diferencia con la RM. Ya en el título habla de las herramientas, instrumentos de las buenas obras, y esta expresión es mucho más práctica, tiene que ver con la praxis, con cómo aplicar estos instrumentos. Esta es otra gran diferencia entre san Benito y el Maestro, y es que san Benito dice que el abad también debe emplear estos instrumentos. No se trata solamente de un compendio para la enseñanza del abad -como dice la RM-, sino que también el abad tiene que emplear estos mismos instrumentos. Asimismo, hay otra diferencia al final del capítulo relativo a estos instrumentos: san Benito omite la descripción del paraíso, mientras que en la RM sí aparece esta descripción. San Benito descarta esta descripción porque él quiere que los monjes usen estos instrumentos en la tierra, que hagan las cosas aquí, en la tierra


Este capítulo IV es una colección de sentencias; se trata de palabras que hay que recordar, palabras que se pueden repetir, frases breves al modo del libro de los Proverbios, o como los catálogos de virtudes y vicios de la Biblia. Tiene también cierta analogía con el capítulo XXXI que habla sobre el mayordomo, en que se citan las cualidades que éste ha de tener. De igual forma, el capítulo LXIV, sobre el abad, y el capítulo LXII, mantienen esta semejanza con el capítulo que nos ocupa.

Este capítulo podríamos decir que es un bautismo, una catequesis bautismal. El trasfondo es este y hay muchas cosas que, en realidad, valen para todos los cristianos. No se trata de cosas que valgan solo para los monjes, sino que se trata de una breve exhortación moral sobre la vida cristiana, que es, por tanto, deber de todos los cristianos.

Los dos primeros versículos podrían titular todo el capítulo IV: amar a Dios y amar al prójimo. Estos mandamientos del amor contienen en sí mismos todos los demás mandamientos. Así, el Evangelio indica que todo está incluido ahí: el que vive realmente esto, este amor a Dios y al prójimo, cumple todos los mandamientos. Sin embargo, la forma de demostrar este amor por Dios y por el prójimo, es respetando los mandamientos de Dios, de ahí que los primeros preceptos de este capítulo se tomen del Decálogo: no matar, no cometer adulterio, no robar…

El versículo 6 de este capítulo habla de no codiciar. La codicia es, de por sí, algo negativo, algo peligroso. Sin embargo, es interesante el hecho de que san Benito en su Regla utiliza esta palabra en sentido positivo. También en el v. 46 de este mismo capítulo IV habla que podemos tener un anhelo espiritual, un impulso del espíritu: la codicia del espíritu es una dinámica que nos lleva a Dios. Por lo tanto, y en este contexto, san Benito vuelve a usar la palabra codicia para expresar esta idea de deseo espiritual fuerte, para impulsarnos hacia Dios. San Benito es muy valiente a la hora de usar esta palabra ambivalente: el peligro es que esta codicia también puede orientarse en contra de Dios.

San Benito exhorta a anhelar la vida eterna con toda la codicia del espíritu (concupiscencia-codicia) La concupiscencia puede ayudarnos a ir a Dios con todas nuestras fuerzas. De este modo, el Espíritu de Dios puede actuar en nuestra vida.
El capítulo IV resume las obligaciones de la vida cristiana en 72 preceptos a los que se denomina «instrumentos de las buenas obras», y que están basados principalmente en la Escritura, bien de forma indirecta o literal.


En la Sagrada Escritura aparece citada la «vida eterna» en los siguientes libros:
Salmo 133,3; Daniel 12, 2; Mt. 19,16; Mt 19,29; Mt. 25,46; Mc. 10;17; Mc 10,30; Lc 10,25; Lc 18,18; Lc 18, 30; Jn 3, 15-16; Jn 3,36; Jn 4, 14; Jn 4,36; Jn 5,24; Jn 5,39; Jn 6, 7; Jn 6,40; Jn 6,47; Jn 6,54; Jn 6,68; Jn 10,28; Jn 12,25; Jn 12, 50; Jn 17,2; Jn 17,3; Hch 3,46; Hch 13,48; Rm 2,7; Rm 5,21; Rm 6,22; Rm 6,23; Gal 6,8; 1 Tim 1,16; 1 Tim 6, 2; 1 Tim 6, 19; 2 Tim 2,10; Tit 1,2; Tit 3,7; Heb 5,9; Heb 9,12; Heb 9,15; 1 Pe 5,10; 1Jn 2; 1Jn 3,15; 1 Jn 5,11; 1Jn 5,20; Jud 1,21.

En estas referencias bíblicas aparece de manera literal; sin embargo, de forma indirecta, aparece en muchos más fragmentos del texto bíblico.

En la misma Regla encontramos también en más capítulos de forma literal las palabras «vida eterna». Es muy importante conocer toda la Regla en su conjunto, porque con frecuencia se puede explicar el significado de un capítulo con otro/s capítulo/s, haciendo exégesis.

En la Regla aparece las palabras «vida eterna» en:
Prólogo 43; RB IV,46; RB V,3; RB V,10; RB VII,11; RB LXXII,2; RB LXXII,12.

Vida eterna. Estamos de paso en este mundo, y no hay cosa más prudente para el hombre que tener fija la mirada en el término adonde se dirige.
Esta visión le pone en la pista de la realidad de la vida, que está ligada a una realidad trascendental, Dios, donde tiene su origen y adonde, en definitiva, se orienta. El tiempo es breve, pero esta brevedad no le resta nada de la importancia decisiva que tiene frente a la eternidad que se avecina. San Benito explica bien en la Regla las postrimerías, aunque no conserva el orden cronológico.

El anhelo de lograr la meta suspirada constituye la aspiración constante del monje. Esta meta será la unión definitiva con Dios, su visión cara a cara en la beatitud eterna. San Benito la hace objeto de una concupiscencia espiritual, a la que el monje debe darse por completo, sin miedo ninguno y con todas las energías de su ser. El goce de aquella unión con Dios lo prepara con el deseo ardiente de obtenerla, manteniéndolo a través del tiempo. Este anhelo es el rayo de luz que, en medio de las tinieblas de la vida, le envuelven; es como una ilusión que abriga en su corazón y lo dilata, siendo para él vivo acicate que le impulsa a correr por los caminos de la perfección. Nótese que, literalmente, el texto del patriarca es como sigue: “Desear la vida eterna con toda la concupiscencia espiritual”.

Del versículo 44 al 47 del capítulo IV, san Benito nos habla de los novísimos: temer el día del juicio. Esta es una relativización que nos ayuda en la vida monástica de hoy: temer el día del juicio. Con la realidad de la muerte frente a nosotros, muchos pequeños problemas, muchas peleas, juegos de poder, muchas discusiones y enfrentamientos en nuestra vida, pierden importancia y gravedad porque sabemos perfectamente que hay algo más importante que todo esto. Cuando fallece una hermana en nuestra comunidad, cuando asistimos a esta hermana, realmente nos damos cuenta de que todas estas peleas y discusiones no son importantes, porque lo importante no es sino aquello que nos trasciende.

En este versículo 46, «anhelar la vida eterna con toda la concupiscencia del espíritu», San Benito usa la palabra concupiscencia. Emplea esta palabra, más bien ambigua, en sentido positivo; así, la concupiscencia podría ser también una fuerza que nos permite ir hacia Dios. Esta palabra que utiliza san Benito, probablemente para el Maestro sería una palabra infame.
Todos estos instrumentos expuestos en el capítulo IV nos permiten abrirnos a la acción del Espíritu, siendo así que la vida espiritual no es más que una apertura al Espíritu. Para ayudarnos a esta apertura en nuestra vida espiritual, san Benito nos encomienda perseverar en los siguientes aspectos: novísimos (v. 44-47); temer el día del juicio (v. 44); sentir terror del infierno (v. 45); suspirar con todo el afán espiritual por la vida eterna (v. 46); tener cada día presente ante los ojos la muerte (v. 47).

Pensar en el futuro y en la muerte inspira el presente, y san Benito quiere que después de pensar en el día del Juicio final volvamos a nuestras tareas del día a día, por lo que se ratifica que la escatología en este capítulo IV no es una fuga de la realidad.

San Benito pone este instrumento en nuestras manos, que es de mucha importancia en nuestra vida ordinaria: desear el Cielo. Este deseo nace en nuestro corazón si tenemos la fe despierta. El Cielo es la vida desprendida de los sentidos, en compañía de los santos, de los ángeles, con Dios y en Dios.

Denota poca fe no desear el Cielo y el monje tiene que ser un hombre que tenga sus ojos continuamente fijos en el Cielo. Más o menos implícitamente, el deseo del Cielo ha estado presente en su entrada en el monasterio, ya que la búsqueda de Dios verdadera lleva implícita el deseo del Cielo.

Si llevamos una vida un tanto austera para la carne, es para alcanzar la gracia para que todos nuestros hermanos lleguen a la vida eterna, ya que el Cielo es la patria y esta vida es el viaje hacia ella. El pensamiento del Cielo encierra fuerza y valor para todo, y hace mirar al horizonte para ver si se descubren ya las montañas de la Patria. Para el verdadero creyente, es un consuelo pensar que cada día está más cerca del término, del día más hermoso de su vida, en el que se le anuncia que ha llegado al fin de su carrera.
Pero no todo deseo del Cielo es igualmente puro. Se puede desear el Cielo para escapar de los males presentes, del fastidio de una vida sin sentido, por deseo del gozo. Este no es el deseo impaciente que san Benito quiere ver en sus hijos cuando nos dice que deseemos con todas las fuerzas, con toda la codicia espiritual, el Cielo.

El deseo que nos propone san Benito es un deseo puro y sobrenatural. El Cielo para el monje es Dios. Dios contemplado cara a cara. Dios amado, Dios poseído. La penosa búsqueda de Dios en la vida de oración deja lugar a la visión beatífica, a la contemplación sin esfuerzo. La unión velada e imperfecta que recibimos a través de la gracia santificante, se trasforma en la posesión intima y perfecta de Dios. En una palabra: el Cielo es la liberación definitiva del pecado y sus consecuencias, el abrazo eterno de Dios y del alma.

He aquí por qué el monje, cuya vocación es buscar a Dios, cuya vida entera está orientada a esta búsqueda, ha de suspirar por este Cielo tan deseado que le permitirá gozar eternamente de Dios.

Tal es el deseo del Cielo que ha de tener un hijo de san Benito. Y, además, quiere que este deseo sea ardiente. Y no como consecuencia de estar hastiado del mundo, pues el hastío del mundo, si está solo, únicamente puede producir amargura e impaciencia, no puede producir ese ardor que san Benito nos propone. El amor de Dios es el que inflama este deseo. Cuanto más amemos a Dios, más desearemos verle, amarle, poseerle.

Por otra parte, la meditación del Cielo y nuestros suspiros por él, servirán no poco para aumentar el ardor de nuestro amor. Mirando al Cielo, descubrimos allí un lugar que Dios, con todo su amor, nos ha preparado desde toda la eternidad.

Y ante esta contemplación exclamaremos: “¿Quién me dará a mí alas de paloma para volar y descansar? Dios mío, por ti suspiro, mi alma tiene sed de ti. ¿Cuándo veré tu rostro?”Si amamos ardientemente a Dios, desearemos también ardientemente el Cielo. Miremos al Cielo y esta mirada acrecentará nuestro amor a Dios. Solo de este modo podremos amar a los demás con un amor auténtico, con el mismo amor que nosotros recibimos de Dios y al que deseamos entregarnos con toda la concupiscencia-codicia de nuestro espíritu. Tendemos a hacer divisiones entre la vida contemplativa y la activa; en cada individuo, en comunidad o en la sociedad, podríamos ver este instrumento que nos propone san Benito en su capítulo IV en el versículo 46, como un instrumento poco práctico, y demasiado místico, que en nada nos compromete con respecto a nuestra entrega y amor a cada hermano. Es una visión muy errónea y, por desgracia, muy extendida aún entre los que nos decimos seguidores de Jesucristo, porque el único amor que merece ser dado y recibido es el mismo amor que nosotros recibimos de Dios. Es más: nosotros no podríamos amar si no recibiéramos antes el amor de Dios, manantial del único amor verdadero y eterno, ya que Dios es amor (1 Jn 4, 8). Es decir, si yo, como monja cisterciense, anhelo la vida eterna con toda la concupiscencia de mi alma, en tanto en cuanto este anhelo es auténtico, tanto más auténtico será mi amor para con cada hermana/o. Porque este deseo no me exime de vivir entregándome en la praxis, tal y como el Señor lo desea, tal y como Él quiere ser amado en cada una de mis hermanas de comunidad y en cada alma que el Señor quiera encomendarme de manera especial, y en todas las almas, porque nuestra entrega unida a la de Cristo ha de ser universal, siempre.

Hay un aspecto de la vida monástica que es sorprendente: el acento puesto en las postrimerías. Pronto se descubre en ello una plenitud de paz y alegría porque todo va dirigido a la visión de Dios. Parece que el hecho de poner tanto esfuerzo en practicar virtudes y evitar vicios tiene que conducir a la dispersión; pero no es así, todo está relacionado y unido en el vínculo del amor. Cuando éste crece, el monje progresa, como naturalmente lo hace en todas las virtudes ejercitadas con aquel anhelo de vida eterna a la que san Benito quiere conducirnos, al orientarlo todo hacia el interior, hacia lo esencial. Por tanto, cuando estamos tentados de vanidad, de pereza, del mal humor o de celos, pensemos que el campo de batalla no está en la superficie. El combate se entabla en nuestro interior.


Es como si san Benito nos preguntara: ¿quieres la vida eterna?, ¿vives en la presencia de Dios?, ¿te alimentas de su Palabra?, ¿oras con frecuencia? Todas estas preguntas son llamadas a la interiorización. Y sabemos que el combate interior por la vida eterna se realiza en íntima unión con Dios, aquí y ahora; por eso se nos dice que estrellemos contra Cristo los malos pensamientos, puesto que en este combate Él ya ha vencido.

Tales son los instrumentos del arte espiritual. No precisamente para que queden consignados por escrito en este capítulo de la Regla, sino para ser manejados –nótese con qué vigor se indica la continuidad del trabajo ascético – “incesantemente, día y noche”. Es una labor que no admite descanso ni vacaciones. Sólo la muerte temporal pondrá fin a la misma. Entonces será el momento de retornarlos y recibir la paga por el trabajo realizado. ¿Y cuál es la paga? En realidad, no la conocemos exactamente, ni podemos conocerla. El Maestro, siempre dispuesto a hacer alarde de sus dotes de escritor imaginativo, brillante y barroco, intercala aquí una soberbia descripción de las delicias del paraíso inspirándose en la apócrifa Visio Pauli[2]tierra resplandeciente, ríos, riberas cubiertas de arbolado, frutos de estos árboles, órganos, voces que cantan, la ciudad rutilante donde resuena sin cesar el aleluya… (RM 3,84-89). Con una sobriedad de la mejor ley, se limita san Benito a aducir un texto paulino: “lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2,9). Esto es lo mejor que puede decirse de la inconcebible, la inimaginable recompensa.

Arte –u oficio–, instrumentos, taller, incluso la remuneración del amo para quien trabaja: todo queda perfectamente claro. Sólo los obreros –que hacia el final del capítulo hablan en primera persona del plural (v.76-78)– no se nombran explícitamente. Pero nadie duda de que los obreros son los monjes. Ya vimos en el prólogo (v.14) cómo el Señor buscaba a “su obrero” en medio del gentío. Y en el capítulo VII, el monje se considera como “obrero” en medio del gentío así como “obrero purificado ya de sus vicios y pecados” (v.70) cuando haya coronado todos los grados de humildad.

Esta es, pues, la visión de la vida monástica que se desprende claramente del catecismo en forma de máximas que es el capítulo IV de la RB. El monje es el obrero de Dios, que en el taller del monasterio y en compañía y comunión de otros obreros que forman su familia religiosa, trabaja día y noche en un oficio enteramente espiritual, manejando unos instrumentos también espirituales, que son las virtudes, y esperando de la gracia y la misericordia de su Señor que, el día bendito en que éste le pida cuentas y él le devuelva los instrumentos, pueda recibir al fin la recompensa de sus afanes. “lo que ojo nunca vio ni oído oyó…”

San Benito, nos invita, mediante este instrumento de las buenas obras, a anhelar con toda la “concupiscencia” espiritual la vida eterna, a entregarnos totalmente a Dios, de tal modo abiertos a la acción de su Espíritu en nosotros que lo transmitamos tal como lo recibimos a los hermanos, a cada hermano.

Buscando información sobre este instrumento del capítulo IV de la Regla de san Benito, me ha sorprendido la tendencia a separar este instrumento junto con los llamados Novísimos, explicándolos como instrumentos que el monje utiliza en su relación directa con Dios, comprendo esta forma de pensar y catalogar estos instrumentos, pero corremos el riesgo de no percatarnos que son el fundamento para que los demás instrumentos que decimos más prácticos, o con más relación a los demás, se vivan con autenticidad desde el mismo amor que nosotros recibimos de Dios. Es así como podemos darnos a los demás, siendo Cristo para el hermano y amando a Cristo en el hermano.

Si anhelamos con toda la codicia de nuestro espíritu la vida eterna, si es auténtico este deseo, en nuestra vida para con los demás se transmitirá este deseo de Dios, viviendo abiertos a su acción, recibiendo y dando lo que de Él recibimos.
Me pregunto: ¿hay un instrumento de las buenas obras más “práctico” que este? si de verdad anhelamos la vida eterna con toda la concupiscencia de nuestro espíritu, si somos consecuentes cumpliremos o más bien viviremos el resto de los instrumentos que san Benito expone en este capítulo IV, amaremos a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, y desde este mismo amor amaremos al prójimo como a nosotros mismos.


Yo nunca catalogaría el instrumento «anhelar la vida eterna con toda la concupiscencia del espíritu» como un instrumento que únicamente se refiere a la relación del monje con Dios, ya que esta relación si es auténtica, esta unión a Dios ha de influir ineludiblemente en la entrega del monje a Dios en cada hermano.


                                             Hna. María Anunciación Montoro (O.Cist)
Monasterio Cisterciense de  Casarrubios
- San Benito. Su vida y su Regla. Dirección e introducciones de D. Colombás García M. Versiones de D. León M. Sansegundo y comentarios y notas de D. Odilón M. Cunill.
Ed. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Madrid MCMLIV.
- La Regla de San Benito. Introducción y comentario por Colombás García M. Traducción y notas por Iñaki Aranguren. Segunda edición Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Madrid MCMXCIII.
- Regla del Maestro. Regla de san Benito. Ildefonso M. Gómez O.S.B. Zamora 1988. Ed. Monte Casino.
- Vida espiritual en clave monástica. D. Eufrasio Carretón, O.S.B. Madrid 1997. Ed. Covarrubias.
- Breve comentario espiritual sobre la Regla de San Benito. Denis Huerre. Zamora 1987. Ed. Monte Casino.


[1] Regla autor anterior a la de Regla de  San Benito,  que algunos historiadores se la atribuyen a él mismo, escrita en su juventud.
[2] El Visio Pauli: o Apocalipsis de Pablo , fue escrita en el siglo IV y pertenece al Nuevo Testamento Apócrifos .

13 de enero de 2011

DIOS SIGUE LLAMANDO (Testimonio)

DIOS SIGUE LLAMANDO 

Dios sigue llamando en el siglo XXI
            Me llamo Marina, y soy monja en el monasterio Cisterciense de la Santa Cruz, en un pueblo de la provincia de Toledo.

            Me han pedido que explique como percibí la llamada de Dios a la vida monástica o cómo experimenté la acción amorosamente transformadora de Él en mi vida, para ir dirigiendo mis pasos al monasterio, no sólo sin miedos sino dándole gracias por lo que percibo como un inmenso regalo de su bondad misericordiosa.

            Nací en el seno de una familia cristiana y era la pequeña, sólo tengo un hermano mayor que yo. Estudié en el colegio de las Carmelitas de la Caridad, donde me dieron una sólida formación cristiana que fue la semilla que  poco a poco, fue creciendo hasta hacerse grande. Para mí, Dios nunca ha sido algo lejano ni inaccesible y que además está siempre ocupado en cosas muy importantes para fijarse en mí. Él era y es un Alguien, no un algo, un Alguien que me ama y que siempre está conmigo, en mí.

            Cuando llegué a la adolescencia, seguí mi vida normal, estudiando y saliendo con los amigos, viajando siempre que podía etc.  No pensaba para nada en  ser monja, aunque nunca me alejado de Dios y que seguía formando parte importante de mi vida.
En las fiestas del Rocío

A los 16 años entré en el grupo de “Misiones de mi Parroquia”, y fue en este medio, donde sin darme cuenta, empecé a pensar que quizá yo, podría ser misionera. Fue allí y en ese momento cuando conocí a unas monjas  misioneras a las que expuse mis dudas. Cuando hablaba con ellas, prendía en mí el entusiasmo y decidía que sí, que ése era el camino que Dios en Su amorosa Providencia había elegido para mí. Pero al cabo de pocos días, comenzaba a dudar, y el entusiasmo se apagaba.

            Pasaba el tiempo y yo no terminaba de aclararme y esperaba que un día el Señor me diese a entender de algún modo muy claro y concreto, lo que quería de mí. Mientras tanto, yo ya había empezado a estudiar Derecho en la Universidad y también pensaba a que rama del Derecho me dedicaría una vez finalizada la Carrera. También comencé a salir con un chico y entonces tenía más claro que de ser misionera nada de nada

            Por éso y por otros motivos que no viene al caso explicar, ya creía tener claro mi futuro: no sería misionera sino una madre de familia y ejercería mi profesión de abogado tratando de ayudar a los demás por este medio.

 Mas, esa claridad en mis expectativas duró poco. Un día cayó en mis manos un libro en el cual, unas jóvenes hablaban de su vocación a la vida contemplativa; por ese entonces, el ser monja de clausura me parecía algo horrible, negativo y sin sentido; eso de vivir encerrada entre cuatro paredes, ¡con lo que a mí me gustaba salir y divertirme! Pensaba que las monjas eran mujeres serias y tristes. Fue por ese motivo, por el que yo empecé a leer ese libro, por pura curiosidad, pues quería ver por qué unas jóvenes en apariencia como las demás jóvenes de nuestra época, eran capaces de decidirse por algo así.

En realidad el libro no explica lo que es esa vida, sino la experiencia de las jóvenes, pero al leerlo, empecé a intuir  que esa vida que tan espantosa consideraba, era otra cosa, no lo que yo creía, sino algo bello y con sentido. Y ¿qué fue lo que hice? Pues lo primero que hice, fue ir a ver a las monjas misioneras que ya conocía y contarles lo que me pasaba. Una de ellas (con la que yo había tenido más relación en el pasado) conocía a chicas que habían tenido inquietud misionera y luego habían entrado en un monasterio de vida contemplativa. Así que empezamos un discernimiento vocacional, y también estuve escribiéndome con una joven que la misionera conocía y que era de votos temporales, en este monasterio.

            Yo seguía estudiando en la Universidad y cada vez me atraía más fuertemente esta vocación, pero las monjas me dijeron que debía esperar a finalizar la Carrera. Así que no tuve más remedio que esperar, pero pensé que si un día me hacía cisterciense puede que tuviera dudas de no haber optado por una vida menos directamente  contemplativa. Cerca de mi casa había una Residencia de mayores que era llevada por Hijas de la Caridad y decidí ir a ayudar allí y de paso conocer la vida de las Hijas de la Caridad.
Con una de sus compañera 
de noviciado

            Me gustó tanto la experiencia con las Hijas de la Caridad que ya pensé en algún momento, -o quería pensar, no lo sé-,  que ése era mi camino. Me sentía como una más de ellas.

            Al comenzar el nuevo curso de la Universidad, quizá intentando huir de aquello que experimentaba interiormente, me propuse disfrutar, sanamente de todo lo bueno y bello que la vida me ofrecía: salía mucho, alternaba, viajaba mucho más de lo que lo había hecho hasta entonces, y tanto el pensamiento  de  vocación de cisterciense como la de Hija de la Caridad lo aparqué. Digo que lo aparqué porque no pude quitármelo de encima, aunque en algún momento creí que lo había conseguido. Nada más lejos, a Dios le gusta insistir, no se da por vencido fácilmente, e ello tengo mucha experiencia.

 Al final del penúltimo curso del la Universidad, ya pensaba poco sobre el tema de la vocación y me preguntaba más por lo que iba a hacer una vez acabado Derecho: buscar trabajo, sacar el doctorado o continuar estudiando para Juez, como quería mi padre.

 Pero aquél pensamiento “vida monástica”  a mitad del último curso, resurgió con tanta fuerza que no lo pude resistir. Me sentía por dentro como una joven recién enamorada, pero en este caso era de Dios. Mi deseo, o necesidad, de vivir en el monasterio se volvió tan intenso que me resultaba penoso pensar que todavía me quedaban varios meses para acabar la Carrera.

Eso sí, me di cuenta otra vez que mi deseo era ser cisterciense aunque no por eso dejaba de parecerme maravillosa la vida de las Hijas de la Caridad. Está claro, Dios tiene ya preparado unos planes para cada uno de nosotros, y seguirlos es lo que nos realiza y nos hace verdaderamente felices, y éso a estas alturas, para mi era evidente.  Lo que Dios quería de mí era lo que verdaderamente me iba a hacer feliz y además, yo quería seguir la voluntad de Dios fuese lo que fuese, aunque no lo entendiera del todo.

 Tampoco por experimentar ese atractivo tan grande ignoraba lo difícil que  me resultaría adaptarme a la vida de comunidad,  me parecía que me iba a resultar  imposible entrar en un monasterio para estar callada y sin apenas salir de a lacalle; pero confiaba  en que Él me daría fuerza,   ya que era Él mismo, quien me llamaba a la vida monástica.

Profesión
            Al fin terminé la Universidad que para mi constituyó una experiencia muy positiva e inolvidable. Pero había dos problemas: el primero era que de repente me veía con toda la vida por delante para hacer lo que quisiera y disfrutar de ella plenamente, con múltiples expectativas profesionales. Sin embargo esta valoración la superé rápido, lo peor fue el otro problema: decírselo a mis padres, ya que aunque cristianos, esperaban mucho de mí, en el sentido humano, por el éxito que había  tenido en mis estudios de Derecho. Mi madre me preocupaba especialmente, ya está enferma de artritis y temía que el disgusto le desencadenara una crisis de este tipo. Además, ellos tenían una visión tan negativa de la vida contemplativa como la tenía yo antes de conocerla, aunque no sabían que su enfoque era totalmente falso.

            Me hizo sufrir muchísimo la oposición de mis padres y mi hermano. Hicieron todo lo imposible para convencerme de que ésa no era mi vida, de que por ser muy caprichosa y estar muy consentida yo no iba aguantar, y además de que esa vida era totalmente opuesta a mi forma de ser…  Me hacían chantaje emocional: mi madre decía que si entraba de monja no era buena hija por dejarla abandonada, estando ella enferma y otras muchas razones de las que ahora nos reímos cuando las recordamos. Total que hubo momentos que estuve a punto de sucumbir.

            Al final entré, pese a la oposición de mis padres  y pese a su enfado que duró muy poco, casi sólo hasta que conocieron a la Comunidad. Ahora están encantados con su hija monja.  Por  mi parte, creo que di un gran salto en el vacío, porque me doy cuenta que no dediqué los dos años de espera que me impusieron las monjas para que estudiase y madurase mi vocación, a hacerlo. Pero en los más de diez años que llevo en el monasterio, aún no me he arrepentido de haberlo dado.

            Mentiría si dijera que todo ha sido fácil, pero nada que valga la pena  es fácil y sí, puedo decir con verdad, que durante este tiempo he sido  muy feliz y lo sigo siendo.

Procesión:  Corpus Cristi
            A las jóvenes que se sientan llamadas, desde mi experiencia de vida,  os puedo  gritar con toda la fuerza, que no tengáis miedo de responder positivamente al Señor, porque os aseguro que en esa respuesta, encontrareis la felicidad que buscáis y lograréis llenar de sentido y hacer fecunda vuestra vida. Es una forma muy eficaz de   colaborar con el Señor en su Obra Redentora de la humanidad,  de cada hombre en particular, pues Él quiere servirse de nosotros para salvar a las almas por las que tanta sangre le han costado.

            No quiero terminar sin hablar de lo importante que ha sido la figura de la Virgen María en mi vida y en mi vocación, sin Ella, ¿hubiera sido incapaz de decir “Fiat” a Dios como Ella lo hizo siempre? En cualquier duda, pena, tentación o peligro en que os encontréis Ella siempre estará a vuestro lado y nunca, nunca os dejará.
            Así que mucho ánimo, y no le neguéis al Señor lo que os pida, os aseguro que como yo, no os arrepentiréis.


9 de enero de 2011

Vocación profética de Amós

AMÓS MODELO DE RESPUESTA A LA LLAMADA DE DIOS 

1-   Amós antes de la llamada profética
Amós fue uno de los grandes profetas del siglo VIII a.C., aunque él prefería verse a sí mismo como un hombre sencillo, dedicado a sus trabajos campesinos, como «uno de los pastores de Tecoa»[1]. Así lo manifiesta en su controversia con el sacerdote Amasías, que lo acusa de traicionar al rey de Israel: «No soy profeta ni soy hijo de profeta, sino que soy boyero y recojo higos silvestres»[2]
Tecoa, era una ciudad situada en los confines del desierto de Judá  a dos horas de camino al sur de Belén. Allí vivía tranquilamente como cualquier campesino y pastor; él mismo declara más tarde al sacerdote de Betel[3]  que no pertenecía a ninguna asociación profética. Su posición económica, parece era bastante holgada dentro de su ambiente, ya que de lo contrario no hubiese podido adquirir la cultura literaria que luego utilizó al escribir su mensaje profético.
Desde Roboán Tecoa era plaza fuerte y tenía una guarnición[4] por esto se supone que participó bastante activamente del ambiente efervescente propio de los tiempos de prosperidad económica, en los que abunda la ambición de los poderosos, el desorden moral y toda clase de injusticias sociales como ocurría en tiempos de Amós; pero lógicamente, se supone que él,  por su profesión de pastor estuviese alejado de ese mundo lleno de convulsiones, aunque no las ignorase.

2-   Amós llamado por Dios al ministerio profético
Llegó, sin embargo, un día en el que tuvo lugar la transformación de Amós en el mensajero enviado por Dios a profetizar en el reino del norte. Como él mismo dice: Yahvé me tomó de detrás del ganado, y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo Israel[5], a Samaría, capital del Reino del Norte en tiempos del rey Jeroboam II 
         La voz de Dios también llega a las lejanas soledades del desierto, o mejor, es en el desierto donde puede oírse mejor esa voz implacable que logró arrancar a Amós de aquella situación tranquila para llevarlo a un mundo indeseable para  hombres como él.
         Al no haber frecuentado alguna escuela profética, Amós se sintió obligado a predicar por pura vocación en un reino floreciente bastante corrompido y confiado en las propias fuerzas humanas, pero próximo a una catástrofe en la que no quiere pensar ni oír mencionar.
         El profeta denuncia vigorosamente las injusticias sociales, el lujo, la satisfacción humana, predica la catástrofe inminente y la cautividad de sus habitantes; habla con radicalidad oponiéndose a la religiosidad satisfecha y cómoda de sus contemporáneos  compatriotas. Esto es causa de una controversia con el sacerdote Amasías, que lo acusa de traicionar al rey de Israel. Su lenguaje es espontáneo y rotundo su doctrina elemental y sencilla. Todos los símiles que utiliza en su predicación están tomados de la vida pastoril y campestre[6]  Es él quien  da el primer impulso fuerte a la idea de un Dios universal de justicia.

3-   La idea de Dios antes de Amós

         El Dios del pueblo de Israel es concebido más como el Dios de la historia que como Dios de la naturaleza: conocido en lo que es por lo que hace. Es el invisible participante de la suerte de Israel, afligido con sus aflicciones. Los intereses y las empresas de Israel son sus propios intereses y Sus propias empresas.
         El monoteísmo fue desarrollándose muy lentamente y sólo a duras penas; después de muchas aberraciones politeístas y naturalistas, se impuso en la religión popular y aun así sólo se logró que el monoteísmo puro se viviera en círculos reducidos más que a nivel de pueblo.
         Después de la entrada de los israelitas en la Tierra Prometida, la idea de un solo Dios universal queda totalmente descartada. Yavé era Su propio
 Dios, pero otros pueblos también tenían sus dioses personales, por eso, los hebreos antes de Amós, más que monoteístas o politeístas eran hemoteístas[7]. Muchos personajes bíblicos lo confirman como Jc 6, 24ss; es el caso de Gedeón que una noche destruye el altar de Baal erigido en su ciudad para sacrificar a Yavé el mejor toro, propiedad de su familia. Gedeón es condenado a muerte pero su padre lo defiende diciendo que si Baal es Dios puede defender su propia causa. Aunque Gedeón es perdonado, nada prueba que la comunidad negase a Baal, dios de los cananeos.
 En 1Re 18,27 Elías se burla de los profetas de Baal y les dice: ¡Gritad más fuerte! Baal es Dios pero estará meditando o bien ocupado, o estará de viaje. ¡A lo mejor está durmiendo y se despierta! Es otra manifestación clara de cómo el pueblo israelita creía en los dioses de pueblos vecinos, les deban culto porque esperaban recibir favores de ellos.

4-   Residencia de Yahvé y Sus atributos
 
La presencia de Dios
hacía resplandecer el Sinaí
          Durante muchos años se siguió con la idea de que la habitación de Dios era el Sinaí, región donde Moisés tiene la experiencia de la zarza ardiendo. En el cántico de Débora se expresa bien esta idea[8].  Aunque Yahvé habita en el desierto del sur, entorno al Sinaí, escenario de la antigua vida nómada de los hebreos, acude en su auxilio y se manifiesta en la tormenta, en el río desbordado que contribuye a la derrota de enemigo. Hay más textos bíblicos de los que se desprende que Yahvé era considerado como un Dios de montaña. En la época del rey Ajab los sirios dicen de los hebreos: “Su Dios es Dios de montaña por eso han sido más fuertes que nosotros, presentémosle batalla, en la llanura se verá si no somos nosotros más fuertes que ellos [9]
         Yahvé también era considerado como el Dios de guerra de las tribus de Israel que se han confederado mediante su lealtad y confianza en Su ayuda, sobre el campo de batalla, pero Yahvé no era un Dios especialista de la agricultura, por eso cuando los hebreos de nómadas pasan a ser agricultores, invocan a los baales cananeos, porque creen que aquellos dioses de la fertilidad hacen prosperar sus campos.
         En general, la idea que el pueblo hebreo tenía de Dios les llevaba a tener una actitud estrecha con la deidad. Sus adoradores le daban culto como si necesitase de ellos y de sus ofrendad; además así le tendrían siempre contento y a su disposición marchando al frente de sus ejércitos.

5-   “Idea de Dios a partir de Amós”

5.1- Idea que Amós tiene de Dios

Templo de Jerusalén
Amós no niega expresamente la idea de otros dioses, como lo hacen otros profetas siglos más tarde
[10], pero su enseñanza implica lógicamente que no hay otro Dios en todo en todo el mundo. No hay un solo versículo que admita la existencia  de otros dioses. Su convicción  de que existe un solo Dios, no es resultado de reflexiones filosóficas, sí una certeza inmediata que emana de su noción de la grandeza, cercanía y justicia de Yahvé. Yahvé es tan grande que es todopoderoso en el cielo, en el infierno, en la cumbre del Carmelo, en el fondo del mar, en Koflar como también Guir[11]. Su grandeza se refleja en Su nombre Dios de los ejércitos[12] Es tan cercano que su dominio se muestra en la historia humana[13]. Yahvé, es tan justo que juzga a todos los pueblos[14], pero castigará más aún los pecados de Su pueblo ligado a Él con una alianza especial[15]. Yahvé es también un Dios universal, no solamente porque dirige los destinos de todas las naciones[16], sino más bien porque las juzga a todas. Sus leyes obligan a todos. Juzgará y castigará a los pueblos vecinos de Israel porque cometieron actos inhumanos y quebrantaron las leyes de moralidad universal[17]Para Amós, Yahvé también es un Dios que perdona y promete la salvación, después de haberlos purificado por medio de un castigo. El día de Yavé, un día de tinieblas y no de luz, un pueblo llamado por Dios ejecutará el castigo[18]. Muchos perecerán, pero el resto de José será salvado[19].
Solamente un cambio radical puede salvar a Israel de ese día de tinieblas[20], pero Amós no confía en esta conversión para sus días, pues en el horizonte presagia la amenaza del Día, tenebroso de Yahvé, porque el Pueblo no está dispuesto a rectificar, está satisfecho de sí mismo, no reconoce su pecado. 
Entonces después de la catástrofe será el retorno a la alianza concordada en el tiempo de la salida de Egipto[21] que llegará a su perfección en el Reino del Mesías, su último fin.

6-   Religión popular antes de Amós

         El centro y la expresión de la religión de Israel antes de Amós era la realización de ritos y ceremonias prescritos. Por medio de ese culto exterior el israelita solía expresar la necesidad que tenía de Su creador del que dependía totalmente. Ya los Patriarcas invocaban a Yahvé y erigían altares[22] pero antes de Moisés no tenían un lugar sagrado para ofrecer sacrificios y lo hacían al azar de las etapas y los acampamientos[23]. Pero la alianza del Sinaí trae consigo un hecho nuevo: el Arca de la Alianza conservada en un Tabernáculo se convertirá en prenda y símbolo de la nueva situación. Es el Tabernáculo de la Reunión[24],  el lugar del encuentro de Dios con los Suyos, el Arca es señal perenne de la presencia divina.
         Cuando el pueblo de Israel -ya instalado en la Tierra Prometida- juntamente con David, llevó a cabo la unidad, hizo capital del reino a Jerusalén. Salomón, hijo heredero del trono de David, construyó el Templo que su padre había proyectado e instala definitivamente en él el Arca, así el Templo se convierte en lugar de culto y amor ardiente; era la gloria de Jerusalén que en adelante será Ciudad Santa, porque Yahvé la eligió como morada y plataforma de Sus epifanías. Algunos Salmos cantan el gozo de ir divisándola e ir acercándose a ella en lenta procesión[25]
         Pero este mismo entusiasmo está lleno de peligros y los profetas tendrán que hacer oír otra nota distinta. Este culto será espiritual en la medida en que el pueblo adquiera conciencia del carácter interior de las exigencias de la alianza. Sólo esa fidelidad del corazón es la condición de un culto auténtico y la prueba de que Israel no tiene más Dios que a Yahvé[26]
         Al paso de los años ese culto fue degenerando en sólo un formalismo externo. Los israelitas se creían en regla con Dios porque celebraban solemnes fiestas y santas reuniones, los sacrificios van acompañados de cantos y música[27], pero todo ése esplendor no era sino ruido molesto a Yahvé[28]. La conducta de Israel no era honrada frente a Dios y sus semejantes y su espléndido culto estaba falto de sinceridad y piedad auténtica, mas, la pésima conducta de Israel no sólo quedaba en el formalismo de su culto a Yahvé; practicaba la idolatría adorando a los dioses de pueblos vecinos y dedicándoles templos y cultos especiales[29].

         7- Amós critica el culto externo

         La religión israelita tan ricamente dotada de un elaborado ceremonial, terminó creando una atmósfera religiosa confortable de auto justificación. Amós ve en todo éso una provocación a Yahvé. ¿Qué valen sus ofrendas si desprecian Sus mandatos? Yahvé no se complace en sus sacrificios, los detesta y rechaza[30]. Si con las ofrendas no se afirma y renueva la alianza de Dios con su Pueblo, éstas tienen el efecto contrario al que pretenden los oferentes, por éso el profeta afirma que los sacrificios y ofrendas de Su pueblo, Yahvé los rechaza y los tiene como pecado. Evidentemente, Amós no intenta decir que Dios rechace todo sacrificio y pide únicamente la práctica de la justicia social y una religión vivida sin ninguna manifestación exterior; lo que afirma es que esos sacrificios sólo tienen sentido en cuanto sean símbolo de la expresión de una actitud sincera ante Dios y un deseo de cumplir Su voluntad, sin éso sólo son signos vacíos.

         7.1- Valoración de esa crítica

         Los ritos y prácticas religiosas en Israel no lo justificaban, no eran un medio mágico para apartar de él la desgracia porque su corazón negaba lo que el sacrificio profesa decir a Dios. En ellos, el sacrificio no era medio de unión con Dios porque ¿Cómo pueden ir juntos si no están de acuerdo? Amós con sus amenazas les recuerda las condiciones de una conversión auténtica. El profeta se siente vehículo de la Palabra de Dios y se alza valientemente contra el desarrollo solemne de las ceremonias cultuales y la opresión de los pobres. No les echa en cara el no haber cumplido los ritos de penitencia, parece indicar incluso que los han practicado con excesiva abundancia[31] mas sólo eso no es convertirse.
         La verdadera conversión es un cambio de vida que ponga fin a las injusticias sociales[32]; Más aun, supone una interiorización que permita volver a encontrar a Dios: Buscad a Yahvé y viviréis[33] La conversión es cuestión de vida o muerte.    

         8- Elemento básico de la religión de Amós

Amós denuncia el culto vacio e invita al
Pueblo a la conversión
         Yahvé puede exigir a Israel una conducta fiel y honrada porque previamente lo escogió, lo formó y lo hizo Suyo[34] le llamó por su nombre y con él se comprometió. Todo eso exige una respuesta humana que falta, y en ello, se fundamente la maldición y el castigo.
         Uno de los pecados del pecado del pueblo consiste en el culto sólo externo que no cambia la conducta de los hombres[35]. Amós busca que el pueblo practique la justicia y los preceptos de la ley que hablan del pobre de lo contrario Yahvé se encarará con él, será llevado al exilio, se le quitará la Tierra que había sido “don” de Dios. Esto significa para Israel el abandono de Yavé[36].
         Amós ansía la conversión de su pueblo, sus palabras son a veces abierta invitación a la penitencia: Buscadme y viviréis. No busquéis a Betel, no vayáis a Guilgal… Odiad el mal y haced el bien, sed justos en los juicios, quizás el Dios de los ejércitos se apiade del resto de José[37]
         Otras dos veces más aparece esta invitación. Si el pueblo se convierte, Dios perdona, se arrepiente y no castigará. A pesar de eso, Amós parece querer tener al pueblo en una vigilancia obligándole a acudir continuamente a Dios, por eso les pone un quizás, no pueden darse falsas confianzas y dejar a las gentes en pecado. Deben buscar a Dios, explorar Su voluntad para seguirla y realizarla decididamente.

         Conclusión

         La prosperidad comercial, el orden social que nace en tiempos de Jeroboán II parece haber trastornado el medio de vida antiguo; esto es, el orden que Yahvé ha querido implantar sobre la tierra, por éso Amós siente la exigencia de proclamar, en nombre de Dios, el castigo.
         Israel ha olvidado el don divino. La tierra que Yahvé le ha dado, se ha convertido en posesión solo de ricos. La gran masa de los pobres no puede ahora agradecer a Dios el don de la heredad y del descanso, como manda la ley antigua[38] y el profeta anuncia un juicio. El día del Señor se acerca y es día de oscuridad y tinieblas, día sin luz y aciago[39]
         “Ese día del Señor” recibe caracteres de guerra; el enemigo está pronto, asediará el país y destruirá sus fortalezas. Tras la destrucción y saqueo de sus bienes, el pueblo pecador tendrá que salir hacia el destierro, Este anuncio de destierro para Israel era anuncio anti-promesa. Yavé expulsa de Su misma presencia al pueblo, quiere romper las raíces que lo ligan a Él. Pero Amós confía en Dios y ve en este castigo la salvación de su pueblo. Yahvé castiga y destruye a quienes pecan obstinándose en su presunción de inmunidad; pero salvará a los justos para construir de nuevo un Israel que tendrá dominio sobre todas las naciones, porque todas serán patrimonio de Yahvé, ya que sobre ellas será invocado Su nombre (11, 9). Con esto anuncia Amós la fidelidad espiritual de los tiempos mesiánicos.
         El mensaje de Amós es una buena fuente de material para un objetivo examen de nuestra vida monástica. Dios quiera que sepamos entenderlo y ponerlo en práctica en cada momento de nuestra vida con intensidad creciente.
                                                                                                  Mª José Pascual
Monast. de la Sta. Cruz


[1] Am 1.1
[2] 7.14
[3] 7,14
[4] 2 Cro 11, 6
[5] 7.15
[6] (Am 3, 4-5; 3, 12; 5, 9).
[7] Es La Gran Deidad Androgina (Dios y/o Diosa), Padre y/o Madre que rige a las divinidades u Orisas, y a toda especie viviente del universo entre las cuales están los seres humanos a quienes dio aliento y vida para que reinaran y dominaran la tierra sirviéndose de la imprescindible ayuda de los espíritus de los dioses por Él concebidos que habitan en Orun y en las Fuerzas o Elementos de La Naturaleza y que forman parte del Orden Universal por Él establecido
[8] Éx 3;  Jc 5, 4-5
[9] 1 Re 20, 2
[10] Is 43, 10; 44, 6. 8
[11] Am 4, 13; 5, 8-9; 9, 2-3. 7
[12] 5, 14; 6, 8
[13] 5, 21; 6, 14; 9, 7. 2
[14] 1, 3-2, 3
[15] 3, 43;  4,23
[16]  6, 15
[17] 1, 3-2, 3
[18] 5, 18-20; (6, 8 ss
[19] 5, 16-20; 7, 8-9; 5, 15
[20] 5,46.14-15
[21] 9, 14
[22] Gn 4, 26
[23] 12, 1-6; 13, 4-18.
[24] Éx 27, 21
[25] Sal 5, 24, 48, 65, 122 etc
[26]Éx 20, 2 ss
[27] 1 Sm 10, 5; 2Sm 6, 5. 15
[28] Am 5, 21-24.
[29] 1 R 18, 27
[30] Am 5, 21-24
[31] (4, 4; 5, 5; 5, 21)
[32] 8, 4-8
[33] 5, 4, 6
[34] Am 3, 2
[35] 5, 21-3; 4     

[36] 4, 12
[37] 2, 6-7; 5, 5;  5, 14-15
[38] Dt 26, 3; 26, 13-15
[39] Am 5, 18-20