27 de diciembre de 2014

Fiesta de la Sagrada Familia

 
        María y José llevaron a Jesús a Jerusalén, para presentarlo al Señor. En este ambiente navideño, la lectura del evangelio de hoy deja entrever algunos rasgos de la vida que el Hijo de Dios hecho hombre vivió junto con María y José. La Liturgia aprovecha esta ocasión para recordar a los creyentes el valor de la vida de la familia, que es el núcleo fundamental de la convivencia humana y que hoy está pasando un momento de crisis. Jesús, el Hijo de Dios, al hacerse hombre, entró a formar parte de un núcleo familiar, el hogar formado por María y José, y en consecuencia quedó integrado en el pueblo judío. La sociedad judía de la época de Jesús era una realidad humana fruto de una larga evolución en la historia. Es importante subrayar que Jesús no desdeñó encarnarse en aquella sociedad, en asumir las prácticas religiosas y humanas que encuentra, lo cual no quería decir que estuviese de total acuerdo con todas ellas.
 
        Su modo de pensar lo demostró a lo largo de su vida pública. Baste recordar sus intervenciones sobre el reposo del sábado (el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado), sobre su opinión sobre el tema matrimonio-divorcio como lo vivía el pueblo, y sobre otras tantas cuestiones. Pero su crítica, su rechazo incluso de la opinión vigente, iba precedido por una integración positiva. Se puede decir que su toma de posición se hace desde dentro, como un esfuerzo destinado a convencer a los demás desde la propia experiencia vivida.

      Hoy, es fácil constatarlo, que existen en nuestra sociedad aspectos que no agradan, situaciones que no es fácil aprobar y menos aún asumir. Y en consecuencia a veces se adopta una actitud de pasividad, de marginación voluntaria, que se concreta con la expresión: Yo paso de esto. Me pregunto si esta actitud es positiva y, sobre todo, si sirve para mejorar el mundo, para construir una sociedad más justa y más humana. Creo que Jesús no se comportó así, sino de modo muy diverso. Asumió la realidad de la vida, frecuentó el templo y la sinagoga, habló con todos, comió con fariseos, con publicanos y con pecadores. Y fue su modo de comportarse que daba valor a sus palabras y convencía, arrastrando: Ved con qué autoridad habla este hombre, decían de él.

       En la escena del templo que ha recordado el evangelio, Simeón decía a María, la madre: "Éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten, será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones". Jesús vino al mundo para transmitir de parte de Dios un mensaje de salvación. Fue consciente, como reflejan los evangelios, que sus palabras, sus gestos, su misma presencia, planteaba a los hombres un dilema. Fue siempre sumamente acogedor incluso de pecadores convictos de sus graves errores (no olvidemos la adúltera del evangelio de Juan), Pero nunca echó agua al vino, nunca mitigó la dureza de sus enseñanzas, para ser más popular, para convertirse en un demagogo ansioso de público entusiasta. En Cafarnaún, cuando su auditorio murmuraba: Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?, en lugar de suavizar sus palabras se limitó a preguntar: "También vosotros queréis marcharos?".

      La cuestión que está en juego no es la de revisar el evangelio para acomodarlo al modo de pensar y sentir del hombre de la calle. Lo importante es aprender a conocer a Jesús, descubrir exactamente quien es, qué mensaje propone y decidirse, una vez por todas, a seguir su propuesta. Y, ciertamente, ésto no es fácil, pues se impone romper con tantas y tantas realidades que hemos ido forjándonos en el curso de nuestras vidas largas o cortas que sean, para decidirnos a abrir nuestro espíritu para acoger a Jesús, para permanecer junto a él, dejando de lado nuestra propia concepción de la vida, de la realidad. Pero Él está ahí, esperando nuestra respuesta. ¿Cómo responderemos?

24 de diciembre de 2014

NOCHE DE PAZ Y DE AMOR.....

     
Os ha nacido hoy, en la ciudad de David,
 un salvador, que es el Cristo Señor (
Lc 2,1-14)
      Os traigo una buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Es Navidad, y la Iglesia desde hace siglos ha instituido la costumbre de la celebración nocturna, la llamada “Misa del Gallo” para recordar con agradecimiento el nacimiento según la carne del Hijo de Dios, que señala el comienzo de la salvación de toda la humanidad. Hoy recordamos cómo el Hijo de María salió de la oscuridad de seno materno para entrar en el mundo, para ser como nosotros y participar en todo lo que supone la existencia humana.

 El relato que el evangelista Lucas hace de lo sucedido en aquella noche, permite seguir paso a paso las secuencias de este nacimiento. La Virgen Madre envuelve a su hijo en pañales y lo acuesta en un pesebre. Los ángeles dan a conocer el acontecimiento y los pastores se dirigen hasta encontrar la madre con el hijo. La liturgia de esta noche santa, al hablar del protagonista, del recién nacido, lo compara al esposo que sale de su alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino, el camino que conduce, después de pasar por la cruz y la tumba, a la gloria y el esplendor de la Pascua. Por esta razón, alguien ha podido decir paradojicamente que el Niño Jesús hoy es algo que no existe. Existió en aquel momento de su vida, pero ahora existe sólo Jesús el Cristo, Salvador y Mesías, que reina gloriosa sentado a la derecha del Padre, siempre dispuesto a interceder por nosotros los hombres.

            “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres que ama el Señor”. Estas palabras que Lucas pone en labios de los coros angélicos sirven de broche final al relato del nacimiento del hijo de María, el Hijo de Dios hecho hombre, el Salvador, el Mesías, el Señor. A Dios corresponde la gloria porque Dios, al entregar a su mismo Hijo, ha llevado a término el gesto que asegura a toda la humanidad la reconciliación, la reanudación de la amistad rota por el pecado de los primeros padres, según el relato del libro del Génesis. Pero, como afirma san Ireneo, la gloria de Dios es el hombre viviente, y por esto, a continuación los ángeles añaden: “En la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. La obra de salvación querida por Dios comporta para los hombres el don de la paz.

 Pero conviene entender correctamente el sentido de esta afirmación. El nacimiento de Jesús da pie a augurar la paz para los hombres: pero el mundo está agobiado por luchas constantes, envidias, ambiciones, muertes, violencias, lejos de la paz deseada por Dios. Hay quien se lamenta de que, dos mil años después del nacimiento de Jesús, la paz está lejos de ser la característica de la vida humana sobre la tierra. ¿Es que ha sido inútil la Navidad de Jesús? ¿Es que Dios se ha equivocado prometiendo algo que no ha sido posible alcanzar? “Paz a los hombres que ama el Señor”: este promesa de paz es un programa, un deseo, no una realidad definitiva, concedida, o mejor, impuesta a la fuerza por parte de Dios. La razón redica precisamente en el amor y el respeto que Dios tiene hacia sus criaturas: las invita, las avisa, las exhorta e incluso a veces las amenaza, pero siempre respeta la libertad. Cada Navidad es un momento propicio para constatar nuestra poca colaboración para que la paz de Dios se convierta en una realidad para los hombres. En Navidad Dios nos dice a cada uno de nosotros: ¿Qué haces tú para que mi paz, la que anunciaron los ángeles, que sólo puede construirse sobre el fundamento de la justicia y de la libertad, pueda ser una realidad? Reflexionemos y tratemos de dar una respuesta al Dios que ha entregado a su Hijo para que sea Príncipe de paz para todos los hombres.
    

13 de diciembre de 2014

DOMINGO III DE ADVIENTO


      “¿Tú quién eres? ¿Qué dices de ti mismo? Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor”. La curiosidad es una realidad constante en la vida de los humanos y cuando encontramos a  alguien que se aparta de lo normal, surge la pregunta: ¿Tú quién eres? Y esto sucedió cuando Juan el Bautista, el hijo de Zacarías y de Isabel, apareció predicando en el desierto, vestido pobremente, invitando a la conversión y a recibir un bautismo de agua como signo de purificación, para disponerse a acoger al enviado de Dios, que estaba por llegar para salvar a los hombres. Aunque el mismo Jesús dijo que Juan era el más grande de los nacidos de mujer, es lícito preguntarse qué puede ofrecernos, en este siglo XXI, aquel profeta extraño y desconcertante, que la liturgia de la Iglesia propone a nuestra consideración cada año durante las semanas de preparación a la Navidad del Señor.

El fragmento del evangelio de san Juan que hoy se proclama muestra que la predicación de Juan y el bautismo que administraba produjeran inquietud entre los responsables religiosos de Israel. Existía una esperanza que mantenia viva la actitud espiritual del pueblo y esto explica la embajada de sacerdotes y levitas de que nos habla el evangelio de hoy. Aquellos enviados quieren indagar sobre el cómo y el porqué de la actividad de aquel inesperado profeta, por lo que podía significar en sus vidas. ¿Tú quién eres? ¿Qué dices de ti mismo? En el fondo estas preguntas encubren el deseo de obtener de Juan una confesión sobre su misión, sobre si era o no el enviado esperado. 

La respuesta del Bautista debió ser para ellos una desilusión, porque sus palabras dejan claras muy pocas cosas: que era consciente de no ser el Mesías, ni Elías ni un profeta, pero que al mismo tiempo de que estaba convencido de que se le ha confiado la misión concreta de preceder a ese Mesías más o menos esperado, como heraldo, precursor, avisando e invitando a disponerse debidamente. Y utilizando unas palabras del libro de Isaías, proclama: “Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor”. 

Desde esta perspectiva, el mensaje del Bautista es válido aún para nuestra época. Como en todos los momentos en que la fe pierde su vigor, crece en el pueblo el hambre por lo nuevo, lo extraordinario. Y Juan advierte que hay una sola cosa válida: la Palabra de Dios que está en la Escritura. En ella y solo en ella hemos de cimentarnos tanto para vivir el dia concreto como para proyectar el mañana que se acerca. Si queremos preparar el día del Señor, su llegada, hemos de escuchar humildes y abrazar con generosidad lo que Dios ha comunicado a través de la historia y está consignado en las Escrituras. Ojalá sepamos ser auténticos precursores de Dios creyendo, viviendo, anunciado esta Palabra que se nos ha confiado.

Pero también es válida para nosotros la segunda indicación de Juan a los enviados de Jerusalén: “En medio de vosotros hay uno que no conocéis”. Dios se ha hecho hombre en Jesús, el Cristo, y está en medio nuestro con su mensaje, con sus sacramentos, con su gracia, pero estamos lejos de haberle conocido. Más aún, él ha dicho y repetido que lo que hacemos a uno de nuestros hermanos, por pequeño y miserable que sea, lo retendrá como hecho a sí mismo. Una mirada al mundo de la tecnología y del bienestar en el cual nos movemos y junto al cual millares sufren hambre, sed y toda clase de necesidades, muestra la verdad de la palabra de Juan: “En medio de vosotros hay uno que no conocéis”. La humanidad, y sobre todo los creyentes en Jesús hemos de hacer un esfuerzo sincero y decidido para descubrirle a Él, a su evangelio de justicia, paz y libertad, para creer en él, para vivirlo, predicarlo, y extenderlo entre los hombres, incluso hasta dar la vida como nos enseñó el Bautista.