21 de febrero de 2015

DOMINGO I DE CUARESMA

"No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra
que sale de la boca de Dios"

El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás. A imitación de los cuarenta días que Jesús vivió en el desierto, cada año y como preparación a la solemnidad de la Pascua, la Iglesia nos propone el tiempo de Cuaresma El relato de la experiencia de Jesús en el desierto que ofrece el evangelista Marcos es muy sobria, pero contiene cuanto se necesita para comprender su importancia en el conjunto de la vida de Jesús. Así como Israel, después de salir de Egipto, pasó cuarenta años en el desierto para aprender a ser fiel a Dios, de modo semejante Jesús fue al desierto para mostrar su fidelidad a Dios y vencer al principio del mal. Si Jesús sale victorioso ante la tentación es porque posee la fuerza del Espíritu de Dios, el mismo Espíritu que se posó sobre él en el bautismo del Jordán, que es el mismo Espíritu que, en el Antiguo Testamento, había guíado a los patriarcas, a Moisés, a los profetas. Marcos, al describir la prueba de Jesús en el desierto y afirmar que vivía entre alimañas, lo muestra como el nuevo Adán, fiel a Dios, que asume toda la creación para reunirla de nuevo, purificarla y presentarla al Padre. Y es precisamente después de esta experiencia, que Jesús empieza a anunciar que está cerca el Reino de Dios y que conviene convertirse, creyendo en la Buena Noticia.

El episodio de la tentación de Jesús en el desierto, más que un momento de su vida que recuerdan los evangelistas, resulta ser una imagen de la misión que el Padre le encomendó y él llevó a cabo. En la segunda lectura, san Pedro ayuda a comprender que la existencia de Jesús entre los hombres fue, en realidad, una tentación continua que culminó con su muerte en la cruz. Enviado por el Padre al mundo, propuso a los hombres el camino justo para dejar el pecado y volver a Dios, pero estos no solamente no aceptaron su invitación, sino que, por haber puesto de manifiesto la precariedad de su relación con Dios, los hombres no dudaron en infligirle la muerte. La muerte es la gran tentación a la que Jesús aceptó de someterse, y así san Pedro puede afirmar que lo mataron como hombre, pero como que poseía el Espíritu, lo que parecía una derrota se convirtió en la gran victoria, pues resucitando fue devuelto a la vida. Si Jesús aceptó bajar al abismo de la muerte fue para dar nueva vida a todos los que están retenidos de alguna manera por la muerte y el pecado.        

          Las dos primeras lecturas hablan hoy de Noé, de su familia y de su arca, por medio de la cual se salvaron cruzando las aguas. San Pedro concluía diciendo que aquel episodio era un símbolo del bautismo que nos salva, purificando y renovando nuestra conciencia por la resurrección de Jesús. En la primera lectura el recuerdo del diluvio universal, el gran castigo que Dios impuso a los hombres por causa de sus delitos, termina con un mensaje de esperanza. Dios propone a Noé y a los suyos una alianza de paz, de amistad, de perdón. Y es más, Dios se compromete a no volver a castigar a la humanidad con otra catástrofe como el diluvio, y pone como señal el arco iris. Tal como el cazador o el guerrero que deciden no usar más su arma y la cuelgan del muro, así Dios pone en medio de las nubes su arco, para que los hombres no olviden que tiene pensamientos de paz y no de aflicción, que quiere la vida, no la muerte.

          Este mensaje vale también para nosotros. Aunque nuestra conciencia nos acuse de pecado, no hemos de temer, pues Dios está siempre bien dispuesto para con nosotros. Ha suspendido su arco, nos ofrece a su Hijo crucificado por nosotros, nos invita a la conversión, a empezar una nueva vida, nos invita a entrar en el combate con principio del mal, como Jesús en el desierto, con la seguridad de que la victoria está de nuestra parte, en la medida que sigamos sus huellas, que nos dejemos convencer por sus palabras, creamos en el Evangelio y nos dispongamos a entrar  en el Reino de Dios.

14 de febrero de 2015

DOMINGO VI del tiempo ordinario

         

           Si quieres, puedes limpiarme. Quiero: queda limpio. De esta manera  sencilla y tajante, según san Marcos,Jesús cura a un leproso. Nuestra sociedad ha logrado eliminar o, al menos reducir al mínimo esta enfermedad, que además de sus consecuencias físicas fue penalizada con una serie de prescripciones sumamente duras, como  ha recordado la primera lectura del libro del Levítico. Los leprosos debían vivir solos, separados del resto de los hombres, con prohibición de entrar en lugares habitados, y, en consecuencia, también de frecuentar los lugares de culto. Se trataba pues de una total marginación de la vida social y religiosa.

            Probablemente el leproso que se atrevió a acercarse al Jesús había oído hablar de él y de los enfermos que habían obtenido de su bondad la curación deseada. A aquel hombre le debía quedar una sola esperanza, y por esto se atreve a arrodillarse a los pies del Maestro para decirle: “Si quieres puedes limpiarme”. Confiesa su fe en la potencia de Jesús al afirmar: “Puedes limpiarme”; y al mismo tiempo suplica con humildad, consciente que no tiene derecho alguno a obtener lo que desea, diciendo: “Si quieres”.

            Marcos indica la compasión que Jesús sintió ante la situación de aquel hombre. El término que usa el evangelista indica una conmoción en lo más íntimo de su ser. Jesús ve en el leproso el drama de tantos hombresy mujeres que sufren en el cuerpo y en el espíritu, a los que Él ha venido para salvar. Repitiendo el modo de expresarse del enfermo, dice: “Quiero, queda limpio”. A las palabras añade un gesto, tocando al leproso. Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, ha venido al mundo para tocar la  miseria humana, para ser uno más entre nosotros, para darnos la posibilidad de quedar limpios e iniciar una nueva  vida.

            Contrastando con esta compasión manifestada por Jesús, sorprende que hable con severidad al recién curado imponiéndole no divulgar el hecho entre las multitudes, sino comunicarlo sólo a los sacerdotes que, según la ley, debían certificar la curación. Jesús quiere evitar que se interprete mal su acción, y le encarga la misión concreta de hacer comprender a los sacerdotes, y a través de ellos a todo el pueblo, que el Reino de Dios ha llegado. El modo auténtico de agradecer el favor recibido no es deshacerse en palabras vanas, sino demostrar con su vida el don recibido.

            Cabe preguntarse acerca del sentido que puede tener para nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, releer esta página del evangelio. Ciertamente hoy continúan existiendo miles y miles de personas que sufren en su cuerpo graves enfermedades y en su espíritu se sienten marginadas; personas que no hallan ni aprecio ni compasión entre sus hermanos. Jesús ha venido entre los hombres para salvarlos a todos: quiere curarlos, limpiarlos, reintegrarlos en la comunión fraterna.

            Pero, ante todo, es necesario que queramos dejarnos curar. A menudo nos falta la actitud del leproso. En primer lugar hay que tener conciencia de la propia miseria, de la necesidad de un cambio, para decidirnos a dar el paso y acercarnos a Jesús; después, hay que creer en su poder con humildad, no como si mereciéramos su intervención, sino con el espíritu de pobre del leproso. Solo entonces podremos también oir de los labios de Jesús: “Quiero, queda limpio”. No  es fácil pero es necesario esforzarnos en mantener siempre la actitud del leproso del evangelio: acercarnos a Jesús con espíritu humilde, sin exigencias ni pretensiones,  manteniendo viva la fe profunda en el amor que Dios nos tiene, este amor que todo lo puede y que ha de ayudarnos, día tras día, a superar las deficiencias propias de nuestra condición humana.

7 de febrero de 2015

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO

Reflexiones sobre las lectura de la Santa Misa  


       “El hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio y, ¡ay de mí sí no anuncio el Evangelio!”. El apóstol san Pablo, al evocar su vocación, entiende cómo Jesús ha hecho del  fariseo perseguidor de la primera iglesia un ardiente heraldo de la buena nueva, y sin entretenerse en calcular la ganancia material que su trabajo apostólico pueda proporcionar, se preocupa solamente en dar a conocer el Evangelio. Esta actitud del apóstol es la misma que caracteriza a toda la Iglesia, desde Pablo hasta hoy: anunciar el Evangelio con decisión y generosidad, sin buscar compensaciones humanas. Al decir ”Iglesia” hay que entender todos los bautizados en Cristo, pues todos estamos llamados a anunciar el Evangelio, la Buena Nueva del Reino, con nuestra vida y con nuestra palabra.

         “Anunciar el Evangelio de Jesús” supone entender que Jesús vino al mundo para salvar al hombre y a la mujer del pecado y de sus consecuencias, incluída la muerte que angustia y oprime el vivir de la humanidad. Hoy la primera lectura ha recordado a Job, un individuo que representa a cuantos, a lo largo de la historia y aún hoy, están sujetos a la injusticia, al dolor, al sufrimiento, a la desesperación, a la nostalgia, conscientes de la brevedad de la existencia, que se encamina fatalmente hacia la muerte. El problema que oprime a Job y a quienes se le parecen sólo encuentra solución en la fe, en la acogida de la Buena Nueva que Jesús ha traído a los hombres. Pues Jesús ha venido para salvar al hombre todo entero, no sólo de las contrariedades de la vida presente sino incluso de la nada que parece esconderse detrás de la muerte: Jesús ha venido a ofrecer la vida y una vida que es más vida que la que vivimos cada día, que no conoce ninguna clase de límite, porque es un don de Dios y en Dios.

         El evangelio presenta hoy la figura del Jesús que pasa haciendo el bien. En primer lugar, Marcos habla de la oración de Jesús, que, como nos dice, se levanta de madrugada para retirarse en descampado y orar, para orar al Padre, como precisan los otros evangelistas. Jesús, por ser  el Hijo de Dios, tiene necesidad de orar, de estar en comunicación intensa y profunda con el Padre que le ha enviado y que le asiste en todo su ministerio. Es en la oración que Jesús recibe la fuerza de predicar, de anunciar el Reino, de invitar a los hombres a la conversión, a volverse hacia Dios y abrirse a su amor. Éste es el contenido de la Buena Nueva de Jesús, éste es el Evangelio que Pablo anunciaba y que la Iglesia de todos los tiempos ha de continuar haciendo llegar a todos los hombres sin excepción, incluso a aquellos que, por considerarse suficientemente adultos, creen poder prescindir de Dios.

         Y para que sus palabras no vuelen con el viento y queden en el corazón de los hombres para dar el fruto conveniente, Jesús se prodiga en favor de los necesitados. Primero es la suegra de Simón Pedro que recibe el beneficio de su presencia. Después de ella son todos los enfermos y poseídos de la comarca. Pero Jesús no se para, continua caminando de aldea en aldea para anunciar el Reino, que es para lo que ha venido. Él no es un curandero ambulante; sus signos no son fin en sí mismos: quieren indicar la realidad de su misión.


         Entre estas curaciones, el evangelio de hoy nos recuerda una escena que causó impresión en los primeros discípulos de Jesús, pues la hallamos en tres de los cuatro evangelios: la curación de la suegra de Pedro. Jesús, al salir de la sinagoga, entra en la casa de Pedro, y allí encuentra a una mujer en cama con fiebre. Jesús se le acerca, la coge de la mano y la levanta. La curación de la suegra de Pedro quiere indicarnos lo que Jesús quiere hacer con todos los hombres: levantarlos de su miseria para darles vida y esperanza. El efecto del gesto de Jesús lo describe el evangelista al afirmar que la mujer se puso a servirles  inmediatamente. Que Jesús nos haga levantar de nuestra postración espiritual y nos disponga para vivir generosamente al servicio del Evangelio, en bien de nuestros hermanos los hombres.