7 de abril de 2014

M. MARÍA EVANGELISTA QUINTERO


Monasterio Cisterciense de Valserena (Italia) en él vive la
 autora de este artículo publicado italiano,  en la revista
VITA NOSTRA
Sor María Francesca Righi, Valserena, OCSO

         Los santos son los verdaderos protagonistas de la evangelización en todas sus expresiones. Ellos son, en particular, también los pioneros e impulsores de la nueva evangelización: con su intercesión y con el ejemplo de su vida, atenta a la fantasía del Espíritu Santo, muestran a las personas indiferentes e incluso hostiles la belleza del Evangelio y de la comunión en Cristo, e invitan a los creyentes, por así decir,  tibios, a vivir con alegría la fe, esperanza y caridad, a redescubrir el “gusto” por la Palabra de Dios y de los Sacramentos, en particular del Pan de vida, la Eucaristía[1].

Apertura de la causa de beatificación
        
         El lunes 26 de noviembre del 2012, a las 18’00, tuvo lugar en la Iglesia del Monasterio Cisterciense de la Santa Cruz, la apertura del proceso de beatificación y canonización de la Fundadora M. María Evangelista Quintero Malfaz, natural de la Villa de Cigales, Valladolid. Junto al Arzobispo de Toledo  y a diferentes personalidades de la Iglesia local y de la Iglesia de España, el Abad General Dom Lepori, y el Postulador, P. Pierdomenico Volpi, estaban presentes, con la comunidad monástica y su Abadesa, las autoridades y le gente del lugar.

Motivaciones

         ¿Qué motivos tenemos para interesarnos por la figura de esta monja española, casi contemporánea de Santa Teresa de Ávila, cuya causa de beatificación apenas ha sido introducida el año pasado por la Orden Cisterciense? Expresamos sustancialmente uno, el principal, antes de dar de la Venerable María Evangelista un esbozo biográfico. El año de la Fe nos invita a recorrer la historia buscando en ella los testimonios de la santidad vivida:

         Será decisivo durante el curso de este Año recorrer la historia de nuestra fe, la cual ve en el misterio insondable de la unión entre santidad y pecado. Mientras la primera evidencia la gran aportación que los hombres y mujeres han ofrecido al crecimiento y desarrollo de la comunidad con el testimonio de u vida, el segundo debe provocar en cada uno una sincera y permanente obra de conversión para experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos[2] .

         Hacer un ejercicio de memoria recorriendo la historia, sugiere un acercamiento entre el tiempo en el cual ha florecido la santidad de María Evangelista y nuestro tiempo. Nosotros, hoy, a cincuenta años de la apertura del Vaticano II, nos preguntamos cómo hemos procedido, en la vida religiosa, según las directivas de aquel Concilio. Estamos llamados a calcular la reforma acaecida en orden a la respuesta a los signos de los tiempos. María Evangelista es una fundadora y una reformadora. Nosotros estamos en una época de reforma de la vida consagrada, y de redescubrimiento de las fuentes de nuestros fundadores. Podemos con gran utilidad, ver su obra como un modelo para cuanto estamos llamados a cumplir hoy.

         Encontramos una coincidencia curiosa: María nace en 1591. En ese mismo año, en otra región de Europa, Francia, nacen cuatro mujeres que tendrán la misión de reformar la Orden, a través de la renovación de sus comunidades: cuatro reformadoras. Citamos literalmente de la unidad del Programa Observantiae[3] .

         “Uno de los hechos fundamentales de la vida religiosa en la Francia moderna es la implicación de toda una sociedad de mujeres jóvenes en la renovación monástica, con la reforma de órdenes antiguas o la creación de nuevas congregaciones. Las monjas cistercienses tuvieron su parte en este movimiento. Cuatro de ellas, relativamente bien conocidas, nacieron en 1591.

         Estas son:
         - Jeanne de Courcelles de Pourlans (1591-1652), Abadesa reformadora de Tart,
         - Françoise de Nérestang (1591-1652), Abadesa reformadora de Mégemont, transferido seguidamente a La Bénissons-Dieu,
         - Angélique Arnauld (1591-1661), Abadesa reformadora de Port-Royal,
         - Louise Perrucard de Ballon (1591-1668), fundadora de las Bernardas reformadas de Saboya, nacidas en la Abadía Sainte-Catherine del Semnoz.

         Las familias de las cuatro monjas pertenecían a la aristocracia media y tenían relaciones más o menos antiguas con la Orden de Cîteaux. Beneficiados por el favor de los príncipes y sabiendo utilizar el sistema de la encomienda, metieron a sus hijas en abadías cistercienses de las que esperaban obtener el bastón abacial, para dar fama a su linaje, en busca de reconocimiento y de potencia, como demuestran sus historias más recientes. En esta perspectiva y conforme a las costumbres de la época, las futuras reformadoras ingresaban en el monasterio desde niñas y recibían educación.

         Jeanne de Courcelles de Pourlan, criada hasta la edad de 14-15 años en el monastero de Tart, vuelve a la familia por enfermedad, no se sentía capaz ni para el matrimonio, ni para la vida religiosa. Finalmente entró en las Clarisas de Migettes atraída por el canto coral. Cuando la carga abacial de Tart está disponible, su padre obtiene para ella el báculo y logra hacérselo aceptar encargándose él mismo de todas las formalidades. Jeanne recibe por tanto la bendición abacial, vuelve a hacer un año de noviciado e hizo la profesión a finales de 1618.

         Françoise de Nésterang fue puesta sobre el sitial abacial di Mégemont por su padre; su hermano Claude deviene Abad de La Bénissons-Dieu. Su padre para acomodar  mejor a la hija, logra obtener la permuta de estas dos abadías. Este cambio acontece el 2 y el 3 de julio de 1612, bajo la guía de Dom Denis Largentier, Abad de Clairvaux.

         ¡Jacqueline-angélique Arnauld, fue Priora a los 8 años y Abadesa a los 11 años!
         Louyse de Ballon, novicia con 7 años, confirmo rápidamente la elección hecha por sus padres. Las cuatro jóvenes entraron en venerables abadías cistercienses fundadas en la Edad Media. Mas en el siglo XVII, estas abadías se encontraban en una triste situación, tanto material como moral, habiendo la encomienda y las guerras de religión empobrecido en lo material y favorecido el relajamiento de las observancias”.

         La situación de María Evangelista es, en algunos rasgos, similar a la de estas cuatro mujeres y se desenvuelve en un tiempo que después de la grande herida de la reforma y el posterior Concilio de Tridentino busca la renovación y la aplicación de los decretos e reforma del Concilio. En general con Dell’Olmo podemos decir que antes de este tiempo:

         en la Iglesia entre la segunda mitad del siglo XIV y finales del XVm existe una fuerte tendencia a la reforma, animada por el deseo de retornar a la “observantia ad normam regulae” o “regularis observantia”, como reacción al relajamiento y a la decadencia, introducidos en las Órdenes monásticas y mendicantes por diversas causas internas y externas al mismo tiempo, de tal modo que si de una parte “la Observancia expresa la conciencia y el esfuerzo de toda la Iglesia para lograr una reforma eclesial”, por la otra parte precisamente “la Congregación de Observancia es la estructura eclesiástica con la cual las Órdenes religiosas buscaron hacer posible y estable la reforma religiosa[4].

         Pertenece al período sucesivo la unificación, en modo diverso en cada país, en Congregaciones. Desde 1591 se produce el alejamiento de los Feuillants[5] de la Orden Cisterciense. Éstos tenían 31 monasterios en Francia y 42 en Italia, entre ellos San Bernardo alle Terme, Sebastiano ad Catacumbas y fueron establecidos en Turín cerca de la Consolata y en el monasterio de Staffarda.

         Las Congregaciones surgidas en los siglos XV-XVII son las siguientes: Congregación de Castilla (1425); Congregación de San Bernardo en Italia (1497); Congregación Portuguesa (1567); Congregación de la Corona de Aragón (1616); Congregación Romana (1623); Congregación de la Alemania Superior (1624); Congregación Irlandesa (1626); Congregación de Calabria y Lucania (1633); Congregación de la Estrecha Observancia (1666); Congregación de los Feuillants (1595). Algunas de estas ya no existen. En la Orden hay también muchos otros monasterios incorporados directamente a la Orden y algunas Federaciones de monjas, bajo la jurisdicción de los obispos y otros monasterios, de algún modo unidos a la Orden.

         La Congregación de Castilla fue fundada en 1425, cuando el monje Marín de Vargas, de la Abadía de Piedra (Aragón) obtiene el permiso del Papa Martino V (Bula Pium supplicum vota) para la fundación de dos nuevos monasterios, con el objetivo de reconducir la comunidad religiosa a la observancia de la Regla, que, en aquel período, era bastante incumplida en España, a causa de las intrusiones laicas en la vida religiosa. Fundó por tanto el monasterio de Monte Sión (Toledo), que no estaba bajo la autoridad del Abad de Cîteaux, pero sí estaba directamente bajo la autoridad de Poblet (Tarragona). Después de la anexión a la reforma de un segundo monasterio, se inició un período de dolorosos conflictos e incomprensiones con el Capítulo General de la Orden. Sin embargo la Congregación de Castilla se distinguió, en el ámbito de la Orden por su rígida observancia, por el alto nivel cultural y por la minuciosa organización.

         Además de los problemas con el Capítulo General, en el siglo XVII, se inició un período de desacuerdo internos che duró hasta la supresión de la Congregación. Estos problemas fueron causados sobre todo por las luchas por obtener las cargas y los nombramientos por parte de los representantes de las cuatro provincias, La Congregación de Castilla dejó de existir de hecho en 1835 (debido a la desamortización de Mendizábal), si bien no ha sido nunca suprimida oficialmente por la Iglesia. Actualmente está compuesta por 13 monasterios femeninos.

         El monasterio de la Santa Cruz (Casarrubios del Monte, Toledo), fundado por la Madre María Evangelista pertenece hoy día a la Congregación de Castilla, como ya dijimos, la más antigua, y quizás la más rica y famosa, mas en el curso de la historia ha pertenecido al movimiento de la Recolección y después pasó a la Orden Cisterciense como dice el artículo del Padre Victorino Blanco en la Revista Monástica Cistercium.

         El 29 de abril de 1953, fiesta de nuestro S. P. San Roberto finalizó gloriosamente en el Monasterio de Santa Ana de Valladolid una institución cuatro veces secular y altamente fecunda en frutos de santidad. Para secundar las directivas que el Santo Padre Pío XII dio al mundo religioso mediante la Constitución Apostólica “Sponsa Christi” fue necesario que las pacíficas habitantes de este cenobio realizaran en su interior una profunda revolución. Esto suponía un paso decisivo de acercamiento y compenetración con el resto de la Orden y de ésto se alegraron mucho. Sin embargo, también suponía un sacrificio heroico. Se exigía por su parte la renuncia a algunas reglas y algunos usos que habían modelado su vida y que con su gran austeridad habían ejercido para ellas una irresistible fascinación. Se les  pedía renunciar a continuar representando el espíritu de aquella venerada institución que llaman Recoletas, de las cuales fue la Casa Madre durante casi cuatro siglos. Esto les costó mucho. Además, tenían en su historia una cadena de almas elegidas que con el suave perfume de su santidad conquistaron para Sta. Ana un lugar de honor entre las filas cistercienses. El primer aro de esta cadena se inicia en los albores de la Recolección y se une con las madres fundadoras. La Madre María Evangelista fue una mujer extraordinaria por la fuerza de su carácter, por sus dotes de gobierno, por su fortaleza en las pruebas y sobre todo por su santidad. Presentamos hoy una de estas almas que si Dios ha querido que permanecieran escondidas a la veneración póstuma de los hombres non son menos santas por el hecho de ser desconocidas[6].

Perfil de Madre María Evangelista

         En los archivos de los monasterios de Las Huelgas de Burgos, Santa Ana de Valladolid y de la Santa Cruz de Casarrubios del Monte (Toledo), existen muchos documentos che atestiguan la vida de Madre Evangelista, su recuerdo todavía permanece vivo.

         La vida de María Evangelista puede ser subdividida en cuatro partes:
         I. 1591-1609, infancia penosa y juventud precozmente madura (18 años). Nace en Cigales (Valladolid), el 6 de enero de 1591 y fue bautizada el 18 del mismo mes con el nombre de María (fue precedida por cuatro hermanos). Sus padres, Don Gonzalo Quintero y Doña Inés Malfaz, provenían de familias acomodadas. Eran buenos padres, ferviente cristiano y no tenían ningún otro interés que educar a sus hijos en la virtud. Don Gonzalo muere en 1592, cuando la niña apenas tenía un año; la madre, Dña. Inés, forjó cristianamente a la hija. María, supo crear un tesoro de las enseñanzas maternas y en las relaciones con las personas mantuvo siempre un comportamiento lejano de la ofensa a Dios. Hacia los 15 años sintió el deseo de consagrarse a Dios, pero el 14 de octubre de 1608, muere su madre. Finalmente, al año siguiente pudo coronar su deseo y entró en el monasterio de Santa Ana en Valladolid.

         II. 1609-1626, en Sta. Ana como hermana conversa (17 años).
         Era humilde con conocimiento, caritativa con amor, obediente sin interés, ágil sin precipitación, honesta, retirada, silenciosa y la más pronta al cumplimiento de las Constituciones y de la Regla[7].

         Su hermano D. Antonio, (tutor de su hermana) quizás a causa de la dote que debería dar por la hermana (pues había heredado más que suficiente para dote de monja de coro) eligió que su hermana fuera conversa[8], por Profesó y vivió como tal, durante diecisiete años. Fue una monja ejemplar durante este tiempo también, desenvolviendo los cargos monásticos asignados, con gran caridad, manteniendo el deseo de ser monja de coro.
        
No puedo negar que la parte de Religión en que me han puesto, en fin, como de Religión, es muy perfecta, mas para mí sólo la de corista tengo por proporcionada. Ésta es la que deseo, ésta a la que aspiro y para lograrla has de poner las diligencias, si hallasen en ti algún cambimiento (cabida) mis súplicas[9].

         III. 1626-1633, es finalmente aceptada como corista: en este período aparecen las llagas de los estigmas, y otro dones: de discernimiento espiritual, de hierognosis (conocimiento de lo sagrado), de profecía:

         Le hizo Nuestro  Señor merced de imprimirle sus santísima llagas. Y nuestro padre maestro fray Francisco de Vivar –que era confesor entonces- le mandó las mostrase a algunas, entre las cuales fui yo, aunque indigan. Un viernes me las mostró en las dos manos, las cuales las tenía que se conocía estar con gran dolor. Era un círculo redondo amoratado, como que debajo del pellejo había agujero. Y como era tan humilde, mostraba en su apacible semblante tanto encogimiento, que yo lo tuve grande de no afligirla, que no me detuve a mirar muy despacio, ni las toqué[10].
        
         En 1626 su confesor, P. Vivar, se dirigió a la Abadesa de Las Huelgas que en aquel entonces era Ana de Austria,  hija de don Juan de Austria, el héroe de la batalla de Lepanto, para lograr que María Evangelista se pasase a las monjas de coro. Ana de Austria consintió y así María pasó a las monjas coristas. Mientras tanto un matrimonio de Casarrubios del Monte, deseosa de tener un monasterio en la propia Villa, se dirigió al monasterio de Santa Ana.

         IV. 1634-1648, parte para fundar el monasterio de la Santa Cruz con otras dos hermanas y allí es elegida Abadesa hasta 1648.

         Después de varias vicisitudes, el 25 de octubre de 1633, partieron de Santa Ana las fundadoras del nuevo monasterio: Sor María Evangelista, Abadesa; Sor Francisca de San Jerónimo, priora; y Sor María de la Trinidad, vice-priora. Los comienzos del nuevo monasterio fueron difíciles a causa de la pobreza en la cual se encontraron las monjas; el 27 de noviembre de 1634 fue instituida la clausura monástica y María Evangelista se convierte en la primera Abadesa del monasterio de la Santa Cruz de Casarrubios del Monte. Su caridad se dilataba al pueblo de Casarrubios y más allá de él. También están certificadas varias conversiones obtenidas por la oración de la Abadesa, entre éstas recordamos la del Conde de Casarrubios Don Gonzalo Chacón. Durante su gobierno se produce el prodigio de la Sangre de Cristo.

         El milagro fue en la forma que sigue: el día 17 de enero, que es San Juan Crisóstomo, del año 1648, viernes, pasando la comunidad en procesión con los salmos penitenciales, como es de orden todos los viernes del año, todas las religiosas iban en ella desde la primera hasta la última. Sin avisarse una a la otra, iban reparando que el santo Cristo estaba muy demudado y, saliendo después de haber concluido con los salmos, comenzaron a dar estas noticias a la Santa Madre, todas allí en comunidad. Mas la Santa Madre, que lo sabía mejor que nosotras, convino en ello diciendo que era verdad; mas como Dios le había dado tan gran prudencia, mandó que por entonces que todas se fuesen a cumplir con sus obediencias. Y que después de dicha Tercia y una Vigilia y Misa cantada por una religiosa de la Orden, volveríamos en comunidad a reconocer lo que había. Lo cual se hizo así, estándose la santa efigie con el mismo semblante de congoja y sudor, y el ropaje, que es morado muy oscuro, como de color ceniza, de todo lo cual nos certificamos muy bien.

         Viendo la Madre Evangelista que era tan cierto que sudaba sangre y agua, me mandó a mí, Sor María Gertrudis del Santísimo Sacramento –que soy la que escribe esto y estuve presente a todo-, que fuese a cierto lugar donde Su Reverencia me señaló y trajese un lienzo para limpiar la santa imagen. Lo cual hizo por su propia mano y supe después, por un confesor suyo, que le había dicho nuestro Señor: Tú sola, María, habías de ser la que me aliviase y limpiaras de este sudor y congoja[11].

         El paño, con las manchas de sangre, se conserva todavía hoy en el monasterio de Casarrubios como el cuadro con el rostro de Cristo que se venera en la Iglesia conventual. Desde aquel día María Evangelista comenzó a sentirse mal y murió el viernes 27 de noviembre del 1648.

         Su cuerpo fue expuesto en el coro durante dos días; la gente acudió de todas partes para venerar a la Madre y para tocar su cuerpo. Como testimonio de esta veneración es el título de Venerable que le fue dado, por los fieles, a la Madre Evangelista. Después de cinco años sepultada, se encontró su cuerpo incorrupto y emanaba un suave perfume, tanto que todos querían ver y sentir tal prodigio. Muchas personas han dejado testimonio escrito de este extraordinario acontecimiento. En 1965 su cuerpo fue nuevamente hallado incorrupto y sepultado en la Sala Capitular del monasterio. El 2 de julio del 2013 se procedió a la exhumación de los restos de la Sierva de Dios para trasladarlos a la Iglesia del monasterio donde ahora reposan.

Conclusión

         Releemos las etapas de su vida en el monasterio a la luz de la doctrina espiritual de nuestros Padres,  y las doctrinas clásicas de los grandes doctores de la Iglesia: las etapas de la purificación, de la iluminación, de la unión, e incluso según la doctrina de San Bernardo: de la verdad sobre sí mismo, de la compasión y de la contemplación:

         I etapa: Como hermana conversa: Purificación: amor de la verdad en sí mismo, el primer plano del primer grado de humildad/verdad en el banquete de la Sabiduría.

         II etapa: purificación que es compasión. Es el segundo grado de la verdad: después de haber conocido la propia miseria se vuelve uno capaz de compasión hacia el prójimo, y el signo de esto es la co-participación en la Pasión del Señor que en ella se comprueba en el don de los estigmas (Tú serás como mi sombra, le dice Cristo), y confirmados por numerosos testimonios de la calidad humana y espiritual de sus relaciones, de su poder-capacidad de curación.

         III etapa: contemplación: es el tercer grado de humildad, o de amor a la verdad en sí misma, significado en particular por las dos formas que Bernardo mismo indica como el culmen del camino espiritual (M. María Evangelista tuvo un gran don de acogida de las nuevas vocaciones, permaneciendo sin embargo bien adherida a la pureza de la Regla) y la contemplación del Rostro, encarnada por el último signo de la contemplación del cuadro que suda sangre y agua donde María Evangelista viene a ser una nueva Verónica.

         Muere justo después de este último episodio. ¿Qué hizo entonces sino che Cristo prolongara su pasión en su Iglesia? El 1648, año de la muerte de M. Mª Evangelista y también año de la Paz de Westfalia[12].

         El 20 de noviembre el Papa Inocencio instaba vigorosamente la estipulación de esta Paz, en la que se había enterado con vivo dolor que la religión Católica era equiparada a la confesión  protestante. En Westfalia se derrumbaron las bases de la cristiandad, la unidad de la fe y la orgánica unidad de la autoridad, Papa y emperador. Ahora, se puede declarar desaparecida la sociedad de la cristiandad, cuando se rechaza el derecho divino que articulaba a todos sus miembros en Dios y en el magisterio de su Iglesia. En su lugar entraron los estados confesionales protestantes, con un derecho natural desligado de Dios y ya sin límites, y los estados confesionales católicos. Esta cristiandad lacerada, en la Europa de raíces benedictinas, renacerá precisamente en los siglos de la expansión misionera en las Indias y en América. El respiro universal de la Iglesia duramente probado por la fuerza centrífuga del protestantismo, renace en el abrazo misionero al mundo apenas descubierto. Mas Cristo tiene un bello motivo de continuar emanando sangre y agua viendo el semblante de la cristiandad irremediablemente dividido. Además es singular que los carismas de los cuales ha sido dotada la Madre Evangelista constituyan una silenciosa respuesta a temas puestos en discusión por la reforma protestante: la hierognosis[13]: el reconocimiento de Cristo verdaderamente presenta en la Ostia consagrada, la veneración de una imagen, la vida monástica vivida integralmente en una positiva tensión de reforma.

         Volviendo a nuestra época; nuestro mayor reto uno es sólo una cristiandad dividida, sino de una profesión abiertamente atea y anticristiana de la mayoría de los estados. La figura de María Evangelista puede servir de maestra y modelo, y su vida de fecundo ocultamiento acrece la fe en nuestra vida de oración.

Traducción de la Hna Marina Medina



[1] Benedicto XVI, Homilía en la Misa de Canonización de Hildegarda de Bingen y Juan de Ávila, 7 octubre 2012.
[2] Benedicto XVI, Porta Fidei, Carta Apostólica en modo de motu proprio, 11 octubre 2011, n.13.
[3] AA.VV., Obsevantiae. Continuità e riforme nella Famiglia Cistercense, este programa ha sido realizado por las comunidades de la Familia Cisterciense y, para este fin, puede ser libremente reproducido y traducido. Para otro tipo de uso, los derechos son reservados, Roma, 14 septiembre 2002 www.ocso.org, pp. 72-75, Mons. Alain Guerrier.
[4] Mariano  Dell’Omo, Storia del monachesimo occidentale dal medio evo all’età contemporanea, Jaca Book, Milán, 2011, p. 293.
[5] Feuillants era el nombre que se daba a los monjes cistercienses de la abadía de Notre-Dame-des-Feuillants, fundada en 1145 en el reino de Francia, en territorio perteneciente posteriormente a la diócesis de Rieux. Se establecieron como una Congregación separada en 1591, con la reforma del abad Jean de la Barrière que aprobó el papa Gregorio XIII. El nombre (del francés feuille -"hoja"-) provenía de su régimen de alimentación, estrictamente vegetariano, sin incluir huevos ni pescado. Entre otras normas, debían dormir y comer sobre el suelo, realizar trabajos manuales y guardar voto de silencio. Establecieron dos monasterios en Roma. En 1630 la orden se dividió en dos ramas, la francesa (Feuillants) y la italiana (Bernardinos reformados). La rama francesa fue suprimida durante la Revolución, en 1791; mientras que la italiana se reintegró a la Orden del Císter.
 [6] Victorino Blanco, Una estigmatizada cisterciense, Cistercium 1953, p. 226-239.
[7] Don Pedro de Sarabia, Vida y espiritualidad de la Madre María Evangelista, Libro I, nº. 223, S. XVIII.
[8] Significa que se dedicaría en el monasterio a las labores domésticas y no participaría de los rezos de las horas liturgica,s a no ser la Santa Misa.
[9] Carta a su hermano Antonio, Don Pedro de Sarabia, Vida y espiritualidad de la Madre María Evangelista, Libro I, nº. 233, S. XVIII.
 [10] Carta de la Madre Micaela María de Santa Ana, 6 de mayo de 1663, Fundadora y Abadesa del Monasterio de Santa Ana de Lazcano.
[11] Don Pedro de Sarabia, Vida y espiritualidad de la Madre María Evangelista, Libro II, nº 271, S. XVIII.
[12] Concluida en 1648 con los Tratados de Münster y de Osnabrück, la Paz de Westfalia pone fin a la guerra de los Treinta Años, uno de los conflictos más sanguinarios de la historia. Mientras la Europa moderna se forma entorno a los estados-naciones, una nueva organización de las relaciones internacionales aparece en el horizonte. Será este modelo el que condiciones la geopolítica durante dos siglos más.
[13] Hierognosis: “capacidad de percibir y reconocer lo que es sagrado o bendecido”, por ejemplo el carisma de reconocer la presencia real de Cristo en las formas consagradas, y reconocer sin embargo, cuales no están consagradas, y en general, reconocer la presencia de signos de santidad.

15 de marzo de 2014

LA CUARESMA - TIEMPO IDEAL DEL MONJE - RB 49 -


Introducción
El sentido de la cuaresma es renuncia al mundo y entrega al Señor. Coincide con el sentido de la vida del monje, la mortificación, el abandono del mundo y de sus placeres, la lucha contra las pasiones y el pecado. Algunos antiguos Padres de monjes se desazonaban pensando qué mortificación especial podían hacer en el tiempo de la preparación pascual.

San Benito contempla asombrado las hazañas de los antiguos Padres de monjes. Él no desdice las penitencias en modo alguno, pero le importa más que nada la conversión interior. Durante la cuaresma el monje debe aspirar ante todo a la “pureza de corazón, fuente de la oración pura”. Y “la oración pura” implica el amor perfecto. El monje debe realizar en su vida, y durante la cuaresma especialmente, el contenido de los capítulos 4 al 7 de la Santa Regla.

Durante este tiempo de preparación el monje tiene presente el ejemplo del Señor sufriente, tan familiar en el antiguo monacato.

“La vida del monje es seguimiento del Crucificado. La Pascua festiva sigue al tiempo litúrgico de la cuaresma. La gloria del día de Pascua eterno junto a Cristo sigue a la cuaresma de la vida monástica aquí en la tierra. El monje desea con ansia la Pascua litúrgica, y luego la eterna, donde para siempre podrá decir en la alegría del Espíritu Santo: “Abba, Padre”. El combate ascético, a menudo tan duro, alcanza así su plenitud última. Toda la ascesis monástica sólo tiene sentido si se mira la santa Pascua. La Cruz de la cuaresma y del Viernes Santo resplandece en medio del resplandor pascual de la perfección”[1].

El capítulo 49 de la Regla benedictina es un capítulo importante ya que nos habla de modo incisivo de las actitudes existenciales del monje tal como San Benito lo querría para sus monjes durante todo el año. Inspirado en la tradición de la Iglesia -en este caso expuesta por el papa San León-[2] y en el monacato antiguo describe en síntesis las actitudes y los medios que el monje ha de adoptar para renovarse cada año durante el tiempo cuaresmal de cara a la celebración de la Pascua.

“Dos cosas debemos anotar como indicaciones de gran valor en este capítulo 49 de la RB dedicado a la Cuaresma. En primer lugar la mención del Espíritu Santo (en el v. 6) que pone de relieve la dimensión trinitaria de la Regla. Y en segundo lugar la visión de la Cuaresma como espera y preparación de la Santa Pascua (v. 8). De esa manera la ascética queda centrada en el misterio pascual de Cristo”[3].

El ambiente del conjunto, respira todo él benignidad, serenidad e incluso una invitación a la alegría. No es el lenguaje habitual de un contestatario de los pecados de la Iglesia y del monacato, duro, encrespado o trágico. “Encontramos más bien en él una constatación benigna de la debilidad de los monjes y una invitación esperanzada a vivir, por lo menos durante la cuaresma, lo que debería ser habitual para los monjes en todo tiempo”[4].

1.      Ideal de la cuaresma
Son muchos los puntos de contacto entre la vida cristiana y las observancias monásticas. El ideal de la cuaresma se reduce a llevar una vida íntegra en el presente, y a purificarse del pasado. Una vida en que la perfección cristiana obtenga todo su esplendor. Esta es precisamente la idea que tiene el monje al abandonar el mundo; y ésta es al mismo tiempo la transformación y elevación que se propone la vida monástica. Pero no todo el mundo es capaz de sostenerse constantemente en este estado de heroísmo. San Benito se inclina siempre hacia los que son débiles. Los fuertes, al igual que aquellos monjes antiguos que despiertan nuestra admiración, no necesitan dedicar un tiempo especial a la propia perfección, porque constantemente, durante todo el año, trabajan en ella con todas sus fuerzas, ingeniándose con prácticas especiales por romper con las frecuentes tendencias del hombre imperfecto.

Todos los monjes desean llegar a este estado, pero es cosa harto difícil. Por eso San Benito anima a todos a vivir la Cuaresma de modo que aumente en ellos, paulatinamente, la pureza de vida. Para que la gracia de Cristo obtenga plena eficacia, y el alma se adhiera cada día más a Dios, es preciso que el monje lave con la penitencia las lágrimas de compunción, las faltas cometidas durante todo el año.

2.      Las prácticas cuaresmales
La santidad es incompatible con la satisfacción de los propios apetitos. Es necesaria la mortificación moral y física; pretender santificarse de otra manera es un absurdo. San Benito, Sin embargo, se expresa sobre la penitencia con gran sobriedad. Nada de artificio, ni exageración. En las prescripciones regurales, no deja entrever nunca que le guíe el propósito de mortificar a los monjes: así en el comer, en el vestir, en el dormir, o en cualquier otra observancia. No obstante, considera necesaria la penitencia, y ésta se encauza preferentemente al orden moral. La austeridad de vida y las exigencias espirituales son ya de suyo la mejor y más saludable penitencia.

El pensamiento de San Benito es que estos días manifieste el monje de alguna manera el deseo de purificación y liberación de las flaquezas ordinarias. Ya que quien no procura hacer algo más de lo estrictamente obligatorio, terminará por no cumplir ni siquiera aquello mismo que está obligado a hacer. Es necesario, con todo, no dar un valor primario a lo que no es más que un medio.
3.                Aprobación y bendición del Abad
San Benito conoce el valor de las iniciativas personales y las admite con benevolencia. Pero sabe también que en punto a la virtud moral, puede haber excesos, por las ilusiones que fácilmente podemos forjarnos. Por eso aun admitiendo la voluntad de elección del monje en materia de mortificación, considera necesario el asentimiento del abad para que aquélla pueda ser encauzada convenientemente y aceptada por Dios. Es una nueva demostración del alcance de la obediencia.

En la mente de San Benito todos los actos del monje, hasta los más íntimos y personales, deben ser regulados por la voluntad del abad. Y si acepta la voluntad espontánea del monje, no es sino después que la ha sometido a su bendición, que en también la de Dios. Evitándose de este modo dos peligros a cuál más pernicioso: los excesos y el orgullo. Así, el monje obtiene con la bendición de Dios y el mérito de la obediencia, pues de otra forma, sus actos estarían minados por la presunción y vanagloria, y por consiguiente ya habrían recibido la recompensa.

4.                Cinco características decisivas
A continuación voy a describir cinco características decisivas para el tiempo cuaresmal:
Primera: El monje deberá vivir siempre por encima de las categorías de la obligación: la característica de su vivencia ha de ser la gratuidad, la oblación espontánea, la ofrenda a Dios.
Segunda: La vida del monje no puede ser una vida sumida en un presente mediocre, sin futuro. Ha de estar llena de deseo, de anhelo espiritual, de esperanza gozosa. Pero no puede intentar simplemente por un mero esfuerzo de la voluntad, sino acudiendo a la fuente de todo deseo, de toda alegría auténtica: El Espíritu Santo, y caminando hacia la única meta que puede llenar el corazón del hombre: la Pascua de Cristo resucitado.

Tercera: La vida del monje ha de ser una vida de constante conversión. A los ojos de San Benito los monjes formamos una comunidad de pecadores que hemos de esforzarnos por convertirnos cada día. Pero pecadores que no nos miramos a nosotros con amargura, sino con benignidad, ya que cada día somos perdonados, cada día nos sentimos amados. Para expresar esta conversión San Benito se sirve de unas palabras tradicionales que ha encontrado en Casiano: La oración con lágrimas y la compunción del corazón; y señala dos frutos de esta conversión: guardar la propia vida en toda su pureza…, y todos juntos, borrar, en estos días santos, todas las negligencias de otros tiempos (vv. 2-3).

Cuarta: El monje ha de expresar y alimentar al mismo tiempo el espíritu de conversión con unos medios concretos, asumidos libremente. San Benito menciona tres: la oración, la lectura y la austeridad de vida, o sea, la privación voluntaria de una parte de la comida, de la bebida, del sueño, de la locuacidad, de las bromas (v. 7). Da una importancia especial a la lectura divina[5].

Quinta: El monje ha de vivir con libertad en medio de la comunidad y aceptar de buena gana la dirección del padre espiritual. Según opinión de los críticos los versículos (8-10) fueron añadidos en una segunda redacción de la Regla. Pero es clarísimo que San Benito considera como fundamental para el monje, lo mismo aquí que en los capítulos doctrinales, la aceptación libre y generosa de las mediaciones humanas, aunque subrayando a la vez la creatividad personal y la acción, principalmente, del Espíritu Santo.

Nos encontramos en este capítulo dedicado por San Benito a la observancia de la cuaresma, ante una síntesis vivencial penetrante y rica de sugerencias para los monjes del siglo XXI. Pero fijémonos en las dificultades de comprensión que se nos presentan: hablar de pecado y de conversión a nuestros contemporáneos, cuando la mayoría de ellos ha perdido no sólo la vivencia de esas realidades, sino su misma noción! Las ciencias del hombre cuentan hoy -así lo creen- con tantos medios para desenmascarar la vivencia del pecado y destruirla como un tabú… Sien embargo, la realidad del mal en el mundo continúa punzándonos cruelmente. En ciertos aspectos nuestra mirada se ha agudizado para captar los males de la humanidad y los pecados de la Iglesia. Pero es necesario anotar un hecho de más amplio alcance. Ya que precisamente cuando muchos creían que se habían desembarazado de la visión pesimista del cristianismo, entonces ha sido precisamente cuando se han visto más desamparados ante el misterio del mal.

Pues cuando ignoramos la mirada del Dios misericordioso que perdona y ama, el mal se nos presenta inexorable, desesperante. Cuando no miramos al Padre que espera ansioso la vuelta del hijo para empezar la fiesta, ya no podemos entender que todo colabora para el bien de aquellos a quienes Dios ama.

San Benito, en contra de esta ceguera, nos propone, todavía hoy la oración con lágrimas y la compunción del corazón[6]. Estas dos cosas significaban para los antiguos Padres del monaquismo, el don más precioso del Espíritu de Jesús.

Las lágrimas y la compunción, San Benito las presenta como una actitud característica de la oración y de la vida del monje en general[7]. Con lo cual sigue la tradición que ya encontramos en algunos apotegmas: llorar ante la bondad de Dios.

A la luz de la fe, el monje descubre en su propia vida que Dios es Amor, y que su presencia impregna de amor todas las cosas, como en una nueva creación, donde la naturaleza, la vida y el mundo de los hombres, todo está empapado de ese Amor que es hermosura y bondad infinitas. Y esa misma luz de la fe le hace descubrir al monje que el pecado no es más que un rechazo del Amor. Somos pecadores en tanto en cuanto hemos dado la espalda al Amor, en tanto en cuanto carecemos de amor porque nos hemos cerrado al Amor. El pecado se nos presenta como más grave y más claro a medida que la fe nos va haciendo conocer mejor el amor que Dios nos tiene. Así es como el monje, al avanzar progresivamente en el conocimiento de Dios y en el de su propia resistencia al amor, se convierte en un hombre lleno de compunción.

El pecado no es más que dar la espalda al amor. El amor es en realidad una entrega personal al otro en tal grado que se olvida uno de sí mismo. El pecado, por el contrario, es un replegarse sobre sí mismo para hacerse el centro de todo y de todos al servicio de los propios deseos.
La luz de Dios, como dice San Benito en el Prólogo[8], es la que nos despier
ta, y a partir de ahí comienza ese largo itinerario de vuelta hacia Dios que nos ha descrito en el mismo Prólogo, y sobre todo en la subida de los grados de humildad hasta llegar a la caridad perfecta que aleja todo temor.

Conclusión
En resumen, la cuaresma consiste en hacer balance del tiempo, incluso del tiempo religioso, en ejercer el control que nos permite decirnos “no” a nosotros mismos para que, cuando las cosas vengan mal dadas, tengamos la energía necesaria para decir “si”, con fe y esperanza, a los imprevistos giros de la vida. Quizá lo más interesante de todo sea el hecho de que Benito quiera que hagamos “voluntariamente” algo que se salga de los requerimientos normales de nuestra vida; algo no impuesto, no prescrito para nosotros por otra persona; algo no exigido por el sistema, sino asumido por nosotros por querer estar abiertos al Dios de la oscuridad, así como al Dios de la luz.

Como cualquier otra cosa, la vida espiritual puede convertirse en un elixir de novedades, una serie de modas pasajeras o una incursión en lo caprichoso. Benito aconseja a los fervorosos someterse al escrutinio de la sabiduría, para que los remedios espirituales que apetecen tengan el mérito de lo probado y verdadero, lo sensato y lo mesurado. Es facilísimo irse a los extremos y perder de vista el río de la tradición. El capítulo 49 de la RB dedicado a la Cuaresma, nos recuerda que el propósito del control personal es desarrollarnos, no acabar con nuestras energías ni confundir nuestra perspectiva de la vida.

Nuestro retorno a Dios no consiste en volver a darle algo que antes le habíamos negado, sino fundamentalmente es acoger agradecidos el amor que nos brinda de nuevo al abandonarnos a él, sin pedirle razones por su magnanimidad. En esta situación la oración queda liberada de palabras inútiles y las lágrimas son la expresión significativa de la gratitud y de la alegría humilde que llenan el corazón del monje.

Los monjes del siglo XXI hemos de aspirar a encontrar con mayor intensidad esta actitud fundamental, inseparable del amor. El amor y la compunción del corazón son como la piedra preciosa y el oro con el que el orfebre la sujeta y la protege. Sin la compunción del corazón el amor no es estable, no puede ser profundo. La compunción del corazón es el clima de la fidelidad, a prueba de todo, es el alimento de una caridad fraterna que no se da nunca por vencida, que no se cansa de esperar al otro, que está siempre disponible. La compunción del corazón hace al monje capaz de mirar con ternura y esperanza el mal del mundo y de la Iglesia, sin echarse jamás atrás en su compromiso de comunión y de servicio.

San Benito invita a cada uno de sus monjes a hacerse un programa, a prever algunas renuncias, pero con la aprobación del Padre espiritual. Y aunque sacrificio y penitencia se dejan hoy más bien a la devoción y aceptación personales, pero hemos de aceptarlos y practicarlos, pues el sacrificio es el pasaporte para el Reino de los cielos. Debemos desear la cruz porque del amor a ella, es de donde brota el amor a Jesucristo crucificado, el anhelo de superarnos para encontrarle, y la voluntad de unirnos a él en la reparación.

Actualmente, estamos más provistos de especulaciones que de observancias. Aquel que hiciera nuevamente la experiencia del ayuno y la comunicara, contribuiría a promover el monacato de nuestro tiempo, más que todos los autores que escriben sobre la teología de la vida monástica.
Demos gracias a Dios por esta invitación que nos hace S. Benito en el capítulo 49 de su Regla Monástica, a negarnos y a dejarnos desapropiar de nosotros mismos. Cuanto más fieles seamos, más descubriremos la verdadera felicidad.
Hna. Florinda Panizo
Bebliografía
Colombás M. García, San Benito su vida y su Regla, Editorial BAC, Madrid 1954.
Chittister Joan, La Regla de San Benito: vocación de eternidad, Editorial Sal Terrae, Santander 2003.
Delatte Paul, Comentario a la Regla de San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 2007.
Huerre Denis I., Comentario espiritual sobre la Regla de San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 1987.
Just M. Cassià, Regla de San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 1994.
León Muñoz Domingo, Perspectiva bíblico-hermenéutica de la Regla de San Benito, Cistercium 237 (2004) 844-881.
Steidle Basilius, La Regla de San Benito: comentada a la luz del antiguo monacato, Col. Espiritualidad, Burgos 1998.
Vogüé de Adalbert, La Regla de San Benito: Comentario doctrinal y espiritual, Ediciones Monte Casino, Zamora 1985.




[1] P. Basilius Steidle, La Regla de San Benito: comentada a la luz del antiguo monacato, Col. Espiritualidad, Burgos 1998, pp. 313-314.
[2] Cf. San León Magno, Serm. 6 sobre la Cuaresma, 1-2: PL 54, 285-287.
[3] Domingo Muñoz León, Perspectiva bíblico-hermenéutica de la Regla de San Benito, Cistercium 237 (2004) 844-881.
[4] Cassià M. Just, Regla de San Benito, Ediciones Monte Casino, Zamora 1994, p. 229.
[5] Cf. RB cp. 48, 14-16.
[6] Cf. RB cap. 52,4. el espíritu de compunción acompaña siempre al alma y la hace consciente de su miseria, cuando se halla delante de Dios.
[7] Cf. RB 4,57-58; 7,62-66; 20,3; 52,4.
[8] Cf. RB Pról. v. 9. El camino que lleva a Dios es concebido como una suerte de iluminación constante. La Palabra de Dios es la luz que penetra la inteligencia inmunizándola contra el error, si el hombre la acepta por la fe. La Luz es también la riqueza y esplendor de bienes con que Dios acompaña sus manifestaciones.