3 de octubre de 2012

Memorias del Abad Endrédy Wendelin

El Abad Endrédy Vendel durante un encuentro de la 
Organización Juvenil Católica “Americana”. 
  
INTRODUCCIÓN
           El Abad Endrédy Wendelin permaneció en la cárcel del 29 de octubre de 1950 al 1 de noviembre de 1956, cuando fue liberado por los Combatientes por la Libertad de la breve Revolución Húngara. Sofocada la Revolución, fue arrestado de nuevo e internado en la abadía benedictina de Pannonhalma, único monasterio no suprimido por el comunismo. Las torturas y los seis años de prisión minaron seriamente su salud, pero todavía vive 23 años en aquel confinamiento relativamente confortable. En los años 70, recibe visitas sea de parte de los monjes de Dallas, sea de parte de los estudiantes de la Escuela de Preparación, de excursión por Europa con sus profesores.  No vuelve a ver su monasterio, aunque sólo estaba a 30 kilómetros de distancia. Murió en 1981 y fue enterrado, con autorización del gobierno, en la Iglesia Abacial de Zirc.

            Sus memorias de prisión han visto la luz sólo después de la caída del comunismo; hasta entonces han sido custodiadas por sus sobrinos, indicado al final del documento. El verano pasado fueron publicadas en Hungría en la revista Vigilia. Escrita para lectores húngaros, tengo como deber divulgarlas, haciendo una traducción lo más fiel posible del original y sólo añadiendo notas y subtítulos. Debemos preguntarnos si un argumento tan triste está en sintonía con la feliz atmósfera del período navideño. Se trata de un documento de fe “que resplandece en las tinieblas” y, como tal, viene leído y releído en el período navideño. “La luz resplandece en la tinieblas, pero las tinieblas no la han escuchado”.
            Navidad 1992 Abad Dom Denis Farkasfalvy, O. Cist
            Dallas

PRÓLOGO
            Como Abad de la abadía cisterciense de Zirc en Hungría, a finales de 1948, hice un viaje oficial a Roma. El pasaporte me fue devuelto con dificultad, después de preguntas reiteradas y con meses de retraso. Mons. László Bánáss, Obispo de mi Diócesis, y Joseph Cavallier, ministro de gobierno, tuvieron que garantizar que me sería devuelto. En Roma, recibí una carta de Leopold Baranyai, director de la Banca Europea en Londres que, citando fuentes competentes inglesas, me daba esta información: “Mosca ha dado orden al gobierno Húngaro de arrestar para Navidad  al Card. Mindszenty y, más tarde, otros 5 prelados católicos, de los cuales tú eres el único nombre conocido”. En consecuencia, debí esperar el arresto a mi regreso a Hungría. Mientras tanto, Mons. Tardini, Secretario de Estado, me informaba que también él había conocido la noticia de ese plan por otra fuente y me preguntaba si tenía la intención de regresar a la patria. “Sí”, repuse. Como, en mi audiencia, el Santo Padre[1] no mencionó la cuestión, pensé que estaba de acuerdo con mi decisión y, habiendo dado mi palabra Tanto a Mons. László  como a Joseph Cavallier, regresé a casa en la fecha establecida.

            Apenas llegado, en la frontera, los guardias requisaron mis efectos personales  y me quitaron las cartas que me dieron en Italia: Estaban bien informados y sabían incluso en cual bolsillo se encontraban tales cartas. No me quitaron todavía los documentos que tenía del Vaticano, que dejé a la custodia de Mons. Calman Papp, Obispo de Györ. Desde aquí el conductor del Obispo me acompañó a Esztrgom para que relatase mi viaje al Card. Mindszenty. Estos estaban ya en arresto domiciliario: en la puerta del episcopado, un policía montaba guardia. Me hizo entrar, pero cuando salí, los guardias registraron el automóvil, incluso el capó y el espacio debajo de los asientos. ¿Pensaban que quería hacer huir al cardenal en el automóvil? Al Card. Mindszenty le hice un resumen de mi audiencia en Roma y le transmití un mensaje del Papa. Le entregué el decreto del Vaticano que dispensaba a los miembros de las Órdenes religiosas de los votos de pobreza y de obediencia (en caso de dispersión). A cada uno venía dado el permiso de procurarse el dinero y de usarlo según su discreción, con la obligación de ayudar a los hermanos necesitados y a los ancianos. Conservé el original autógrafo del Papa, que contenía observaciones y correcciones, y mandé una copia al superior de cada Orden.

            En cuanto a la carta de Leopold Baranyai, se la comenté al Arzobispo Joseph Grösz. Le dije que, a mi parecer, él, el Obispo Shvoy de Székesfehérvár, el Obispo Pétery de Vác y el provincial de los Jesuitas, P. Elmer Csávossy, eran sospechosos y a punto de ser metidos en la cárcel. El Arzobispo Grösz mandó de memoria el texto de la carta; el P. Csávossy hizo lo mismo. Después de nuestro arresto, los tres recitamos a las autoridades el texto de la carta de arriba abajo para probar que nuestro encarcelamiento era parte de un complot. Los oficiales que condujeron el interrogatorio lamentaron: ¿Cómo podéis pensar que ciudadanos de una nación soberana sean arrestados por orden de una potencia extranjera?” Probablemente nuestro movimiento salvó de la cárcel al Obispo Shovy, y quizás también al Obispo Pétery, que no fue nunca arrestado ni encarcelado formalmente, sólo fue internado en el pueblo de Hejce.

            Antes de mi arresto ocurrieron otros incidentes. El 14 de julio de 1950, registraron mi apartamento en Zirc, mirando con lupa todos mis objetos. Se presentaron tres agentes de policía vestidos de civiles. No tenían ninguna carta de autorización de registro; simplemente exhibieron su tarjeta de identidad como miembros de la policía secreta. En mi despacho, uno se sentó al escritorio y examinó con la máxima atención cada documento, mientras los otros dos examinaron cada libro de los estantes: eran interesantes sobre todo los libros sin abrir y las encuadernaciones de los libros. En el centro de la mesa había un sobre abierto que contenía una carta que intentaba enviar a Roma. Creo que esa carta era justo lo que buscaban, mas como ocurre a menudo, no le dieron importancia a aquella carta dejada en el lugar más a la vista. También hurgaron bajo las fundas de los muebles. Tiraron toda la ropa fuera del armario. Más tarde descubrí también que en la habitación donde me alojaba en Budapest, habían separado hasta los paneles de la pared para encontrar cartas escondidas.

            La carta sobre la mesa era una solicitud a la Santa Sede de expulsión de la Orden del P. Ricardo Horváth, cisterciense que había colaborado con los comunistas. Antes de escribir la solicitud, le pregunté por qué no obedecía mis órdenes. Me repuso solamente: “No tengo la valentía de decírselo”. El P. Ricardo no era malo. Estoy seguro que no fue él a denunciarme por haber escrito la carta en cuestión, quizás fue algún otro al que él le refirió nuestra conversación.
            Una semana después de este acontecimiento, la policía vigiló la oficina de la tienda de la abadía de Zirc y los registros de la administración y selló todas las habitaciones de ambas oficinas. Mientras estaba en Roma, la cocinera del monasterio, la Señorita Hedvig Sch., fue arrestada y conducida a la estación central de policía en Budapest. La interrogaron  largo rato sobre el personal y las condiciones financieras de la abadía. Querían saber quien venía a visitarme y cuales eran las relaciones entre los miembros de la Orden y nuestros dependientes. La sometieron también a tortura, metiéndole objetos con puntas afiladas entre los dedos y presionando. No obstante no hizo ninguna acusación contra nosotros.

       En el mismo período, uno de los mejores artesanos de Zirc estuvo a punto de morir por los golpes padecidos en la estación de policía. Le obligaron a firmar una confesión según la cual yo le habría empujado a actuar de espía pagándole con dólares americanos, dinero con el cual él se habría construido la nueva casa de dos plantas.

            De estos hechos preocupantes y de la carta del Señor Baranyai comprendí lo que me esperaba. El arresto del Card. Mindszenty el 26 de diciembre de 1948 provocó el rechazo general y la reacción pospuso el arresto de otros prelados, yo entre ellos.


El arresto
El Cardenal Joseph
 Mindszenty
 durante el proceso
         El 29 de octubre de 1950, regresaba al monasterio desde la casa de mi sobrino en Budapest. Hacia la tarde, yo y mi secretario y conductor, P. Timothy Losonczi, habíamos llegado a la periferia de la ciudad, cuando de improviso un auto bloqueó la calle y un segundo nos paró por detrás. En cada coche se sentaban cuatro agentes de policía secreta vestidos de paisanos. Su jefe se me acercó mostrándome la carta de arresto. “¿Puedo despedirme de mi secretario?”, pedí. “No, también él vendrá con nosotros”, fue la respuesta. Como supe más tarde, el P. Timothy aceptó su suerte con gran ánimo: estuvo en prisión cuatro años y murió antes que lo pudiese volver a ver.

            Me condujeron a la infame estación de la policía secreta, Nº 60 de la calle Andrássy. El interrogatorio duró dieciocho horas con dos pausas breves. En las pausas me apuntaban sobre  el rostro lámparas de alta tensión, mientras dos policías se ocupaban de tenerme los ojos siempre abiertos.

            El jefe del despacho de investigación, del cual no he sabido nunca el nombre, me dijo que desde hacía dos años vigilaban y seguían mis pasos. Habían encontrado pruebas irrefutables de mi actividad criminal contra el Estado, de espionaje y de tráfico ilegal de divisa extranjera. Me acusaron de haber enviado al extranjero a 24 jóvenes de la Orden y de haber exhortado a la Orden a permanecer fiel a la Iglesia también después de la supresión de Zirc. Por tanto, dijeron que yo miraba debilitar el poder del Estado y el nuevo régimen democrático. En el primer interrogatorio no me acusaron de haber conspirado para restaurar la monarquía de los Habsburgo, ni me acusaron de antisemitismo. Estos disparates fueron inventados más tarde.

            En la segunda hora de interrogatorio, el coronel se sintió indignado por las infamias sobre las afirmaciones relativas a las torturas perpetradas por la policía secreta. Nunca habrían consentido tocar a alguien. No tenían intención de hacer de mí un mártir. Para confirmarlo dio su palabra “de gentilhombre”. En aquel momento,  a decir verdad, tampoco imaginaba que uno de mi edad -tenía entonces 56 años-  pudiese ser repetidamente golpeado, pataleado, torturado de varios modos, y luego intoxicado poco a poco para privarlo de la voluntad.

            Pasaron mucho tiempo atormentándome con las más variadas calumnias sobre la vida privada de nuestros obispos, de los superiores de las Órdenes religiosas y de otras personas eminentes de la Iglesia. Me dijeron el nombre de mi amante y dieron detalles sobre las relaciones sexuales de bastantes obispos, y siguieron con un largo elenco de comportamientos sexuales repugnantes mantenidos por las mismas personas.

            Realmente, no intentaban hacer de mí un mártir. Al contrario, querían sólo destruir mi personalidad y convertirme en un autómata, desmoralizado y humillado. No mantenían secreto sobre sus intenciones, y me dijeron que aspiraban a hacer partícipe de esta comedia satánica a la prensa universal, húngara y extranjera.

            Me dieron 72 horas para “reflexionar”. Después, si no había colaborado, publicarían todos aquellos “hechos” de los que me acusaban. Destruirían no sólo mi imagen, también la de la Orden Cisterciense  y de la Iglesia a la vez. “No necesito ni un minuto para reflexionar”, dije. “No hay nada sobre lo que reflexionar”.

            Al fin del primer interrogatorio, me llevaron al sótano. Sobre un suelo helado, me desnudaron: querían ver si escondía algo. Arrancaron el forro de la chaqueta, despegaron la suela de los zapatos e hicieron trizas el tacón. Quitaron los botones de la camisa, rompieron los tirantes, y hasta las gafas. En la celda de la prisión solo se sentía el tufo repugnante de la litera. En los primeros dos meses no tenía mantas. Más tarde me dieron una tela de las que se usan normalmente para los caballos. En la habitación la luz estaba siempre encendida. Sólo el rumor proveniente de la calle me permitía distinguir el día de la noche. Debía sentarme sobre el colchón, sin echarme, para tumbarme debía pedir permiso, Las manos tenían que permanecer fuera de la manta, y la cabeza, mientras dormía, distante de la pared y vuelta hacia la luz.

Las acusaciones
         Mis dos viajes al extranjero en 1948, fueron usados en contra mía como pruebas de espionaje y de alta traición. Oí decir que el verdadero jefe de la Iglesia era Wall Street y que el Papa estaba a su servicio. Parecía importante para ellos afirmar que las Órdenes religiosas no eran más que ciegos instrumentos del Vaticano; En consecuencia, cada religioso o religiosa era un probable agente. No sostenían que todos los espías fueran Jesuitas, pero sí que todos los Jesuitas eran espías. Me dieron una larga lista de religiosos residentes en el extranjero, de los cuales querían información.

            Muchas veces afirmaron que, según Mosca, yo era un espía particularmente peligroso: Sabían que al moverme en el  entorno cultural de la embajada italiana, tenía correspondencia con el P. Biagio Füz, cisterciense húngaro residente en Roma. Tuve entonces la sospecha que mis actividades fueron seguidas de cerca. Seis meses antes de mi arresto, me enteré que en Viena, Austria, un soldado ruso había ido a Béla Lehrmeyer, ex-empleado  de la Archidiócesis de Kalocsa, ofreciéndole por 500 dólares una carta mía, quitada a un enviado diplomático. Se trataba de una carta escrita poco antes del secuestro, que yo había mandado al P. Biagio por medio de la embajada húngara[2]. Entonces entendí que la policía secreta estaba al corriente, al menos en parte, de las cartas que enviaba al extranjero a través de canales diplomáticos. Durante los sucesivos interrogatorios, quedé cada vez más sorprendido de pruebas evidentes de que hasta mis cartas más confidenciales y sus respectivas respuestas eran conocidas por la policía secreta. En realidad, ¿qué contenían? Escribía sobre la vida de nuestra Orden en Hungría, del trabajo y de las dificultades, de la expropiación de nuestros monasterios e institutos, de la deportación y del internamiento de los monjes, como los muchos obstáculos puestos por el gobierno para dificultar nuestras actividades pastorales y educativas. A partir de 1950 informaba también a las autoridades romanas sobre todo lo que les sucedía a las otras Órdenes religiosas. Después de julio de 1950, siendo nuestros monjes desalojados de sus casas, informé a las autoridades Vaticanas sobre los encuentros y conferencias que los funcionarios del Estado comenzaron a tener con algunos representantes del Episcopado.

            Uno de mis presuntos “crímenes” era que después de la guerra, por medio del P. Giulio Hagió-Kovács, O. Cist., había comunicado a la Misión Americana en Budapest la lista de los objetos (máquinas y productos industriales y agrícolas, medios de transporte y otros) que desde el ejército ruso nos fueron quitados a la fuerza de nuestras posesiones. Trataba de explicar que con esta comunicación intentaba reducir la suma que Hungría debía a las fuerzas aliadas. Mi acusador simplemente respondió que yo actué con odio a la Unión Soviética.

            Mis contactos con los funcionarios de las embajadas británica y americana fueron interpretados como actos de espionaje. En vano traté de convencerles que yo no estaba en posesión de secretos militares o industriales y, que por tanto, no podía informarles sobre los tales. No sospeché que pudieran ser consideradas como “crímenes de espionaje” mis cartas enviadas al extranjero, que contenían noticias para los amigos y superiores de la abadía, las escuelas, las inscripciones a la escuela, la caída del número de estudiantes. Los acusadores debieron pensar que tales acusaciones rozaban, de hecho, el ridículo. En efecto, seguidamente, durante la preparación para el proceso, me dieron órdenes precisas a fin de que, en caso de preguntas sobre estos “crímenes”, en mis respuestas evitase refutar tales argumentos. “Si aquel asno de juez te hace preguntas estúpidas como estas, tu responderás que no sabes nada”, me sugirieron.
            Fui interrogado largo tiempo sobre “la Americana”, la Organización Juvenil Católica de los estudiantes universitarios, fundada y dirigida por los Cistercienses, y acusado de querer restablecer en Hungría el gobierno de los Habsburgo, de apoyar al almirante Horta y de ser antisemita. ¿Qué pruebas tenían? Afirmaban que dos jóvenes hebreos habían sido maltratados por los estudiantes. Pero, ¿qué tenía yo que ver con esto?
           
Uno de los puntos fuertes de las imputaciones que me hacían era mi “actividad política”. Se habían hecho de mí la idea de un activo colaborador de la obra del Card. Mindszenty para arruinar el régimen a través de una contra-revolución. En realidad, mis previsiones para el futuro eran justo lo contrario. Cerca de un año antes de mi arresto, István Friedrich, siendo ya primer ministro de Hungría, vino un día conmigo a Budapest. Ya de avanzada edad, me pedía  de ayudarlo a buscar una mujer de servicio y una enfermera. Durante la conversación me informó que pronto habría grandes cambios políticos y que Hungría se convertiría en parte del mundo oriental. Me confió además que las potencias orientales lo habían contratado para que guiase el nuevo gobierno. Le respondí con toda honestidad que me parecían absurdas sus previsiones. Quizás en las próximas décadas hubiese algunos cambios, mas en la situación actual sus predicciones parecían lejos de la realidad. Sin embargo, la policía secreta insistía en acusarme de participar en la formación de un nuevo gobierno levantando una rebelión.

            Otra prueba de mi actividad contra el régimen era mi apoyo general a los Cistercienses que, junto con los Jesuitas, protestaban enérgicamente contra las supresiones de las Órdenes religiosas. Verdaderamente, en aquellos años los Jesuitas y Cistercienses fueron muy solidarios entre ellos, formando una posición común en la resistencia. Permanecieron cada uno firmemente anclados a la propia espiritualidad, creando una profunda impresión sobre el país. También fui acusado del hecho de que la comunidad de Zirc ayudó a las monjas expulsadas de sus casas y las reunió en torno nuestro en agosto de 1950[3]. Realmente los monjes de Zirc exhortaron a las monjas a no considerarse suprimidas, sino a permanecer unidas y fieles a sus propias Órdenes. Esta postura de las diversas comunidades ciertamente molestó al régimen. A mi vez, quedé impresionado al constatar  que la policía secreta estaba perfectamente informada de cada palabra pronunciada en las reuniones de los superiores del país: su red de espías funcionaba.

            También me fueron imputados como “crímenes” las visitas hechas a los monjes arrestados y encarcelados antes de mí: P. Giulio H., P. Tommaso F.[4], P. Gerardo M., P. Clemente P., y otros no pertenecientes a la Orden. Mis visitas fueron consideradas como una prueba de simpatía hacia los enemigos del régimen y una expresión de odio contra el socialismo.

            A la fuerza querían hacerme confesar que yo había estado en primera línea en la organización de grupos estudiantiles subversivos con el objetivo de hundir al régimen. Se supo más tarde que el deseo de obtener una confesión era el principal objetivo para poder recurrir a la tortura durante los interrogatorios. El origen de esta acusación era más bien remoto: un alumno cisterciense, un antiguo alumno mío de nombre Ervin Papp, estuvo envuelto en actividades anti-comunistas. Antes de mi arresto, me enteré de su plan y traté de disuadirlo explicándole que, en nuestra situación política, aquel intento era peligroso y destinado a fracasar. Le di este consejo en una carta, recomendándole destruirla después de leerla. Desgraciadamente no siguió mis instrucciones. Al arrestarlo, todas las cartas terminaron en manos de la policía y, si bien el contenido era en contra de toda actividad subversiva, mi carta fue considerada como prueba de mi implicación en la conspiración.

La tortura
            Mi primera tortura fue hecha en una habitación bien amueblada. Fui desnudado. Luego, de frente a un joven oficial, fui obligado a postrarme en tierra y besar cada vez sus botas. Al mismo tiempo, debía responder a sus preguntas. Todo esto continuó hasta que, exhausto me desplomé. Después de varios desvanecimientos, fui llevado al sótano y encerrado por dos semanas en una celda que se asemejaba a una tumba de dimensiones de 2×1’3m. Más allá de la litera en el muro, discurría una tubería de desagüe que dejaba caer rítmicamente gotas encima de mí. No me estaba permitido tumbarme. Lograba dormir un poco cuando estaba sentado. Era noviembre, sin mantas, siempre tenía frío. En estos días terribles, oraba constantemente al Señor para que me hiciese morir porque no quería perjudicar a nadie con lo que yo pudiera decir.

            Transcurridas esas dos semanas, se repitieron los interrogatorios. Detrás de un enorme escritorio había sentado un coronel, probablemente el jefe de la Oficina de Investigación. Me hicieron sentar de frente a él, rodeado de 5-6 policías de paisano. A lado, en un sillón de cuero, se sentaban tres hombres, dos comandantes y un capitán. El interrogatorio versó exclusivamente sobre la conspiración de los estudiantes universitarios. Les dije de nuevo que yo no había tomado parte en esas cosas. (En aquel momento no sabía que Ervin Papp, no habiendo hecho caso de mi consejo, había comenzado realmente una organización subversiva). Los policías me escupieron a la cara. El coronel les preguntó: “¿Conocéis otros modos de tortura para destruir la resistencia de un hombre?” Respondieron ”No”.  Entonces me arrastraron a otra habitación, donde fui torturado la primera vez, me esperaban tres hombres: Un comandante gigantesco, musculoso, un capitán y un tercero de paisano. Me desnudaron de nuevo y me hicieron hacer ejercicios hasta que caí al suelo. Uno de ellos, con un objeto plano, por detrás me daban tremendos golpes en los hombros. Después de este trato no pude mover la cabeza en tres semanas. A continuación también me daban patadas en el trasero: los golpes no me producían un dolor agudo, mas de tanto en tanto me hacían perder el sentido. Pero no creo haber estado mucho tiempo sin consciencia. Me concentré sobre qué decir y responder a todas las preguntas, puesto que, si hubiese permanecido en silencio y no hubiera negado todas las imputaciones, ellos habrían considerado mi silencio como una forma de admitir mi culpa.

            Tuve que padecer un gran número de pruebas físicas. Me ponían delante de una pared y me obligaban a oprimir la frente contra un objeto puntiagudo como un lápiz situado entre la pared y yo. Me ponían agujas y clavos bajo los talones. Me apretaban sobre los costados láminas candentes de hornillos eléctricos, Cuando me derrumbaba, en seguida tiraban la mesa con las agujas y clavos y, con patadas, me levantaban. Otra forma era la del aplastamiento. Me ponían en la mano pesos de 20 ó 30 libras obligándome a apoyarme sobre los talones teniendo debajo los clavos, y estar así hasta el desvanecimiento. Entonces con patadas y puñetazos me hacían volver en mí. También fui torturado con descargas eléctricas. Me aplicaban la corriente a los labios, a los ojos, a la nariz, a las orejas y hasta al pene. La prueba del “Besa la Cruz” consistía en obligarme a besar una cruz  y una placa de metal, que llamaban “libro del evangelio”. El circuito eléctrico se cerraba cada vez que apretaba la placa y la besaba. Me indicaron que si hubiese dicho la verdad no me hubiera pasado nada, pero que si hubiese mentido la descarga eléctrica me hubiese matado. Permanecía con los labios quemados y con una gran herida en la boca. Caí desvanecido, y un objeto afilado que estaba en el suelo me hirió gravemente una rodilla. La herida se infectó y provocó una gran hinchazón como la palma de la mano. Llamaron a dos doctores que me medicaron y me hicieron una cura. Uno me preguntó: ¿Qué te ha pasado?”. Respondí con un hilo de voz: “Me he caído durante el interrogatorio…”.  No había terminado la frase cuando un policía desde detrás me interrumpe: “Se ha caído por las escaleras”.

            Durante las torturas hubo momentos en que dejé de sentir las palizas. A veces el guardia de la prisión me decía si me limpiaba el rostro de sangre, pues yo no advertía que la perdía.

Mi “Confesión” escrita
            Después de dos semanas sin dormir, con la rodilla herida e hinchada, me llevaron a una especie de trastero sucio. Lo llamaban el “escritorio”. Aquí los prisioneros debían escribir su biografía y la confesión admitiendo todas las acusaciones. Estaba cansadísimo y caí sobre la cama manchado de sangre y pus. Entró un enfermero con una jeringa en la mano, diciéndome que lo mandaba el doctor y que sería más eficaz que cualquier somnífero. Me dio dos pinchazos. Diez minutos después comencé a sentirme raro. En este estado de mente alterada, que no sé describir, fui conducido a otro interrogatorio que duró toda la noche. Fueron las horas más tristes de mi vida. Debía mantener todas mis energías para poder tener la mente bajo control. Evidentemente, me habían inyectado una droga que alteraba la mente. Pero conseguí controlarme. A pesar de esos horrores, no soy capaz de recordar bien aquella terrible noche. No recuerdo las preguntas que me hicieron.

            Seis meses más tarde fui conducido a un careo con Ervin Papp. Informado que él estaba de verdad organizando una conspiración, afirmé: “En modo alguno he tenido algo que ver en esta historia, mas quiero colaborar aceptando algo de su culpa, si eso puede ayudar a Papp y a sus defensores”. Esta declaración no fue jamás introducida en los puntos de mi proceso.
            Ocho meses después de tales experiencias, fui llevado a juicio. El juez era el Señor Vilmos Olti y el acusador Giulio Alapi[5]. El proceso realmente fue una comedia. Fui advertido que si un abogado me hiciera preguntas fuera del protocolo, no tenía por qué responder. Fui acusado de alta traición, de espionaje, de conspiración y de tráfico ilegal de divisa extranjera. La sentencia dada el 28 de junio, me condenaba a 14 años de cárcel.

La vida en la cárcel
         Después de la sentencia, me empujaron dentro de un coche con ventanas oscuras. Aplastado entre dos guardias armados, me dieron una vuelta durante más de dos horas. Creí ser transportado a la ciudad de Szeged; en realidad, como descubrí pronto, fui llevado a otra prisión de Budapest, a sólo diez minutos en coche del tribunal.
            Durante casi tres años viví en esta prisión, la prisión de Konti Street, en completo aislamiento, sin poder ver nunca a nadie. Era considerado uno de los “prisioneros secretos”. Supe más tarde que había otros dos prisioneros en las mismas condiciones: Mons. Grösz, arzobispo de Kalocsa[6], y el ex-jefe socialista Arpád Szakasits[7]. En esta prisión los guardias me hicieron sufrir mucho. A menudo me impedían ir al baño, causándome dolores atroces durante horas. Mi celda apestaba; la piel se infectaba en aquella sucia habitación; en tres circunstancias, a causa de tales infecciones, el rostro quedaba desfigurado. Me daban de comer pan amasado con harina pasada. Sin embargo, en el invierno calentaban la celda bastante bien: había una estufa en común para dos habitaciones.

            El día después del arresto, pedí celebrar la Misa. Me fue concedido celebrar la primera vez en Navidad de 1950 y la segunda vez en la Pascua de 1951. Solamente el 3 de mayo de 1951, Jueves de la Ascensión, tuve la gracia de poder celebrar Misa diariamente. Me llevaron a la celda un cáliz con el pie partido (tuve que sujetarlo con un cordón) y un misal franciscano. Durante cinco años y medio pude celebrar Misa diariamente. En Navidad y en la fiesta de Todos los Santos dije tres. Al principio, probaron a burlarse de mí mientras celebraba, pero cuando comprendieron que no les hacía caso, dejaron de hacerlo. Desde el inicio de la detención pedí tener la posibilidad de confesarme. Envié cartas al Ministro de Justicia con una solicitud, pero no obtuve respuesta. Durante el resto del tiempo, revisé cada expediente para tener la mente ocupada. Me esforzaba en recordar las cosas más bellas de mi vida pasada. De este modo la gracia de Dios se consolidaba en mi espíritu y me confortaba.

            El 17 de agosto de 1953, me concedieron por primera vez salir un poco al aire libre. Un paseo por el patio eran 68 pasos. Me dejaban dar 12 vueltas. Pronto, los paseos fueron más largos. En la prisión a donde fui transferido, podía pasear dos veces al día, tomar un poco de sol, y sentarme de vez en cuando. En 1954 o 1955, en el verano, una vez me paré para admirar un manojo de hierba. En seguida, el guardia me gritó fuertemente: “¡Camina!”.

            Durante los primeros ocho meses de cárcel no me dieron ni libros, ni papel, ni bolígrafo o lápiz. Después de la sentencia tuve las hojas de papel contadas: el guardia controlaba continuamente lo que escribía. Resolvía problemas de matemáticas y escribía notas en los libros que me eran concedidos. La biblioteca de la prisión contenía sobre todo autores soviéticos: Leí a Gorka, Ilya Ehremburg y otros. El resto de los libros eran ateos, llenos de odio contra la Iglesia y el clero, y  hablaban pésimamente de los empresarios. Algunos días antes de la sentencia, dándome la posibilidad de tener nuevos libros, pedí una Biblia, una copia de Derecho Canónico para las Órdenes religiosas y un libro de matemáticas y física. Los primeros dos días me fueron negados inmediatamente, un volumen de matemáticas y física me fue dado 5 años después, el 1 de noviembre de 1956, día de mi liberación por parte de los combatientes por la libertad. Nada más después de la sentencia, a decir verdad, recibí un rosario, si bien no el mío, y dos meses más tarde los cuatro volúmenes del breviario.

            Durante todo el tiempo de la detención, debía levantarme a las 5’30 de la mañana. Me lavaba, me vestía y limpiaba la celda, teniendo el desayuno servido a las 8’00. Los primeros años, nos daban sopa cocida con harina y grasa, pronto pasaron al café “negro” usado por los militares[8]. Nos distribuían cada día 300 gramos de pan (2/3 de libra), en tres raciones. El almuerzo era servido a mediodía; consistía en una sopa (de verdura de sobre) y cerca de medio kilo de verdura cocida. Una vez a la semana nos concedían 100 gramos de carne hervida; el sábado y el domingo, cena fría con fiambre. En 1956, mi comida fue igual a la distribuida al personal de la cárcel. Íbamos a la cama a las 9’00 de la noche. En la primera prisión (Konti Street), tuve una taza y una cuchara señaladas con el mismo número, el Nº 201. Cuando me cambiaron a la otra prisión, la taza y la cuchara vinieron conmigo y que yo no aprovechase para transmitir mensajes a otros lugares de mi detención por aquel canal bien conocido por los prisioneros políticos[9].

            Después de mi arresto, las celdas no estaban caldeadas: (solamente dos corredores, tenían calor, y las celdas sólo estaban templadas). En realidad, las celdas subterráneas generalmente no eran tan frías, pero sucias y malolientes a lo inverosímil. La prisión de Konti Street era bastante caliente; sin embargo, la siguiente de Vác, donde estuve casi dos años, no tenía nada para calentarla. Allí todos los dedos de las manos, tres dedos del pie derecho y dos del izquierdo, como también la oreja izquierda, se congelaron. No estuve nunca gravemente enfermo, pero pasé por los males comunes de la prisión. Luché contra las infecciones del aparato digestivo, la falta de vitamina C; los dientes se me aflojaron y muchos se cayeron. Tuve problemas con el sentido del equilibrio (laberintos), insuficiencia cardiaca e insomnio. Los nervios permanecieron firmes y no me abandonó el sentido del humor. Tuve la alegría de gozar viendo un manojo de hierba que crecía en el patio de la prisión. Puse algunas hojas en el breviario; todavía las conservo. Cuando caía enfermo por los “males de prisión”, venían a curarme los doctores de la policía secreta: su comportamiento y sus cuidados eran impecables. A los médicos de la prisión ordinaria no les estaba permitido ocuparse de los prisioneros secretos como yo.

            Las celdas de la prisión y los baños estaban horriblemente sucios: no los limpiaban  ni los abastecían de lo necesario para limpiarlos. En la prisión de Konti Street recibí por primera vez una toalla, un trozo de jabón y una jofaina solo para mí. Podía cuidar el suelo con aceite y tenerlo limpio. En Vác, al contrario, en mi celda abundaban las chinches: a mi llegada, en los tres primeros días (3 de mayo de 1954), maté 750. Rápidamente obtuve el DDT en polvo y logré liberarme de ellas. En las otras prisiones no encontré chinches.

            El cambio de Vác a mi última prisión, la Prisión Central de Budapest, fue como una bendición. Sucedió el Viernes Santo 30 de marzo de 1956. Me asignaron la celda donde supe más tarde, que el Card. Mindszenty había estado un período bastante largo. Si bien permanecía todavía aislado, la vida se volvió más soportable: me dieron papel y bolígrafo y algunos libros para leer. De la actitud de los guardias que estaban al servicio de la policía secreta ya he hablado antes. En la prisión de Konti Street, a veces encendían la luz 30 veces en una sola noche, para que el detenido no pudiese dormir. Lo más triste era oír blasfemar contra el nombre de Dios, del Señor Jesús y de la Virgen María en un contexto de obscenidad nauseabundo. Encontré sin embargo guardias más humanos pero en los peores puestos.

            Tuve un compañero de celda solamente los primeros meses de prisión, mientras me preparaba para el proceso. Al principio pensé que se trataba de un espía al servicio de la policía. El primer compañero viene en enero de 1951, un ex-general del ejército. Me saludó con estas palabras: “Te recomiendo no decir nada de ti mismo”. Deduje que no podía ser un agente. Pronto fueron mis compañeros un capitán de los Jefes de Estado Mayor, y luego un coronel del ejército, ingeniero. Mas los siguientes seis años, estuve siempre solo. En el curso de estos años, tuve una sola visita: tres meses antes de ser liberado, mi sobrino, hijo de mi hermano, obtuvo el permiso de verme. Pudimos hablar media hora. Por él supe que mi madre había fallecido el 16 de enero y tuve también la noticia de la muerte de un miembro de nuestra abadía, el P. Giustino Baranyai. Me dio mucha pena saber que en la prisión perdió la cabeza y nunca se curó, ni siquiera después de ser liberado.

            Cuando me liberaron, los hábitos que llevaba al momento del arresto no fueron encontrados. Fue encontrado sólo mi reloj, enredado en los lazos de los zapatos; y me fueron restituidos el anillo abacial y un traje clerical.

             Mi vida de 6 años de prisión es algo que no cambiaría por ningún tesoro del mundo. A través de esta experiencia, mi vida se ha enriquecido inmensamente. No tengo ningún rencor por ninguno de los que me torturaron.

Libertad a la vista
            El 1 de noviembre de 1956, un guardia abrió mi celda. Tres hombres de paisano entraron dirigiéndome un saludo que sonó como un sueño: “¡Sea alabado Jesucristo! El Muy Reverendo Abad de Zirc es libre!”. Eran cerca de las 6’00 de la tarde. Fui el último prisionero en irme: el último, porque mi nombre no se encontraba en las listas de detenidos.

            Traduzido del inglés por el P. Igino Vona
            Casamari, 01-06-2012
           
            Traducido del italiano por la Hna. Marina Medina Postigo
            Monasterio de la Santa Cruz (Casarrubios), 05-09-2012


[1] Papa Pío XII.
[2]  En la época del arresto del Abad Wendelin, la parte oriental de Austria estaba todavía bajo la dominación soviética y Viena estaba dividida en cuatro sectores (británico, americano, francés y soviético). Al objeto de obtener divisa occidental, los soldados soviéticos estacionados en Viena –circulaban libremente en los tres “sectores occidentales”- a menudo se dedicaban a vender documentos interceptados en la aduana. El Abad Wendelin fue informado antes de su arresto, por la persona designada en sus memorias, que en realidad algunas de sus cartas fueron interceptadas y puestas a la venta.
[3]  Antes que a la Iglesia de Hungría le fuese impuesta la supresión de todas las Órdenes religiosas, la mayor parte de los hombres y de las mujeres consagradas fueron internados en estructuras eclesiásticas más amplias. De tal modo, que centenares de religiosas de toda Hungría fueron llevadas en un camión a Zirc y abandonadas sin ninguna medida para el alojamiento y la comida. Con muchos enfermos y ancianos, la vida de los monjes en la abadía (cerca de noventa personas, de las cuales, casi sesenta sobre los veinte años), tuvo gran dificultad de proveer a las necesidades de estas huéspedes forzadas. Cada habitación libre fue transformada en un espacio habitable. Mientras la ciudad de Zirc se esforzó de forma encomiable de alimentar a las monjas, y los sacerdotes de la comunidad ofrecían su ayuda espiritual a aquellas pobres mujeres expropiadas y angustiadas sobre un futuro incierto.
[4] El P. Tommaso Fehér fue arrestado en 1948 y encarcelado. Cuando por disposición judicial fue liberado, consiguió huir de Hungría. Luego vino (fue) a Texas y vivió en el monasterio de Irving hasta la muerte. Enseñó en la Escuela Preparatoria cisterciense de 1963 a 1976.
[5] Otli e Alapi tuvieron su propio papel en el proceso del Card. Mindzsenty. Alapi, abogado católico de gran reputación, se suicidó algunos años después. Seis años más tarde, en 1956, Olti era todavía juez en activo mas alcoholizado, no estaba ya para conducir procesos. De estudiante de leyes, yo una vez asistí a un proceso conducido por él. En otra ocasión, el proceso era sobre un prisionero político: En su discurso, Olti  hizo una “chapuza”, puesto que permitió al imputado exclamar: “¿Pero cómo puedo hablarte de mis interrogatorios por parte de la policía  si perdí el conocimiento bajo los golpes?” Nosotros, estudiantes de jurisprudencia presentes,  reaccionamos con un grito de rechazo. Él nos llamó al orden, pero una vez llegados a la universidad, formamos un follón por lo que habíamos oído.
[6] Estaba en calidad de segunda autoridad en la jerarquía de la Iglesia Católica húngara, justo después del arresto del Card. Mindzsenty, Mons. Grösz en 1950 fue obligado a firmar un documento, donde reconocía la supresión de las Órdenes religiosas del país. Justo después, fue arrestado, procesado y condenado. Liberado en los años 60, murió poco después.
[7] Arpád Szakasits realizó un papel similar al del Mons. Grösz. Como jefe del Partido Social-Democrata Húngaro en 1949, fue obligado a firmar la “unión voluntaria” de los social-demócratas con los comunistas. Después de un breve período como Presidente de la República, fue arrestado, procesado y condenado por alta traición. Fue liberado en los años 60 y poco después murió.
[8] En el servicio militar, el café “negro” era obtenido de la achicoria. Circulaba entre los que habíamos prestado  servicio en el Ejército del Pueblo Húngaro (entre nosotros que habíamos prestado servicio… circulaba la voz que) que, el café diario, a los prisioneros y a los reclutas venía con sedantes. La amargura de este sucedáneo de café escondía el sabor de alguna droga.
[9] Incidiendo en los utensilios de cocina, los prisioneros a veces lograban hacer saber que se encontraban vivos. La detención en la cárcel del abad Wendelin permaneció desconocida  a su comunidad por años. Su madre murió sin tener nuca la posibilidad de visitarlo o de saber dónde estaba.

19 de septiembre de 2012

Oración Pastoral en Elredo de Rieval

           
Entrega total

         Señor, tú conoces mi corazón. Cuanto des a tu siervo quiero empelarlo y consumirlo para tu bien. Incluso yo mismo me entregaré gustoso en su favor[1]. Así sea, Señor, así sea. Mis sentimiento y mis palabras, mi ocio y actividad, mis acciones y pensamientos, mi prosperidad y adversidad, mi vida y mi muerte, mi salud y enfermedad, todo lo que soy, lo que vivo, siento y comprendo, todo lo empelaré para ésos por quienes tú mismo no dudaste entregarte.

            Enseña, pues, Señor, a este siervo tuyo; enséñame, repito, por tu Espíritu Santo cómo darme a ellos y cómo desvivirme por su bien.

            Concédeme, Señor, por tu gracia inefable, soportar con paciencia sus debilidades, compartirlas con misericordia y ayudarles con discreción. Que aprenda bajo el magisterio de Tu Espíritu a consolar a los tristes, confortar a los pusilánimes, levantar a los caídos, sufrir con los enfermos, abrasarme con los que se escandalizan y hacerme todo para ganarme a todos[2]. Concédeme que mis labios pronuncien palabras sinceras, justas y agradables, con las cuales crezcan en la fe, la esperanza y la caridad, en la castidad y humildad, en la paciencia y obediencia, en el fervor espiritual y en la devoción del alma.

            (Elredo De Rieval, La amistad espiritual. Oración pastoral, a cargo de Mariano Ballano, Monte Carmelo, Burgos 2002, p. 125).

        
         Biografía

         Elredo nación en Hexham (Northumbria, entre Inglaterra y Escocia) en 1110. Recibió la primera instrucción en el priorato de Dirham, y hacia la edad de catorce años entró al servicio del Rey David I de Escocia, en cuya corte completó su formación, pasando después a ocupar el cargo de mayordomo. Hacia 1134 abrazó la vida monástica cisterciense en el monasterio de Rieval (Rievaulx, Yorkshire), casa fundada dos años antes por la Abadía de Claraval, de donde era San Bernardo.

            Su humanismo y sus talentos espirituales lo llevaron bien pronto a asumir tareas de dirigir su propia comunidad: fue Maestro de Novicios entre los años 1141 y 1143 y Abad desde 1147 hasta su muerte, en 1167. Entre 1143 y 1147 estuvo de primer Abad de Revesby, casa filial de Rieval.

            Murió en el monasterio de Rieval el 12 de enero de 1167, día en que lo conmemora el martirológico romano.

          Reflexión sobre el texto 

         Comenzamos el análisis lingüístico del texto, donde vemos una oración dirigida al Señor, oración personal y muy emotiva, nacida del propio corazón del Abad y no escrita de un modo predeterminado, fría y objetivamente como quien no se siente implicado. Así es la forma de los primeros  cistercienses de escribir, hablan con el corazón, desde la experiencia.

            Otra característica típica en los primeros escritores cistercienses y que vemos en este texto del Elredo, es el uso de citas de la Escritura; no es éste un pasaje donde abunden tales citas, como en otros párrafos de esta misma oración pastoral don de existen muchas más, pero sin ser un pasaje extenso, podemos advertir dos citas, en este caso, del Nuevo Testamento, y las dos, de las cartas de San Pablo a los Corintios:

            1- La primera cita[3] es de la Segunda Carta, donde al igual que el Apóstol, no duda en darse y entregarse del todo por sus hijos, y no sólo darse, sino también “desgastarse”, llegar hasta el final y hasta donde le permitan sus fuerzas, por el bien de todos los miembros de su comunidad que tiene a su cargo, y esto lo hará gustoso, por amor, al igual que Cristo.

            2- La segunda cita corresponde a la Primera Carta a los Corintios[4], y a la vez, también a la Segunda[5]. Pero las utiliza para indicar lo mismo, es decir, que tratará de hacerse a todos para ganar a todos.

            Pide al Señor le conceda ser un buen Abad y Padre y poder infundir en el corazón de sus hijos, multitud de virtudes; así lo vemos en su vocabulario, cuando le pide al Señor que sus monjes crezcan en: “… en la fe, la esperanza y la caridad (aquí alude a las virtudes más importantes, las llamadas teologales porque son infundidas directamente por Dios), en la castidad y la humildad, en la paciencia y en la obediencia, en el fervor espiritual y devoción del alma”. Después de citar las virtudes teologales, nombre de dos en dos las siguientes virtudes, y lo hace así porque la una no puede darse sin la otra; aúna la castidad con la humildad, porque no puede ser agradable a Dios una castidad que vaya unida a la soberbia, sino que el casto debe reconocer que esta virtud es un don de Dios que le concede libre y gratuitamente no por mérito propio. Después relaciona la paciencia con la obediencia y es que debe tenerse o adquirirse mucha paciencia para obedecer en situaciones que suponen sacrificio o no entender el sentido del mandato y hacerlo así siempre que se esté sujeto a un Superior, aunque el mismo Superior también deba obedecer, la obediencia de un monje es hasta la muerte, como a Jesús le costó morir por obedecer a Su Padre. Y termina relacionando el fervor espiritual con la devoción del alma, y es que no puede darse lo uno sin lo otro pues vienen a ser prácticamente lo mismo.

            Como se trata de una oración, toda está impregnada de un tono suplicante y así en este texto vemos palabras, más bien verbos como estos: “Concede”; “enseña”; “enséñame”; “concédeme”; “que aprenda”. Son verbos utilizados imperativamente pero no son órdenes, son en realidad, súplicas ardientes de quien pide no sólo para sí, sino para el bien de otros y cosas espirituales, confiando en que Dios no le defraudará en su petición.

            Como no pide cosas sino en sentido espiritual, no duda en pedir, el auxilio del Espíritu Santo; lo nombra dos veces, y las dos veces le quiere como Maestro que le enseñe a realizar aquello que pide, ser un verdadero Abad y padre.

            El término “Señor” lo empela cuatro veces y es debido al carácter insistente de esta súplica que desea ver atendida por el Señor y por eso “insiste a tiempo y a destiempo[6]” como diría S. Pablo, como si con tal insistencia pudiera convencer a Dios del inmenso deseo de su corazón.

            “Así sea, Señor, así sea”. No ha finalizado S. Elredo su plegaria y ya repite dos veces consecutivas esta expresión que se utiliza usualmente al final, y además, lo hace en la mitad de un solo párrafo. Como queriendo que Dios no olvide lo que ya le ha dicho y pueda así, seguir con más seguridad, su petición.
            Basta leerla una sola vez, aunque sea rápidamente para quedar impregnados de la impaciencia, insistencia, deseo, del fuego que devora al abad de que el Señor le conceda llegar a ser todo lo que pide.

            Es una oración que muestra la humildad y el amor de Elredo, sencilla, llana y salida directamente del corazón del abad. No busca ser poético o que sea recordada por su alta teología…, lo único que busca es que sea escuchada por Dios y lo que pide no es para provecho suyo en exclusiva ni se trata de bienes materiales, sino de la salud espiritual de los monjes que tiene a su cargo a quienes ama más que a hijos porque le han sido encomendados por el Señor al ser elegido abad; cargo que el no ve como una forma de ejercer el poder sobre otros, sino como una forma de servir dando la misma vida si es necesario y dándola como sea necesario, de una vez, o gastándola poco a poco en el servicio fraterno. Toda esta oración está impregnada de este deseo suyo de desvivirse por sus monjes y no es posible entresacar las frases en que podemos observar este deseo pues sería volver a repetir toda la oración.

            Hombre lleno se amor a Dios y que no cejó de desempeñar su cargo aun cuando en los diez últimos años de su vida fue atacado por el reuma con tal fuerza, que daba gritos del dolor tan grande que padecía.

            Su amor le impele a querer asemejarse a Cristo y así, al igual que Él, entregarse a sus monjes tal como Cristo se entregó también por ellos. Nada duda en entregar, todo lo que tiene y todo lo que es, sin componendas ni condiciones, lo entrega ¡todo!

            No es éste un ejemplo que pueda estimular sólo a los abades y abadesas de los monasterios, sino que puede decirnos a cada u no de los monjes muchas cosas, si queremos oírlas. Es un mensaje de gran actualidad y no sólo circunscrito a la época en que fue escrita esta plegaria.

            Es un ejemplo de lo que debe ser nuestra vida como monjes, es decir, una vida totalmente entregada a Dios sin reservas y sobre todo, dándonos cuenta que la fuerza para esta gigantesca empresa nos viene dada por el amor que Dios derrama en nuestro corazón y es que sin Él, no podemos hacer nada[7].

            Elredo quiere abarcar la totalidad en su entrega y no quedarse a medias tintas, y cada uno de nosotros, en nuestra vida cotidiana y en el puesto que ocupemos en el monasterio, en nuestros trabajos, en toda nuestra vida, esta donación hemos de ofrecerla  cada día, con nuestros fallos y caídas, pero siempre levantándonos confiando en Aquél que es nuestra Fuerza. Por eso no debemos olvidar la súplica a Dios, si nuestra vida, es vida de oración, no debemos de dejar de orar también para que respondamos a lo que Dios pide y espera de nosotros.

            Nos enseña también, que la entrega no es algo abstracto, sino que se concretiza en la caridad con los hermanos; por eso. Elredo, pide por sí mismo pero para ser capaz de ayudar a los otros, en realidad, no es para sí, sino en beneficio de los miembros de su comunidad. No podemos quedarnos tranquilos  creyendo que amamos mucho al Señor y desinteresarnos por nuestros hermanos que nos necesitan y como dice S. Juan, “nadie puede decir que ama a Dios a quien no ve y no ama a su hermano a quien ve[8]”. Mas vivir y llevar a cabo esta tarea diariamente, no es fácil, podríamos incluso decir sin miedo a equivocarnos, que es imposible si no contamos con la ayuda de lo alto que se nos dará su humildemente rogamos este socorro con insistencia y confianza, sin desfallecer.

            Se trata de un movimiento vertical ascendente y descendente, y horizontal; desde lo profundo de nuestra miseria clamamos al Dios de los cielos y Él nos envía Su auxilio que después, hemos de repartirlo a favor de nuestros hermanos.

            Y no olvidemos jamás, que lo hacemos para asemejarnos a Cristo que se entregó por nuestro amor y que la vida en un monasterio consiste precisamente en eso: en identificarnos con Cristo también cuando está en la cruz.

            Si vamos un poco más allá en nuestro análisis, llegamos a la conclusión que esta oración pastoral también puede ser actual para nuestro tiempo y para el conjunto de la Iglesia y en definitiva, para nuestro mundo.         

            En un mundo donde prima el individualismo y el egoísmo y donde todo se paga, es confortable ver este ejemplo de entrega gratuita y verdadera, sin falsedad ni hipocresía.

            El amor a Dios y a los hermanos no es algo del pasado, es algo en plena actualidad y que debíamos rescatar en nuestras vidas y en nuestras vidas y en nuestra Historia llena de guerras y violencia, donde más que nunca, el hombre necesita de Dios y apagar el vacío que siente en su interior sin adivinar que, al darse a los demás por amor, es donde se encuentra la fuente de la verdadera dicha. Nos enseña a no preocuparnos demasiado de nosotros mismos y a dirigirnos a Dios no sólo para pedirle cosas caducas, ni por intereses meramente humanos, sino a abrirnos a los demás hombres pidiendo por ellos y rogándole que nos enseñe cómo ayudarles.

            El hombre necesita fijar más la vista en el cielo, en lo trascendente y eterno y sentirse acogido y amado por Dios, como hace Elredo que no se cansa de insistir al Señor con su súplica humilde, amorosa y confiada.

            Es una oración hermosa y salida de lo más profundo del alma del abad, y esto, es lo único que llega y puede mover y despertar las conciencias dormidas de los hombres de nuestro tiempo y de todos los tiempos.
                                                               Hna. Marina Medina
        

[1] 2 Cor 12, 15
[2] 1 Cor 9, 22; 2 Cor 11, 29
[3] 2 Cor 12, 15
[4] 1 Cor 9, 22
[5] 2 Cor 11, 29
[6] 2 Tim 4, 2
[7] Jn 15, 5
[8] 1 Jn 4, 20

8 de septiembre de 2012

CELDA Y CIELO


AUTOR: GUILLERMO DE SAINT- THIERRY

      Guillermo nació en Lieja hacia 1070 según algunos autores, y hacia 1085, según otros.

     Con 20 años, ingresó en el monasterio de San Nicasio de Reims, después de vivir allí cerca de 30 años, fue elegido abad del monasterio de Saint-Thierry. Quiso realizar una reforma para mejorar la observancia, pero no obtuvo éxito. Entonces, pensó en ingresar en la observancia cisterciense.

       En 1118 conoce a San Bernardo y se crea entre ellos una gran amistad que siempre perdurará.

            Guillermo ingresa en Císter y con 60 años sufre la dureza de la vida cisterciense y en 1148 le llega el tránsito a la vida, la Pascua, contando unos 75 años.

 CELDA Y CIELO[1].

            “Debido a esto u según vuestra forma de vida, moráis más en el cielo que en las celdas; arrojando de vosotros todo lo mundano, os habéis encerrado totalmente con Dios. En efecto, morar en la “celda” y en el “cielo” tienen el mismo parentesco; y si cielo y celda guardan entre sí cierta relación en el nombre, lo mismo en el amor. Ahora bien, cielo y celda parece que reciben el nombre de celar (guardar escondido) y lo que se guarda en el cielo se guarda también en las celdas; lo que se hace en el cielo se hace también en las celdas. ¿Qué se hace? Dedicarse a Dios, gozar de Dios. Cuando esto se hace en las celdas con fidelidad y devoción, cumpliendo lo establecido, me atreveré a decirlo: los mismos ángeles de Dios convierten las celdas en cielo, y se regocijan tanto en ellas como en el cielo. 

            Porque cuando en la celda se vive ininterrumpidamente las realidades celestiales, el cielo se aproxima a la celda por la semejanza del misterio, por el afecto del amor, por la similitud de lo que se hace. Desde ese momento ya no será largo ni difícil el camino de la celda al cielo para el que ora o incluso sale de esta vida, porque hay un movimiento frecuente de la celda al cielo, y casi nunca se desciende de la celda al infierno, a no ser, como dice el salmo: Desciendan en vida, para que no desciendan al morir[2].                                

REFLEXIÓN

Si comenzamos con el análisis lingüístico, podemos observar, el juego de palabras que hay en el texto: cella, coelum. En español, también es aplicable este juego de palabras: celda, cielo. Lo hace para demostrar la similitud que hay entre estos dos conceptos, similitud no sólo lingüística, sino, podríamos decir, “vital”. 

Estos términos son los que más aparecen en este fragmento escogido; en efecto, el término de “cielo”, aparece once veces, y “celda”, doce veces. Así, desea casi igualar estos conceptos a través de la repetición continuada de estos dos sustantivos. Relaciona las realidades celestiales con las terrenales y parece que de este modo, la vida del cielo se puede vivir ya en la Tierra, correspondencia de funciones angelicales y monacales. 

Más en todo el fragmento, sólo hay una cita de la Sagrada Escritura: “Desciendan en vida, para que no desciendan al morir”. (Sal 54, 16); y que puede servir de resumen para la idea o enseñanza que nos quiere transmitir, porque no podemos olvidar, que las Sagradas Escrituras para los cistercienses eran un verdadero tesoro de sabiduría celestial, y no escribían ni meditaban en nada que no se encontrara en Ellas, y por esta razón, su lenguaje suele ser, en la mayoría de los casos, bíblico. 

Los cistercienses utilizan un lenguaje muy diferente al escolástico que es muy conceptual, frío, aséptico diría yo, donde parece que se mete a Dios en un laboratorio para experimentar científicamente y conocerlo así. El lenguaje de los Cistercienses de los primeros tiempos, ha sido más afectivo, cálido y espiritual en un intento de llevar al corazón del hombre a Dios. Por eso, en este texto, vemos palabras que se refieren a una experiencia interior, a algo que llega más al hombre: gozar; dedicarse a; fidelidad; ángeles; devoción; regocijan; mundano (en su aspecto más simbólico, donde lo mundano es lo contrario a lo espiritual); realidades celestiales; misterio; afecto del amor; ora; morir. Como vemos, existen un gran número de palabras en este texto que nos acercan a un contexto de calidez, experiencial, vivo y palpitante, espiritual.

Al hablar de la vivencia que se debe gozar en la celda, no habla en sentido alegórico, no; habla en un sentido muy realista: se debe vivir en la celda como en el cielo. 

Veamos ahora, que nos quiere enseñar Guillermo: Claramente se observa que es una reflexión hecha par monjes, y más que nada, par los novicios que se inician en la vida del monasterio. 
            Estos dos párrafos que he elegido, quieren mostrar que la celda del monje debe ser un lugar para el encuentro íntimo y profundo con Dios. Estar y actuar en la celda igual que si ya se estuviese en el cielo, salvando las diferencias, claro. 

La celda es para estar con Dios y su función más importante es ésta; habitar en la celda es como habitar en un santuario donde se hace presente el Señor, o mejor dicho, es vivir ya en el cielo, gozar de Dios, de Su Amor.

Quien hace esto con verdadero interés y amor, este amor vence todas las dificultades existentes y permite al monje ascender hasta el cielo, pues su actividad en la celda es la misma que se hará en el cielo. 

El monje está dedicado a Dios, toda su persona ya no le pertenece, por tanto, cuando vive en su celda, sigue siendo “de” y “para” Dios y no debe dispersarse de esta atención, contemplación amorosa, de esta oración que le hace subir a las más altas realidades espirituales. La celda debe servir para subir al cielo, pero hay que tener cuidado, porque y aunque sea poco probable, también puede llevar a lo contrario, es decir, a descender al infierno y para que esto no nos ocurra, Guillermo, no impone su autoridad, sino que cita un pasaje de la Sagrada Escritura, del libro de los Salmos para que se vea que su enseñanza no es subjetiva ni falsa, sino sacada, extraída de la sabiduría divina que contiene la Escritura, la Palabra de Dios. Y así, inserta esta cita al final, para cerrar su exposición con la Palabra de Dios.

Se manifiesta en este pasaje, lo que Leclercq, llama “devoción al cielo”, y que es uno de los primeros y más importantes temas que han desarrollado literariamente los monjes del medievo. Y sólo se puede aspirar a esta “devoción” si ya se ansía el cielo y para esto, es menester vivir contemplando las realidades del cielo, suspirando por ellas, acercándose a Dios por medio de la oración y que nada nos distraiga de esta actividad. 

Para mí, este texto también puede insertarse en mi propia vida, porque me habla de la importancia de la unidad de la persona, de mi propia unidad, es decir, soy monja en todo momento y no sólo cuando estoy en el coro rezando. No se puede decir que yo sea una trabajadora, una profesional cuando trabajo en el taller y que cuando estoy en la Iglesia soy “más monja” y luego en mi tiempo libre soy lo que decida, no; en toda ocasión soy una monja que se mueve en las realidades de esta vida, pero que no debo perder el Norte; toda mi vida ha de estar fundamentada en Cristo, la Roca Angular, y en Él y desde Él debo vivir. Por eso, no debo ver mi celda, sólo como mi “habitación” que utilizo para dormir. Es un espacio donde puedo permanece sola, en soledad y por tanto, un lugar adecuado para el encuentro con Dios, debe convertirse en un espacio eficaz de santificación y no debe dejar lugar al pecado. Desde el concepto material de “espacio” (Mi celda tiene pocos metros cuadrados), debo ascender y tocar lo espiritual e inmaterial, de modo que dentro de un espacio limitado “los mismos ángeles de Dios conviertan las celdas en cielo, y se regocijan tanto en ellas como en el cielo”. 

¿Tiene este pasaje algo que decir a los hombres de nuestro tiempo? Puede parecer que no, pues se trata de un escrito del siglo XII escrito para novicios y refleja un ambiente que nada tiene que ver con la actualidad de hoy en día. Pero no debemos quedarnos sólo en lo exterior y podemos ver que posee una gran carga significativa en la actualidad, pues las realidades espirituales que encontramos -  y en realidad, cualquier realidad espiritual -  son inmutables, permanecen a lo largo de los siglos. 

La persona debe formar una unidad aunque deba desenvolverse en muchos y diferente ámbitos (el trabajo, el ocio, el amor, la política...), y en todos estos aspectos debe actuar con coherencia y poniendo todo su yo. Todos sus actos, derivan de lo que es, de su propia personalidad, de su propia realidad vital.  

Y el hombre debe averiguar, convencerse que esta vida material, mortal no es la única existente y debe por tanto, fijar sus objetivos hacia algo más alto y duradero. Debe dedicar tiempo a Dios, como dice Guillermo: “Dedicarse a Dios, gozar de Dios”. Ha de buscar tiempo para la soledad y encontrarse consigo mismo para encontrase con Dios, y ésta es una idea muy utilizada por San Bernardo. Y la consecuencia que debe derivarse de este encuentro interpersonal y amoroso, es una vida orientada al Señor y desde él. La celda es ese lugar adecuado donde uno puede entrar en comunión con Dios en soledad. 

Los monjes somos cristianos y los medios que tenemos para ir hacia el Señor no deben ser ocultados a los demás cristianos, todos estamos llamados a la santidad y a vivir la plenitud de la vida que Dios por Jesús y a través de Su Espíritu, nos tiene preparada. 

Hna. Marina Medina 


[1] Guillrmo de Saint- Thierry, Carta de Oro y Oraciones Meditadas, Ediciones Monte Carmelo, Burgos 2003, p. 31-
[2] Sal 54, 16