6 de enero de 2012

LA OBEDIENCIA DEL MONJE



La Regla de S. Benito y la Declaración tienen una fuerte relación entre ellas, ya que la Regla constituye el alma de la Declaración. La RB, es un testimonio excelente de las ideas y experiencias del monaquismo antiguo, que ocupa y ocupará un lugar principal entre los documentos de vida monástica[1], y la Declaración, trata sobre los valores fundamentales de la vida cisterciense actual.

La Declaración es el documento fundamental del Capítulo General especial del año 1968-69 que trata sobre la vida monástica actual a la luz de la Regla de San Benito, y nos enseña cómo ésta, es una lectura del antiguo documento de la RB, pero con más añadiduras y adaptaciones para concordar nuestra vida a las necesidades de los tiempos actuales; y también de otros textos presentados en Capítulos posteriores. Estos documentos, contribuyeron a formar la conciencia colectiva del Capítulo General del año 2000, que los ha releído después de haberlos experimentado, dándoles una nueva aprobación. El objetivo de la Declaración es: establecer los elementos principales de la vocación y de la vida cisterciense indicándonos las bases sobre las cuáles debe apoyarse toda la renovación[2]. Ella es, nuestra carta de Identidad.

También es fruto del Concilio Vaticano II y del Decreto Perfectae Caritatis que llevó a los religiosos de aquella época a reexaminar sus vidas a la luz del Evangelio, las tradiciones de la Iglesia y monásticas. Actualización que significa volver a lo que es original, lo que nos ha permitido ser lo que somos, eliminando todos aquellos aspectos que en la vida monástica no tienen un sentido esencial.

El Concilio, ya había mostrado anteriormente en la Constitución Lumen Gentium[3] que el alcance de la caridad perfecta a través de los Consejos Evangélicos, sale de los ejemplos del divino Maestro y es una imagen extraordinaria del Reino de de los Cielos. El Concilio mismo va a ocuparse de la vida misma y de la disciplina de estos institutos, cuyos miembros hacen la profesión de castidad, pobreza y obediencia, y también, proveer sus necesidades según las exigencias de hoy día.

La Declaración va en paralelo con la Regla en cuanto a la obediencia del monje, ya que ésta -la RB-, no es un documento muerto, sino que los monjes la fueron adaptando a las nuevas circunstancias que surgían.

2.    La obediencia que quiere San Benito

La obediencia tiene en la RB un relieve extraordinario. Precisamente su programa inicial es: Volver por el trabajo de la obediencia a aquél de quien se había apartado por la desidia de la desobediencia[4]. Es la tarea que San Benito señala al monje desde las primeras líneas de su Regla, y no es raro, pues, que se la mencione muchas veces. La vida monástica, según el pensamiento de San Benito, consiste en una vuelta a Dios, en una conversión, que ha de estar penetrada del espíritu de sacrificio, y que se manifestará, sobre todo, en una obediencia humilde, en el trabajo de la obediencia[5]. San Benito emplea indiferentemente, las palabras obediencia y humildad, o mejor, las identifica.

La primera palabra del capítulo quinto de su Regla que trata sobre la obediencia es humildad, y es la primera vez que aparece en dicha Regla. No figura en el capítulo cuarto, porque no se trata de un instrumento -entre otros- de las buenas obras, ya que San Benito entiende bajo la palabra humildad todo un conjunto. La humildad resume, los setenta y tres instrumentos. Todo depende de ella, y el medio para alcanzarla es la obediencia. Todos los instrumentos derivan del primer y más sublime mandamiento del amor, y aquí San Benito dice que el monje se ejercita en todas estas buenas obras -en el amor- cuando es obediente.
San Benito empieza mostrándonos la obediencia como una irresistible necesidad del amor, porque desea identificar nuestra voluntad con la del Ser amado por excelencia. Cuando así obramos, nos sentimos libres. Sólo hay una alternativa: o bien la obediencia es opresora cuando el motivo que la mueve no es el amor, ya que entonces se intenta sacudir el yugo, o bien se alcanza la plena libertad de los hijos de Dios.

Dios ama al que da con alegría[6] La obediencia no tiene medida, ya que no hay medida ni para el amor con que somos amados ni para la respuesta que debemos dar a dicho amor. Amor que no se contenta con palabras sino que se demuestra en una constante fidelidad.

La obediencia es la virtud generadora de unidad por excelencia. Es la virtud del retorno. El pecado -desobediencia a Dios- disgrega, aleja, rompe la unidad, hace imposible la nueva filiación y la nueva fraternidad cristianas. Ella nos reintegra al calor del hogar paterno. San Benito ha comprendido la trascendencia de esta virtud moral a la luz de la figura de Cristo, quien para dar cumplimiento a su obra redentora, opuso a la desobediencia de los primeros padres una obediencia total a la voluntad del Padre celestial. Para él, la obediencia es junto con la humildad, la base del ascetismo monástico.

El monje al hacer de la obediencia y de una obediencia radicalizada, uno de los quicios sobre los que gira su vida comunitaria, dota a ésta de un medio eficacísimo de comunión vital con Cristo. Puede decirse que la obediencia hace al monje benedictino. No hay página de la Regla que no reclame o imponga la sujeción; obediencia a todas horas, en toda forma y, si es necesario, hasta el heroísmo.

3.    La obediencia y la Regla

La idea de obediencia preside toda la Regla, y esta obediencia que los monjes tienen al abad, a otros superiores e incluso entre hermanos, es siempre signo del amor a Jesucristo, a quien siempre vemos representado en el otro, y por este amor le imitamos a El que fue obediente hasta la cruz.

El hecho de haber conservado las dos grandes frases del Evangelio que fundamentan más profundamente la doctrina del Maestro: El que a vosotros escucha, a mí me escucha (Lc 10,16), y no vine a hacer mi voluntad, sino la de aquél que me envió (Jn 6,38), no es el menor de los méritos de este compendio. Obedecer como a Cristo, obedecer como Cristo: estos dos aspectos de la obediencia, uno de los cuales resulta del primer texto evangélico y el otro del segundo, ha sido y tiene que ser siempre objeto de nuestra reflexión.

La humildad y la obediencia tienen su origen en la disposición fundamental religiosa mantenida en el monje por la presencia de Dios. La primera es la actitud interna, el efecto producido en el alma por el temor de Dios; mientras que la segunda es esa misma actitud expresada al exterior; de aquí que en el fondo se encuentren y confundan. Para San Benito la obediencia inmediata es la expresión más elevada y diáfana de la humildad, de la reverencia y del amor a Dios.

Los motivos que inducen al monje a esta sujeción, pueden ser diversos, según las circunstancias o la perfección que posea. Para aquel que ha reunido en una sola oblación y la de Cristo el supremo motivo y al mismo tiempo el móvil de su voluntad será siempre el amor que siente por Él sobre toda cosa. Es la razón más pura y desinteresada.

Las virtudes teologales encuentran vasto campo de ejercicio en la obediencia, y ésta, calificada por ellas, identifica la voz del que manda con la de Dios y aplica todas sus facultades a la realización pronta de lo mandado. Es la conjunción de dos voluntades.

Hemos de constatar que la obediencia en la Regla no es única, y que San Benito cambia la forma de concebir la obediencia a lo largo de su vida, modificando e introduciendo cosas nuevas con el correr de los años. Sin poner en duda lo esencial, el monje cenobita necesita obedecer.
Son tres los capítulos que en la Regla de San Benito se ocupan exclusivamente, y de una forma explícita de la obediencia: el quinto, el sesenta y ocho, y el setenta y uno. Y también de una forma menos explícita, el setenta y dos, en el versículo sexto.

- El capítulo quinto, titulado simplemente de la obediencia, es estricto, escueto, perentorio y seco. Sólo contempla la obediencia prestada a los superiores. Cita dos veces el texto famoso de Lc 10, 6 que dice: Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí. Señala como la cualidad esencial de la obediencia la simultaneidad. Y añade en el v. 9: Como en un instante, la orden dada por el maestro y la obra ya realizada por el discípulo, ambas cosas, tienen lugar al mismo tiempo con la rapidez del temor de Dios. Que se trata de una obediencia ciega, lo prueba el hecho de que no se deja al discípulo ni una fracción de segundo para considerar lo que se le manda. Los motivos que se aducen de por qué se ha de obedecer con semejante prontitud son tres: la lealtad a la profesión monástica, el temor del infierno y el deseo de alcanzar la gloria eterna, como manifiesta en el v. 3. Hay en este capítulo un rasgo amable, ya que en el v. 2 dice: esta obediencia es propia de quienes nada estiman más que a Cristo. Y otro, típico del cenobitismo vertical está en el v. 12: los monjes, no viviendo a su antojo, ni obedeciendo a sus propios gustos y deseos, sino que, caminando bajo el juicio y la voluntad de otro, viviendo en los cenobios, desean que los gobierne un abad.

- El capítulo sesenta y ocho, si a un hermano le mandan cosas imposibles, nos transporta a un clima totalmente diverso. Ya no se trata de una obediencia instantánea y ciega, sino, de una obediencia dialogada, pactada, humana y no por ello menos -sino más- evangélica. A. de Vogüé, considera esta página como “uno de los pasajes más característicos y más preciosos” de la Santa Regla; “huelga hacer admirar su doctrina tan firme y tan matizada, tan sobrenatural y tan humana”[7]. Hay en esta página mucha psicología y mucho espíritu sobrenatural. El superior podrá dejarse convencer por las razones del hermano pero en caso de que mantenga lo ordenado, el monje, humilde y obediente hasta el heroísmo, practicará el grado cuarto de la escala de la humildad, que consiste en que «en la práctica de la obediencia: …se abrace con la paciencia en su interior, y, manteniéndose firme, no se canse ni se eche atrás, ya que dice la Escritura: Quien perseverare hasta el fin se salvará; y también: Ten coraje y aguanta al Señor»[8].

No se nombra a Cristo en todo el breve capítulo 68, pero, como observa H. Urs von Balthasar, únicamente el ejemplo de Cristo puede justificarlo. Porque el Padre pidió al Hijo “cosas imposibles” -tomar para sí todo lo que para Dios era execrable- , si no que el Hijo expuso al Padre las razones de su imposibilidad de obedecerle: Padre mío, si es posible, que se aleje de mí este trago; sin embargo, no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú (Mt 26, 39). Al cumplir el cap. 68 de la Regla, el hermano no hará más que imitar el ejemplo de Jesús en Getsemaní; y si, a pesar de las razones alegadas, el superior mantiene firme su orden, seguirá fielmente a Cristo hasta la cruz[9].

- El capítulo setenta y uno, da un paso gigante por lo que se refiere a la obediencia al ordenar desde su mismo título: obedézcanse unos a otros. Proclama el v. 1 que la obediencia es un bien, valor en sí misma, ya que, mediante la propia abnegación, imita a Cristo. Es además el camino por el que se va a Dios, no duda en afirmar en el v. 2. Más aún, continúa en el v. 4: con toda caridad y solicitud. Obedecerse unos a otros es un modo perfecto de ejercer el amor mutuo, pues los hermanos practican este género de obediencia, movidos por un amor solícito, atento a la persona concreta del hermano y a sus necesidades reales.

La Regla estima en mucho esta práctica, pues no sólo la aconseja, sino que la impone a todos los hermanos, hasta el punto de ordenar: Si se encuentra alguno reacio, sea castigado (v. 5). Los términos usados en ese capítulo, sugieren “un sentimiento muy vivo y muy profundo, un amor muy sensible, muy concreto, muy personal”[10]. El monje, siguiendo el ejemplo de Cristo, renuncia a su propia voluntad, a su propio interés para hacerse el servidor de sus hermanos. Más aún: obedecer al hermano es complacerle, es alegrarle, es manifestarle aprecio y cariño. Porque “obras son amores”.

- El capítulo setenta y dos, en el v. sexto, exhorta, casi ordena: “…. Préstense obediencia a porfía mutuamente…”. Es la caridad humilde, prestándose a servir al querer de otro con total olvido de sí misma y con certera visión del bien sobrenatural que proporciona el servicio a la voluntad de los demás.

4.    Declaración y Obediencia

La obediencia aparece desarrollada en la Declaración en los artículos del 52 al 55, que comprenden una parte de la Segunda Parte de la Declaración titulada: “Valores fundamentales de la vida Cisterciense actual”, punto B, nº 1: La vida especialmente consagrada a Dios y a la Iglesia mediante la práctica de los Consejos Evangélicos, .c) La obediencia[11].

Artículo 52. Nos encontramos en el tiempo de la Iglesia, siguiendo a Cristo, guiados por el Espíritu, por tanto la obediencia está vinculada con la acción del Espíritu que significa tener el corazón abierto y disponible, respuesta a una llamada, a “nuestra llamada”. Si la Regla empieza con la palabra escucha hijo, escuchar y obedecer tienen la misma raíz y conllevan una misma actitud, una misma predisposición. La castidad y la pobreza son dones de Dios que nos permiten ser personas libres; libres para escuchar la Palabra de Dios, la voz del Señor que nos llama. Libres para obedecer, no teniendo ataduras interiores, vínculos interiores o exteriores que nos impiden poder obedecer. Castidad y pobreza, están al servicio de la obediencia.

La obediencia es básicamente cristológica, es nuestra forma de imitar a Cristo que escuchó al Padre, cumpliendo su voluntad. Voluntad manifestada de una forma muy dramática en la agonía del Señor. La muerte no es algo que viene de Dios, sino que llega porque el hombre fue expulsado del paraíso. Fue él quien quebró la armonía y por eso aparece el mal y la muerte. Entonces la agonía de Cristo es lo que nos muestra su humanidad. Hemos de ver este momento como una gran prueba de la humanidad de Cristo, y esto nos permite entender nuestro servicio a Dios y a su voluntad a través del todo lo que nos manda el superior.

Debemos esforzarnos por entender el sentido de lo que nos ordenan para poder cumplir lo que nos piden. Podemos tener un impulso de rebeldía, de resistencia, pero debemos ir siempre más allá de esto, encontrar las motivaciones, y entender que hay que cumplir lo que nos piden porque es algo bueno para todos. Y aquí también aparecen las órdenes imposibles[12]. El fundamento de la obediencia siempre es cristológico y debemos partir siempre de Cristo y de su seguimiento; obediencia que nos puede llevar incluso a la muerte, pero que debemos realizarla con el ánimo listo, deseoso de seguir a Cristo muy de cerca; buscar la voluntad del Padre y seguirla con espíritu bien dispuesto. Otro punto de la obediencia es el de la mediación eclesial. Sabemos perfectamente que Cristo siempre está con nosotros, presente en la Eucaristía en la Palabra del Evangelio proclamada. Cristo siempre está presente con nosotros, así que su voluntad siempre pasa a través de la mediación eclesial, y para nosotros la mediación eclesial es nuestro superior, el que asume el papel de Cristo.

Tenemos que confiar en el Señor, porque es Él quien orienta nuestra comunidad, a nuestro Abad o Maestro, aunque la persona en cuestión no sea la que nosotros juzguemos más adecuada. Teniendo siempre, esa mirada más profunda y pensando: el Señor los ha enviado para que yo sea disponible, dócil al Señor.
Artículo 53. Deseamos y ansiamos ser gobernados por un abad y cumplir la voluntad de Dios, no nuestra voluntad. Sabemos que a través de la autoridad de la Iglesia el abad es el que hace las veces de Cristo. Seguimos a Cristo en la obediencia, escuchando la palabra del abad que para nosotros hace las veces de Cristo, lo cual no significa que esa persona sea infalible. Tenemos que ser también humildes. Prestando obediencia, contribuimos al fin de nuestro monasterio para alcanzar todos el bien común, ofreciendo nuestros talentos, dones, cualidades, y edificando así la comunidad como si fuera una pequeña parte del Cuerpo de Cristo.

Los hombres del siglo XX-XXI han hablado del personalismo, de la libertad, de la realización personal, de la autonomía, y aquí en este nº 53, se subraya, y de forma muy acertada, que la obediencia religiosa en lugar de disminuir la dignidad la conduce a la madurez. Hemos sido creados no solamente a imagen y semejanza de Dios, sino sobre todo a imagen y semejanza del Hijo de Dios, del Verbo, y no sólo del Verbo en la Trinidad, sino del Verbo encarnado.

Artículo 54. Yo soy un hombre libre y la obediencia significa, obedecer a Dios a través de la obediencia al abad. Es un acto humano libre y personal dirigido a Dios que nos dignifica porque así se llega al fin último al que queremos alcanzar: Llegar al Padre y hacer su voluntad.

También es verdad que los superiores deben encontrar nuevas formas de mandar, nuevas motivaciones, sin tener, sin embargo, que explicarlo todo. Las formas de mandar no pueden ser ni paternalistas ni servilistas. Pues el abad aunque haga las veces de Cristo, le obedecemos no porque sea Cristo sino porque hace las veces de Él. Este número invita a los superiores a mandar sabiendo escuchar también a las personas e invita a establecer un diálogo que ilumine. Si se dialoga, las cosas se hacen bien y en vistas del bien común, y el diálogo sirve también para que el abad haga mejor su servicio. Se puede dialogar -la Declaración lo dice de forma muy clara- pero tal y como lo dice la Regla en el cap. tercero, puede exponer, representar nuestros puntos de vista, pero al final hay que obedecer porque el abad es el que tiene la autoridad para canalizar la autoridad de Dios.
Artículo 55. Como dice San Benito: el principiante tiembla al principio porque piensa que las cosas son todas difíciles, pero con el tiempo, el corazón se dilata bajo la acción del Espíritu, y lo mismo ocurre con la obediencia que siempre tiene este sentido cristológico en vistas siempre del bien común. Por eso, la Declaración nos dice que hay que dar órdenes claras y si hay que obedecer, hay que saber bien qué es lo que hay que obedecer. Este artículo nos estimula a la colaboración responsable, para bien del monasterio de la Orden y de la Iglesia. Unidos en nuestra común vocación, y teniendo por base la profesión religiosa, descansa el cotidiano ejercicio de la autoridad y de la obediencia.

5.    Relación de los dos textos entre si

Ahora, trataré de ver los artículos de la Declaración que se refieren explícitamente o implícitamente a la obediencia, y con qué capítulos de la Regla se corresponden. Los artículos 52-55 de la Declaración tienen su correspondiente con los capítulos de la Regla: cinco, sesenta y ocho, setenta y uno y el setenta y dos.
- El capítulo quinto de la RB: de la obediencia, se corresponde con los artículos 52-53 de la Declaración. La RB nos dice que la obediencia es el camino seguro, único, para ir a Dios, y que si esa obediencia es perfecta, nos mantiene completamente unidos a la voluntad de Dios, no de una manera estática, sino moviéndose ambas voluntades al unísono, haciendo que la humana colabore con la divina y sea plasmación continua del querer de Dios. La Declaración en estos números 52-53, expresa lo que la obediencia significa, y que debemos tener nuestro corazón abierto para recibir el estímulo del Espíritu Santo que nos manifestará la voluntad de Dios, así la buscaremos con el espíritu bien dispuesto.

En los dos textos se subraya que, obedeciendo, hacemos la voluntad de Dios. En la Declaración, además del abad, enumera a quienes deben formar nuestra espiritualidad, y nos transmiten la voz de Dios:la Iglesia, la enseñanza y las exhortaciones del sumo Pontífice, de la Santa Sede, de los obispos y de los abades,…además, los movimientos carismáticos…renuevan también nuestra vida monástica. En el art. 53, considera además de la Regla las Constituciones, y concluye expresando que la obediencia religiosa no disminuye la dignidad de la persona sino que la conduce hacia la madurez y libertad de los hijos de Dios. La diferencia está en lo exterior, porque en lo esencial, todo esto que añade la Declaración es, una adaptación a las necesidades de los tiempos actuales.

- El capítulo sesenta y ocho de la RB: Si a un hermano le mandan cosas imposibles, se corresponde con los artículos de la Declaración 54-55. La RB con este capítulo completa el capítulo 5º y los grados tercero y cuarto de humildad, y es al mismo tiempo la expresión espontánea de los grados sexto y séptimo. La Declaración, nos dice, que la obediencia religiosa…está siempre dirigida a Dios, y es un acto libre y personal que comporta una decisión madura y responsable (art. 54). Exigir al monje que vaya contra si mismo, es no tenerle en cuenta como persona, y la voluntad de Dios es que el hombre sea cada vez más feliz y más completo. Pedir a alguien algo difícil, reclamar una obediencia basada sobre el mandato es cada día más insoportable. Se debe buscar siempre el bien de la persona, porque es lo que Dios quiere. Autonomía personal abierta a los deseos de Dios, lo que a él le agrade, será un bien para mí. La obediencia responsable tiene su norma no en el propio criterio, sino en el de Dios. Y la voluntad de Dios se conoce con los criterios de Jesús de Nazaret. Hacer personas responsables que tienen la voluntad de Dios y el bien de la Comunidad como criterio de actuación. En los dos textos se pone de manifiesto la obediencia al superior, pero en la Declaración, insiste más en la colaboración responsable de todos para el bien del monasterio, de la Orden y de la Iglesia[13].

- El capítulo setenta y uno de la RB: que se obedezcan unos a otros, se corresponde con el artículo de la Declaración nº 33. En la RB, este capítulo aparece dividido en dos párrafos, uno en positivo y otro en negativo. El bien de la obediencia es para todos, también para el abad, y los hermanos deben obedecerse unos a otros, no sólo a los que tienen una autoridad. El abad es un padre y maestro, el monje es un hijo. La Declaración nos dice que, en nuestra época…se profesa gran estima por las formas comunitarias…la eclesiología contemporánea indica con claridad la naturaleza comunitaria de la salvaciónEn la Regla, se pone de manifiesto que la obediencia puede crear entre los hermanos -vida comunitaria- una atmósfera saludable de caridad y acrecentar la unidad y armonía de toda la familia cenobítica, y en la Declaración, también aparece de forma implícita este bien de la obediencia, y subraya cómo une íntimamente, cuando existen unas relaciones verdaderas y sinceras en orden a una vida más comunitaria[14]

- El capítulo setenta y dos de la RB: del buen celo que deben tener los monjes. Este capítulo, habla de la obediencia en el versículo sexto: “…. Préstense obediencia a porfía mutuamente…”; y esto es hoy tan pertinente y apropiado como cuando se escribió. Tiene su correspondiente con los artículos 57-58 de la Declaración. En el artículo 57 nos dice: Ha de procurarse que la vida común no se convierta en una carga pesada o en una ocasión de faltar a la caridad; es necesario que se viva realmente, y con agrado nos obedezcamos los unos a los otros. Como afirma San Pablo en Gál 5, 14: La plenitud de la ley es el amor. Recoge la tradición cenobítica de Pacomio, y San Benito nos ha dejado en su Regla un camino, una escuela para aprender, para alcanzar el amor, para obedecer en el amor.

Además de estos capítulos, se hace mención de la obediencia en la Regla, de una forma implícita, en otros muchos capítulos. Por ello, se podría afirmar que en la Regla podemos hallar, en buena parte de ella, una enseñanza referida a la obediencia, que comentándolos y relacionándolos con la Declaración, excedería con mucho, el espacio exigido para este trabajo.

6.    Jesucristo, exigente pero atractivo a la vez, nos renueva por su Espíritu

San Benito, como Jesús, resulta tan interesante, porque exige mucho. Todos los santos han cautivado a los hombres por sus profundísimas aspiraciones. Y todos nos hemos sentido atraídos a la vida monástica porque queríamos entregarnos totalmente para responder a la llamada de Dios. Nos comprometimos en un misterio de fe y de esperanza, y anhelando la Pascua eterna, sellamos con Dios una alianza con la seguridad de no quedar defraudados. Sólo la fe y la esperanza pueden alimentar nuestro amor.
 “La obediencia”, es el misterio de la expansión de la naturaleza humana. En la viña del Señor, los sarmientos que no dan fruto son arrojados al fuego, mientras que los otros son podados para que den en abundancia. La obediencia es la poda de los sarmientos, el verdadero tesoro del monje, quien mediante ella entra en los planes de Dios, y cuanto más se entrega a ella, tanto más se dilata en el terreno natural y sobrenatural.

Cuando la obediencia es tal como la quiere San Benito, nuestra imitación de Cristo es perfecta. No he venido para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió (Jn 6, 38). Todas las victorias de Dios son consecuencia de actitudes obedienciales: la victoria de que el arcángel San Miguel fue el instrumento, la de la Encarnación considerada tanto de parte del Señor como desde la perspectiva de Nuestra Señora, la de la Redención, y en la Eucaristía el Señor halló el secreto de ser obediente hasta el fin. Los obedientes gozan de buena compañía.

Renovados por su Espíritu, siendo obedientes. Nuestra aportación a la sociedad y a la Iglesia es: la autenticidad de nuestra vida en obediencia, un servicio concreto que los monjes estamos llamados a prestar a la sociedad en la que se debe encarnar. Nuestro humilde servicio, desde una búsqueda sincera de Dios en la obediencia, y mediante el testimonio de una auténtica fraternidad, en una comunidad dispuesta al sacrificio y a la superación de los egoísmos, con la alegría de quien se siente colmado y desea comunicar a los demás el gozo de “ser obediente”, obediente por amor a Cristo.

Ya que la Regla se trata de una norma de vida, la fidelidad al espíritu no deja de implicar una cierta observancia de la letra. Pensamos que el camino de la verdadera renovación no puede ser más que el de un literalismo inteligente, iluminado por el discernimiento espiritual.

Si la vida del creyente, y mucho más la del monje, es toda ella una búsqueda de Dios, entonces cada día de nuestra existencia se convierte en un continuo aprender el arte de escuchar su voz para seguir su voluntad. Se trata de una escuela en verdad exigente, una pugna entre el yo que tiende a ser dueño de sí y de su historia y el de Dios que es el Señor de toda historia; una escuela en la que uno aprende a fiarse tanto de Dios y de su paternidad que confía también en los hombres, sus hijos y hermanos nuestros. De esta forma crece la certeza de que el Padre no abandona nunca, ni siquiera cuando hay que poner cuidado de la propia vida en manos de los hermanos, en los cuales debemos reconocer la señal de su presencia y la medicación de su voluntad.

7.    Conclusión

La Declaración, como hemos visto, no es sino una adaptación a los tiempos actuales de la Regla de San. Benito.
Para llegar a Jesucristo, que es el TODO, no se consigue sino es por la obediencia. Para llenar nuestro corazón de Dios, es preciso estar dispuesto a despojarse de todo aquello que pudiere impedirlo: fama, comodidades, planes, dinero, criterios mundanos, etc. En resumen, estar preparado para obedecer.

En el fondo, es la lucha contra la idolatría, para poder llegar al “sólo Dios”. Los “ídolos”, no deben de ocupar en nuestro corazón el lugar central reservado para Dios. Se trata de traducir a nuestra vida el pasaje evangélico del joven rico: Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sígueme[15].

Es el hombre entero el que debe participar en la lucha: primero el corazón, el lugar central y secreto donde se fraguan las grandes ideas y las firmes decisiones, ya que la vida monástica es efectivamente una escuela de entrenamiento, por lo que antes de ingresar en ella, es de hombres prudentes cerciorarse de su resolución. Así como nadie puede, a su antojo, dotarse de genio literario ni añadir un codo a su estatura, en el orden de las cosas morales al contrario, podemos lograr el valor y la estatura que queremos. No se nos exigen esfuerzos musculares. Se nos dice: os inclinaréis ante la santa obediencia de los preceptos, os ejercitaréis en el exacto cumplimiento de una ley espiritual.

El fin último de nuestra obediencia es agradar a Dios. Pero aun cuando esto sea lo esencial, San Benito en el v. 14, exige algo más: y dulce a los hombres. Esta espiritualidad dista mucho de ciertas concepciones modernas que, so pretexto de no tener presente más que a Dios y de referirlo todo a él, pretende que el placer ha de estar ausente del cumplimiento del deber y que buscar un gozo personal es envilecer nuestra obediencia.

Si pasemos de la obediencia exterior a la obediencia interior y la prestamos tanto al abad como a los hermanos, el Espíritu Santo nos enseñará a descubrirle en todos y a no querer otra cosa que cumplir su voluntad. Obedecer de veras sólo lo conseguiremos por Cristo, con él y en él. Por esto, nuestra obediencia está estrechamente unida a nuestra vida de oración, a nuestra unión con Cristo, y a su vez, la obediencia nos enseña a orar.

                                                                         S. Florinda Panizo

BIBLIOGRAFIA                                                 


- Dom García M. Colombas, Dom Leon M. Sansegundo, Dom Odilon M. Cunill. San Benito, su vida y su Regla. B.A.C., Madrid 1954.
- Adalbert De Vogüe. La Regla de San Benito, Comentario doctrinal y espiritual. Ediciones Monte Casino, Zamora 1985.
- I. DENIS HUERRE. Comentario espiritual sobre la Regla de San Benito. Ediciones Monte Casino, Zamora 1987.
- García M. Colombás. La Tradición Benedictina, Ensayo Histórico, siglos VI y VII. Ediciones Monte Casino, Zamora 1990.
- Augusto Pascual. El Compromiso cristiano del monje. Ediciones Monte Casino, Zamora 1977.
- Dom. Ursmer Berliere, La ascesis Benedictina, Col. Espiritualidad Monástica, Burgos 1988.
- P. Basilius Steidle, La Regla de San Benito, comentada a la luz del antiguo monacato, Col. Espiritualidad Monástica, Burgos 1998.
- Santiago Cantera Montenegro, Descubriendo a San Benito, el hombre de Dios, Ediciones Monte Casino, Zamora 2006.
- Joan Chittister, La Regla de San Benito: vocación de eternidad, Editorial Sal Terrae, Santander 2003.
- Ildefonso M. Gómez, Relecturas de la «Regula Benedicti», Yermo 17 (1979) 139-162.
- Schola Caritatis. Órgano de la Federación de Monjas Cistercienses de España. Cuadernos de vida monástica, Nº 99-Julio-Diciembre 1983.
- Para conocer mejor la Orden Cisterciense, La vida cisterciense actual. Declaración del Capítulo General de la Orden Cisterciense del año 2000, a cargo de la Curia General de la Orden Cisterciense, Roma 2001.
- Rb – Declaratio, REGLA DE NUESTRO PADRE SAN BENITO en concordancia con los artículos de la Declaración, del Capítulo General del año 2000.

 


[1] Cf. La vida Cisterciense actual nº 6. (Declaración del Capítulo General de la Orden Cisterciense del año 2000).
[2] Cf. La vida Cisterciense actual nº 1. (Declaración del Capítulo General de la Orden Cisterciense del año 2000).
[3] Cf. cap. IV, y especialmente el nº 44.
[4] Cf. Prólogo 2.
[5] S. BENITO, Reg. , Pról. c. 7 de la humildad.
[6] Cf. cap. 5, 16.
[7] Communauté, 461.
[8] RB 7, 35-37. Cf. Mt 10, 22; Sal 26, 14.
[9] H. U von Balthasar, Les thèmes, 6.
[10] J. E. Bamberger, Le chapitre 72 de la Règle de Saint Benoît, en Régle, 103.
[11] Cf. Para conocer mejor la Orden Cisterciense, Pág. 100-103.
[12] Cf. Regla de San Benito, cap. 68,1.
[13] Cf. art. 55
[14] Cf. Declaración art. 33.
[15] Mt 19,21.

25 de diciembre de 2011

¡OS ANUNCIO UNA GRAN ALEGRÍA...!


HOY GRANDE GOZO EN EL CIELO

todos hacen,
porque en un barrio del suelo
nace Dios.
¡Qué gran gozo y alegría
tengo yo!
Mas no nace solamente
en Belén,
nace donde hay un caliente
corazón.
¡Qué gran gozo y alegría
tengo yo!
Nace en mí, nace en cualquiera
si hay amor;
nace donde hay verdadera
comprensión.
¡Qué gran gozo y alegría

tiene Dios
(Himno de la Liturgia de la Horas
tiempo de Navidad



21 de noviembre de 2011

NO ANTEPONER NADA AL AMOR DE CRISTO


       
 
      INTRODUCCIÓN[1]

          Es difícil elegir uno de los instrumentos de las buenas obras que S. Benito enumera en el capítulo cuarto de su Regla, pues de todos se puede sacar mucho provecho, incluso en nuestro siglo XXI tan alejado al siglo que S. Benito vivió. Pero es quizás este “instrumento” que he elegido el que sin duda puede contener en sí todos los demás, pues sin este amor al Señor, ninguno de los demás instrumentos tendría valor alguno; sin Cristo, el monacato no tiene sentido, sin este amor a Cristo, la Regla no tendría razón de existir.

       Sobre este capítulo cuarto, podemos realizar una brevísima presentación: Además de observar los diez Mandamientos –incumbencia de todo hombre y con los que S. Benito comienza este capítulo-, los monjes deben practicar los otros “instrumentos de las buenas obras”. Como S. Benito dice, debemos en primer lugar, amar a Dios sobre todas las cosas, y amar después al prójimo como a nosotros mismos.

       Se ha de manifestar esta misma medida de amor y respeto mutuo entre los miembros de una misma comunidad, es decir, se han de respetar los derechos de cada uno de los demás hermanos.

       Pero para poder realizarlo, se debe hacer uso constante de todos los “instrumentos de las buenas obras”, evitando todo lo que pueda disminuir o perjudicar el buen nombre del “otro”. Por tanto, se debe crear un hábito de caridad en las relaciones interpersonales, aprovechando las oportunidades que ofrece la vida en común, olvidando el chismorrear, la detracción causar daño a través de la murmuración o la falta de cooperación.

       Asimismo, mediante un genuino interés por las necesidades de los demás en lugar de preocuparnos por las nuestras en exclusiva, creceremos en el propio conocimiento, que desarrolla aquella humildad, base de toda virtud.

       Entre otros medios de perfeccionamiento espiritual, también S. Benito tiene en cuenta pequeños consejos que matizan la vida del monasterio, los deferentes aspectos de renuncia, abnegación y sujeción de la carne al espíritu, dominando las tendencias inherentes a la naturaleza humana, los pensamientos y verdades profundas que rebasan los límites el tiempo y que introducen al monje en un ambiente de eternidad, y una serie de otros medios de santificación más específicos de la vida monacal.

       Se ha interpretado de varias maneras la frase instrumenta bonorum operum. Pero dando de mano a sutilezas inútiles y teniendo presente el final del capítulo (v. 75-78), resulta evidente que aquí se trata de “instrumentos” de trabajo, naturalmente en sentido metafórico, que el monje debe emplear constantemente en la obra de su perfección espiritual.

       Como S. Benito no sigue un orden lógico se podrían agrupar estos instrumentos según un esquema que facilita la comprensión de este capítulo:

       1-9: El decálogo.

       10-13.: Abnegación y renuncia.

       14-19: obras de misericordia.

       20-21: Absolutismo por Cristo

       22-23: Dominio de las malas tendencias espirituales y corporales.

       44-47: Novísimos.

       48-73: Otros medios de santificación:

       48-49: guarda de sí mismo;

       50: manifestación de la conciencia;

       51-54: silencio y seriedad;

       55-56: lectura y oración;

       57-58: compunción;

       59-64: superación del orgullo y de la sensualidad;

       65-73: ejercicio de la caridad.

       74: Abandono en las manos de Dios.

       75-78: Exhortación conclusiva.

       La mayor parte de estas sentencias proceden de la Sagrada Escritura, y el resto, de una tradición difícil de precisar, aunque es posible hallarlas en escritos anteriores a S. Benito y al Maestro[2].

       “Éstos son los instrumentos del arte espiritual”[3]. A primera vista, la forma de las sentencias aparece como un sermón de moral, pero cuando la consideramos más detenidamente, descubrimos que se trata de nuestra relación con Cristo; Él es el principio y el fin de estas prescripciones. Él es su cumplimiento. Él es la vida eterna, el gozo profundo, la incesante oración, la alegre penitencia. ¿Cómo podríamos, por ejemplo, tener sin Cristo constantemente ante la vista, la amenazadora muerte? Con Él, ya no es la destrucción inútil de la vida. Y ¿cómo podríamos llorar cada día nuestras culpas pasadas? S. Benito no exige que estemos constantemente mirándonos y analizándonos, sólo quiere que expongamos a la luz radiante de Cristo todo nuestro ser y la dejemos penetrar en él, precisamente porque somos tan pobres y débiles. En Él nuestras más sencillas acciones quedan transfiguradas.

       Estos instrumentos son llamados del arte “espiritual”. Porque, entendiendo esta palabra en su sentido pleno, se refiere al Espíritu Santo que obra en nosotros y purifica nuestro corazón. El Espíritu que habita en nosotros disuelve la aparente contradicción entre alegría y renuncia. Por esto, según la intención y la praxis de la Iglesia, oración y ayuno son inseparables. Toda ascesis cristiana es amor y conduce al amor.

       La última frase tenemos que leerla con atención: “La oficina donde hemos de practicar con diligencia todas estas cosas, es el recinto del monasterio…”[4]Donde y con diligencia. Aquí, en el monasterio, con diligente amor, pues el monasterio es el lugar donde se aprende y ejercita la caridad en toda su plenitud.

       Presentados los instrumentos, S. Benito invita –y se invita- a poner manos a la obra. Vale la pena, dice: ¡Es tan grande el premio!

       “Si los usamos día y noche, sin cesar, y los devolvemos el día del juicio, nos recompensará el Señor con aquel galardón que tiene prometido: Que ni ojo vio, ni oído oyó, ni el hombre entendió lo que Dios tiene preparado para los que le aman

 

1- No anteponer nada al amor de Cristo

     

     “Nihil amori Christi praeponere”. Esto es lo que S. Benito nos propone como uno de los instrumentos de las buenas obras que él cita. Esta idea es básica en la Regla y con palabras casi iguales, la repite varias veces[5].

         Que nada se ha de anteponer al amor de Cristo. Es una idea medular en la Regla. Es la ciencia de las ciencias, que el monje ha de aprender y ha de llevar a la práctica en la escuela del servicio divino, que es el monasterio[6].

         El amor tiende instintivamente a crear una jerarquía entre las personas a las que se ha de amar. Lo supone este instrumento. Por eso, pide, de manera tajante, que la parte más alta de la pirámide de todo lo que nosotros podamos amar, la ocupe Cristo. Por encima y antes del amor a Cristo, no ha de haber nada –nihil praeponere-. Algo muy fácil de comprender y aceptar, pero no tan fácil de llevar a la práctica.

         Este instrumento proclama el absolutismo por Cristo; no puede existir para el monje la neutralidad entre los dos reinos que se oponen mutuamente: el de Jesucristo y el mundano. Las costumbres monásticas llevan consigo todo un acervo de formas totalmente opuestas y a menudo, incomprendidas por el mundo. Tiene éste sus principios y de ellos arranca su vida y su actuación, con normas y puntos de vista que le son propios y que el monje ha abandonado en absoluto, Cuando el monje quiere acortar las distancias que le separan del mundo, corre el riesgo de ser arrastrado por su fuerza atractiva y deleitosa que le privará de acercarse a Dios. Y por lo mismo, su vida no tendrá razón de ser si no es abandonando el mundo totalmente, para no tener otro amor, ideal y objetivo que Cristo. Éste es el centro de sus ilusiones y aspiraciones todas, el centro de gravedad de toda su vida espiritual.

         Este instrumento es, en realidad, una formulación sólo verbalmente diferente del primero y mayor de todos los mandamientos (y que aparece también como primer instrumento que S. Benito cita): Amarás al Señor con todo el corazón… Se nos dice con todo. Pero este todo no es exclusivista, sino complexito: a Dios y en Dios, a todo. Esta jerarquización de nuestro amor (de la que ya hemos hablado), no supone una disminución del amor hacia nadie. Todo lo contrario: es una potenciación de nuestro amor a todos los niveles. Cuando, del horizonte de nuestro amor, desaparece el amor a Dios, o simplemente el amor a Dios es suplantado de hecho por toros amores, nuestra capacidad de amar se debilita y trastorna, tiende fatalmente a convertirse en egoísmo, en un amarse a sí en los demás, para terminar, casi irremediablemente, en una utilización de los demás o en un falso amor a sí mismo; y es falso, porque, en definitiva, el amor desordenado a sí mismo es autodestructivo.

         La santa Regla, claro eco, como siempre del Evangelio -que es su fuente suprema, pues S. Benito escribe: “…sigamos sus caminos, tomando por guía el Evangelio”[7], nos pide, de forma contundente, que no antepongamos nada al amor de Cristo. Pues bien, si somos sinceros y, sobre todo, si tenemos suficiente clarividencia, habremos de confesar que, por desgracia, en la práctica, aún anteponemos no pocas cosas al amor de Cristo. Suele suceder que, por atolondramiento, o por deformación inconsciente de la conciencia, o por otras causas, pensamos que nuestra vida espiritual no va mal en este punto, que hacemos todo lo que podemos. Esto no es verdad nunca. Siempre nos queda no poco camino por recorrer. ¿Quién no antepone algo al amor de Cristo?

         Descubrir esto es una gracia de Dios. Verse pobre, pero saberse, al mismo tiempo, capaz, con la ayuda de Dios, de superar esa pobreza, es la mejor prueba de una buena salud espiritual.

         La actitud de S. Pedro, antes y después de la Resurrección, es modélica. Antes, Pedro se creía capaz de todo… y sucumbe vergonzosamente; se fiaba de sí. Luego, cuando ha experimentado su miseria y ha contemplado el triunfo del Maestro, Pedro se sitúa correctamente: Tú sabes que te amo… que te amo yo, Pedro. El que hace sólo unos días te traicioné, el que dijo que no te conocía, el que te abandonó cobardemente. Pedro ha palpado con toda crudeza su miseria, y ha palpado también la misericordia sin límites de Dios. Ahora sí está dispuesto de verdad a no anteponer nada al amor de su Maestro, ahora que conoce y acepta sus limitaciones.

         ¡Ojalá se diera en nosotros la madurez del Pedro de después de la Resurrección! Que pudiéramos decir de corazón siempre, conscientes de nuestro negro pasado, humildemente, pero seguros que el Señor nos sigue amando aún: Señor Tú sabes que te amo

         El secreto de una vida espiritual sana y con futuro, es un amor sincero y humilde. El que ama sinceramente es incombustible, porque el amor es una fuerza que tira incansablemente de uno hacia el objeto amado. Es como un imán que arrastra y es arrastrado. El peligro está ñeque el amor se desvirtúe. Y el amor se desvirtúa, cuando el orgullo se abre paso, entra en uno. Y del amor hace egoísmo. El humilde soslaya instintivamente este escollo, porque la humildad es luz y es alarma que permite ver las cosas como son y ver los riesgos que pueden presentarse.

         El Pedro de antes de la Resurrección ama sinceramente, pero a su modo: seguro de sí, infravalorando a sus compañeros, plus his. El Pedro de después de la Resurrección es ya otro: Tú sabes que te amo… que te amo a pesar de ser quien soy.

         A la luz de los textos del Nuevo Testamento que nos hablan de Cristo, comprendemos cómo S. Benito, cuya regla está completamente sometida a la luz de la caridad”[8], tiene razón en exhortar a sus discípulos a “no anteponer nada al amor de Cristo[9]. El amor es el único medio que tiene el hombre para entrar en una verdadera relación con Dios y con sus hermanos. Hablamos del amor que procede de una fe viva. Es la ilusión de la vida del monje. El ideal que le hace avanzar en el camino de la perfección. S. Benito, parece no saber terminar sin recordarlo una vez más. La adaptación y configuración perfecta con Cristo es la obsesión del alma del Patriarca, y quiere dejarla en herencia a sus hijos. Es un amor exclusivo (que no exclusivista, como ya apuntamos), absorbente, intenso y perenne que envuelve al alma y la arrastra, desprendida de todo, en pos de Aquel que la nutre cada día con su propia sustancia, la eleva con Su gracia y ha de saciarla un día con la visión de Su esencia.

         Tal vez la proximidad del precepto contenido en el instrumento 21 con los que inmediatamente le preceden le fue sugerida a S. Benito por el testo de Santiago: La religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y las viudas en la tribulación y no dejarse contaminar por el mundo [10]. Lo cierto es que los instrumentos 20 y 21 son de carácter general, que ambos están estrechamente ligados entre sí y se complementan mutuamente, y que tienen como meta orientar la vida, señalando la dirección que hay que evitar y el camino que conviene seguir. Nos encontramos nuevamente con la alternativa ya señalada desde el Prólogo: el mundo o Jesucristo en su absoluto antagonismo; no es posible permanecer neutral: hay que pertenecer por entero a uno o a otro.

       Pero si nos alejamos del mundo no es sino para acercarnos más a Dios. Ningún amor creado por una hermosura creada podrá superar el amor que nos une a Cristo. Esta sentencia era del agrado de S. Benito que la repite en el capítulo 72 de su Regla[11]. Los comentaristas indican Mt 10, 37-38 como fuente de este texto, pero parece más bien de inspiración patrística. En la Vida de S. Antonio leemos: Su palabra, llena de encanto, consolaba a los afligidos, enseñaba a los ignorantes y reconciliaba a los desunidos: exhortando a todos a no anteponer nada al amor de Cristo[12]. Y S. Cipriano había escrito también en su tratado del Padrenuestro: No anteponer nada absolutamente a Cristo[13], porque Él no antepuso nada a nosotros.

         Este “no anteponer nada”, debe ser enérgico, rotundo, con la fuerza de lo irrevocable. Una vez por todas, el monje ha colocado el amor a Cristo por encima de cualquier otro amor.

         Y es que un monje, se propone sacar de sí un Cristo. Lo primero que tiene que hacer es tomárselo en serio, resolverse: La vida no es broma, ni se resuelve con paños calientes: “Ante todo, amar a Dios Señor de todo corazón, con toda el almacon todas las fuerzas” (primer instrumento citado). Los siguientes hasta el noveno, le dicen que no se puede amar a Dios de pico: hay que ser honrado y bueno de verdad. Pues si su meta va a ser resultar un Cristo, necesita conocerle, estimarle hasta ser capaz de todo lo que sea preciso: No anteponer nada al amor de Cristo[14]. Esto es vital.

 

2- Catena Christi: El cristocentrismo de S. Benito

         Si existe una Regla monástica cristiana, ésta es la de S. Benito; Su Regla empieza con Cristo[15]  termina con Cristo[16]. Pero entre el principio y el fin de la Regla el nombre de Cristo reaparece a menudo, y el recuerdo de la doctrina, del ejemplo, del amor de Cristo, se adivina constantemente en todos los textos legislativos del Código. Comparando la Regla de S. Benito con las Colaciones (Colationes) de Juan Casiano, se percibe que S. benito ha procurado unificarlo todo –lo legislativo y lo espiritual-, en la presencia y vivencia cristocéntrica. Mientras Casiano prefiere exponer los caminos y modos de alcanzar la perfección[17], S. Benito repite que nada debe preferir el monje al amor de Cristo[18] y que nada antepongan absolutamente a Su divina Persona[19]  pues sólo Él puede conducirnos a la vida eterna.

         Pocas fórmulas en efecto, suenan en el Código con tanto vigor preceptivo y exhortatorio como nihil amori Christo praeponere[20], “Christo omnino nihil praeponant”[21]. Este absolutismo por Cristo es para el monje de la escuela benedictina la meta  convergencia de toda sus ilusiones y aspiraciones, y el centro de gravedad de toda su vida espiritual tal y como nos dice Colombás. El crisitocentrismo de S. Benito en su Regla es prueba fehaciente de su particular carisma monástico.

         Realmente, el abandono de la casa paterna y de todo por parte de S. Benito, nos recuerda también las vocaciones apostólicas[22]  las condiciones de la renuncia absoluta que Jesús exige a los invitados a seguirle [23].

         En efecto, es posible descubrir en la vocación de S. Benito una reproducción de las vocaciones apostólicas. Su vocación es una vocación de raíz evangélica y recuerda asimismo el prototipo de la vocación monástica, igualmente evangélica: La de S. Antonio Abad, según la describe S. Atanasio (Vita Antonii, 2). Es, sin duda, el dejarlo todo (familia, casa, bienes, estudios, un futuro prometedor, la posibilidad de formar una familia, etc.), con el único objetivo de buscar a solo Dios y por el único motivo del puro amor absoluto de Dios. Si tenemos además presente el cristocentrismo que S. Benito imprime a su Regla y que cifra esplendorosamente en el axioma nihil amorem Christi praeponere, no anteponer nada al amor de Cristo y casi idéntico en[24], no nos quedará  duda alguna ya que la propia vocación del patriarca de los monjes de Occidente ha sido tal como la expresaría en su obra: una auténtica vocación evangélica, es decir, del seguimiento de Cristo, de la búsqueda de Dios en Cristo, del amor total a Cristo. Y es que en la Regla no hay nada que se salga del Evangelio; este mismo instrumento que comentamos es un claro exponente de que la Regla está basada en el Evangelio, en Cristo.

         En este instrumento, S. Benito da una llamada de renuncia al mundo y todo lo que lleva consigo Su amor. En este instrumento ofrece la motivación de esta renuncia: para seguir a Cristo. El seguimiento lo expresa aquí, de un modo radical, y que siempre será actual.

No preferir nada al amor de Cristo. Lo más radical está en el “nada”. Y la finalidad es llegar al amor total a Cristo.


 3- Vida litúrgica y “no anteponer nada al amor de Cristo”

S. Benito describe largamente el Oficio Divino –el Opus Dei-, al cual no se ha de anteponer cosa alguna[25] -ada, pues, se anteponga a la Obra de Dios- ero esta expresión de Opus Dei revestía para los antiguos una significación más extensa, abarcando la totalidad de la vida ofrecida a Dios. S. Benito, sin embargo, le da un sentido más restringido: para él, el Opus Dei es el Oficio Divino. Además, en la Regla, S. Benito da algunas notas sobrias sobre la oración personal, en el capítulo 20, que trata de las disposiciones interiores del que ora, y más genéricamente en el capítulo 4 sobre “los instrumentos de las buenas obras”.

La vocación del monje, como la de todo cristiano, es la unión con Dios y para éso es necesario no anteponer nada a Cristo o como dice también el capítulo 72, 11: No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo; sin esto, no pensemos en lograr dicha unión íntima y personal con Cristo; tal unión, el monje busca realizarla, en la fidelidad a los impulsos de la gracia, ya en esta vida, y en ella tal unión sólo puede darse en la oración. La Regla dirige los actos del monje, ordena su vida, establece sus trabajos, de modo que le sea posible mantener esa orientación hacia Dios en  un clima de oración que es donde encontraremos que solo Dios es el Único que llena nuestra vida y al que no es lícito anteponerle nada. Toda la vida del monje es Obra de Dios, pero hay un sector privilegiado de ella que lo es de manera particular, hasta acaparar la denominación.

S. Benito usa la misma expresión, con el verbo praeponere, para referirse una vez a la Obra de Dios: Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios[26], y dos veces a Cristo y Su amor. “No anteponer nada al amor de Cristo[27]no anteponer absolutamente nada a Cristo[28]. Es significativa esta aproximación, que confirma el sentido totalizante, por su representatividad, de la Obra de Dios, acercada ahora al mismo Cristo. En la oración, el amor a Cristo encuentra su expresión, se vuelca el deseo de Dios y se realiza lo que es central para la vida monástica. Cristo, modelo y maestro, así es constantemente presentado en la Regla, es cercano y asequible, y está en una relación continua con el monje que nada debe anteponer a Su amor.

 CONCLUSIÓN

         Este capítulo cuarto no es más que una colección de preceptos, consejos, sentencias y normas de vida cristiana y monástica, redactados en forma breve que facilita su memoria. Por lo común proceden de la Sagrada Escritura o son principios de moral cristiana ya existentes en otros autores.

         Este capítulo de la Regla, a nadie se le hubiera ocurrido, ni hoy ni en los siglos próximos pasados, incluirla en una regla destinada a personas consagradas. En este capítulo, en efecto, aparecen los grandes principios de iniciación a la vida cristiana, como los mandamientos, las obras de misericordia, los pecados capitales, los novísimos, etc; junto, es verdad, a otros principios de alta espiritualidad. Es que S. Benito como todos los maestros del monacato antiguo, tenían muy claro lo que hoy, tal vez, no lo tenemos tanto: que la vida espiritual ha de regenerar al hombre desde sus raíces, y que, si esto no se hace, se construye sobre arena. Claro que S. Benito se apresura a abrir horizontes muy amplios y muy altos y a urgir al monje a lanzarse hacia ellos[29].

         Como hemos podido ver, este instrumento de “no anteponer nada al amor de Cristo”, es quizás uno de los más importantes, sin excluir a los demás, pues como ya apuntamos, el monje se hace monje por amor a Cristo y todo lo hace por él. Ningún sentido podrían tener la mayoría de estos instrumentos, si no están referidos a crecer en Cristo, este es el sentido último de todos estos instrumentos. Si Cristo no está presente en ellos, muchos se quedarían en simples preceptos morales; pero S. Benito, en este capítulo, por activa y por pasiva introduce siempre a Dios y a Cristo para que no olvidemos el por qué de estos instrumentos y así, ya el primero que cita es el más importante y es el primero también dentro de los Mandamientos: “Ante todo, amar al Señor Dios de todo corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas”: In primis Dominum Deum diligere es toto corde, tota anima, tota virtute[30].

         No me quiero extender en esta conclusión, pues ya hemos comentado este instrumento, pero quiero terminar con una frase del Santo Pontífice, Benedicto XVI que nos recuerda que el monje no debe anteponer nada al primer trabajo que le debe ocupar (la alabanza divina, la oración), es decir, que no debe anteponer nada al amor de Cristo.

         

Sor Marina Medina Postigo

BIBLIOGRAFÍA

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Santiago Cantera Montenegro, Descubriendo a S. Benito, el hombre de Dios. Meditaciones y reflexiones sobre el Libro II de los Diálogos de S. Gregorio Magno, Ediciones Monte Casino, Zamora 2006.


[1] RB  4, 21
[2] El Maestro, tiene una lista de instrumentos casi idénticos a la de S. Benito. Como título, el Maestro escribe: Cuál es el arte santo que el abad debe enseñar a sus discípulos en el monasterio (véase Regula Magistri).
[3] 4, 75 RB
 [4] 4, 78 RB
[5]  5, 2; 72, 11 RB
[6][6][6][6] Pról 45 RB
[7] Pról 21 RB
[8] Pedro el Venerable, Leerte 111 a S. Bernardo, Constable, vol. I, p. 285.
[9] 4, 21; 72, 11 RB
[10] Sam , 27
[11] En este capítulo 72, aparece la misma sentencia pero formulada de una manera más intensa: “No anteponer ABSOLUTAMENTE nada al amor de Cristo”.
[12] Vida de san Antonio nº 14
[13] He aquí el texto completo de S. Cipriano que S. Benito parece haber conocido: “Humildad en la conducta, firmeza en la fe, reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las obras, orden en las costumbres, no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen (instrumento 30), guardar la paz con los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarle porque es Padre, temerle porque es Dios; no anteponer nada a Cristo, porque tampoco Él antepuso nada a nosotros; unirse inseparablemente a Su amor” (De oratione Dominica, 15: PL 4, 529, B.A.C. 241, p. 211).
[14] 4, 21 RB
[15] Pról 3
[16] 72, 11-12 RB
[17] Col 11, Introducción
[18] RB 4, 21
[19] RB 72, 11
[20] RB 4, 21
[21] RB 72, 11
[22] Mt 4, 18-22; 9, 9-13; Mc 1, 16-20; 2, 13-17; Lc 5, 9-11. 27-32.
[23] Mt 8, 18-22; 10, 37-39; 16, 24-26; 19, 16-22; MC 8, 34-37; 10, 17-22; Lc 9, 23-25. 57-62; 18, 18-23[23]; y otras citas más.
[24] RB 4, 21; RB 72, 11.
[25] RB 43, 3: “Nada, pues, se anteponga a la Obra de Dios
[26] RB 43,3
[27] RB 4, 21
[28] RB 72, 11
[29] cfr. RB 73
[30] RB 4, 1