14 de marzo de 2013

ANTROPOLOGÍA CRISTIANA

Etimológicamente antropología deriva del griego y significa “doctrina del hombre”. En este aspecto el hombre es visto como aquel que se pregunta siempre por sí mismo y desarrolla una interpretación de sí mismo, y así, llega siempre a una antropología vivida o precientífica. De ésta surge la antropología científica, que aparece primero como antropología de las ciencias particulares o empírica. Esta antropología investiga cómo se presenta el hombre bajo este o el otro aspecto y se desarrolla, por ejemplo, como antropología psicológica, sociológica, filosófica y genética. Las dos últimas desembocan la una en la otra, y normalmente se hace referencia a ellas cuando se habla simplemente de antropología.
Esta es la primera pregunta del examen que he elegido para estudiar y profundizar en este trabajo.
Es necesario comenzar por definir el término símbolo Este vocablo deriva del griego, se traduce por juntar, reunir. Expresa etimológicamente un signo de reconocimiento consistente en que el borde de un fragmento de cierto objeto dividido en dos se adapta exactamente al otro. La significación de “signo de reconocimiento” se halla también en la expresión symbolum de la profesión de fe. En la actual terminología científica, con frecuencia se llama símbolo cada elemento de un sistema de signos. El símbolo en sentido auténtico ciertamente pertenece al género de los signos[1], pero no todo signo es símbolo. No existe una concepción unitaria acerca de qué es lo especial del símbolo dentro del mundo de los signos.
El hombre y la mujer son animales de experiencia: roto el equilibrio de estímulo-respuesta respecto de su medio, se encuentra de manera refleja con el mundo, en un proceso continuo de escucha, creatividad y ajuste significativo. La experiencia constituye su modo de realización como humano, a lo largo de un camino ilimitado de apertura. La experiencia se articula a través de la ruptura de equilibrio que nos lleva a distinguir lo experimentado y el trasfondo o dirección en que acontece la experiencia. Esa ruptura determina el surgimiento de lo que llamamos la dimensión de sacralidad, de tal modo que -al menos de forma general- podemos definir al hombre como animal religioso, esto es, aquel viviente que experiencia la realidad en términos de manifestación del misterio. Podemos definir la religión como aquel nivel específicamente profundo de experiencia de sentido donde el hombre cultiva su apertura radical y reconoce agradecido la presencia gratificante y salvadora de la realidad suprema que se manifiesta confiriendo un valor de plenitud a su existencia, al mundo y a la historia.
El símbolo posee tanta fuerza en la medida que está, a la vez, lastrado con el peso de una tradición cultural y religiosa, y con sus raíces hundidas en una forma arquetípica que pone de manifiesto con perfecta adecuación. Un símbolo está vivo cuando traduce un elemento. Más general y completo es el efecto producido por el símbolo, que de este modo toca en cada hombre y en cada mujer, en cada ser humano, el registro donde puede ejecutar una secreta afinidad. Por ejemplo, el símbolo del paraíso: las figuras simbólicas son a la vez proyección de los deseos inconscientes de cada hombre y cada mujer, y portadoras de una significación religiosa determinada por una tradición.
La raza humana ha iniciado una nueva época de su historia. En todo el mundo se realizan profundos e innovadores cambios, que repercuten en nuestro pensamiento y nuestra conducta. Grandes transformaciones culturales y sociales se están operando. Las personas andan inseguras, fluctuando entre la fe y la duda, entre la esperanza y la angustia.
Existe un rasgo que contribuye a la universalidad semántica y que influye en el hombre y la mujer, en su vida cotidiana, es el de las lenguas humanas que se constituyen a partir de sonidos cuya forma física y significado no han sido programados por nuestros genes. La mayor parte de los sistemas de comunicación infrahumanos consiste en señales genéticamente esteriotipadas cuyo significado depende de una conducta descodificadora genéticamente programada. No sucede así con los lenguajes humanos. Bien es verdad que la capacidad general para el lenguaje humano es también específica de la especie. La capacidad de adquirir universalidad semántica está genéticamente determinada. Sin embargo, los constituyentes reales de los códigos lingüísticos humanos están prácticamente libres de constricciones genéticas (prescindiendo de aspectos tales como la fisiología del oído y del conducto vocal).
Cuando pasamos a considerar la relación entre los elementos normativos de la vida social y el individuo, nuestro análisis tiene necesariamente que quedar incompleto. Esta relación entra también en el sentido de los símbolos rituales. Pero con ella llegamos a los confines de nuestra actual competencia antropológica, en cuanto ahí tratamos de la estructura y las propiedades de las psiques, un campo científico tradicionalmente estudiado por disciplinas distintas. En el otro extremo del espectro de los sentidos del símbolo nos encontramos, pues, con el psicólogo individual y con el psicólogo social, e incluso, más allá de ellos, blandiendo su cabeza de medusa, está el psicoanalista, preparado para convertir en piedra al temerario intruso en las cavernas de su terminología.
Los elementos significativos del sentido del símbolo guardan relación con lo que este símbolo hace y con lo que en él se hace, por quienes y para quienes. Estos aspectos no pueden ser entendidos más que si se toma en cuenta desde el principio y se representa por los conductos teóricos adecuados, la situación total del campo en que se representa el símbolo. Esta situación tendría que incluir la estructura del grupo que celebra el ritual que observamos, los principios básicos de su organización y sus relaciones perdurables, su actual división en alianzas y facciones transitorias sobre la base de sus intereses y ambiciones inmediatas, porque las dos cosas, la estructura permanente y las formas recurrentes de conflictos y de intereses egoístas están esteriotipadas en el simbolismo ritual. Cuando hemos recogido las interpretaciones que los informantes dan a un determinado símbolo, nuestro trabajo de análisis no ha hecho más que empezar. Nos tenemos que aproximar gradualmente al sentido de acción de nuestro símbolo a través de lo que Lewin llama “una creciente especificación” del contexto significativo de acción más amplio al más estricto. Sólo en el curso de este proceso analítico adquieren sentido como objeto de estudio científico los “significados” de los informantes.
Es importante saber cómo influye lo simbólico en la vida cotidiana de los seres humanos. Tenemos una tendencia connatural a proyectarnos las cosas que nos circundan y dar al mundo externo los lineamentos de nuestro mundo interior. Es fácil observar en el niño, que habla a sus juguetes y las cosas que le rodean como si fueran capaces de entender como él, aunque no por eso deja de percibir que se trata de una ficción en que voluntariamente se deja sumergir. Aunque no en un grado tan notorio, esta tendencia se da y actúa en todo hombre.
Su fundamento filosófico es doble: uno psicológico: el conocimiento se hace, no a modo del objeto conocido, sino a modo del sujeto que conoce; en consecuencia, todo ser humano, hombre o mujer, todos, tendemos a revestir de nuestra propia modalidad existencial cuantos objetos intelectualmente asimila, rebajando los que son superiores a él y elevando hasta nosotros mismos lo que le es inferior. Por ello, todos los hombres y mujeres están sumamente afectados por lo simbólico en su vida cotidiana.

Dado que la religión se destina no a un grupo de elegidos, sino a todos los hombres, sabios e ignorantes, el valor del símbolo[2] en ella supera al de la metáfora, tanto por ser más universalmente inteligible que ésta –la cosa es la misma para todos, mientras que la palabra varía con las lenguas-, cuanto porque impresiona más la sensibilidad y se presta menos a la tergiversación.
En tanto el hombre es más rudo e ignorante, más necesita del soporte sensible para elevarse al conocimiento y comprensión de lo sobrenatural. En la religión destinada a la masa, la metáfora necesita ser completada con el símbolo. Las palabras pasan si no están escritas. El que no sabe leer, será más fácilmente introducido en el conocimiento de las verdades religiosas por la cosa tomada como símbolo que no por la metáfora que, como oral, es fugitiva: el símbolo tiene la ventaja de estar siempre presente.
Las palabras varían con las lenguas y no tienen nunca perfecta equivalencia en el círculo de su significado. Siendo la religión una para todos los de la misma secta, el símbolo es el medio más eficaz para mantener y fomentar la unidad religiosa, sobre todo en las creencias; la metáfora, en cambio, vinculada a la palabra, tiende a diversificarla según los diversos usos lingüísticos y los varios modos de concebir raciales y locales. Precisamente para evitar este mal, las religiones tienden a usar una única lengua como litúrgica y religiosa.
No es de admirar que todas las religiones se hayan servido ampliamente del simbolismo. Lo usaron para transmitir la enseñanza religiosa en las iniciaciones, para representar los dioses y sus cualidades y, sobretodo, en el culto litúrgico. En la escritura su uso es frecuentísimo. Cristo los prodigó sobremanera y la Iglesia ha seguido prodigándolos en su enseñanza y su liturgia, y ha definido siempre el culto de las imágenes, que son su expresión más popular.
San Gregorio Magno ha expresado bellamente la eficacia y utilidad del símbolo cuando dice, en una de sus homilías: “Por eso el reino de los cielos se dice semejante a las cosas terrenas… a fin de que el ánimo se remonte de las cosas que conoce a las cosas desconocidas que ignora, de modo que por ejemplo de las cosas visibles se eleve a las invisibles”[3].
Pero, al igual que la metáfora, también tiene sus peligros. Los dos principales son: identificar el símbolo con lo significado por él o bien darlo como signo vacío de significado. En el segundo han caído el racionalismo y el modernismo[4]. Esta tendencia realista a identificar el símbolo con lo simbolizado se ha atribuido a la mentalidad primitiva. Pero la verdad es que se da en todas las religiones y en todos los tiempos, aunque no en un grado igualmente pronunciado. Y, aun en los casos más extremos, rara vez se llega a una total identificación.
En ciertos ritos litúrgicos propiamente religiosos, las purificaciones materiales con agua o fuego, tan comunes en toda religión, se supone llevan infaliblemente consigo una purificación de orden superior, legal o espiritual. Que en ello haya un fundamento real –los teólogos lo explican por las disposiciones espirituales que el rito sensible tiende a engendrar, como el deseo de verse libre de pecado, el arrepentimiento, etc.- lo prueba el hecho de que Dios mismo se amoldó a este modo de ser nuestro al conferirnos la gracia en los sacramentos por medio de signos sensibles, o símbolos. En las religiones de los misterios propiamente clásicos –grecorromanas y orientales-, los ritos de iniciación no sólo significan la unión del adepto con el dios del misterio, sino que, en la creencia de los fieles, la actuaba realmente.
Todos estos casos de exageración de la relación entre el símbolo y lo simbolizado engendran fácilmente supersticiones, pero sin introducir propiamente variedades distintas de religión. Pero hay otros muchos que sí pueden tenerlas. Así, la identificación excesiva del símbolo estatua con el dios que representa, fácilmente puede llevar a la idolatría. Los egipcios que despertaban a la estatua del dios, la lavaban, ungían, etc., venían a tratarla prácticamente como verdadero dios, no sólo como simple símbolo o representación; e igualmente, los asirio-babilónicos, que les daban de comer y hasta les ofrecían esposa que dormía en el lecho del santuario junto a la imagen del dios. Sin embargo, unos y otros distinguían el dios de la estatua, que se consideraba como una de las residencias de dios y medio por el que se manifestaba. Pero tal distinción teórica desaparecía muchas veces en la práctica, sobre todo el pueblo, que oraba como si el dios fuera la estatua, aunque sabía que no lo era.
Contradicción que no debe extrañarnos demasiado, cuando vemos que muchos cristianos de tal modo tratan a las imágenes –las visten, les echan vino con la bota para que beban, las besan y les hablan como si fuesen vivas- que parece que se olvidaran de que lo son, pues se dirigen a ellas como a término, sin pensar explícitamente en la persona ausente que representan, sino considerándola como encarnada en la imagen, presente en ella, una con ella: es un modo connatural del proceder humano –no sólo de la mentalidad primitiva-, que se compagina psicológicamente muy bien con la certeza de que la persona representada es distinta y está ausente; como se puede hablar con el retrato de la persona amada sin que por eso se lo confunda con ella.
De ahí que, aunque el símbolo pueda engendrar idolatría, no debemos ser ligeros en afirmarla guiados por las apariencias. Es incluso difícil concebir que, en estado puro –en que se considera simplemente a la imagen como dios- se diera alguna vez; pero sí pudo darse, y se dio, en estado mixto, en que no se distinguía ya con claridad suficiente entre dios y su imagen.
La elección de los símbolos representativos influyó no poco en la dirección divergente que tomaron las diversas religiones. La asiriobabilónica tiene carácter marcadamente astral. Es verdad que distinguían entre el símbolo y el dios, no era para ellos la misma cosa Istar que la estrella Venus que era su símbolo. Primero se concibe a dios, se le ilustra luego y hace más asequible mediante el símbolo y, como última etapa, viene la personificación del símbolo por la unión demasiado estrecha entre él y el dios que representa. El culto egipcio tiene carácter teriomórfico. La razón es la misma: escogieron como símbolos para casi todos sus dioses animales diversos, y por ellos los representaron. Mas la tendencia a identificar símbolo y simbolizado llevó a los egipcios a un verdadero culto de los animales, sobre todo en la última etapa de su historia, tras las invasiones persas. Pero aun en los tiempos en que más se exageró este culto, se distinguió entre el dios y el animal o especie a él consagrado: éste era mortal, el dios inmortal; el animal era animal por sí, pero el dios se encarnaba y manifestaba en él y por él.
La concepción no era muy diferente de la de la estatua; aunque algo más materializada, tenía sobre la estatua el aliciente de mostrar con sus reacciones vitales las que se creían manifestaciones favorables o desfavorables del dios. Muchas veces se llegaría a verdadera zoolatría, aunque más bien material que formal. Este peligro fue el que hizo que en la Sagrada Escritura se prohibieran las representaciones divinas, humanas o animales. A ellas faltaron Aarón y Jeroboán al hacer el becerro de oro: en su mente no era un ídolo, sino símbolo y sede de Yavé - como los querubines del arca-, aunque muchos del pueblo realmente idolatraran en ellos.
Análoga consideración podría hacerse en las religiones naturalistas indoeuropeas, en que los fenómenos naturales, probablemente meros símbolos o metáforas de la actividad divina, acabaron por personificarse en múltiples dioses, aunque aquí la identificación parece llegó más lejos que en el teriomorfismo egipcio o en la astrología babilónica.
El mismo totemismo, cuya explicación constituye un misterio para todos los investigadores, tuvo posiblemente origen semejante: el tótem –de ordinario animal- fue dotado por una tribu como simple emblema o mascota, quizás indicando las cualidades en que deseaban sobresalir, quizá, a veces, los peligros que querían evitar, o simplemente los productos principales de que se alimentaban. Por el proceso natural del símbolo, el emblema elegido por la tribu y atribuido a su progenitor tendió cada vez más a identificarse con éste, hasta llegar a la curiosa persuasión de la existencia de un verdadero y físico parentesco de sangre entre los contribales y su animal totémico.
Importancia especial tiene el símbolo en las iniciaciones de las religiones primitivas. Tales indicaciones, a las que se debe su tenaz permanencia y relativa pureza, parecen fundamentalmente reducirse a representaciones dramáticas de las grandes verdades religiosas –creación del mundo, del hombre, mandamientos divinos, diluvio-; hasta el punto de que en muchas ocasiones, aun hoy, es fácil distinguir el elemento teatral o representativo de la verdad que se quería inculcar. Pero con el tiempo, al permanecer fijamente estructurada la representación y cambiar de lugar el pueblo que las hace, acaba por ya no distinguir lo ambiental meramente representativo, pero ya olvidado, de la misma verdad que quería representarse. Finalmente, cuando el sentido del rito simbólico se perdió, se originaron mitos para explicarlo.
El simbolismo tiende por múltiples vías a diferenciar las religiones en su expresión externa y en sus cultos y ritos. Y tiende también a diferenciar la misma concepción humana de la divinidad: al servirse de símbolos diferentes para concebir e ilustrar la naturaleza de ésta, su misma concepción fundamental tiende a variar, según el diverso orden de símbolos que en ella predominen. En el fondo, el símbolo se ve aquejado del mismo inconveniente fundamental de la metáfora: la dificultad de acertar en el justo medio. O se depura demasiado, separándolo excesivamente de lo simbolizado, y entonces queda en signo vacío que nada dice; o se aplica excesivamente su semejanza con lo simbolizado, hasta no distinguirlo lo bastante de él, no atendiendo a las diferencias que los separan.
Al igual que la metáfora, las religiones prefieren en el uso del símbolo esto último: prefieren un contenido religioso no depurado a presentar una depuración sin contenido, o con menos contenido.

Es importante tener algunos conocimientos antropológicos, al menos debiéramos tener los conocimientos básicos. Reconozco que en este Curso de Formación Monástica, gracias a las clases de antropología, se ha despertado un interés en mí, bastante considerable, que me ayuda a valorar la importancia de saber que la antropología, como muchas otras disciplinas que se ocupan del estudio de los seres humanos, puede muy bien ayudar a conocer los aspectos más profundos que caracterizan a cada ser humano individual y sobre todo a cada grupo social. El estudio de la antropología abre nuevos horizontes y despierta la mentalidad a nuevas formas de entender la realidad de descubrimientos estudiados y comparados entre distintas poblaciones, razas, tribus, clases, naciones, tiempo, lugar. Debido a la perspectiva biológica, arqueológica, lingüística, cultural, comparativa y global, la antropología puede dar respuesta a muchas preguntas fundamentales.
El símbolo y el signo estudiados en este último Curso de Formación Monástica, nos adentran en conocimientos convenientes para resolver problemas prácticos en el ámbito de las relaciones humanas. Nos ayudan a entender cómo lo simbólico influye directamente en nuestra vida cotidiana e incluso en nuestra propia vivencia de la religión, bajo una diversidad de condiciones naturales y culturales, que están presentes en nuestro contexto histórico en la actualidad. También nos ayuda a conocer otros contextos históricos en el pasado, y nos enseña a comprender y valorar el que los hombres y las mujeres de nuestro mundo viven o vivimos hoy. Echando una mirada retrospectiva al pasado podemos comprender, o al menos investigar, estudiar y profundizar varios aspectos que configuran las relaciones entre los seres humanos y las preguntas que todo ser humano, por el hecho de serlo, se hace asimismo ante su propia existencia y la de cada uno de sus semejantes.
Ya que la antropología es el estudio de la humanidad, de los pueblos antiguos y modernos y de sus estilos de vida, las diferentes ramas de la antropología se centran en los diversos aspectos de la experiencia humana, algunas de estas ramas estudian cómo nuestra especie evolucionó a partir de especies más antiguas. Otras analizan cómo llegamos a poseer la aptitud para el lenguaje, de qué manera desarrollamos y diversificamos y los modos en que las lenguas modernas satisfacen las necesidades de la comunicación humana. Otras se ocupan de las tradiciones aprendidas del pensamiento y la conducta humana, de la forma en que evolucionaron y se diversificaron las culturas antiguas y de cómo y por qué cambian o permanecen inmutables las culturas modernas.
Considero imprescindible tener los conocimientos básicos de esta ciencia, ya que la antropología extiende a todos los miembros de la comunidad humana -distintos continentes, que hablan distintas lenguas y tienen distintas religiones y sistemas de valores, se ven a sí mismos conviviendo en una misma “familia, aldea humana”- una invitación única para explorar las raíces de nuestra humanidad común, así como los orígenes de nuestros distintos modos de vida.
Es importante para nosotros, monjes católicos, conseguir una base de conocimientos antropológicos para enfocar bien nuestra propia vivencia del encuentro personal con Jesucristo y vivir nuestra condición de bautizados, siendo conscientes de cómo influye en nuestra propia historia y en la historia de toda la humanidad la realidad de la antropología en nuestras vidas, así como en las vidas de todos los hombres y mujeres con los que todos formamos la “gran familia humana”.
Hna María Montoro


[1] Objeto sensible que indica, expresa o sustituye a otro objeto o a un hecho. El concepto general de signo es más general que el de símbolo, si bien algunas veces se emplean como sinónimos. La ciencia de los signos es la semiótica.
[2] Signo que guarda una cierta analogía, no necesariamente un parecido físico, con lo significado por él. En general, el símbolo, al menos originariamente, tiene un sentido intuitivo y evocador. En algunos contextos, prácticamente equivale al signo.
[3] Himil, 2 in Evang., ML. 76, col. 1.114-1.115).
[4] Cf. Enc. Pascendi, Dz. 2.079

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- Antonio Palacios López, M.S.C. Condicionamientos del hecho religioso. Ed. Círculo, Barcelona 1975.
 - Honorio M. Velasco, Lecturas de antropología social y cultural. La cultura y las culturas. Universidad Nacional de Educación a Distancia. Madrid, 1995.
 - Marvin Harris. Introducción a la antropología general. Alianza Editorial, S.A., 6º edición revisada. Madrid, 2000.
- Walter Brugger. Diccionario de filosofía. Biblioteca Herder. Barcelona 1983.
- Juan de Sahagun Lucas. Interpretación del hecho religioso. Filosofía y fenomenología de la religión. Ed. Sígueme. Salamanca 1982.
- Michel Meslin. Aproximación a una ciencia de las religiones. Madrid 1978.
- Xabier Pikaza. Experiencia religiosa y cristianismo. Introducción al misterio de Dios. Ed. Sígueme. Salamanca 1981.
- S. Radhakishan. La religión y el futuro del hombre. Traducción a cargo de Ángel Alcalá Ed. Guadarrama. Madrid 1969
 

6 de marzo de 2013

EL SEGUIMIENTO DE JESÚS


EN EL EVANGELIO DE JUAN, CON PARTICULAR REFERENCIA A LA FIGURA DE PEDRO (Jn 13, 36-38 y Jn 21, 15-19)

Introducción

           Primero hablaré del seguimiento de Jesús en S. Juan y después desarrollaré más la figura de S. Pedro en Juan. Las dos citas de Juan son sobre la triple negación de Pedro y su triple afirmación de amor a Jesús cuando lo ve resucitado.

            El seguimiento de Jesús en el Nuevo Testamento es una exigencia fundamental y comienza con un imperativo de parte de Jesús: “¡Sígueme!” (Jn 1, 43; 21, 19). El seguimiento para los discípulos es ante todo un “estar con él” (Mc 3, 14), aprendiendo a conocerlo, asimilando sus valores, con un sentimiento creciente de afecto. Este “estar con Jesús” lleva a participar en su dinamismo interior hacia el Padre.

Jesús pide dos actitudes a cuantos quieren seguirle: la fe y la pobreza. Él llama: “¡Sígueme”! La primera respuesta del hombre debe ser creer en Su palabra. Después, emprender un camino que se presenta desconocido e incierto. Y Jesús quiere ver esta disposición en sus discípulos. Tan sólo quienes tienen la experiencia de seguir a Jesús, llegan a comprender de verdad la riqueza de Su persona.

El cristiano es el que sigue a Jesús; los cristianos más cercanos a Jesús, los que le escuchan, quieren poner en práctica Su palabra y esto es el seguimiento.

Seguimiento en Juan

         Todas las escenas de ese evangelio encierran una revelación de Jesús, construida sensiblemente sobre el mismo modelo: un signo, un encuentro que hace aparecer el fondo de los corazones y la verdad de Jesús, una decisión final del hombre que acoge o rechaza a Jesús. Este proceso es el mismo en todo el evangelio de Juan. La diferencia es la disminución del número de quienes lo siguen y el número de los que lo van negando hasta el rechazo definitivo. En el fondo, para Juan, no hay más que una cuestión: ¿será o no será reconocido y recibido Jesús y Su invitación a seguirle?

            En Juan, cada episodio s como una revelación independiente, como un resumen de todo el evangelio. Hay que ver el sentido de esta construcción, que parece violentar a la historia. De hecho, es rigurosamente cierto que cada encuentro con Jesús pone en juego la totalidad de la persona y el carácter absoluto de la fe. Cristo obliga a una opción, en la que el hombre tiene que comprometerse por entero.

            La primera indicación sobre el seguimiento, es en la llamada “semana de revelación” y constituye la primera presentación de Jesús que manifiesta Su gloria; Jesús se da a conocer por lo que es, y nuestra respuesta a Jesús debe ser el “Sí” del seguimiento.

            En la “semana de revelación”, se introducen una serie de episodios donde hay una sucesión de días, tres veces se diferencia de forma clara “al día siguiente”. Al decir esta expresión , venos que tenemos cuatro días y en el capítulo 2º se dice: “tres días después”, por tanto, 4+3=7 y así, sabemos que se trata de una semana. Del capítulo 1, 29 al 2, 12, hay una semana. El séptimo día es la conclusión, es decir, la manifestación de Jesús en las Bodas de Caná, los discípulos creen en Él y vemos una primera apertura de los discípulos. Juan elige esta semana porque en el libro del Génesis observamos una manifestación progresiva que termina en la cumbre, el día séptimo, el último día de la semana. En el Génesis, lo que Dios hace al final es la cumbre, y aquí, en las Bodas de Caná son la cumbre.

            Del capítulo 1, 19 al capítulo 2, 12, vemos la primera manifestación de Jesús y la primera respuesta de fe de los discípulos, pero es una fe que conlleva el seguimiento.

            Primer día (Jn 1, 19-28): Jesús está presente, pero no se le ve, el protagonista principal es Juan Bautista que dice que el Mesías está presente entre “vosotros” y “vosotros” no le veis. Es un llamamiento a que nos demos cuenta que Jesús está entre nosotros, ¿le conocemos?

            Segundo día (Jn 1, 29-34): Ya existe un progreso. Juan Bautista habla de Jesús, de Jesús identificado, pero Jesús aun no dice nada, no revela nada. El Bautista al ver a Jesús, lo presenta diciendo: “He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29); es ésta, una expresión muy densa que a esta altura del evangelio, todavía no se puede comprender. Juan el Bautista comenta esta expresión y es cuando averiguamos que existe una diferencia entre el bautismo de Juan que es con agua, y el que bautizará con Espíritu que es Jesús. El bautismo de Juan es un bautismo de purificación y nosotros deberíamos vivir sumergidos en el Espíritu.

            Tercer día (Jn 1, 35-42): Jesús es el Cordero de Dios y ya empieza a hablar, se manifiesta como Mesías. Hay dos discípulos, uno es Andrés y el otro, pensamos que es Juan. Jesús, al ver que le seguían les pregunta: “¿Qué buscáis?” (Jn 1, 38), y ellos después repreguntarle donde vive, Él les dice. “Venid y veréis” (Jn 1, 39) y tras unas horas con Jesús deciden seguirle porque es el Mesías. Quieren compartir esta noticia y entonces, Andrés se lo comunica a su hermano Simón y Jesús, al ver a simón, le cambia el nombre: Cefas (Pedro). Cambiar el nombre en la antigüedad, es un cambio de personalidad; Jesús, al cambiar el nombre a Simón, actúa como Mesías; al cambiarle el nombre, le cambia la vida y además, le cambia el nombre de forma imperativa, sin preguntarle nada. Aquí, vislumbramos el seguimiento, ya que es jesús el que entra en la vida de Simón, le cambia el nombre, su perspectiva de vida y lo hace imperativamente, y Pedro acepta. Aquí, actúa como Mesías, Jesús será ya una referencia en toda su vida.

            Cuarto día (Jn 1, 43-51):  Ahora ya aparece la palabra “seguimiento”: Jesús le dice a Felipe: “Sígueme” (Jn 1, 43), y Felipe acepta, pero aquí no se trata sólo de un seguimiento material; en el Antiguo Testamento, Dios guía a Su pueblo a la Tierra Prometida, pero en el Nuevo testamento, el seguimiento es aceptar la voluntad del padre; el seguimiento de Jesús a Su Padre, es el mismo que exige a sus discípulos. Todo esto significa ver a Jesús como el absoluto de nuestra vida, Él orienta nuestra vida y debemos responderle con un “Sí” mantenido a lo largo de toda nuestra vida como hizo María. El seguimiento nace en el concepto del discipulado y se puede aplicar a la vocación que es una llamada, un “sígueme”, un seguimiento de Jesús; es Dios quien nos da la vocación y nuestra es la respuesta.

            Felipe lleva a Natanael a Jesús, pero Natanael se muestra muy escéptico de creer que Jesús sea el Mesías ya que el Mesías en el Antiguo Testamento se ligaba a la ciudad de Belén y por eso Natanael dice: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 46). Cuando Jesús ve a Natanael dice: “Ahí tenéis un israelita de veras en el que no hay engaño”. Natanel le dijo: ¿De qué me conoces?. Jesús le contestó: Antes que Felipe te llamase te vi yo cuando estabas debajo de la higuera” (Jn 1, 47-48). Verle debajo de la higuera es decir que sabe que tomó una decisión de un auténtico israelita, es decir, en el interior de su casa, ha tomado una decisión honrada, de israelita, y esto sorprende tanto a Natanael que se convierte en el primer discípulo de forma explícita. “Maestro, tú eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel” (Jn 1, 49). Jesús, entonces, le dice que verá cosas mayores: entre el Cielo (zona de Dios) y la Tierra (zona de los hombres), habrá una conexión de ángeles que suben y bajan sobre el Hijo de Dios y Jesús es la conexión entre el Cielo y la Tierra, es decir, siguiéndole, los discípulos vivirán la experiencia del Cielo.

            Tres días después (Jn 2, 1): Empieza este capítulo con el relato de las Bodas de Caná. En Juan no hay nada casual, siempre aparece este esquema de la semana, hay dos días para meditar lo ocurrido esos cuatro días anteriores, para ahondar en el conocimiento de Jesús, es decir, que Jesús les dice a Andrés y a Juan que vayan con Él y vean, ellos se comprometen, creen en Él y nosotros debemos hacer igual, fiarnos de Él y hacer lo que Él nos pida aunque no lo entendamos todo. A Pedro le dice lo que quiere de él y ésta es una vocación particular. Esta presencia de Jesús, esta “intrusión” de Cristo en nuestra vida, es lo que encontramos en el caso de Pedro y a nosotros nos dice: “Tú serás esto”, pero no nos da explicaciones, quiere el seguimiento total y Él se convierte en el responsable y garante de nuestra vocación. A Felipe sólo lo dice: “Sígueme” y lo demás ya vendrá después. En Natanael vemos que Jesús está presente en nuestra vida, que no estamos solos, que nos encontramos en la presencia amistosa de quien nos quiere de verdad.
            Esta semana, como ya hemos apuntado, termina con las Bodas de Caná y aquí, lo importante, es la presencia de Jesús en esta boda y lo que realiza. Jesús se manifiesta, da a conocer Su gloria (en el Antiguo Testamento, la “gloria” no es ser célebres, es un término que deriva del hebraico y significa “peso”. Peso de algo valioso, es el valor, así que lo que Jesús manifiesta es Su peso específico, su valor, lo que le define a 100%). Los discípulos al ver esta manifestación de Jesús, creen en Él y ya lo siguen de forma definitiva como opción de vida.

            Nos encontramos al comenzar este capítulo, la presencia de María, pero Juan no la llama nunca por su nombre, María es la Madre de Jesús, y María, como Madre de Jesús, estaba allí. María nos es presentado como vemos en Lucas, es decir, que conservaba todo lo de Jesús en Sí misma, en su corazón. María desde el principio de la vida de Jesús es una madre atenta, sorprendida, que quiere saber. María quiere ahondar en las cosas de Jesús y en San Lucas vemos que María es una experta en el conocimiento de Su Hijo Jesús.

            Observemos la lógica de María, Ella ve que sin vino la boda será un fracaso y entonces, le dice a Jesús: “No tienen vino” (Jn 2, 3). Ella sabe que Su Hijo de algún modo lo solucionará. Jesús responde: “¿A ti y a mí qué, mujer? Mi hora todavía no ha llegado” (Jn 2, 4); la “hora” de Jesús, es la hora de la cruz y es donde María se convierte en  nuestra Madre y esta nueva maternidad, ya se anuncia aquí. María dice a los sirvientes: “Haced lo que él os diga” (Jn 2, 5). María actúa como mediadora, es la que revela los valores de Jesús en nosotros. Fue el primer gran signo hecho por Jesús. El vino era muy bueno y la alegría de la fiesta se multiplicó, ¿cuál es el sentido de esto?  El sentido es que Jesús manifiesta Su gloria, lo que hará y es que Jesús tiene la potencia de Dios, transforma el agua en vino y así vemos, que Él, implica Su divinidad al servicio del hombre, no a Su propio servicio. Esto el lo específico de Jesús, Él nunca hará un milagro para Sí mismo, siempre será al servicio del hombre. Los discípulos ven en Jesús a un Mesías, que posee Su divinidad, Su transcendencia siempre al servicio del hombre y en esto consiste Su gloria.

            Los discípulos creen en Él y vemos en Jn 2, 12 que se va a Cafarnaún con Su Madre y Sus discípulos y así, vemos el primer núcleo eclesial, Jesús es el imán, es que el atrae, sus discípulos le siguen plenamente, lo están siguiendo y lo seguirán siguiendo después, empiezan a seguir a Jesús como un absoluto. Y este ejemplo vale para nosotros: hemos sido llamados al seguimiento de Jesús y ayudados por María conseguiremos lleva a cabo esta asimilación de los valores de Cristo y diremos como S. Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi” (Gál 2, 20). Esta es la conclusión de la primera semana. Esta idea del seguimiento, continuará en Juan.

            El capítulo 6º de S. Juan es el primer discurso eucarístico; muchos ven este discurso muy duro, pero Jesús habla de la Eucaristía de un modo duro, sin dar explicaciones, dice lo que tiene que decir y no atenúa en nada Sus palabras. Jesús pretende una fe total, una confianza plena. Al final de este discurso, muchos se marchan. Pero frente a esta exigencia de fe, no rebaja Su lenguaje. Pedro, sin embrago, hablando en su nombre y en el de los demás apóstoles, dice: “¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios” (Jn 6, 68-69). “Santo de Dios” significa “Dios de Dios”. Pedro ha entendido a Jesús y sigue a Jesús, desarrolla su actitud de seguimiento. En el capítulo 11º donde habla de la resurrección de Lázaro, Jesús dice que la enfermedad no es de muerte, es para gloria de Dios y Jesús va a Jerusalén y dice Tomás: “vamos y muramos con él” (Jn 11, 16). En los apóstoles va madurando su adhesión a Jesús, el seguimiento ya aparece en ellos, pero lo tendrán plenamente en el Misterio Pascual.

La hora de Jesús

            Se necesita que llegue esa hora, que es la de la cruz, para que se despliegue abiertamente la universalidad presente en la revelación salvífica de Jesús. La comparación del grano de (Jn 12, 24) viene precisamente a destacar la necesidad de la muerte para dar fruto. Se trata de una rica cosecha en la que estarán los paganos que creyendo en Él contribuirán también a Su gloria (Jn 11, 51s; 12, 32; 17, 10). Lo que dice Jesús de Sí mismo se puede aplicar también a la existencia del creyente (Jn 12, 25-26; cf Mc 8, 34-35): la vida presente ha de ser leída en clave de servicio y seguimiento de Jesús. Lo que tendrá consecuencia en su vida: irá donde está Jesús, junto al Padre,  y será honrado por Éste (“honrar” es aquí igual que “glorificar”).

Los capítulos del 13 al 21 de S. Juan, es lo que se ha llamado el “libro de la hora de Jesús”. Ha llegado, pues, la hora de la glorificación del Hijo del hombre (Jn 12, 23), es decir, la hora de Su muerte. Ya sabemos que para Juan la cruz de Jesús es el momento de Su exaltación y del retorno al Padre. Y a la vez, es fuente de vida eterna para todo el que cree.

            El capítulo 13 es una introducción al libro de la hora. “Sabiendo Jesús que le había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). Jesús todo lo que hace por los Suyos, lo hae por amor y los “suyos”, son los que están en contacto con Él. En este capítulo también aparece la escena del lavatorio de los pies. Jesús nos pide la misma oblación que Él tuvo, el don a Su Padre fue total, y nuestro seguimiento debe ser un don total y radical a Dios y a todos como hizo Jesús.

 Hna. Marina Medina

10 de febrero de 2013

CONSAGRADAS: LA MUJER


            Cuando una joven decide entregar a Dios su vida, no por ello pierde su feminidad, al contrario, es más mujer si cabe decirlo así. La mujer consagrada dona su amor a Dios a través del Hombre-Dios, Jesucristo. Su amor va dirigido a este “Hombre” y se realiza de forma más esponsal. La consagrada es la “mujer” que se enamora de Jesús.

            El mejor modelo en el que se puede fundar la vida de las consagradas, es María, la mujer por excelencia y que viviendo su condición de mujer, se entregó por entero al plan de Dios sobre Ella, confiando totalmente a pesar de las incertidumbres que pesan sobre Ella a partir del anuncio del Arcángel Gabriel. La mujer que permaneciendo virgen según el proyecto de Dios, se vuelve la más fecunda de todas las mujeres. ¿La Virgen María, Madre de Dios y Madre de los hombres! ¿Cabe una fecundidad más grande?

            Toda mujer, por el hecho de serlo tiene una misión especial; portadora de ternura, es el rostro más humano de Dios y de Su Presencia en el mundo. Cuando la mujer decide donarse, sabe darse plenamente a Dios y por Él, a los hombres. Portadora y transmisora de vida, la feminidad se hace más viva y se realiza más plenamente en la mujer consagrada que debe llevar a un mundo donde impera la muerte, la vida nueva que Dios nos ha regalado en Su Hijo Jesucristo. “La fuerza moral  de la mujer, su fuerza espiritual se une con la consciencia de que Dios le confía de modo especial al hombre, al ser humano…precisamente debido a su feminidad… Nuestro días atienden la manifestación de la “genialidad” de la mujer que asegura la sensibilidad por el hombre en cada circunstancia: por el hecho de que es hombre”.[1]  Y, resumiendo, podemos desplegar esta misión especial de la que acabamos de hablar, en dos misiones:

La mujer, es por excelencia el ser de la dulzura y la tolerancia, posee un alma fuerte. Mediante su feminidad, equilibra y humaniza el mundo; y además, tiene la misión de ser esposa y madre en el sentido físico de la palabra o en otro más espiritual y elevado, aunque no por eso menos real. Es un ser que vive en estado de disponibilidad y de don; todo en ella ha sido ordenado por el Creador a tal fin. Cuanto más completa y profundamente sea mujer, tanto más fiel será su misión.

            El campo en el que ha de desarrollar su misión la mujer no tiene límites extendiéndose desde el estrecho círculo de su familia hasta la entera sociedad y especialmente, la Iglesia.Hoy día, se habla de “mujeres fuertes”, pero la mujer fuerte no es la mujer viril, sino la que es tan fuerte que no renuncia a su propia naturaleza y que adquiere precisamente la máxima perfección de la femineidad.

Por estar llamada a cumplir una misión especial, ante todo en el orden emotivo, la mujer es extremadamente sensible a las emociones alterocéntricas. De entre las mujeres, están las consagradas, consagradas de modo exclusivo al servicio de Dios, y éstas, no por eso, conservan – como ya hemos dicho antes – en grado menor el carácter femenino.

La perfección de la mujer es la femineidad, que es la realización total de la naturaleza de una mujer, y por tanto, de una monja. Lo más contrario a una vocación religiosa, es el olvido, la destrucción del propio carácter femenino. La religiosa puede destruir aquello que podría glorificar mejor a Dios en ella. Dios creó a la mujer para amar y ser amada. Le dio una naturaleza rica, ardiente, una capacidad de sufrimiento que le es absolutamente peculiar.

La auténtica razón de ser de la mujer es el amor. Esposa de Dios, tal es realmente, la religiosa que ama a Dios y a su inmensa familia de almas con todo el inmenso amor que ha contenido en su corazón de mujer. Una mujer consagrada a Dios, no pierde ninguna de sus cualidades femeninas naturales.

Vamos a ver primeramente este sentimiento alteroemotivo que caracteriza al alma femenina.

 En el alma femenina, por regla general, domina de modo especial un sentimiento, la emoción. La emotividad femenina permite a la mujer una participación más rica de las cualidades de las personas, de las cosas y de las situaciones.

La mujer sitúa infaliblemente en otro el centro de sus pensamientos, de sus ambiciones, de sus actividades, de su dicha y perpetuamente se encuentra lanzada fuera de sí hacia quienes puede amar y ayudar. El prójimo es su razón de ser y el objeto de su vida.

Por ser alterocéntrica, la mujer siente más vivamente las alegrías y los dolores ajenos, más todavía que los suyos propios. Su lema es proporcionar alegría y calmar pesares.

Su característica más visible es tender hacia las personas mucho más que hacia las cosas. “Jesucristo demostró conocer muy bien esta orientación de la mujer hacia las personas. A dos hombres que le seguían, preguntó: ¿Qué buscáis?.  Pero a una mujer que lloraba, le preguntaría: ¿A quién buscas?[2].

El sentimiento alteroemotivo que domina en la mujer es, por consiguiente, la íntima reacción que le induce a situar el centro de su afectividad en los seres que ama y de los que puede recibir amor. Ese sentimiento es, pues, la base del alterocentrismo, la clave del alma femenina.

Y es que la mujer, y cuánto más cuando es una mujer consagrada, está abierta a cuanto pertenece al alma de los demás; puede decirse que interioriza la que su sensibilidad capta del mundo exterior.

La mujer ha recibido el don de esparcir en torno suyo encanto y dulzura, como afirmó el Papa Pío XII al decir: “Con el sentido de la gracia y de la belleza, Dios ha dado a la mujer, más que al hombre, el don de hacer amables y familiares las cosas más sencillas”[3].

La vida religiosa en virtud de la cual la virgen consagrada a Dios se entrega plenamente a Su Amor dentro del servicio a la humanidad, ocupa un lugar preeminente entre las vocaciones de la mujer. Y no es cierto que la vida religiosa mate en la mujer sus dones o el patrimonio de su viva sensibilidad. Sino que lo afina, lo libera de egoísmos, y lo impulsa hacia los demás con un movimiento que no deja nada para ella.

La religiosa es consciente  de que la entrega para la que está hecha la mujer no tiene sentido para ella si no es para una donación  total a un Amor más total. Establece  su centro de gravedad en una relación amorosa con Cristo, y es ahí, donde ella encuentra el equilibrio natural de su personalidad. En consecuencia, para que la religiosa se expansione normalmente en su vocación, tiene que estar en ella lo espiritual profundamente marcado por el sello de la unión mística con Cristo.

Es a partir del Concilio Vaticano II, cuando en el ámbito eclesial y gracias a las indicaciones ofrecidas por Juan XXIII, se ha comenzado a reflexionar en términos innovadores sobre la identidad y vocación de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, ofreciendo pistas de reflexión y acción, que hoy en día, todavía no se han asimilado adecuadamente.

Juan Pablo II en Vita Consecrata, nos da unas indicaciones sobre el papel de la mujer consagrada y su importancia vital:

“… Las mujeres consagradas están llamadas a ser de una manera muy especial, y a través de su dedicación, vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género humano y un testimonio singular del misterio de la Iglesia, la cual es virgen, esposa y madre…. Es obligado reconocer igualmente que la nueva conciencia femenina  ayuda también a los hombres a revisar sus esquemas mentales, su manera de auto-comprenderse, de situarse en la historia e interpretarla, y de organizar la vida social, política, económica, religiosa y eclesial”[4].

Sin embargo, no podemos olvidar el papel que las mujeres consagradas han tenido  a lo largo de la historia y no sólo en esta época actual, aunque en tiempos anteriores, su labor no fuera reconocida. Por tanto, podemos afirmar que a partir de los mártires y luego de las vírgenes de la Iglesia, inauguraron un nuevo estilo de vida, que resultó contestatario de la reducción de la mujer a las funciones domésticas y de su supuesta subordinación a la autoridad masculina, paterna o marital.

Por su parte, el monaquismo , primero oriental y luego occidental, evidencia los caminos emancipadores de la fe, a disposición de las mujeres como de los hombres. Las bibliotecas de los monasterios femeninos se convierten en veneros de obras de arte, donde se conservan bordados, miniaturas, pinturas, esculturas y códigos antiguos copiados con el cuidado de amanuenses inteligentes.

El breve itinerario recorrido ha puesto de manifiesto la exigencia de una nueva identidad femenina, y la urgencia de tematizar esa identidad con el fin también de promover nuevos perfiles humanos que respeten más la nueva conciencia madurada por las mujeres y por los hombres.

Las mujeres consagradas están hoy particularmente interesadas en el desarrollo de esta tarea histórica. Hoy son más sensibles a las instancias y exigencias provenientes de ese movimiento cultural y están abiertas a la confrontación con otras mujeres en orden a un enriquecimiento recíproco y a trabajar juntas en la promoción del crecimiento de una humanidad más solidaria.

 La mujer consagrada, precisamente por ser mujer es imprescindible en los ámbitos eclesiales y sociales: “La Iglesia que ha recibido de Cristo un mensaje de liberación, tiene la misión de difundirlo  proféticamente, promoviendo una mentalidad y una conducta conformes a las intenciones del Señor. En este contexto la mujer consagrada, a partir de su experiencia de Iglesia y de mujer en la Iglesia, puede contribuir a eliminar ciertas visiones unilaterales, que no se ajustan al pleno reconocimiento de su dignidad, de su aportación específica a la vida y a la acción pastoral y misionera de la Iglesia. Por ello es legítimo que la mujer consagrada aspire a ver reconocida más claramente su identidad, su capacidad, su misión, su responsabilidad, tanto en la conciencia  eclesial como en la vida cotidiana.

También el futuro  de la nueva evangelización, come de las otras formas de acción misionera, es impensable sin una renovada aportación de las mujeres, especialmente de las mujeres consagradas”[5].

Las mujeres consagradas postulan en particular una teología de la vida consagrada apostólica femenina, pues advierten el malestar de una teología circunscrita quizás a la experiencia monástica masculina, aplicada sin tener en cuenta su vivencia particular.

La indicación teológica que debería dar la Iglesia, y, en ella sobre todo las mujeres consagradas, es el testimonio de nuestro optimismo religioso, y consiguientemente el anuncio existencial de la alegría cristiana. Sabemos que Dios está presente en la historia, y que lleva a cabo nuestra salvación.

La consagración es el signo de este advenimiento salvífico de Dios, de este hoy Suyo. Las mujeres consagradas proclaman con alegría: “¡Cuánta suerte hemos tenido! ¡Cristo nos ha encontrado y nos ha llamado a Su seguimiento!”. Prolongan el Magnificat de María, el saltar de Su corazón por la enorme satisfacción de estar con el Señor, a Su servicio en el servicio de sus hermanos. Es la “exultatio” eucarística traducida en vida. Por algo en la vida consagrada ocupan un puesto particular la presencia de la Eucaristía y de la Virgen María.

En la “Lumen Pentium” 65 se subraya que “la Virgen en su vida fue modelo  de aquel amor materno del que deben estar animados todos aquellos que en la misión apostólica de la Iglesia cooperan a la regeneración del mundo”. En la Iglesia no existe servicio que no brote del ágape; toda vocación y ministerio nacen de la Eucaristía, donde la comunión cristiana nace continuamente y madura en su identidad de esposa fecunda del Señor, que conserva íntegra y virgen su fe. “Mulieris dignitatem” subraya el papel peculiar de la mujer en el testimonio del amor, presentando a María como la patentización del misterio femenino. Son dos indicaciones interesantes, porque indican un sendero por el cual las mujeres consagradas han desarrollado con audacia y creatividad su misión en beneficio de toda la humanidad, especialmente de la doliente.

Con decisión, y a veces incluso sin ayudas espirituales suficientes, las mujeres consagradas profundizan  su realidad no de modo intimista, sino situándose en relación. En particular advierten la exigencia de la escucha asidua de la Palabra, de la vuelta a los fundadores, de la apertura al mundo, y en concreto al mundo femenino.

Son conscientes de su responsabilidad histórica, y por tanto de la necesidad de una nueva comprensión de las exigencias de la llamada, y de traducirlas en nuevos perfiles femeninos más coherentes con la fuerza liberadora del Evangelio y, en consecuencia, más legibles en su carga profética. Las mujeres consagradas pueden crear hilos y tejer relaciones entre la Iglesia, - acusada a menudo por el mundo laico de machismo – y el mundo femenino.

Podemos recapitular recogiendo un texto de “Vita Consecrata”: “Hay  motivos para esperar que un reconocimiento más hondo de la misión de la mujer provocará cada vez más en la vida consagrada femenina una mayor conciencia del propio papel, y una creciente dedicación a la causa del Reino de Dios. Esto podrá traducirse en numerosas actividades, como el compromiso por la evangelización, la misión educativa, la participación en la formación de los futuros sacerdotes y de las personas consagradas, la animación de las comunidades cristianas, el acompañamiento espiritual y la promoción de los bienes fundamentales de la vida y de la paz. Reitero de nuevo a las mujeres consagradas y a su extraordinaria capacidad de entrega, la admiración y el reconocimiento de toda la Iglesia, que las sostiene para que vivan en plenitud y con alegría su vocación, y se sientan interpeladas por la insigne tarea de ayudar a formar la mujer de hoy”[6].

 Hna. marina Medina
 

[1] Juan pablo ii, Mulieris dignitatem 31
[2] P. Panici, Jesús y el alma de la mujer, Ediciones Paulinas, p. 31.
[3] pío XII y los recién casados, Ediciones Paulinas, p. 31.
[4] Juan pablo II, Vita consecrata, 57.
[5] Juan pablo II, Vita consecrata, 57.
[6] Juan Pablo II, Vita consecrata, 58.