24 de diciembre de 2014

NOCHE DE PAZ Y DE AMOR.....

     
Os ha nacido hoy, en la ciudad de David,
 un salvador, que es el Cristo Señor (
Lc 2,1-14)
      Os traigo una buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Es Navidad, y la Iglesia desde hace siglos ha instituido la costumbre de la celebración nocturna, la llamada “Misa del Gallo” para recordar con agradecimiento el nacimiento según la carne del Hijo de Dios, que señala el comienzo de la salvación de toda la humanidad. Hoy recordamos cómo el Hijo de María salió de la oscuridad de seno materno para entrar en el mundo, para ser como nosotros y participar en todo lo que supone la existencia humana.

 El relato que el evangelista Lucas hace de lo sucedido en aquella noche, permite seguir paso a paso las secuencias de este nacimiento. La Virgen Madre envuelve a su hijo en pañales y lo acuesta en un pesebre. Los ángeles dan a conocer el acontecimiento y los pastores se dirigen hasta encontrar la madre con el hijo. La liturgia de esta noche santa, al hablar del protagonista, del recién nacido, lo compara al esposo que sale de su alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino, el camino que conduce, después de pasar por la cruz y la tumba, a la gloria y el esplendor de la Pascua. Por esta razón, alguien ha podido decir paradojicamente que el Niño Jesús hoy es algo que no existe. Existió en aquel momento de su vida, pero ahora existe sólo Jesús el Cristo, Salvador y Mesías, que reina gloriosa sentado a la derecha del Padre, siempre dispuesto a interceder por nosotros los hombres.

            “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que ama el Señor”. Estas palabras que Lucas pone en labios de los coros angélicos sirven de broche final al relato del nacimiento del hijo de María, el Hijo de Dios hecho hombre, el Salvador, el Mesías, el Señor. A Dios corresponde la gloria porque Dios, al entregar a su mismo Hijo, ha llevado a término el gesto que asegura a toda la humanidad la reconciliación, la reanudación de la amistad rota por el pecado de los primeros padres, según el relato del libro del Génesis. Pero, como afirma san Ireneo, la gloria de Dios es el hombre viviente, y por esto, a continuación los ángeles añaden: “En la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. La obra de salvación querida por Dios comporta para los hombres el don de la paz.

 Pero conviene entender correctamente el sentido de esta afirmación. El nacimiento de Jesús da pie a augurar la paz para los hombres: pero el mundo está agobiado por luchas constantes, envidias, ambiciones, muertes, violencias, lejos de la paz deseada por Dios. Hay quien se lamenta de que, dos mil años después del nacimiento de Jesús, la paz está lejos de ser la característica de la vida humana sobre la tierra. ¿Es que ha sido inútil la Navidad de Jesús? ¿Es que Dios se ha equivocado prometiendo algo que no ha sido posible alcanzar? “Paz a los hombres que ama el Señor”: este promesa de paz es un programa, un deseo, no una realidad definitiva, concedida, o mejor, impuesta a la fuerza por parte de Dios. La razón redica precisamente en el amor y el respeto que Dios tiene hacia sus criaturas: las invita, las avisa, las exhorta e incluso a veces las amenaza, pero siempre respeta la libertad. Cada Navidad es un momento propicio para constatar nuestra poca colaboración para que la paz de Dios se convierta en una realidad para los hombres. En Navidad Dios nos dice a cada uno de nosotros: ¿Qué haces tú para que mi paz, la que anunciaron los ángeles, que sólo puede construirse sobre el fundamento de la justicia y de la libertad, pueda ser una realidad? Reflexionemos y tratemos de dar una respuesta al Dios que ha entregado a su Hijo para que sea Príncipe de paz para todos los hombres.
    

13 de diciembre de 2014

DOMINGO III DE ADVIENTO


      “¿Tú quién eres? ¿Qué dices de ti mismo? Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor”. La curiosidad es una realidad constante en la vida de los humanos y cuando encontramos a  alguien que se aparta de lo normal, surge la pregunta: ¿Tú quién eres? Y esto sucedió cuando Juan el Bautista, el hijo de Zacarías y de Isabel, apareció predicando en el desierto, vestido pobremente, invitando a la conversión y a recibir un bautismo de agua como signo de purificación, para disponerse a acoger al enviado de Dios, que estaba por llegar para salvar a los hombres. Aunque el mismo Jesús dijo que Juan era el más grande de los nacidos de mujer, es lícito preguntarse qué puede ofrecernos, en este siglo XXI, aquel profeta extraño y desconcertante, que la liturgia de la Iglesia propone a nuestra consideración cada año durante las semanas de preparación a la Navidad del Señor.

El fragmento del evangelio de san Juan que hoy se proclama muestra que la predicación de Juan y el bautismo que administraba produjeran inquietud entre los responsables religiosos de Israel. Existía una esperanza que mantenia viva la actitud espiritual del pueblo y esto explica la embajada de sacerdotes y levitas de que nos habla el evangelio de hoy. Aquellos enviados quieren indagar sobre el cómo y el porqué de la actividad de aquel inesperado profeta, por lo que podía significar en sus vidas. ¿Tú quién eres? ¿Qué dices de ti mismo? En el fondo estas preguntas encubren el deseo de obtener de Juan una confesión sobre su misión, sobre si era o no el enviado esperado. 

La respuesta del Bautista debió ser para ellos una desilusión, porque sus palabras dejan claras muy pocas cosas: que era consciente de no ser el Mesías, ni Elías ni un profeta, pero que al mismo tiempo de que estaba convencido de que se le ha confiado la misión concreta de preceder a ese Mesías más o menos esperado, como heraldo, precursor, avisando e invitando a disponerse debidamente. Y utilizando unas palabras del libro de Isaías, proclama: “Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor”. 

Desde esta perspectiva, el mensaje del Bautista es válido aún para nuestra época. Como en todos los momentos en que la fe pierde su vigor, crece en el pueblo el hambre por lo nuevo, lo extraordinario. Y Juan advierte que hay una sola cosa válida: la Palabra de Dios que está en la Escritura. En ella y solo en ella hemos de cimentarnos tanto para vivir el dia concreto como para proyectar el mañana que se acerca. Si queremos preparar el día del Señor, su llegada, hemos de escuchar humildes y abrazar con generosidad lo que Dios ha comunicado a través de la historia y está consignado en las Escrituras. Ojalá sepamos ser auténticos precursores de Dios creyendo, viviendo, anunciado esta Palabra que se nos ha confiado.

Pero también es válida para nosotros la segunda indicación de Juan a los enviados de Jerusalén: “En medio de vosotros hay uno que no conocéis”. Dios se ha hecho hombre en Jesús, el Cristo, y está en medio nuestro con su mensaje, con sus sacramentos, con su gracia, pero estamos lejos de haberle conocido. Más aún, él ha dicho y repetido que lo que hacemos a uno de nuestros hermanos, por pequeño y miserable que sea, lo retendrá como hecho a sí mismo. Una mirada al mundo de la tecnología y del bienestar en el cual nos movemos y junto al cual millares sufren hambre, sed y toda clase de necesidades, muestra la verdad de la palabra de Juan: “En medio de vosotros hay uno que no conocéis”. La humanidad, y sobre todo los creyentes en Jesús hemos de hacer un esfuerzo sincero y decidido para descubrirle a Él, a su evangelio de justicia, paz y libertad, para creer en él, para vivirlo, predicarlo, y extenderlo entre los hombres, incluso hasta dar la vida como nos enseñó el Bautista.

6 de diciembre de 2014

DOMINGO II DE ADVIENTO

      
 Que en sus días florezca la justicia,
y la paz abunde eternamente

       Juan bautizaba en el desierto: predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados”. Marcos evoca la figura de Juan el Bautista que, desde el desierto, donde se había retirado, invitaba a la conversión. Su mensaje contenía una nota de esperanza, pues anunciaba a alguien que debía venir después de él, superior a él mismo, que bautizaría con el Espíritu de Dios. Ese alguien, como nos enseñan los evangelios, era su pariente, Jesús de Nazaret, que confesamos Señor y Mesías, en cuyo nombre hemos sido bautizados y, en cada Eucaristía, celebramos su victoria sobre el pecado y la muerte, en espera de su retorno definitivo.

Marcos ha evocado la acción de Juan con una cita del libro de Isaías: “Una voz grita en el desierto: preparad el camino al Señor”, texto que hemos oído también en la primera lectura. Es la voz de un profeta que, después del destierro de Israel a Babilonia, invitaba al pueblo a la esperanza de una restauración, que llegó pero que, como toda realidad humana, quedó muy por debajo de lo que se había esperado. 

Juan Bautista intenta que sus contemporáneos reaviven su esperanza porque Dios está por intervenir de nuevo en la historia de los hombres por medio del hombre Jesús. Éste vino, anunció la buena nueva, invitó a los hombres a hacer posible la manifestación del Reino de Dios; pero lo que proponía no era cómodo, pues no solucionaba los problemas de la sociedad de manera inmediata y material. Por todo ésto y algo más, lo clavaron en la Cruz. Pero Jesús había anunciado que vendría de nuevo, una segunda venida, para el final de los tiempos, que colmaria la esperanza humana.

En los primeros tiempos de la iglesia, la esperanza en la segunda venida de Jesús y el cumplimiento de sus promesas era viva, animando a superar las dificultades inherentes al anuncio y difusión del Evangelio. Pero se produjo inevitablemente a la larga un desencanto. El fragmento de la segunda carta atribuida a san Pedro que leemos hoy recordaba la necesidad de no dejarnos llevar por el desanimo. El Dios de las promesas que es nuestro Dios no dejará de cumplir lo que ha anunciado, vendrá y llevará a término cuanto ha prometido. Esperad y apresurad la venida del Señor, se nos decía, y mientras esperáis, procurad vivir en paz, inmaculados e irreprochables.

La esperanza cristiana ha sido objeto de críticas. Ha sido llamada opio de los pueblos, ha sido presentada como evasión del compromiso del hombre en la vida real que continua a correr día tras día. Esperar, desde la perspectiva del Evangelio, no quiere decir sentarse cómodamente hasta que Dios nos resuelva los problemas, como por arte de encantamiento. O aceptar a regañadientes las injusticias actuales, confiando obtener un premio en el más allá. Jesús ha hecho sus promesas y nos ha invitado a esperar, pero activamente.

La esperanza, para ser auténtica, ha de ser el comienzo de una transformación, ha de ser el primer paso para que el hombre ejercite su facultad creadora y trate de hacerse con el dominio del destino y de la historia. Al invitarnos a la esperanza, Dios nos invita a asumir nuestros deberes y riesgos para construir un mundo más justo, más humano, aunque cueste; nos propone una aventura, ya que nos invita a trabajar, con las manos vacias, para edificar una historia nueva. Los cristianos estamos llamados a tomar parte en las aspiraciones de la humanidad y a trabajar,  para que poco a poco pueda ser una realidad lo que el hombre lleva en su corazón.