10 de marzo de 2011

Sta.Beatriz de Nazaret

   

Síntesis biográfica

Beatriz de Nazaret, monja cisterciense cuya conocemos por un capellán del monasterio de Nazaret del siglo XIII que escribió en latín la vida de la priora Beatriz.

El no llegó a conocerla, pero para esta biografía, se sirvió de los escritos en neerlandés que ella misma escribió: el Libro de la vida, que era un diario suyo y recoge los 20 años anteriores a su entrada en el monasterio de Nazaret; son notas que escribió siendo ya priora y su tratado místico llamado “los siete modos de Amor”. Hasta nosotros ha llegado sólo su tratado. El anónimo capellán se sirvió asimismo para escribir la biografía de los datos comunicados por las monjas que la conocieron, fundamentalmente de los recuerdos de la hermana de Beatriz, Cristina, la cual, la sucedió como priora.

Beatriz nació alrededor del año 1200 en Tirlemont (Thienen) a unos veinte kilómetros de Lovaina, en la diócesis de Lieja.

Debió ser la sexta hija proveniente de una familia burguesa. Su madre, Gertrudis, se caracterizó por su acendrada piedad y caridad; su padre, Bartolomé, al morir su mujer, acompañó a sus hijas Beatriz, Cristina y Sibila a los monasterios que el mismo ayuda a fundar. Un hermano de Beatriz, como converso, sigue las observancias cistercienses y otros dos hermanos ingresaron en órdenes religiosas.
Al principio, la madre de Beatriz la instruyó personalmente, y Beatriz demostró su capacidad para el estudio y el aprendizaje pues ya con cinco años era capaz de recitar íntegramente el salterio de David. A los siete años, al morir su madre, su padre la envía a la escuela de las beguinas de Léau[2] para que éstas le enseñaran las virtudes y al mismo tiempo que frecuentaba una escuela mixta en la misma ciudad, Zoutleeuw y donde aprendió las artes liberales. Permaneció en ella un año pero no logró, acabar los estudios de artes liberales que comprendían gramática, retórica y dialéctica.

A los diez años ingresa como oblata en el monasterio de Bloemendaal o Florival que había pasado a ser cisterciense sobre el año 1210 y donde su padre era administrador. Allí continuó el Trivium y el quadrivium que consistía en música, aritmética, geometría y astronomía.

A los quince años, profesa como novicia en Florival y un año más tarde profesó. Poco después de profesar fue enviada al monasterio cisterciense de la Ramée donde aprendió el arte de la caligrafía y la iluminación. En este monasterio conoció a Ida de Nivelles, mayor que ella y a las que unió una gran amistad. Ida estaba muy avanzada en temas místicos y espirituales. En enero de 1217, siendo inductora Ida, Beatriz tiene su primera experiencia mística. Al poco regresó a Florival y todas sus hermanas comprobaron su gran progreso espiritual.

En este período el padre de Beatriz ingresa como lego en Bloemendaal y su hermano Wickbert ingresa también como converso; sus hermanas Christine y Sybille entraron en la misma comunidad en 1215. Cuando Bloemendaal funda Maagdendaal, cerca de Tienen, el padre de Beatriz y los hermanos de ésta son enviados allí en 1221. En este monasterio Beatriz realiza su Profesión Solemne y es consagrada virgen por el Obispo.

En 1235 Maagdendaal decide hacer la fundación de Nazaret. En 1236 se traslada a este nuevo monasterio y ejerce como maestra de novicias durante dos años; más tarde, es elegida como priora. Hacia el fin de su vida escribe su célebre tratado “Seven Manieren van Minne” (Los siete modos de Amor). En 1267 enferma gravemente y el 29 de agosto de 1268 “regresó al Padre”[3].

Al leer su vida y escritos, uno mismo “queda abrumado por la perspicacia de su mente, la profundidad y la calidez de su corazón, la impetuosidad de su deseo, no sólo de estar con Dios, sino en convertirse en lo que Dios quisiera que fuera. El dinamismo de toda su vida no se desarrolla alrededor de yo-y-Dios, sino de Dios-y-yo. Dios fue y permaneció su fuente y su meta, y cuando falleció se cerró el círculo completo[4].

Historia de un alma: Vida y doctrina espiritual de Beatriz

El relato de la vida de Beatriz es más una radiografía espiritual que la simple constatación de hechos externos. Sin embargo, el sacerdote biógrafo no cree tener mucha pericia en este género, es decir, en las “vidas de los santos” y así, objeta en su prólogo: “Aunque haya leído distintos triunfos de santos, descritos en narración histórica por otros, todavía no he alcanzado el uso de la necesaria elocuencia...”
“No te asombres, ¡oh lector!, si quizá, en el avance de la narración, te encuentras con algo que no viene a cuento y te percatas que estoy obligado al esfuerzo de escribir, por el solo precepto de la caridad...
Si alguien me desafía para que dé fe sobre los hechos que voy a narrar, y si algún curioso me solicita un testimonio de autenticidad, justamente respondo con toda sencillez que soy solamente el traductor de esta obra y no el autor[5].
El capellán y confesor de Nazaret, quiere demostrar la santidad de Beatriz.
“Podemos acercarnos a ella intentando al menos descubrirla en cuatro aspectos fundamentales de su vida: en primer lugar, la adecuación de Beatriz al contexto de la espiritualidad de la primera mitad del siglo XIII y a las nuevas formas de religiosidad femenina; en segundo, su amistad con Ida de Nivelles y el camino mistagógico en que ella la introduce; en tercero, sus experiencias visionarias; y finalmente, su mística del amor”[6].
Beatriz fue una monja cisterciense que vivía la espiritualidad del Císter y las formas que ésta adquiere en el Norte de Europa; sin embargo, fue una monja extraordinariamente mortificada, las penitencias constituyen una ruptura con el marco psíquico y el ambiente de un convento cisterciense, por más que su marco fuera estrictamente ascético. Dichas penitencias tienen como motivación la conciencia de pecado, es decir, de ser absolutamente incapaz de unirse a Dios, el Ser perfectamente bueno, por las propias fuerzas.

El deseo es el motor de esta actitud: es ferviente, apremiante... “La mística siente la atracción de Dios, y de ahí una aspiración vehemente a seguir a Cristo y estar unida a Dios, una tensión casi insostenible de la voluntad, trátese de mortificaciones o de una aplicación escrupulosa a imponerse ejercicios de piedad o imitar las virtudes de otras religiosas[7].

Este deseo es tan intenso que se expresa en estos términos entre otros: languidez frenética, delirio, pasión paralizante, inundación, torbellino, ebullición. Y con estas emociones, su espíritu concluye siendo más puro y más fuerte.

Beatriz exageró sus penitencias y en ello comprobamos el gran amor que la arrastraba a identificarse con el Amado de su alma. Llegaba a la flagelación de pies y pecho con espinas, utilizaba cilicios de cuerda llenos de nudos que cubrían todo su cuerpo, en la cama esparcía hojas puntiagudas o dormía sobre el suelo y a veces, como almohada, usaba una piedra.

Trata de descubrir el designio de Dios y por tanto, lucha por llegar al conocimiento de sí, donde advertimos la influencia de San Bernardo y de Guillermo de Saint-Thierry.

Ella, sabe que la naturaleza humana está herida por el pecado, pero al mismo tiempo, descubre todos los dones de los que ha sido colmada su alma creada a imagen y semejanza de Dios y por tanto, se dedica a reparar los efectos del pecado en sí misma y retornar a la pureza original en la que fue creada el alma.
Después de este período, llega a un estado de gran sequedad y de pruebas pasivas durante unos tres años. “Estas pruebas se prolongarán a lo largo de la vida de Beatriz. Sin embargo, hay un giro importante e incluso capital en su vida espiritual. Ya en una etapa anterior había presentido que presumía de sus propias fuerzas y que debía dejar que Dios actuara en ella”[8].

En su vida espiritual, Beatriz se ocupó del estudio de la Santísima Trinidad y para ello manejaba copias de libros sobre este tema, y ello nos muestra “la accesibilidad en los monasterios Cistercienses a obras de contenido teológico y recuerda al mismo tiempo el útil oficio de copista aprendido en Rameya”[9].

El meditar la Pasión y el Misterio de la Trinidad, la lleva a aceptar todo aquello que el Señor le pide, despojándose de su propia voluntad. Existen dos visiones trinitarias que la guían hasta este despojamiento de sí misma y a adherirse a la voluntad divina. Hacia el año 1232 ve a Dios como la fuente de un gran río del cual fluyen otros ríos y arroyos; el gran río es el Hijo de Dios, Jesús, los otros ríos son los estigmas de Cristo y los arroyos, los dones del Espíritu Santo. Comprende entonces los juicios de Dios, la procesión de las Personas en el seno de la Trinidad y de la esencia divina. Hay en ella una profunda conmoción interior y toma de conciencia de las dimensiones universales de la caridad: allí donde buscaba la perfección mediante la ascesis y los ejercicios de piedad, percibe que hacer la voluntad de Dios es ocuparse del prójimo, tanto mediante cuidados materiales como espirituales”[10].
Al final, la unión transformadora hace que su voluntad se identifique y se conforme a la voluntad de Dios y descubre la paz interior. Se crea un equilibrio entre el espíritu en paz y el cuerpo sufriente, equilibrio ya existente y percibido por los Cistercienses del siglo XII sobre todo en Guillermo de Saint-Thierry en su obra: “De la naturaleza y dignidad del amor”.

Comienza la llamada vida pública de Beatriz, dedicándose a la caridad dirigida tanto a sus hermanas de comunidad como a toda clase de gentes. También van a verla almas atormentadas y pecadores con los que Beatriz utiliza la oración para que se vean liberados del pecado.

En Beatriz se centran, su inteligencia intuitiva que le permite acceder en parte al conocimiento de los Misterios de Dios y el amo fruitivo que gusta, asimila, los dones recibidos; y toda esta experiencia confluye en la caridad activa.

Otro aspecto de Beatriz son sus visiones, la liturgia meditada se transforma en experiencia, todas las visiones de Beatriz van unidas a la liturgia.

En el elemento visual, las imágenes son muy estereotipadas, pero siente la presencia de Dios que pasa por su cuerpo, que la llena con el fuego de Su Amor, siente que atrae su corazón y lo llena con la sangre de Sus llagas. El gusto como sentido espiritual, le hace “gustar” la dulzura del amor divino. También el elemento auditivo es importante, pues escucha a Dios que le habla.

Ida de Nivelles consejera y directora espiritual de Beatriz y quien la introduce en el mundo de la mística y de las visiones. La primera visión fue cuando Beatriz, tras unos meses al lado de su maestra Ida, le pidió que rogara a Dios para que le concediera gracias especiales. Ida, entonces, le dijo que se preparara para el día de la Natividad del Señor, sin embargo, no fue hasta unos de los primeros días de enero cuando Beatriz tiene su primera experiencia mística mientras está en el coro cantando las Completas. Sentada durante la salmodia se vio arrebatada en éxtasis pero no corporalmente sino intelectualmente y vio con los ojos de la mente a la Santísima Trinidad.

En el segundo libro de su Vida, aumentan estas experiencias que van centrándose en la unión mística; la más significativa fue la ocurrida en Maagdendaal en el año 1232, donde Beatriz ve al Señor que se acerca a ella y atraviesa su alma con una lanza ardiente. Existe un simbolismo entre la lanza que penetró en el costado de Cristo en Su Pasión la lanza que penetra el alma de Beatriz y que le anuncia la unión amorosa con el Amado, esposa elegida del Cantar.

En el tercer libro de la Vida aparecen más visones pero con un contenido más didáctico y quizás más elaborado por el escriba y esto se debe a que cuando el capellán de Nazaret se ocupa de la etapa de la vida de Beatriz cuando es ya Priora, no tiene un diario donde apoyarse para narrar sus experiencias místicas y se basa en notas tardías e informaciones de las monjas.

“En Nazaret, donde por más de treinta años servirá a la comunidad como maestra de novicias y segunda superiora, desde el mes de julio de 1237 hasta el 1268, año de su muerte, le viene concedido el tiempo de amar. Aquí Beatriz repensará toda su vida. Podrá expresar, de manera magistral, su propia síntesis, regalándonos ese admirable canto lírico del amor místico, como bellamente el Padre Mikkers ha definido su pequeño tratado de las siete maneras del santo amor de Dios.
Muere el 29 de agosto de 1268 y es sepultada en el claustro, entre el capítulo y la Iglesia; lo que entonces indicaba la beatificación”[11].


Los Siete Modos de Amor
Un tratado místico, escrito en prosa lírica en neerlandés sobre 1250, es la única obra original que poseemos de Beatriz. En este tratado se describe la ascensión del alma, por el amor, a la unión con Dios.
Los siete Modos de Amor, como es llamado este tratado, es el compendio de la vida de Beatriz. Ella lee toda su vida a la luz del amor de Dios y la reconoce en esta palabra, minne[12]. Minne lleva en sí, la realidad divina y la experiencia humana. “El amor de Dios - de quien Beatriz habla - es su amor por Dios, en el cual, paradójicamente, Dios mismo se da a conocer. Hacer esto evidente siete veces es su fin y su tarea”[13].

Observamos en esta obra la convergencia de dos corrientes espirituales: la mística de la unión con Dios encresto (Verbo encarnado) y la mística del Ser. “El amor es en ella tensión del deseo, sed de estar unida a Dios sin que, sin embargo, sea explícitamente buscada la superación de todo lo creado, que implicaría el retorno a su ser original en el seno del abismo divino. Para Beatriz, como, por otra parte, para las beguinas contemporáneas, no existe contradicción entre la adoración de la Trinidad, la unión con Cristo Esposo y esta tendencia a la superación”[14].

Primer modo: Nos comunica la vivencia en la pureza, nobleza y libertad del alma creada a imagen y semejanza de Dios, donde aparece el ardiente deseo de amar y seguir al Señor, deseo de una total comunión de vida con Cristo. Para esto es necesario el autoconocimiento de sí misma y de su corazón, autoconocimiento que está en perfecta concordancia con la idea del origen cisterciense, de la concentración de toda espiritualidad en el corazón, sea de Cristo, sea de los hombres. Es en este autoconocimiento donde Beatriz puede llegar a asemejarse al amor pues “examina lo que ella es, lo que ella debe ser, lo que tiene y lo que le falta a su deseo”[15]. Sólo el amor conduce al alma a la nobleza que Dios le ofrece, porque sólo el amor nos motiva para caminar hacia la plenitud de la semejanza.

Segundo modo: Sobre “el amor sin porqué”, es decir, sobre la gratuidad del amor. Beatriz utiliza el lenguaje del “amor cortés” explicándonos que la dama quiere servir a su señor teniendo como única recompensa, devolver amor al Amor, amándolo sin medida, tal y como lo vemos en San Bernardo de Claraval en su tratado “De diligendo Deo”.
Aquí, los términos servir y servicio se encuentran siete veces, es la imagen del amor que se pierde totalmente a sí mismo para el Amado y nos ofrece el retrato de la verdadera humanidad revelada por el Evangelio: “El abandono de la fe se hace servicio en lo más íntimo del ser del hombre”[16].
Tercer modo: Se refiere al sufrimiento que le provoca al alma el no poder servir a Su Señor perfectamente ya que esto supera la capacidad humana. La exigencia de totalidad en el amor, se vuelve obsesiva y es por esta razón por la que aparece la pena de no poder servir al amor según las exigencias ilimitadas del verdadero amor.

Según A. M. Haas: “En apenas dos frases, el tema de la necesaria muerte en vida y de la experiencia mística del exilio, esto es, del infierno, aparece aquí perfectamente formulado”[17].

Cuarto modo: En este modo es Dios quien toma la iniciativa, es una experiencia mística pasiva donde el alma queda totalmente conquistada por Dios hasta que no es más que amor. “Ser amor” traduce la plenitud de la imagen-semejanza; la plenitud de la semejanza en el amor es plenitud de pertenencia.

Quinto modo: Es el reverso del cuarto modo. Constituye la tormenta o furia de amor que afecta al cuerpo y alma. El amor hiere al corazón atravesándolo con una flecha. La dulzura del amor provoca en el alma un ardiente deseo de devolver amor por amor. La impotencia para satisfacer el amor suscita en Beatriz grandes males. Esta “ira de amor” (orewoet) indica las penas que la experiencia de las grandes delicias ya preanuncia.

Sexto modo: El amor se convierte en dueño de su persona y esto mismo la hace libre de sí misma. La libertad es fruto del amor sobre sus obstáculos interiores, libertad que la condice a un dominio sobre su voluntad que hace que el ejercicio de la caridad ya no le cueste.

Vida de cielo ya iniciada en esta tierra que Beatriz pide para todos nosotros y que San Benito también promete a todo aquel que ha ascendido los grados de humildad: “Subidos pues, finalmente, todos estos grados de humildad, llegará el monje en seguida a aquella caridad de Dios, que, siendo perfecta, excluye todo temor; por ella todo cuanto antes se observaba no sin recelo, empezará a guardarse sin trabajo alguno, como naturalmente y por costumbre; no ya por el temor del infierno, sino por amor de Cristo y cierta costumbre santa, y por la delectación de las virtudes. Lo cual se dignará manifestar por el Espíritu Santo en su obrero purificado ya de vicios y pecados”. (R.B. 7, 67-70).
Séptimo modo: Es el “Amor sublime”; constituye la experiencia de Dios que se expresa por encima de lo humano y por encima del tiempo. Es un deseo ardiente, un anhelo, un ansia de vivir con Cristo. El alma desea ser liberada de este exilio pues no hallará consuelo sino en el país donde reposa el Amor, no hallará reposo sino en Él, el Esposo.

Después de tanto buscar al Amor, será recibida por el Muy Amado y ya no será más “que un solo espíritu con Él”[18]. La última palabra fue una sola: el amor, la minnen.
En los siete modos de Amor se aprecia una jerarquía entre los diferentes grados de la experiencia del amor, aunque psicológicamente pueden darse mezclados, sin distinción entre ello. Mas para el biógrafo de Beatriz, los siete modos de Amor son la manifestación, la expresión de la vida de Beatriz que realiza en signos externos la experiencia mística, pues para él, la santificación femenina ocurre en y a través del cuerpo de la mujer.
Hna. Marina Medina
Monasterio Cisterciense de la Santa Cruz

[1] Beatriz de Nazaret, Los siete modos de amor. II modo, Barcelona 1999, p. 287.
[2] Las beguinas eran una asociación de mujeres cristianas, contemplativas y activas, que dedicaron su vida, tanto a la defensa de los desamparados, enfermos, mujeres, niños y ancianos, como a una brillante labor intelectual. Organizaban la ayuda a los pobres y a los enfermos en los hospitales, o a los leprosos. Trabajaban para mantenerse y eran libres de dejar la asociación en cualquier momento para casarse.
[3] Jn 13,1.
[4] R. De ganck, Currículum Vitae de Beatriz, Cistecium 219 (2000) 417-418.
[5] Vida de Beatriz de Nazaret. Prólogo 2-4, Cistercium 219 (2000) 473-474.
[6] V. Cirlot, b. garí, La mirada interior. Escritoras místicas y visionarias en la Edad Media, Barcelona 1999, p. 113-114.
[7] Georgette epiney-burgard, emilie zum brunn, Mujeres trovadoras de Dios. Una tradición silenciada de la Europa medieval, Barcelona 1998, p. 106-107.
[8] Georgette epiney-burgard, emilie zum brunn, Mujeres trovadoras de Dios. Una tradición silenciada de la Europa medieval, Barcelona 1998, p. 109.
[9] V. Cirlot, b. garí, La Mirada interior. Escritoras místicas y visionarias en la Edad Media, Barcelona 1999, p. 118-119.
[10] Georgette epiney-burgard, emilie zum brunn, Mujeres trovadoras de Dios. Una tradición silenciada de la Europa medieval, Barcelona 1998, p. 110.
[11] Liliana Schiano Moriello, Beatriz de Nazaret (1200-1268). Su persona, su obra, Cistercium 219 (2000) 440-441.
[12] Minne (femenino), es originariamente el pensamiento (viviente en uno) de la persona amada.
[13] Liliana Schiano Moriello, Beatriz de Nazaret (1200-1268). Su persona, su obra, Cistercium 219 (2000) 442.
[14] Georgette epiney-burgard, emilie zum brunn, Mujeres trovadoras de Dios. Una tradición silenciada de la Europa medieval, Barcelona 1998, p. 119.
[15] V. Cirlot, b. garí, La Mirada interior. Escritoras místicas y visionarias en la Edad Media, Barcelona 1999, p. 286.
[16] Liliana Schiano Moriello, Beatriz de Nazaret (1200-1268). Su persona, su obra, Cistercium 219 (2000), p. 636.
[17] V. Cirlot, b. garí, La Mirada interior. Escritoras místicas y visionarias en la Edad Media, Barcelona 1999, p. 128.
[18] 1 Cor 6, 17.

18 de febrero de 2011

Cap IV DE LA REGLA BENEDICTINA

Capítulo IV de la Regla Benedictina
LOS INSTRUMENTOS DE LAS BUENAS OBRAS



Introducción

Una regla monástica no es un tratado de teología ascético-mística. No hay que buscar, pues, en la RB grandes disquisiciones sobre los vicios, las virtudes, la oración, la contemplación; para todo ello remite san Benito a la Escritura, a los Padres y a las obras propiamente monásticas (cf. 73, 2-6). Sin embargo, de forma más o menos aparente, más o menos soterrada, recorre y vivifica todo el código benedictino una savia espiritual de gran riqueza, como se puede comprobar no sólo en el prólogo que ya es una , catequesis preciosa, también en los capítulos que a primera vista parecen tan ajenos a las cosas del espíritu, como el relativo al mayordomo. Pero el corpus ascético propiamente dicho, considerado por la tradición como la base y fundamento de la espiritualidad benedictina, lo forma un grupo de cuatro capítulos dedicados enteramente a exponer una serie de directrices ascéticas, una doctrina sobre algunas virtudes consideradas, a no dudarlo, como básicas para la vida del monje: el capítulo IV, que trata de “los instrumentos de la buenas obras”; el V, sobre la obediencia; el VI, sobre la taciturnidad; el VII, sobre la humildad.

El capítulo IV, simple catálogo de máximas morales que, salvo excepción, no ocupan más de una línea, tiene apariencia de bloque errante. Con todo, un examen detenido prueba no sólo que buena parte de su terminología y su contenido doctrinal se hallan en los capítulos V, VI y VII, sino que forma con ellos una unidad literaria, los prepara y, hasta cierto punto, anticipa su doctrina, de manera que ha podido escribirse: “Los capítulos sobre la obediencia, el silencio y la humildad no hacen más que desarrollar y elaborar ciertos instrumentos de las buenas obras. En cuanto a estos capítulos, hay que decir que las virtudes que tratan están, conforme nos las presenta el autor, muy relacionadas entre sí.


El capítulo IV de la RB es un capítulo muy valioso sobre el que merece la pena detenerse para analizarlo y meditarlo en profundidad.

Tal y como se ha dicho anteriormente, el grupo de capítulos que van desde el IV al VII han sido considerados como la base y fundamento de la espiritualidad benedictina. Así se puede entender en función de su contenido doctrinal, que unifica a todos ellos siguiendo un mismo hilo conductor. Así, al principio del capítulo IV, san Benito dice que hay que amar a Dios ante todo, siendo esta idea reiterada al final del capítulo VII, enmarcando así, en este grupo de capítulos, al amor como principio y fin.

La fuente del capítulo IV es, esencialmente, la Sagrada Escritura, pero también la enseñanza ética de la Iglesia antigua, la espiritualidad del martirio, del bautismo… Toda esta enseñanza de la Iglesia antigua aparece en este capítulo con esa expectativa, además escatológica, de la Iglesia antigua, pero la fuente inmediata es, substancialmente, la Regla del Maestro.

San Benito solo dedica un capítulo al Arte espiritual; en cambio, en la RM[1] hay cuatro dedicados al arte espiritual (RM, 3-6). Es interesante comprobar que san Benito no habla de arte santo sino de arte espiritual; esto constituye una diferencia con la RM. Ya en el título habla de las herramientas, instrumentos de las buenas obras, y esta expresión es mucho más práctica, tiene que ver con la praxis, con cómo aplicar estos instrumentos. Esta es otra gran diferencia entre san Benito y el Maestro, y es que san Benito dice que el abad también debe emplear estos instrumentos. No se trata solamente de un compendio para la enseñanza del abad -como dice la RM-, sino que también el abad tiene que emplear estos mismos instrumentos. Asimismo, hay otra diferencia al final del capítulo relativo a estos instrumentos: san Benito omite la descripción del paraíso, mientras que en la RM sí aparece esta descripción. San Benito descarta esta descripción porque él quiere que los monjes usen estos instrumentos en la tierra, que hagan las cosas aquí, en la tierra


Este capítulo IV es una colección de sentencias; se trata de palabras que hay que recordar, palabras que se pueden repetir, frases breves al modo del libro de los Proverbios, o como los catálogos de virtudes y vicios de la Biblia. Tiene también cierta analogía con el capítulo XXXI que habla sobre el mayordomo, en que se citan las cualidades que éste ha de tener. De igual forma, el capítulo LXIV, sobre el abad, y el capítulo LXII, mantienen esta semejanza con el capítulo que nos ocupa.

Este capítulo podríamos decir que es un bautismo, una catequesis bautismal. El trasfondo es este y hay muchas cosas que, en realidad, valen para todos los cristianos. No se trata de cosas que valgan solo para los monjes, sino que se trata de una breve exhortación moral sobre la vida cristiana, que es, por tanto, deber de todos los cristianos.

Los dos primeros versículos podrían titular todo el capítulo IV: amar a Dios y amar al prójimo. Estos mandamientos del amor contienen en sí mismos todos los demás mandamientos. Así, el Evangelio indica que todo está incluido ahí: el que vive realmente esto, este amor a Dios y al prójimo, cumple todos los mandamientos. Sin embargo, la forma de demostrar este amor por Dios y por el prójimo, es respetando los mandamientos de Dios, de ahí que los primeros preceptos de este capítulo se tomen del Decálogo: no matar, no cometer adulterio, no robar…

El versículo 6 de este capítulo habla de no codiciar. La codicia es, de por sí, algo negativo, algo peligroso. Sin embargo, es interesante el hecho de que san Benito en su Regla utiliza esta palabra en sentido positivo. También en el v. 46 de este mismo capítulo IV habla que podemos tener un anhelo espiritual, un impulso del espíritu: la codicia del espíritu es una dinámica que nos lleva a Dios. Por lo tanto, y en este contexto, san Benito vuelve a usar la palabra codicia para expresar esta idea de deseo espiritual fuerte, para impulsarnos hacia Dios. San Benito es muy valiente a la hora de usar esta palabra ambivalente: el peligro es que esta codicia también puede orientarse en contra de Dios.

San Benito exhorta a anhelar la vida eterna con toda la codicia del espíritu (concupiscencia-codicia) La concupiscencia puede ayudarnos a ir a Dios con todas nuestras fuerzas. De este modo, el Espíritu de Dios puede actuar en nuestra vida.
El capítulo IV resume las obligaciones de la vida cristiana en 72 preceptos a los que se denomina «instrumentos de las buenas obras», y que están basados principalmente en la Escritura, bien de forma indirecta o literal.


En la Sagrada Escritura aparece citada la «vida eterna» en los siguientes libros:
Salmo 133,3; Daniel 12, 2; Mt. 19,16; Mt 19,29; Mt. 25,46; Mc. 10;17; Mc 10,30; Lc 10,25; Lc 18,18; Lc 18, 30; Jn 3, 15-16; Jn 3,36; Jn 4, 14; Jn 4,36; Jn 5,24; Jn 5,39; Jn 6, 7; Jn 6,40; Jn 6,47; Jn 6,54; Jn 6,68; Jn 10,28; Jn 12,25; Jn 12, 50; Jn 17,2; Jn 17,3; Hch 3,46; Hch 13,48; Rm 2,7; Rm 5,21; Rm 6,22; Rm 6,23; Gal 6,8; 1 Tim 1,16; 1 Tim 6, 2; 1 Tim 6, 19; 2 Tim 2,10; Tit 1,2; Tit 3,7; Heb 5,9; Heb 9,12; Heb 9,15; 1 Pe 5,10; 1Jn 2; 1Jn 3,15; 1 Jn 5,11; 1Jn 5,20; Jud 1,21.

En estas referencias bíblicas aparece de manera literal; sin embargo, de forma indirecta, aparece en muchos más fragmentos del texto bíblico.

En la misma Regla encontramos también en más capítulos de forma literal las palabras «vida eterna». Es muy importante conocer toda la Regla en su conjunto, porque con frecuencia se puede explicar el significado de un capítulo con otro/s capítulo/s, haciendo exégesis.

En la Regla aparece las palabras «vida eterna» en:
Prólogo 43; RB IV,46; RB V,3; RB V,10; RB VII,11; RB LXXII,2; RB LXXII,12.

Vida eterna. Estamos de paso en este mundo, y no hay cosa más prudente para el hombre que tener fija la mirada en el término adonde se dirige.
Esta visión le pone en la pista de la realidad de la vida, que está ligada a una realidad trascendental, Dios, donde tiene su origen y adonde, en definitiva, se orienta. El tiempo es breve, pero esta brevedad no le resta nada de la importancia decisiva que tiene frente a la eternidad que se avecina. San Benito explica bien en la Regla las postrimerías, aunque no conserva el orden cronológico.

El anhelo de lograr la meta suspirada constituye la aspiración constante del monje. Esta meta será la unión definitiva con Dios, su visión cara a cara en la beatitud eterna. San Benito la hace objeto de una concupiscencia espiritual, a la que el monje debe darse por completo, sin miedo ninguno y con todas las energías de su ser. El goce de aquella unión con Dios lo prepara con el deseo ardiente de obtenerla, manteniéndolo a través del tiempo. Este anhelo es el rayo de luz que, en medio de las tinieblas de la vida, le envuelven; es como una ilusión que abriga en su corazón y lo dilata, siendo para él vivo acicate que le impulsa a correr por los caminos de la perfección. Nótese que, literalmente, el texto del patriarca es como sigue: “Desear la vida eterna con toda la concupiscencia espiritual”.

Del versículo 44 al 47 del capítulo IV, san Benito nos habla de los novísimos: temer el día del juicio. Esta es una relativización que nos ayuda en la vida monástica de hoy: temer el día del juicio. Con la realidad de la muerte frente a nosotros, muchos pequeños problemas, muchas peleas, juegos de poder, muchas discusiones y enfrentamientos en nuestra vida, pierden importancia y gravedad porque sabemos perfectamente que hay algo más importante que todo esto. Cuando fallece una hermana en nuestra comunidad, cuando asistimos a esta hermana, realmente nos damos cuenta de que todas estas peleas y discusiones no son importantes, porque lo importante no es sino aquello que nos trasciende.

En este versículo 46, «anhelar la vida eterna con toda la concupiscencia del espíritu», San Benito usa la palabra concupiscencia. Emplea esta palabra, más bien ambigua, en sentido positivo; así, la concupiscencia podría ser también una fuerza que nos permite ir hacia Dios. Esta palabra que utiliza san Benito, probablemente para el Maestro sería una palabra infame.
Todos estos instrumentos expuestos en el capítulo IV nos permiten abrirnos a la acción del Espíritu, siendo así que la vida espiritual no es más que una apertura al Espíritu. Para ayudarnos a esta apertura en nuestra vida espiritual, san Benito nos encomienda perseverar en los siguientes aspectos: novísimos (v. 44-47); temer el día del juicio (v. 44); sentir terror del infierno (v. 45); suspirar con todo el afán espiritual por la vida eterna (v. 46); tener cada día presente ante los ojos la muerte (v. 47).

Pensar en el futuro y en la muerte inspira el presente, y san Benito quiere que después de pensar en el día del Juicio final volvamos a nuestras tareas del día a día, por lo que se ratifica que la escatología en este capítulo IV no es una fuga de la realidad.

San Benito pone este instrumento en nuestras manos, que es de mucha importancia en nuestra vida ordinaria: desear el Cielo. Este deseo nace en nuestro corazón si tenemos la fe despierta. El Cielo es la vida desprendida de los sentidos, en compañía de los santos, de los ángeles, con Dios y en Dios.

Denota poca fe no desear el Cielo y el monje tiene que ser un hombre que tenga sus ojos continuamente fijos en el Cielo. Más o menos implícitamente, el deseo del Cielo ha estado presente en su entrada en el monasterio, ya que la búsqueda de Dios verdadera lleva implícita el deseo del Cielo.

Si llevamos una vida un tanto austera para la carne, es para alcanzar la gracia para que todos nuestros hermanos lleguen a la vida eterna, ya que el Cielo es la patria y esta vida es el viaje hacia ella. El pensamiento del Cielo encierra fuerza y valor para todo, y hace mirar al horizonte para ver si se descubren ya las montañas de la Patria. Para el verdadero creyente, es un consuelo pensar que cada día está más cerca del término, del día más hermoso de su vida, en el que se le anuncia que ha llegado al fin de su carrera.
Pero no todo deseo del Cielo es igualmente puro. Se puede desear el Cielo para escapar de los males presentes, del fastidio de una vida sin sentido, por deseo del gozo. Este no es el deseo impaciente que san Benito quiere ver en sus hijos cuando nos dice que deseemos con todas las fuerzas, con toda la codicia espiritual, el Cielo.

El deseo que nos propone san Benito es un deseo puro y sobrenatural. El Cielo para el monje es Dios. Dios contemplado cara a cara. Dios amado, Dios poseído. La penosa búsqueda de Dios en la vida de oración deja lugar a la visión beatífica, a la contemplación sin esfuerzo. La unión velada e imperfecta que recibimos a través de la gracia santificante, se trasforma en la posesión intima y perfecta de Dios. En una palabra: el Cielo es la liberación definitiva del pecado y sus consecuencias, el abrazo eterno de Dios y del alma.

He aquí por qué el monje, cuya vocación es buscar a Dios, cuya vida entera está orientada a esta búsqueda, ha de suspirar por este Cielo tan deseado que le permitirá gozar eternamente de Dios.

Tal es el deseo del Cielo que ha de tener un hijo de san Benito. Y, además, quiere que este deseo sea ardiente. Y no como consecuencia de estar hastiado del mundo, pues el hastío del mundo, si está solo, únicamente puede producir amargura e impaciencia, no puede producir ese ardor que san Benito nos propone. El amor de Dios es el que inflama este deseo. Cuanto más amemos a Dios, más desearemos verle, amarle, poseerle.

Por otra parte, la meditación del Cielo y nuestros suspiros por él, servirán no poco para aumentar el ardor de nuestro amor. Mirando al Cielo, descubrimos allí un lugar que Dios, con todo su amor, nos ha preparado desde toda la eternidad.

Y ante esta contemplación exclamaremos: “¿Quién me dará a mí alas de paloma para volar y descansar? Dios mío, por ti suspiro, mi alma tiene sed de ti. ¿Cuándo veré tu rostro?”Si amamos ardientemente a Dios, desearemos también ardientemente el Cielo. Miremos al Cielo y esta mirada acrecentará nuestro amor a Dios. Solo de este modo podremos amar a los demás con un amor auténtico, con el mismo amor que nosotros recibimos de Dios y al que deseamos entregarnos con toda la concupiscencia-codicia de nuestro espíritu. Tendemos a hacer divisiones entre la vida contemplativa y la activa; en cada individuo, en comunidad o en la sociedad, podríamos ver este instrumento que nos propone san Benito en su capítulo IV en el versículo 46, como un instrumento poco práctico, y demasiado místico, que en nada nos compromete con respecto a nuestra entrega y amor a cada hermano. Es una visión muy errónea y, por desgracia, muy extendida aún entre los que nos decimos seguidores de Jesucristo, porque el único amor que merece ser dado y recibido es el mismo amor que nosotros recibimos de Dios. Es más: nosotros no podríamos amar si no recibiéramos antes el amor de Dios, manantial del único amor verdadero y eterno, ya que Dios es amor (1 Jn 4, 8). Es decir, si yo, como monja cisterciense, anhelo la vida eterna con toda la concupiscencia de mi alma, en tanto en cuanto este anhelo es auténtico, tanto más auténtico será mi amor para con cada hermana/o. Porque este deseo no me exime de vivir entregándome en la praxis, tal y como el Señor lo desea, tal y como Él quiere ser amado en cada una de mis hermanas de comunidad y en cada alma que el Señor quiera encomendarme de manera especial, y en todas las almas, porque nuestra entrega unida a la de Cristo ha de ser universal, siempre.

Hay un aspecto de la vida monástica que es sorprendente: el acento puesto en las postrimerías. Pronto se descubre en ello una plenitud de paz y alegría porque todo va dirigido a la visión de Dios. Parece que el hecho de poner tanto esfuerzo en practicar virtudes y evitar vicios tiene que conducir a la dispersión; pero no es así, todo está relacionado y unido en el vínculo del amor. Cuando éste crece, el monje progresa, como naturalmente lo hace en todas las virtudes ejercitadas con aquel anhelo de vida eterna a la que san Benito quiere conducirnos, al orientarlo todo hacia el interior, hacia lo esencial. Por tanto, cuando estamos tentados de vanidad, de pereza, del mal humor o de celos, pensemos que el campo de batalla no está en la superficie. El combate se entabla en nuestro interior.


Es como si san Benito nos preguntara: ¿quieres la vida eterna?, ¿vives en la presencia de Dios?, ¿te alimentas de su Palabra?, ¿oras con frecuencia? Todas estas preguntas son llamadas a la interiorización. Y sabemos que el combate interior por la vida eterna se realiza en íntima unión con Dios, aquí y ahora; por eso se nos dice que estrellemos contra Cristo los malos pensamientos, puesto que en este combate Él ya ha vencido.

Tales son los instrumentos del arte espiritual. No precisamente para que queden consignados por escrito en este capítulo de la Regla, sino para ser manejados –nótese con qué vigor se indica la continuidad del trabajo ascético – “incesantemente, día y noche”. Es una labor que no admite descanso ni vacaciones. Sólo la muerte temporal pondrá fin a la misma. Entonces será el momento de retornarlos y recibir la paga por el trabajo realizado. ¿Y cuál es la paga? En realidad, no la conocemos exactamente, ni podemos conocerla. El Maestro, siempre dispuesto a hacer alarde de sus dotes de escritor imaginativo, brillante y barroco, intercala aquí una soberbia descripción de las delicias del paraíso inspirándose en la apócrifa Visio Pauli[2]tierra resplandeciente, ríos, riberas cubiertas de arbolado, frutos de estos árboles, órganos, voces que cantan, la ciudad rutilante donde resuena sin cesar el aleluya… (RM 3,84-89). Con una sobriedad de la mejor ley, se limita san Benito a aducir un texto paulino: “lo que ojo nunca vio, ni oído oyó, lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2,9). Esto es lo mejor que puede decirse de la inconcebible, la inimaginable recompensa.

Arte –u oficio–, instrumentos, taller, incluso la remuneración del amo para quien trabaja: todo queda perfectamente claro. Sólo los obreros –que hacia el final del capítulo hablan en primera persona del plural (v.76-78)– no se nombran explícitamente. Pero nadie duda de que los obreros son los monjes. Ya vimos en el prólogo (v.14) cómo el Señor buscaba a “su obrero” en medio del gentío. Y en el capítulo VII, el monje se considera como “obrero” en medio del gentío así como “obrero purificado ya de sus vicios y pecados” (v.70) cuando haya coronado todos los grados de humildad.

Esta es, pues, la visión de la vida monástica que se desprende claramente del catecismo en forma de máximas que es el capítulo IV de la RB. El monje es el obrero de Dios, que en el taller del monasterio y en compañía y comunión de otros obreros que forman su familia religiosa, trabaja día y noche en un oficio enteramente espiritual, manejando unos instrumentos también espirituales, que son las virtudes, y esperando de la gracia y la misericordia de su Señor que, el día bendito en que éste le pida cuentas y él le devuelva los instrumentos, pueda recibir al fin la recompensa de sus afanes. “lo que ojo nunca vio ni oído oyó…”

San Benito, nos invita, mediante este instrumento de las buenas obras, a anhelar con toda la “concupiscencia” espiritual la vida eterna, a entregarnos totalmente a Dios, de tal modo abiertos a la acción de su Espíritu en nosotros que lo transmitamos tal como lo recibimos a los hermanos, a cada hermano.

Buscando información sobre este instrumento del capítulo IV de la Regla de san Benito, me ha sorprendido la tendencia a separar este instrumento junto con los llamados Novísimos, explicándolos como instrumentos que el monje utiliza en su relación directa con Dios, comprendo esta forma de pensar y catalogar estos instrumentos, pero corremos el riesgo de no percatarnos que son el fundamento para que los demás instrumentos que decimos más prácticos, o con más relación a los demás, se vivan con autenticidad desde el mismo amor que nosotros recibimos de Dios. Es así como podemos darnos a los demás, siendo Cristo para el hermano y amando a Cristo en el hermano.

Si anhelamos con toda la codicia de nuestro espíritu la vida eterna, si es auténtico este deseo, en nuestra vida para con los demás se transmitirá este deseo de Dios, viviendo abiertos a su acción, recibiendo y dando lo que de Él recibimos.
Me pregunto: ¿hay un instrumento de las buenas obras más “práctico” que este? si de verdad anhelamos la vida eterna con toda la concupiscencia de nuestro espíritu, si somos consecuentes cumpliremos o más bien viviremos el resto de los instrumentos que san Benito expone en este capítulo IV, amaremos a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, y desde este mismo amor amaremos al prójimo como a nosotros mismos.


Yo nunca catalogaría el instrumento «anhelar la vida eterna con toda la concupiscencia del espíritu» como un instrumento que únicamente se refiere a la relación del monje con Dios, ya que esta relación si es auténtica, esta unión a Dios ha de influir ineludiblemente en la entrega del monje a Dios en cada hermano.


                                             Hna. María Anunciación Montoro (O.Cist)
Monasterio Cisterciense de  Casarrubios
- San Benito. Su vida y su Regla. Dirección e introducciones de D. Colombás García M. Versiones de D. León M. Sansegundo y comentarios y notas de D. Odilón M. Cunill.
Ed. Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Madrid MCMLIV.
- La Regla de San Benito. Introducción y comentario por Colombás García M. Traducción y notas por Iñaki Aranguren. Segunda edición Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Madrid MCMXCIII.
- Regla del Maestro. Regla de san Benito. Ildefonso M. Gómez O.S.B. Zamora 1988. Ed. Monte Casino.
- Vida espiritual en clave monástica. D. Eufrasio Carretón, O.S.B. Madrid 1997. Ed. Covarrubias.
- Breve comentario espiritual sobre la Regla de San Benito. Denis Huerre. Zamora 1987. Ed. Monte Casino.


[1] Regla autor anterior a la de Regla de  San Benito,  que algunos historiadores se la atribuyen a él mismo, escrita en su juventud.
[2] El Visio Pauli: o Apocalipsis de Pablo , fue escrita en el siglo IV y pertenece al Nuevo Testamento Apócrifos .

13 de enero de 2011

DIOS SIGUE LLAMANDO (Testimonio)

DIOS SIGUE LLAMANDO 

Dios sigue llamando en el siglo XXI
            Me llamo Marina, y soy monja en el monasterio Cisterciense de la Santa Cruz, en un pueblo de la provincia de Toledo.

            Me han pedido que explique como percibí la llamada de Dios a la vida monástica o cómo experimenté la acción amorosamente transformadora de Él en mi vida, para ir dirigiendo mis pasos al monasterio, no sólo sin miedos sino dándole gracias por lo que percibo como un inmenso regalo de su bondad misericordiosa.

            Nací en el seno de una familia cristiana y era la pequeña, sólo tengo un hermano mayor que yo. Estudié en el colegio de las Carmelitas de la Caridad, donde me dieron una sólida formación cristiana que fue la semilla que  poco a poco, fue creciendo hasta hacerse grande. Para mí, Dios nunca ha sido algo lejano ni inaccesible y que además está siempre ocupado en cosas muy importantes para fijarse en mí. Él era y es un Alguien, no un algo, un Alguien que me ama y que siempre está conmigo, en mí.

            Cuando llegué a la adolescencia, seguí mi vida normal, estudiando y saliendo con los amigos, viajando siempre que podía etc.  No pensaba para nada en  ser monja, aunque nunca me alejado de Dios y que seguía formando parte importante de mi vida.
En las fiestas del Rocío

A los 16 años entré en el grupo de “Misiones de mi Parroquia”, y fue en este medio, donde sin darme cuenta, empecé a pensar que quizá yo, podría ser misionera. Fue allí y en ese momento cuando conocí a unas monjas  misioneras a las que expuse mis dudas. Cuando hablaba con ellas, prendía en mí el entusiasmo y decidía que sí, que ése era el camino que Dios en Su amorosa Providencia había elegido para mí. Pero al cabo de pocos días, comenzaba a dudar, y el entusiasmo se apagaba.

            Pasaba el tiempo y yo no terminaba de aclararme y esperaba que un día el Señor me diese a entender de algún modo muy claro y concreto, lo que quería de mí. Mientras tanto, yo ya había empezado a estudiar Derecho en la Universidad y también pensaba a que rama del Derecho me dedicaría una vez finalizada la Carrera. También comencé a salir con un chico y entonces tenía más claro que de ser misionera nada de nada

            Por éso y por otros motivos que no viene al caso explicar, ya creía tener claro mi futuro: no sería misionera sino una madre de familia y ejercería mi profesión de abogado tratando de ayudar a los demás por este medio.

 Mas, esa claridad en mis expectativas duró poco. Un día cayó en mis manos un libro en el cual, unas jóvenes hablaban de su vocación a la vida contemplativa; por ese entonces, el ser monja de clausura me parecía algo horrible, negativo y sin sentido; eso de vivir encerrada entre cuatro paredes, ¡con lo que a mí me gustaba salir y divertirme! Pensaba que las monjas eran mujeres serias y tristes. Fue por ese motivo, por el que yo empecé a leer ese libro, por pura curiosidad, pues quería ver por qué unas jóvenes en apariencia como las demás jóvenes de nuestra época, eran capaces de decidirse por algo así.

En realidad el libro no explica lo que es esa vida, sino la experiencia de las jóvenes, pero al leerlo, empecé a intuir  que esa vida que tan espantosa consideraba, era otra cosa, no lo que yo creía, sino algo bello y con sentido. Y ¿qué fue lo que hice? Pues lo primero que hice, fue ir a ver a las monjas misioneras que ya conocía y contarles lo que me pasaba. Una de ellas (con la que yo había tenido más relación en el pasado) conocía a chicas que habían tenido inquietud misionera y luego habían entrado en un monasterio de vida contemplativa. Así que empezamos un discernimiento vocacional, y también estuve escribiéndome con una joven que la misionera conocía y que era de votos temporales, en este monasterio.

            Yo seguía estudiando en la Universidad y cada vez me atraía más fuertemente esta vocación, pero las monjas me dijeron que debía esperar a finalizar la Carrera. Así que no tuve más remedio que esperar, pero pensé que si un día me hacía cisterciense puede que tuviera dudas de no haber optado por una vida menos directamente  contemplativa. Cerca de mi casa había una Residencia de mayores que era llevada por Hijas de la Caridad y decidí ir a ayudar allí y de paso conocer la vida de las Hijas de la Caridad.
Con una de sus compañera 
de noviciado

            Me gustó tanto la experiencia con las Hijas de la Caridad que ya pensé en algún momento, -o quería pensar, no lo sé-,  que ése era mi camino. Me sentía como una más de ellas.

            Al comenzar el nuevo curso de la Universidad, quizá intentando huir de aquello que experimentaba interiormente, me propuse disfrutar, sanamente de todo lo bueno y bello que la vida me ofrecía: salía mucho, alternaba, viajaba mucho más de lo que lo había hecho hasta entonces, y tanto el pensamiento  de  vocación de cisterciense como la de Hija de la Caridad lo aparqué. Digo que lo aparqué porque no pude quitármelo de encima, aunque en algún momento creí que lo había conseguido. Nada más lejos, a Dios le gusta insistir, no se da por vencido fácilmente, e ello tengo mucha experiencia.

 Al final del penúltimo curso del la Universidad, ya pensaba poco sobre el tema de la vocación y me preguntaba más por lo que iba a hacer una vez acabado Derecho: buscar trabajo, sacar el doctorado o continuar estudiando para Juez, como quería mi padre.

 Pero aquél pensamiento “vida monástica”  a mitad del último curso, resurgió con tanta fuerza que no lo pude resistir. Me sentía por dentro como una joven recién enamorada, pero en este caso era de Dios. Mi deseo, o necesidad, de vivir en el monasterio se volvió tan intenso que me resultaba penoso pensar que todavía me quedaban varios meses para acabar la Carrera.

Eso sí, me di cuenta otra vez que mi deseo era ser cisterciense aunque no por eso dejaba de parecerme maravillosa la vida de las Hijas de la Caridad. Está claro, Dios tiene ya preparado unos planes para cada uno de nosotros, y seguirlos es lo que nos realiza y nos hace verdaderamente felices, y éso a estas alturas, para mi era evidente.  Lo que Dios quería de mí era lo que verdaderamente me iba a hacer feliz y además, yo quería seguir la voluntad de Dios fuese lo que fuese, aunque no lo entendiera del todo.

 Tampoco por experimentar ese atractivo tan grande ignoraba lo difícil que  me resultaría adaptarme a la vida de comunidad,  me parecía que me iba a resultar  imposible entrar en un monasterio para estar callada y sin apenas salir de a lacalle; pero confiaba  en que Él me daría fuerza,   ya que era Él mismo, quien me llamaba a la vida monástica.

Profesión
            Al fin terminé la Universidad que para mi constituyó una experiencia muy positiva e inolvidable. Pero había dos problemas: el primero era que de repente me veía con toda la vida por delante para hacer lo que quisiera y disfrutar de ella plenamente, con múltiples expectativas profesionales. Sin embargo esta valoración la superé rápido, lo peor fue el otro problema: decírselo a mis padres, ya que aunque cristianos, esperaban mucho de mí, en el sentido humano, por el éxito que había  tenido en mis estudios de Derecho. Mi madre me preocupaba especialmente, ya está enferma de artritis y temía que el disgusto le desencadenara una crisis de este tipo. Además, ellos tenían una visión tan negativa de la vida contemplativa como la tenía yo antes de conocerla, aunque no sabían que su enfoque era totalmente falso.

            Me hizo sufrir muchísimo la oposición de mis padres y mi hermano. Hicieron todo lo imposible para convencerme de que ésa no era mi vida, de que por ser muy caprichosa y estar muy consentida yo no iba aguantar, y además de que esa vida era totalmente opuesta a mi forma de ser…  Me hacían chantaje emocional: mi madre decía que si entraba de monja no era buena hija por dejarla abandonada, estando ella enferma y otras muchas razones de las que ahora nos reímos cuando las recordamos. Total que hubo momentos que estuve a punto de sucumbir.

            Al final entré, pese a la oposición de mis padres  y pese a su enfado que duró muy poco, casi sólo hasta que conocieron a la Comunidad. Ahora están encantados con su hija monja.  Por  mi parte, creo que di un gran salto en el vacío, porque me doy cuenta que no dediqué los dos años de espera que me impusieron las monjas para que estudiase y madurase mi vocación, a hacerlo. Pero en los más de diez años que llevo en el monasterio, aún no me he arrepentido de haberlo dado.

            Mentiría si dijera que todo ha sido fácil, pero nada que valga la pena  es fácil y sí, puedo decir con verdad, que durante este tiempo he sido  muy feliz y lo sigo siendo.

Procesión:  Corpus Cristi
            A las jóvenes que se sientan llamadas, desde mi experiencia de vida,  os puedo  gritar con toda la fuerza, que no tengáis miedo de responder positivamente al Señor, porque os aseguro que en esa respuesta, encontrareis la felicidad que buscáis y lograréis llenar de sentido y hacer fecunda vuestra vida. Es una forma muy eficaz de   colaborar con el Señor en su Obra Redentora de la humanidad,  de cada hombre en particular, pues Él quiere servirse de nosotros para salvar a las almas por las que tanta sangre le han costado.

            No quiero terminar sin hablar de lo importante que ha sido la figura de la Virgen María en mi vida y en mi vocación, sin Ella, ¿hubiera sido incapaz de decir “Fiat” a Dios como Ella lo hizo siempre? En cualquier duda, pena, tentación o peligro en que os encontréis Ella siempre estará a vuestro lado y nunca, nunca os dejará.
            Así que mucho ánimo, y no le neguéis al Señor lo que os pida, os aseguro que como yo, no os arrepentiréis.