15 de marzo de 2014

LA CUARESMA - TIEMPO IDEAL DEL MONJE - RB 49 -


Introducción
El sentido de la cuaresma es renuncia al mundo y entrega al Señor. Coincide con el sentido de la vida del monje, la mortificación, el abandono del mundo y de sus placeres, la lucha contra las pasiones y el pecado. Algunos antiguos Padres de monjes se desazonaban pensando qué mortificación especial podían hacer en el tiempo de la preparación pascual.

San Benito contempla asombrado las hazañas de los antiguos Padres de monjes. Él no desdice las penitencias en modo alguno, pero le importa más que nada la conversión interior. Durante la cuaresma el monje debe aspirar ante todo a la “pureza de corazón, fuente de la oración pura”. Y “la oración pura” implica el amor perfecto. El monje debe realizar en su vida, y durante la cuaresma especialmente, el contenido de los capítulos 4 al 7 de la Santa Regla.

Durante este tiempo de preparación el monje tiene presente el ejemplo del Señor sufriente, tan familiar en el antiguo monacato.

“La vida del monje es seguimiento del Crucificado. La Pascua festiva sigue al tiempo litúrgico de la cuaresma. La gloria del día de Pascua eterno junto a Cristo sigue a la cuaresma de la vida monástica aquí en la tierra. El monje desea con ansia la Pascua litúrgica, y luego la eterna, donde para siempre podrá decir en la alegría del Espíritu Santo: “Abba, Padre”. El combate ascético, a menudo tan duro, alcanza así su plenitud última. Toda la ascesis monástica sólo tiene sentido si se mira la santa Pascua. La Cruz de la cuaresma y del Viernes Santo resplandece en medio del resplandor pascual de la perfección”[1].

El capítulo 49 de la Regla benedictina es un capítulo importante ya que nos habla de modo incisivo de las actitudes existenciales del monje tal como San Benito lo querría para sus monjes durante todo el año. Inspirado en la tradición de la Iglesia -en este caso expuesta por el papa San León-[2] y en el monacato antiguo describe en síntesis las actitudes y los medios que el monje ha de adoptar para renovarse cada año durante el tiempo cuaresmal de cara a la celebración de la Pascua.

“Dos cosas debemos anotar como indicaciones de gran valor en este capítulo 49 de la RB dedicado a la Cuaresma. En primer lugar la mención del Espíritu Santo (en el v. 6) que pone de relieve la dimensión trinitaria de la Regla. Y en segundo lugar la visión de la Cuaresma como espera y preparación de la Santa Pascua (v. 8). De esa manera la ascética queda centrada en el misterio pascual de Cristo”[3].

El ambiente del conjunto, respira todo él benignidad, serenidad e incluso una invitación a la alegría. No es el lenguaje habitual de un contestatario de los pecados de la Iglesia y del monacato, duro, encrespado o trágico. “Encontramos más bien en él una constatación benigna de la debilidad de los monjes y una invitación esperanzada a vivir, por lo menos durante la cuaresma, lo que debería ser habitual para los monjes en todo tiempo”[4].

1.      Ideal de la cuaresma
Son muchos los puntos de contacto entre la vida cristiana y las observancias monásticas. El ideal de la cuaresma se reduce a llevar una vida íntegra en el presente, y a purificarse del pasado. Una vida en que la perfección cristiana obtenga todo su esplendor. Esta es precisamente la idea que tiene el monje al abandonar el mundo; y ésta es al mismo tiempo la transformación y elevación que se propone la vida monástica. Pero no todo el mundo es capaz de sostenerse constantemente en este estado de heroísmo. San Benito se inclina siempre hacia los que son débiles. Los fuertes, al igual que aquellos monjes antiguos que despiertan nuestra admiración, no necesitan dedicar un tiempo especial a la propia perfección, porque constantemente, durante todo el año, trabajan en ella con todas sus fuerzas, ingeniándose con prácticas especiales por romper con las frecuentes tendencias del hombre imperfecto.

Todos los monjes desean llegar a este estado, pero es cosa harto difícil. Por eso San Benito anima a todos a vivir la Cuaresma de modo que aumente en ellos, paulatinamente, la pureza de vida. Para que la gracia de Cristo obtenga plena eficacia, y el alma se adhiera cada día más a Dios, es preciso que el monje lave con la penitencia las lágrimas de compunción, las faltas cometidas durante todo el año.

2.      Las prácticas cuaresmales
La santidad es incompatible con la satisfacción de los propios apetitos. Es necesaria la mortificación moral y física; pretender santificarse de otra manera es un absurdo. San Benito, Sin embargo, se expresa sobre la penitencia con gran sobriedad. Nada de artificio, ni exageración. En las prescripciones regurales, no deja entrever nunca que le guíe el propósito de mortificar a los monjes: así en el comer, en el vestir, en el dormir, o en cualquier otra observancia. No obstante, considera necesaria la penitencia, y ésta se encauza preferentemente al orden moral. La austeridad de vida y las exigencias espirituales son ya de suyo la mejor y más saludable penitencia.

El pensamiento de San Benito es que estos días manifieste el monje de alguna manera el deseo de purificación y liberación de las flaquezas ordinarias. Ya que quien no procura hacer algo más de lo estrictamente obligatorio, terminará por no cumplir ni siquiera aquello mismo que está obligado a hacer. Es necesario, con todo, no dar un valor primario a lo que no es más que un medio.
3.                Aprobación y bendición del Abad
San Benito conoce el valor de las iniciativas personales y las admite con benevolencia. Pero sabe también que en punto a la virtud moral, puede haber excesos, por las ilusiones que fácilmente podemos forjarnos. Por eso aun admitiendo la voluntad de elección del monje en materia de mortificación, considera necesario el asentimiento del abad para que aquélla pueda ser encauzada convenientemente y aceptada por Dios. Es una nueva demostración del alcance de la obediencia.

En la mente de San Benito todos los actos del monje, hasta los más íntimos y personales, deben ser regulados por la voluntad del abad. Y si acepta la voluntad espontánea del monje, no es sino después que la ha sometido a su bendición, que en también la de Dios. Evitándose de este modo dos peligros a cuál más pernicioso: los excesos y el orgullo. Así, el monje obtiene con la bendición de Dios y el mérito de la obediencia, pues de otra forma, sus actos estarían minados por la presunción y vanagloria, y por consiguiente ya habrían recibido la recompensa.

4.                Cinco características decisivas
A continuación voy a describir cinco características decisivas para el tiempo cuaresmal:
Primera: El monje deberá vivir siempre por encima de las categorías de la obligación: la característica de su vivencia ha de ser la gratuidad, la oblación espontánea, la ofrenda a Dios.
Segunda: La vida del monje no puede ser una vida sumida en un presente mediocre, sin futuro. Ha de estar llena de deseo, de anhelo espiritual, de esperanza gozosa. Pero no puede intentar simplemente por un mero esfuerzo de la voluntad, sino acudiendo a la fuente de todo deseo, de toda alegría auténtica: El Espíritu Santo, y caminando hacia la única meta que puede llenar el corazón del hombre: la Pascua de Cristo resucitado.

Tercera: La vida del monje ha de ser una vida de constante conversión. A los ojos de San Benito los monjes formamos una comunidad de pecadores que hemos de esforzarnos por convertirnos cada día. Pero pecadores que no nos miramos a nosotros con amargura, sino con benignidad, ya que cada día somos perdonados, cada día nos sentimos amados. Para expresar esta conversión San Benito se sirve de unas palabras tradicionales que ha encontrado en Casiano: La oración con lágrimas y la compunción del corazón; y señala dos frutos de esta conversión: guardar la propia vida en toda su pureza…, y todos juntos, borrar, en estos días santos, todas las negligencias de otros tiempos (vv. 2-3).

Cuarta: El monje ha de expresar y alimentar al mismo tiempo el espíritu de conversión con unos medios concretos, asumidos libremente. San Benito menciona tres: la oración, la lectura y la austeridad de vida, o sea, la privación voluntaria de una parte de la comida, de la bebida, del sueño, de la locuacidad, de las bromas (v. 7). Da una importancia especial a la lectura divina[5].

Quinta: El monje ha de vivir con libertad en medio de la comunidad y aceptar de buena gana la dirección del padre espiritual. Según opinión de los críticos los versículos (8-10) fueron añadidos en una segunda redacción de la Regla. Pero es clarísimo que San Benito considera como fundamental para el monje, lo mismo aquí que en los capítulos doctrinales, la aceptación libre y generosa de las mediaciones humanas, aunque subrayando a la vez la creatividad personal y la acción, principalmente, del Espíritu Santo.

Nos encontramos en este capítulo dedicado por San Benito a la observancia de la cuaresma, ante una síntesis vivencial penetrante y rica de sugerencias para los monjes del siglo XXI. Pero fijémonos en las dificultades de comprensión que se nos presentan: hablar de pecado y de conversión a nuestros contemporáneos, cuando la mayoría de ellos ha perdido no sólo la vivencia de esas realidades, sino su misma noción! Las ciencias del hombre cuentan hoy -así lo creen- con tantos medios para desenmascarar la vivencia del pecado y destruirla como un tabú… Sien embargo, la realidad del mal en el mundo continúa punzándonos cruelmente. En ciertos aspectos nuestra mirada se ha agudizado para captar los males de la humanidad y los pecados de la Iglesia. Pero es necesario anotar un hecho de más amplio alcance. Ya que precisamente cuando muchos creían que se habían desembarazado de la visión pesimista del cristianismo, entonces ha sido precisamente cuando se han visto más desamparados ante el misterio del mal.

Pues cuando ignoramos la mirada del Dios misericordioso que perdona y ama, el mal se nos presenta inexorable, desesperante. Cuando no miramos al Padre que espera ansioso la vuelta del hijo para empezar la fiesta, ya no podemos entender que todo colabora para el bien de aquellos a quienes Dios ama.

San Benito, en contra de esta ceguera, nos propone, todavía hoy la oración con lágrimas y la compunción del corazón[6]. Estas dos cosas significaban para los antiguos Padres del monaquismo, el don más precioso del Espíritu de Jesús.

Las lágrimas y la compunción, San Benito las presenta como una actitud característica de la oración y de la vida del monje en general[7]. Con lo cual sigue la tradición que ya encontramos en algunos apotegmas: llorar ante la bondad de Dios.

A la luz de la fe, el monje descubre en su propia vida que Dios es Amor, y que su presencia impregna de amor todas las cosas, como en una nueva creación, donde la naturaleza, la vida y el mundo de los hombres, todo está empapado de ese Amor que es hermosura y bondad infinitas. Y esa misma luz de la fe le hace descubrir al monje que el pecado no es más que un rechazo del Amor. Somos pecadores en tanto en cuanto hemos dado la espalda al Amor, en tanto en cuanto carecemos de amor porque nos hemos cerrado al Amor. El pecado se nos presenta como más grave y más claro a medida que la fe nos va haciendo conocer mejor el amor que Dios nos tiene. Así es como el monje, al avanzar progresivamente en el conocimiento de Dios y en el de su propia resistencia al amor, se convierte en un hombre lleno de compunción.

El pecado no es más que dar la espalda al amor. El amor es en realidad una entrega personal al otro en tal grado que se olvida uno de sí mismo. El pecado, por el contrario, es un replegarse sobre sí mismo para hacerse el centro de todo y de todos al servicio de los propios deseos.
La luz de Dios, como dice San Benito en el Prólogo[8], es la que nos despier
ta, y a partir de ahí comienza ese largo itinerario de vuelta hacia Dios que nos ha descrito en el mismo Prólogo, y sobre todo en la subida de los grados de humildad hasta llegar a la caridad perfecta que aleja todo temor.

Conclusión
En resumen, la cuaresma consiste en hacer balance del tiempo, incluso del tiempo religioso, en ejercer el control que nos permite decirnos “no” a nosotros mismos para que, cuando las cosas vengan mal dadas, tengamos la energía necesaria para decir “si”, con fe y esperanza, a los imprevistos giros de la vida. Quizá lo más interesante de todo sea el hecho de que Benito quiera que hagamos “voluntariamente” algo que se salga de los requerimientos normales de nuestra vida; algo no impuesto, no prescrito para nosotros por otra persona; algo no exigido por el sistema, sino asumido por nosotros por querer estar abiertos al Dios de la oscuridad, así como al Dios de la luz.

Como cualquier otra cosa, la vida espiritual puede convertirse en un elixir de novedades, una serie de modas pasajeras o una incursión en lo caprichoso. Benito aconseja a los fervorosos someterse al escrutinio de la sabiduría, para que los remedios espirituales que apetecen tengan el mérito de lo probado y verdadero, lo sensato y lo mesurado. Es facilísimo irse a los extremos y perder de vista el río de la tradición. El capítulo 49 de la RB dedicado a la Cuaresma, nos recuerda que el propósito del control personal es desarrollarnos, no acabar con nuestras energías ni confundir nuestra perspectiva de la vida.

Nuestro retorno a Dios no consiste en volver a darle algo que antes le habíamos negado, sino fundamentalmente es acoger agradecidos el amor que nos brinda de nuevo al abandonarnos a él, sin pedirle razones por su magnanimidad. En esta situación la oración queda liberada de palabras inútiles y las lágrimas son la expresión significativa de la gratitud y de la alegría humilde que llenan el corazón del monje.

Los monjes del siglo XXI hemos de aspirar a encontrar con mayor intensidad esta actitud fundamental, inseparable del amor. El amor y la compunción del corazón son como la piedra preciosa y el oro con el que el orfebre la sujeta y la protege. Sin la compunción del corazón el amor no es estable, no puede ser profundo. La compunción del corazón es el clima de la fidelidad, a prueba de todo, es el alimento de una caridad fraterna que no se da nunca por vencida, que no se cansa de esperar al otro, que está siempre disponible. La compunción del corazón hace al monje capaz de mirar con ternura y esperanza el mal del mundo y de la Iglesia, sin echarse jamás atrás en su compromiso de comunión y de servicio.

San Benito invita a cada uno de sus monjes a hacerse un programa, a prever algunas renuncias, pero con la aprobación del Padre espiritual. Y aunque sacrificio y penitencia se dejan hoy más bien a la devoción y aceptación personales, pero hemos de aceptarlos y practicarlos, pues el sacrificio es el pasaporte para el Reino de los cielos. Debemos desear la cruz porque del amor a ella, es de donde brota el amor a Jesucristo crucificado, el anhelo de superarnos para encontrarle, y la voluntad de unirnos a él en la reparación.

Actualmente, estamos más provistos de especulaciones que de observancias. Aquel que hiciera nuevamente la experiencia del ayuno y la comunicara, contribuiría a promover el monacato de nuestro tiempo, más que todos los autores que escriben sobre la teología de la vida monástica.
Demos gracias a Dios por esta invitación que nos hace S. Benito en el capítulo 49 de su Regla Monástica, a negarnos y a dejarnos desapropiar de nosotros mismos. Cuanto más fieles seamos, más descubriremos la verdadera felicidad.
Hna. Florinda Panizo
Bebliografía
Colombás M. García, San Benito su vida y su Regla, Editorial BAC, Madrid 1954.
Chittister Joan, La Regla de San Benito: vocación de eternidad, Editorial Sal Terrae, Santander 2003.
Delatte Paul, Comentario a la Regla de San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 2007.
Huerre Denis I., Comentario espiritual sobre la Regla de San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 1987.
Just M. Cassià, Regla de San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 1994.
León Muñoz Domingo, Perspectiva bíblico-hermenéutica de la Regla de San Benito, Cistercium 237 (2004) 844-881.
Steidle Basilius, La Regla de San Benito: comentada a la luz del antiguo monacato, Col. Espiritualidad, Burgos 1998.
Vogüé de Adalbert, La Regla de San Benito: Comentario doctrinal y espiritual, Ediciones Monte Casino, Zamora 1985.




[1] P. Basilius Steidle, La Regla de San Benito: comentada a la luz del antiguo monacato, Col. Espiritualidad, Burgos 1998, pp. 313-314.
[2] Cf. San León Magno, Serm. 6 sobre la Cuaresma, 1-2: PL 54, 285-287.
[3] Domingo Muñoz León, Perspectiva bíblico-hermenéutica de la Regla de San Benito, Cistercium 237 (2004) 844-881.
[4] Cassià M. Just, Regla de San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 1994, p. 229.
[5] Cf. RB cp. 48, 14-16.
[6] Cf. RB cap. 52,4. el espíritu de compunción acompaña siempre al alma y la hace consciente de su miseria, cuando se halla delante de Dios.
[7] Cf. RB 4,57-58; 7,62-66; 20,3; 52,4.
[8] Cf. RB Pról. v. 9. El camino que lleva a Dios es concebido como una suerte de iluminación constante. La Palabra de Dios es la luz que penetra la inteligencia inmunizándola contra el error, si el hombre la acepta por la fe. La Luz es también la riqueza y esplendor de bienes con que Dios acompaña sus manifestaciones.

9 de febrero de 2014

PUDO MÁS, QUIEN MÁS AMÓ



Hermana gemela San Benito, naturales de Nursia, perteneciente al ducado de Espoleto en Umbría. Era de una de de las familias más nobles de Italia. Así ella, como su santo hermano, fueron recibidos en  su  familia, como un regalo del Cielo, ya que, sus padres vivieron muchos años  en matrimonio sin tener hijos.  Al fin con oraciones y limosnas alcanzaron esta gracia. Su madre  educó a Escolástica con todo aquel afán de una madre  piadosa noble, ya que era la Condesa de Nursia, convencida  de que las primeras impresiones de los niños influyen mucho en el de su vida. Inculcó principalmente a la niña los grandes valores cristianos y humanos, enseñándole a relativizar  los bienes meramente humanos y a estimar y buscar los bienes del Cielo, en cuyo ejercicio halló Escolástica todo su gusto y todas sus delicias.


Las inclinaciones de Escolástica, su devoción temprana, su docilidad y su modestia hicieron conocer pronto a su madre, que el Cielo se la había prestado, nada más que como depósito.  Ciertamente, la tenía el Señor escogida para esposa suya. Escolástica desde niña dedicó su vida a Dios, viviendo una vida de profunda relación con Él, por lo que escuchaba, aceptaba y practicaba las con gusto, enseñanzas y consejos de su fervorosa  virtuosa de su madre.


Era tenida Escolástica por una de las damas más hermosas de su tiempo. Sus valores personales, humanos y espirituales  y los ricos bienes que había heredado y aumentado, con el retiro de su hermano y con la muerte de sus padres, la hicieron ser pretendida de los más nobles jóvenes de toda Italia; pero  como se ha dicho ya, ella mucho antes había renunciado a las halagüeñas esperanzas del mundo, consagrándose a Dios desde su infancia con voto de perpetua castidad.


No obstante de ser de un genio vivo, nervioso y brillante, de natural dulce y amigo de complacer, de un aire garboso, despejado, capaz de arrebatarse las admiraciones y los aplausos, toda su inclinación era al retiro. Para ella no tenían las galas, particular atractivo, las miraba con indiferencia dándoles el valor efímero que tienen. Su madre se lo había advertido, que los adornos postizos, por ricos y brillantes que fuesen, no eran capaces de dar un grado de mérito a su vida, y que el mayor y más apreciable elogio de una joven, era el poderse decir de ella, con verdad, que era sencilla y piadosa.


Nacida con tan bellas disposiciones para la virtud, educada en los valores  y virtud cristianos, nutrida en los más santos ejercicios de la caridad y de la devoción, hacía Escolástica maravillosos progresos en el camino del Cielo, siendo en el mundo el ejemplo y admiración de todas las jóvenes, a la vez que estaban llegando ya en la familia y en su ciudad noticias de la vida santa de su  hermano  Benito, y las maravillas que ya se contaban de él habían llegado también a Roma


A nadie edificó más, ni movió tanto, la generosa resolución de Benito, como su propia hermana  Escolástica, que después de la muerte de sus padres vivía aún con mayor recogimiento en el retiro de su casa, considerando que la perfección evangélica que profesaba Benito, igualmente se propuso a todos los jóvenes y no fue su hermana  la menos interesada en él.  Trabajó eficazmente en esta tarea tan importante de su eterna salvación y la de sus hermanos los hombres redimidos por la Sangre de Jesucristo.  Distribuyó sus bienes entre los pobres y acompañada únicamente de una criada de su confianza, partió en secreto en busca de su hermano.


Hacía algunos años que Benito, había dejado el desierto de Sublac, después de echar por tierra los ídolos y abolir el paganismo en el Monte Casino, había fundado allí el célebre monasterio, que fue como la cuna monástica, en el Occidente, y como el seminario de aquel prodigioso número de santos monjes, que ahora  pueblan el Cielo, y son  modelos que nos marcan el camino hacia él a través de la historia.


Teniendo noticia San Benito que ya estaba cerca su herma­na, salió a su encuentro, temiendo que traspasase los límites que él, había señalado, fuera de los cuales no había permiso para entrar mujer alguna, de cualquier condición que fuese, se adelanto á recibirla, acompañado de algunos monjes y la recibió fuera de la clausura. Fácil es de imaginar cuál sería la primera conversación de aque­llas dos santas almas abrasadas ambas con el fuego del divino del  amor. San Benito confió á su hermana parte de las gracias y de las maravillas con que Dios le había favorecido y Escolástica le corres­pondió a San Benito declarándole los extraordinarios favores con que el Señor la había colmado.


Mientras los dos santos hermanos se estaban dulcemente entrete­niendo con las misericordias que habían recibido del Señor, es fama que se vieron coronados de una luz resplandeciente, y que se sintie­ron penetrados de una gracia interior que obró grandes cosas en sus almas, dándoles a conocer los intentos de la Divina Providencia, que destinaba a uno y a otra para que trabajaran sin intermisión en la salvación y en la perfección de las personas que determinaba confiar a su cuidado. Durante esta santa conversación, declaró Santa Escolástica a su hermano el ánimo que tenía de pasar el resto de su vida, en una soledad no distante de la suya, suplicándole quisiese ser su guía espiritual, y pidiéndole que dispusiera las reglas que había de obser­var para el gobierno y aprovechamiento de su alma.


Consintió en ello Benito, porque ya el Cielo le había revelado la vocación de su hermana. Es por ello que de ante mano había hecho fabricar una celda, no lejos del monasterio para ella y para su criada. Les dio, poco más o menos, las mismas reglas que había dispuesto para sus monjes.
        
La fama de la eminente santidad de esta nueva fundadora, atrajo desde luego, un gran número de jóvenes, que, entregándose a su guía y a la de Benito, se obligaron como ella a guardar la misma Regla.


Tal fue el nacimiento y el origen de aquella célebre Orden Benedictina femenina, que pronto y a lo largo de toda la historia se ha extendido por todo el mundo, pues llegó a contar hasta catorce mil mo­nasterios de mujeres, propagada ya en los primeros siglos, por todo el Occidente. Se veía con admiración tantas ilustres princesas venir a sepultar bajo la oscuridad de un velo los más brillantes esplendores del mundo y así ocurría cada día, con tantas nobilísimas jóvenes, distinguidas por su elevado nacimiento y por el conjunto de sus singulares valores humanos, que, a ejemplo de Santa Escolástica, prefieren la cruz de Jesucristo al aparente brillo y engañoso lujo mundano, y a los más halagüeños tentadores gozos de la vida.


Habiendo recibido Santa Escolástica la regla para vivir, que le dio su hermano San Benito, todo su pensamiento y toda su ocupa­ción en adelante, fue darse toda de lleno, a la alta idea de perfección a la que se sentía llamada. Aunque su vida hasta entonces había sido austera y penitente, dobló su rigor. Apenas interrumpía el re­cogimiento interior, y su oración era continua. La devoción que desde la cuna había profesado a la Santísima Virgen, creció sin medida, hallando nuevo aliento en la dulce confianza de esta dulce Madre. Se encendió en ella con tanta energía el fue­go del amor a Dios, que apenas podía contener los divinos ardores que la abrasaban.


En aquel tiempo no había clausura, pero no volvió a salir del monasterio nunca. Sólo se reservó el derecho de ir una vez al año a visitar a su santo hermano Benito, así  para darle cuenta de su comunidad y de lo particular de su alma, como para recibir sus órdenes y apro­vecharse de sus consejos.


Cercano el día de su muerte, vino a hacer su última visita anual a su hermano. Después de haber cantado los salmos y de haber conversado, como era de costumbre, sobre varias materias de piedad y gobierno de la comunidad de hermanas, Benito la despidió para volver al  su monasterio, pero Escolástica, le rogó tuviese a bien detenerse hasta el día siguiente, para lograr el consuelo de hablar más despacio sobre la bienaventuranza de la vida eterna. Se negó rotundamente  Benito.  Entonces, la santa hermana, bajando un poco la ca­beza y apoyándola sobre las manos, se recogió interiormente haciendo una breve oración. Apenas la acabó, cuando el aire, que estaba claro, sereno y despejado, se turbó de repente, y se fraguó una tempestad de relámpagos y truenos, acompañados de una lluvia tan copiosa, que no fue posible ni á   Benito, ni á los mon­jes que le acompañaban, salir para volverse al monasterio.


Se quejó el santo monje amorosamente: Hermana, ¿Qué has hecho? pero ella se justificó con que, lo hacía el Cielo en defensa de su razón y de su causa. San Gregorio, que refiere este suceso, representa una grande idea de la virtud y del mérito de Santa Escolástica, resolviendo que, “pudo más quien más amó”. Volviendo Escolástica  con sus hermanas, al lugar de su retiro, al día siguiente por la maña­na. Tres días más después voló al Cielo. San Benito al asomarse a la ventana de su celda vio una blanquísima paloma que volaba hacia el cielo. Entonces por inspiración divina supo que era el alma de su hermana que viajaba hacia la eternidad feliz.


Inundado de alegría Benito, a vista de la dicha que gozaba su amada hermana, dio parte a sus discípulos, y todos rindieron al Señor humildes y devotas gracias. Envió después algunos monjes, para que condujesen el cuerpo a Monte Casino, pero fue preciso conceder a sus hijas el justo consuelo de tributar las úl­timas honras a su buena Madre, por espacio de tres días, después de los cuales, se trasladó aquel precioso tesoro a la iglesia del monaste­rio. San Benito, la hizo enterrar en la sepultura que tenía destina­da para sí. Murió Santa Escolástica,  en el 543, con 63 años  edad.


Estuvo el cuerpo de la Santa en Monte Casino hasta la mitad del siglo VII, en que, los longobardos destruyeron el Monasterio. Después fueron trasladados a Mans las preciosas reliquias, donde fueron honradas con extraordinaria devoción. El año de 1562 se apode­raron los hugonotes de esta ciudad, mataron inhumanamente a los sacerdotes, pusieron fuego a las iglesias, profanaron los vasos sagrados, llevaron las arcas, cajas y relicarios preciosos donde esta­ban colocadas las reliquias de los santos y depositados los cuerpos de los dos santos hermanos, después de sacar éstas y aquéllos, arrojándolos por el suelo para quemarlos, al tocar el de Santa Escolástica para se apoderó de ellos tal pánico, que los obligó á huir  precipitada­mente, con el asombro de los monjes y de los habitantes de aquellos lugares que lo  se atribuyeron a la poderosa a su poderosa y singular protección de la Santa lo que no contribuyó poco a aumentar la devoción de los pueblos.


A través de los siglos y hasta hoy, podemos constatar, cómo desde hace catorce siglos, las reliquias de ambos hermanos, fundidas en el seno de la tierra madre, germinan incesantemente en frutos de santidad. Porque "todo lo que nace de Dios vence al mundo". Sobrevive San Benito, en su Orden, a pesar de todas las injurias de los tiempos. La vida oculta de Santa Escolástica, tiene el valor de un símbolo. Ella encarna el poder de la oración contemplativa, "razón de ser de nuestros claustros", la que, en alas de un corazón virginal, lleno de fe, arrebata a los cielos su gracia y la derrama a torrentes sobre esta tierra estéril, pero rica en potencia, que con el sudor de su frente siguen labrando sin interrupción en la historia, los monjes y monjas que siguen su Regla.
Hna. Ana María Panizo




3 de enero de 2014

SAN BERNARDO Y LOS SERMONES LITÚRGICOS


(TIEMPO DE NAVIDAD)
Introducción
         A San Bernardo se le llama el último de los Padres de la Iglesia, cerrando así dignísimamente la lista gloriosa de lumbreras en la fe y las buenas costumbres que comenzó desde los primeros días del cristianismo y continúa sin interrupción durante más de diez siglos. La influencia de su doctrina en la vida íntima espiritual de la Iglesia es muy superior, a partir del siglo XII, a la de todos los Padres, si se exceptúa a San Agustín, en lo que se refiere a la mentalidad de profesores de escuelas, oradores y escritores místicos[1]. San Bernardo, en lenguaje de Benedicto XVI, es uno de aquellos que no sólo han enseñado en la Iglesia, sino también y sobre todo a la Iglesia[2]. 

            A partir del siglo XII, la predicación se impuso en todos los monasterios. El Cister la adoptó desde sus orígenes y la revistió de modalidades nuevas. Todo abad cisterciense estaba obligado a reunir diariamente el capítulo conventual[3], además de explicar la Regla. Los textos eran tomados de la Sagrada Escritura, pero se comentaban desde el punto de vista de los monjes. Los sermones de esta época pueden considerarse, no sólo como verdaderos tratados apologéticos, dogmáticos y exegéticos, sino como una mina de valor doctrinal copiosísima e inapreciable en lo concerniente a los elementos constitutivos del monacato: vida de recogimiento y soledad, oficio divino, meditación, lectura, contemplación, mortificación, trabajo. 

La obra más extensa de San Bernardo es el “comentario al año litúrgico”. En él va exponiendo los misterios de la salvación mediante una serie de textos bíblicos ofrecidos por la misma liturgia. Y como para Bernardo la Biblia es vida litúrgica y tradición patrística, suele citar estos textos según la versión que le dan los Padres de la Iglesia, leídos o escuchados personalmente en la celebración del oficio litúrgico de la noche. Por ello, la exégesis de ellos es la suya, y por eso quizá ha llegado a ser él como el representante más eminente de la patrística medieval[4].
1. Características de la cristología bernardiana
            El decurso del año litúrgico está centrado en el misterio de Cristo, por eso necesitamos destacar la persona y la obra de Cristo mismo para sentir con la lectura de los textos la riqueza de inspiración y de vivencia que animaban las fibras más profundas del mismo Bernardo.

            A raíz del Concilio Vaticano II se ha ido acentuando el giro antropológico de la cristología. La antropología es el terreno y el marco de la cristología[5], y en este trasfondo nos movemos. Cristo vino a nosotros como hombre y para los hombres. Vino para mí, dirá San Bernardo. Por eso el hombre ya no podrá encontrar el sentido de su vida más que en Cristo. Desde ahora será imposible una antropología integral sin un substrato cristológico. Pero tampoco puede concebirse una cristología  viva sin ser soteriológica (La soteriología es la rama de la teología que estudia la salvación). Es el gran mensaje que nos comunica Bernardo de Claraval. 
            Bernardo contrasta a todas luces con una mentalidad escolástica[6] y se asemeja más, si cabe, a ciertas corrientes actuales de sesgo marcadamente existencial y vital asumidas en la teología, que se preocupan más por lo que Cristo es para nosotros que lo que pueda ser para él mismo. 
            Es inconcebible para Bernardo una cristología antropológica o una soteriología sin un correspondiente encuadramiento litúrgico[7]. La cristología o soteriología es nuestro misterio antropológico vivido en Iglesia, y la vida concreta que la Iglesia transmite a sus miembros se verifica en el dinamismo de la liturgia mediante unos signos o símbolos sacramentales. Bernardo, en su vida claustral, es muy sensible a estos signos y símbolos, centrados en el misterio mismo de la revelación y de la salvación a través de la Palabra de Dios, leída, escuchada y “rumiada” en el ejercicio asiduo de la lectio divina y en las celebraciones cíclicas del misterio de Cristo Salvador a lo largo del año litúrgico. 
2. ¿A quién van dirigidos estos sermones litúrgicos?
            Los sermones de San Bernardo van dirigidos a sus monjes. Son las pláticas que les dirigió siendo abad de Claraval. Algunos los compuso para otros monasterios, sin que él los predicara a sus monjes. En unos y en otros se revela más místico y contemplativo que historiador y teólogo. Sus sermones revelan al hombre interior, en la estrechez de la celda, que promueve los intereses de los hermanos con su ardiente palabra y, a la vez, no descuida los de la Iglesia. Ellos son el fruto sazonado de una lectura y meditación profundas y de una docta experiencia personal. Estos sermones le colocan entre los escritores más destacados de la espiritualidad cristiana. Son la obra que más celebridad le ha conquistado y la que mejor define la faceta predominante de su gigantesca personalidad: el celo devorador por la difusión del reinado de Cristo en las almas.

            San Bernardo solía predicar más días de los que ordenaban las constituciones. Había recibido autorización expresa del capítulo general por causa de su resentida salud, que no le permitía entregarse al trabajo manual, y por el provecho espiritual que proporcionaba con sus enseñanzas, no sólo al propio monasterio, sino a otros muchos[8]. Las pláticas tenían lugar, una, por la mañana después de prima o antes de la misa conventual, y otra, antes de completas.

            Como buen pastor que se desvela por el cuidado de sus ovejas y como fiel discípulo de San Benito, quien exhorta en su Regla al abad a instruir a los monjes, San Bernardo, siempre que se lo permitan las múltiples ocupaciones en que estaba enredado, no deja de dirigir la palabra a sus hijos. Y consideraba la conferencia espiritual (el sermón) como el verdadero pan del alma que fortifica el corazón y hace perseverar en la senda de la virtud[9]. Oíasele lamentar cuando se veía en la imposibilidad de cumplir con este deber sagrado de su ministerio[10].

            Un índice muy significativo de cuánto le preocupaba la instrucción de los monjes es el hecho de que robaba tiempo al sueño para preparar las pláticas, pues no le bastaba el tiempo que tenía señalado en su horario particular, que era mientras los monjes estaban en el trabajo[11]. Sin embargo, según se desprende de muchos pasajes de sus escritos, frecuentemente se veía precisado a improvisar. Esto acontecía cuando los monjes, cansados por el trabajo manual, le rogaban les comentase algún trozo de las Sagradas Escrituras en donde pudieran distraer su espíritu y aliviar la fatiga del cuerpo[12]. 
3. La celebración litúrgica de la encarnación
            La protología[13] trágica, con el pecado y sus consecuencias, se arrastra en el tiempo, en el hic y en el nunc[14] de la dura y amarga existencia. La vida es un exilio aquí, en Babilonia; y a orillas de sus canales lloramos y nos lamentamos[15], tomando conciencia de lo que somos y de lo que queremos ser. 
            Pero esta protología trágica no nos aplasta irremediablemente, sino que ante tal situación, digna de lástima, Bernardo despliega el dinamismo protológico liberador, una alegoría forcejeante de singular belleza entre “la Misericordia y la Verdad”[16]. Introduciendo así a Cristo en las raíces mismas de la historia humana, amenazada entre el desamparo y la desesperación. Cristo preexiste ya desde ese comienzo trágico, Christus heri, para acompañar al hombre por los avatares de su historia y salvarlo. Cristo se hace historia, se hace “Jesús”, y acompaña al monje como “Cristo-Jesús” o “Jesu-Cristo”[17]. Esto es, que se introduce en el cuerpo-de-muerte y en la carne-de-pecado del hombre[18]; se despoja de su belleza y adopta la deformidad, la forma de no-belleza:

   “(El profeta) vio lo mismo que vieron los apóstoles y de la misma manera: una visión totalmente espiritual y nada corporal. No lo vio como aquel que dijo: lo vimos sin aspecto atrayente, sin    figura ni belleza. Lo vio transfigurado y el más hermoso de los hijos de los hombres. Por eso             dice transportado de gozo como los apóstoles: ¡qué bien estamos aquí”[19].

            La misericordia se hace miseria[20]. Y la belleza de la gloria queda oculta (el misterio) en la corteza (sacramento) de la deformidad de una carne-de-pecado y de un cuerpo-de-muerte. En esto consiste la encarnación para Bernardo y la clave de la vida litúrgica, en un participación ab intus en la gloria del Señor Jesús[21]. Jesucristo es un ser paradójico por su sacramento/misterio, sólo comprensible a los ojos de la fe. Pero gracias a esta paradoja personal se convierte en mediador[22], introduciendo en esa carne-de-pecado y en ese cuerpo-de-muerte el fermento[23] de la restauración del género humano. El kairós de la encarnación transforma la existencia dramáticamente ruinosa de la vida en una existencia numinosa y de combate. 
            No deja de ser algo incomprensible la forma como se realiza en la persona de Cristo la unión entre una naturaleza divina y una naturaleza humana[24]. Por eso el sacramento de la divina dispensación, el cuerpo animado que encierra el misterio de la divinidad, es sombra[25]. Y su vida, como la nuestra, es una peregrinación en la sombra. 
            Bernardo acentúa la unión de las dos naturalezas en una especie de contracción en la persona misma de Jesús el Cristo, el Verbum abbreviatum, la Palabra concisa: 

“Por eso se contrajo la majestad y lo mejor de ella, la misma divinidad, aglutinándose a nuestro barro. Con el fin de que en una sola persona se uniese entre sí Dios y el barro, la majestad y la debilidad, la degradación y la sublimidad. Nada hay tan sublime como Dios y nada tan degradante como el barro. Y a pesar de todo, dios descendió al barro, y el barro, en su insoslayable menosprecio, subió hasta Dios. Así, la obra de Dios brilla en el barro como la obra del mismo barro”[26]. 

            Era imprescindible la kénosis de Cristo en Jesús, su abajamiento por la humanidad para reparar el primer pecado de soberbia[27].La kénosis de Cristo es un interim, que es combate. Bernardo describe con refinadas y opuestas asonancias el asedio y el forcejeo en la vida de Cristo, su interim, su spaciolum[28]. En este trabajo y combate en la miseria nos abrazó a cada uno de nosotros y nos facilitó la unión con él[29]. Pero hay algo más: el anonadamiento de Cristo es la clave de la victoria sobre el pecado, e introduce por la moral, cuya virtud esencial es la humildad, las realidades del ésjaton en la protología, en la raíz misma de la deformidad.

            El interim como el “hoy” litúrgico no es un combate en la humildad. La encarnación no es simplemente para nosotros una contemplación de la realidad misma del misterio. La encarnación nos supone imitación, que es seguimiento de las huellas de Cristo Jesús[30]. Así, el interim ya tiene un sentido para el hombre. Es la forma de asimilarse a Cristo. Conquistemos el paraíso escatológico a través del paraíso crístico[31]. Ahora la escatología supera ya a aquella protología metahistórica, la que no conocía el pecado, cuando el hombre era conciudadano de los ángeles. 
            La celebración litúrgica del misterio de la encarnación es la clave en Bernardo no tanto de la llamada “devoción a la humanidad de Cristo”, cuanto de los restantes misterios litúrgicos, incluso de la resurrección. Sin la encarnación, la resurrección carece de fundamento. Porque este misterio es el comienzo de un fin que llegará como mero precipitado. La encarnación, como la resurrección y la ascensión, forman en conjunto esa figura geométrica parabólica, porque suponen en abatimiento y una exaltación subsiguiente.

-Adviento: Los siete primeros sermones de los dedicados al ciclo litúrgico son una explanación histórica y mística del primer período: el Adviento. Trata de explicar el por qué ha sido Dios-Hijo, quién se ha encarnado y no Dios-Padre o el Espíritu Santo. San Bernardo da también normas concretas sobre la manera de celebrar los misterios que la santa madre Iglesia propone a nuestra consideración; se lamenta de los abusos que los cristianos cometen en este sagrado tiempo y del poco cuidado que tienen en preparar una limpia morada al Señor para cuando llegue en la noche de Navidad[32]. 
Distingue tres clases de venidas: la primera la hace Jesucristo en carne mortal; la segunda, en espíritu y virtud; la tercera la hará en la gloria y majestad al final de los tiempos. Según él, sin la venida de Cristo a la tierra, el género humano habría perecido irremisiblemente. Era la oveja descarriada que el Buen Pastor se dignó colocar sobre sus hombros y conducirla al redil. “Maravillosa dignación de Dios, exclama, que así busca al hombre; dignidad grande del hombre, así buscado de Dios”[33].

            -Navidad: En seis sermones sobre la vigilia de Navidad pone San Bernardo todo el afecto de sus más delicados sentimientos. El objeto principal de estos sermones es enseñar cómo hay que prepararse a la fiesta de Navidad, “fuente de vida que, cuanto más se saca de ella, más rebosa y nunca se agota”[34]. 
            Los sermones sobre la fiesta de Navidad son seis también, contado el que dedica a los Santos Inocentes. El lugar, el tiempo y las circunstancias del nacimiento de Cristo le suministran minuciosas reflexiones acerca de la creación, redención y glorificación, las obras ad extra principales de Dios. En el sermón que dedica a los Santos Inocentes estudia los tres diversos modos de confesar también a Cristo San Esteban, San Juan y los Santos Inocentes, y concluye que la muerte de estos últimos, aunque inconsciente, fue un verdadero martirio. Al mismo tiempo defiende la doctrina de que los niños de la antigua ley se salvaban por la circuncisión, lo mismo que ahora en la nueva por el bautismo[35].

            -Circuncisión: A la fiesta de la Circuncisión dedica tres sermones. Lo más notable en ellos es la explicación que da de los distintos nombres con que la Sagrada Escritura y la Iglesia llaman al Verbo encarnado.

            -Epifanía: De la Epifanía del Señor habla en seis sermones; tres solamente tratan de la fiesta misma, su objeto histórico y simbólico; uno de la circuncisión y del bautismo; dos (domingo primero) de las bodas de Caná y de las bodas espirituales, de las que aquella son tipo. 
4. Contenido teológico de estos sermones
            El ciclo de la Navidad con su preparación, el Adviento, y su prolongación, los misterios de la Epifanía, estimulan a Bernardo a presentar el misterio de Dios en Cristo Jesús frente a la trágica situación del hombre en su urdimbre y en su historia. Confrontación de Cristo Jesús, Dios y hombre, con el hombre, mediante la antropología asumida por Cristo y clave, al mismo tiempo, de toda la historia de la salvación. 
            Bernardo se remonta a los albores de la historia de la salvación. Hay una protología bien marcada por los acontecimientos de un Lucifer-Satanás que, cayendo en desgracia, configura al hombre mediante el pecado en un “cuerpo de muerte”[36]. El hombre es aherrojado del paraíso adámico y encerrado en una cárcel. El hombre histórico es noche y sombra: es mazmorra. Tocamos de lleno la antropología de pecado, la única real que conoce la persona humana y hace de su existencia una dolorosa y amalgamada experiencia de separación y de deseo; separación en sí misma de Dios, y deseo de un liberador y mediador[37]. Es el doble sesgo que anima la vida de nuestros Padres hasta la venida de Cristo en el tiempo para remontarse a la escatología[38]. Protología, escatología y kairología están inseparablemente unidas en la teología monástica de Bernardo, que es fundamentalmente tropología o moral. Y se explica en cuanto experiencia de vida en la liturgia y por la liturgia. La liturgia actualiza en superposición de planos esos tres momentos históricamente sucesivos: la protología y la escatología en la kairología. 
            El hodie litúrgico es esa kairología, que connota hondas exigencias morales[39]. Cristo es nuestro paraíso[40] con sus cuatro fuentes[41]. Es el que viene de arriba para transformar nuestro hombre de muerte[42]. Se amolda a la historia, al hombre[43]. Su majestad se vuelve humildad; y aparece como “Palabra concisa”, “Palabra aniñada y sin voz”[44]. Su cercanía y su presencia avivan el deseo de la “Visión de paz”, Jerusalén de arriba, la realidad del ésjaton[45]. Pero es una Palabra viva que suscita en el corazón del hombre una transformación El homo-caro se transforma así en homo-spiritus[46].

Conclusión
         Después de ver a grandes rasgos lo que nos dice San Bernardo respecto al Adviento y la Navidad, podemos preguntarnos ¿cómo vivió él este tiempo de preparación y de gracia? Lo vivió meditando sin descanso, el misterio más grande que hemos conocido: “Dios hecho hombre, Dios hecho un niño”. ¡Misterio inefable! Pero no sólo meditó sino que comunicó su experiencia vivencial a sus hermanos, a los que el Señor le había encomendado, alimentándolos espiritualmente para que se llenasen ellos también de la “sabiduría de Dios”, que él había meditado, asimilado, lo que él había hecho ya vida. ¡La Vida de Dios, hecha carne-humanidad! 
            Bernardo encuentra en la meditación de los misterios, el fuego que enciende el corazón del hombre, el camino seguro que conduce al AMOR y a la unión de Dios, y atribuye a los sagrados misterios que se celebran a través del ciclo litúrgico una virtud sacramental que se ordena con fines a la santificación. 
            Estos sermones, son un guión litúrgico, un depósito espiritual de doctrina, siempre antigua y siempre nueva, para las almas ansiosas de vida interior que quieren sentir y vivir con la Iglesia. 
Contemplemos con gozo la Caridad-Amor que Dios ha tenido con nosotros, “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida.” (1 Jn 1,1). Mediante Su humanidad conectamos con el sacramento de la divinidad de Cristo. 
La Virgen Madre nos guiará. La Palabra produjo en Ella la Encarnación del Verbo. En la Iglesia de hoy no deja de dar nuevos frutos. Fecunda, santifica, permite dar testimonio. Pero la Iglesia, son en primer lugar, los corazones de los creyentes verdaderamente entregados a la Palabra. Los monjes quisieran ser uno de esos lugares donde la Palabra de Dios irrumpe libremente en el mundo.
            Que tengamos un “un corazón preñado de la Palabra”. Esta expresión la aplica el beato Guerrico a la Virgen María y al monje, pues él también concibe al Verbo en el prolongado contacto con la Palabra de Dios[47]. Durante nueve meses maduró lentamente la Palabra de Dios en el seno de la Virgen María. Durante años y siglos continúa madurando en el corazón del mundo, sembrada incesantemente por la Iglesia en el corazón del hombre que la escucha y pone en ella toda su esperanza de vivir. El monje, a su vez, lleva la vida de Dios en lo más profundo de su corazón: una vida que se desarrolla lentamente para tomar cuerpo en él. 
            El monje se recoge amorosamente en torno al germen de la vida de Dios, y haciéndolo así, lleva el mundo futuro en lo más profundo de su corazón. El germen no procede de él, nace de Dios, pero igual que la Virgen María, el monje le presta su corazón y su cuerpo. Está todo entero en esta espera y en este anuncio. Es su guía y su guardián. Que María, patrona del Cister, bajo cuya protección están todos los monasterios de la Orden, nos acompañe en el adviento y que Ella nos lleve junto al que “viene a salvarnos, Dios-con-nosotros”.
Hna. Florinda Panizo 
BIBLIOGRAFÍA
Acebal Luján J. L., Obras completas de San Bernardo T. III: Sermones litúrgicos I, Editorial BAC, Madrid 1985.
Diez Ramos Gregorio, Obras completas de San Bernardo T. I .Editorial BAC, Madrid 1953.
González de Cardedal O., Cristología y liturgia. Reflexión en torno a los ensayos cristológicos contemporáneos: Phase 18 (1978).
De Igny Guerrico, Camino de Luz: Sermones litúrgicos I, Editorial Monte, Burgos 2004.
Bosch Van den A., Le mystère de l’Incarnation chez St. Bernard: Cîteaux 10 (1959) 88.

[1] E. Vacandard: Dictionnaire de Theologie Catholique, palabra “Bernard”, Col, 784.
[2] Ibid., col. 783.
[3] Consuetudines, Monasticon Cisterciense (Solesmes 1892), c. 70, p. 146.
[4] Id., Ser.mones per annum, en Sancti Bernardi Opera IV p. 119-159; Id., Inédits bernardiens dans un manuscrit d’Engelberg, en Recueil d’études sur Saint Bernard et ses écrits II (Roma 1966) p. 185ss; Id., La traduction des sermons liturgiques de St. Bernard p. 203ss.
[5] O. González de Cardedal, Jesús de Nazaret. Aproximación a la Cristología (Madrid) 1975) p. 282 s.
[6] La escolástica fue la corriente teológico-filosófica dominante del pensamiento medieval, tras la patrística de la Antigüedad tardía, y se basó en la coordinación entre fe y razón, que en cualquier caso siempre suponía una clara subordinación de la razón a la fe.
[7] Toda cristología desconectada de la vida litúrgica es fugaz por estar radicalmente enferma. Cf. O. González de Cardedal, Cristología y liturgia. Reflexión en torno a los ensayos cristológicos contemporáneos: Phase 18 (1978).
[8] Serm. 1 de Septuagésima, n. 2; cf. Serm. 10 sobre el salmo 90, n. 6, y Serm. 1 de San Malaquías, n. 1.
[9] Serm. 2 de la Anunciación, n. 4.
[10] Serm. 5 de Cuaresma, n. 1; cf. Serm. 8 sobre el salmo 90, n. 1.
[11] Serm. 1 de Todos los Santos, n. 3.
[12] Prólogo al salmo 90, n. 2.
[13] Del griego protos (primero) y lógos (saber), indica en el ámbito de la teología contemporánea la doctrina que estudia las afirmaciones dogmáticas relativas a los orígenes, al “principio”. la creación del universo en general y del hombre en particular, su elevación al orden sobrenatural, la caída del pecado original. El término protología se acuñó en analogía con el término escatología, que estudia las realidades últimas, no ya como término, sino como consumación. Entre la protología y la escatología se da una íntima conexión, en cuanto que Dios llevará finalmente a su plenitud todo lo que estableció desde el principio.
[14] Cf. IEpfn 2,6; véase El carisma cisterciense y bernardiano p. 70.
[15] Sal 136,1. Citado en Adv 7,10: Babilonia-confusión; VigNav 6,8: Babilonia-crueldad; Epf 3,3; SIXC 7,5; 7,14; Asun 1,1: Babilonia-aspiración.
[16] Anun 1,9-14.
[17] Es el nombre completo que hay que conocer para salvarse; VigNav 6,1; Circ 2,2: Jesús es verdad, no sombra, como hijo que es de Abraham; VigNav 6,3: Cristo, el preexistente antes de la creación.
[18] La kénosis de Cristo según Fil 2,5-7, lugar teológico en la soteriología bernardiana: Adv 1,2; 4,4; VigNav 4,6; Nav 1,1; Cir 3,3; Epf 1,6; SlXC 17,6; Anun 3,10; MiercS 4; 10; Re 4,1; OPasc 1,1; 2,1; Asc 6,15; TSS 4,2; Mart 8; SVM 3,12.
[19] Cf. Asc 4,9; Mart 5.
[20] MiercS 8; 10: y nos besa con el beso de su boca; Nav 5,4; Epf 1,1; Cuar 2,2; SlXC 11,8.
[21] Cf. IEpf 2,1; Asun 2,9.
[22] Cf. Asc 6,11; Anun 2,5; IEpfn 2,1; Asun 2,9; TSS 1,4.
[23] Cf. VigNav 3,7-10; Nav 2,2-4.
[24] SVM 4,4; cf. A. Van den Bosch, Le mystère de l’Incarnation chez St. Bernard: Cîteaux 10 (1959) 88.
[25] Asc 3,3; 6,11; Pent 2,3: “umbra corporis”; Adv 7,1: “umbra mortis, infirmitas carnis”; VigNav 3,6; 6,3; Adv 1,10. cf. A. Van Den Bosch, a. c., p. 89.
[26] VigNav 3,7.
[27] CalNov 2,3-5; Cuar 2,1-2: humildad en cuanto condescendencia privación de belleza; MierS 13: sacramento paradójico de humildad; MiercS 3: María, modelo de humildad; Nav 1,1: fundamento de todas las virtudes; Nav 2,6: única para reparar la caridad; Asun 4,7; OAsun 11,13.
[28] MiercS 6: “in illa brevitate appetitus insidiis, interrogatus contumeliis, pulsatus iniuriis, vexatus supliciis lacessitus”. El interim de Cristo como combate, véase en MIercS 11.
[29] MiercS 11-12.
[30] JuevS 5; cf. J. Leclercq, Imitation du Crhist et sacrments chez St. Bernard: Collect. Cist. 38 (1976) 263-282.
[31] Nav 1,6: Christus, Paradisus noster; Adv 8,1; Ded 6,3; NatVM 3; Anun 3,2.
[32] Sem. 3 de Adviento, n.2.
[33] Serm. 1 de Adviento, n. 7.
[34] Serm. 4 de la Vigilia de Navidad, n.1.
[35] Serm. De los Santos Inocentes, n. 2.
[36] Adv 1,2-5; 6,1; Adv 8,1; VigNav 4,2; IEpf 1,3; VigNav 4,2.
[37] Adv 8,1; VigNav 3,2; Epf 1,3.
[38] VarNav 3,2; Epf 1,3.
[39] VigNav 5,3; 6,1-11; Epf 1,5; Pur 1,1; 2,1.
[40] Nav 1,6.
[41] Nav 1,5-8.
[42] Adv 6,5; 7,1.
[43] VigNav 6,3.
[44] VigNav 1,1; 5,3; Nav 1,1,3; 5,1; Cir 1,1; 2,3; ConP 1,6; ConP 2,1.
[45] VigNav 2,1,6.
[46] Nav 2,10; 3,3; Epf 2,2; IEpf 2,2,3.
[47] Guerrico De Igny, Sermones sobre la anunciación, II, 4-5. Cf. Camino de luz, II, 273-277.