16 de mayo de 2015

ASCENSIÓN DEL SEÑOR (Ciclo B)

        
         
         Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo. Estas palabras del apóstol San Pablo nos introducen a contemplar el misterio de la exaltación de Jesús, que se ha sentado a la diestra de Dios en el cielo y ha sido constituido Mesías y Señor, rey del universo entero. Cada vez que proclamamos nuestra fe en el Credo, decimos de Jesús: “Padeció y fue sepultado, resucitó al tercer día, según las Escrituras, subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre, y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”, y en este domingo celebramos con toda la Iglesia la Ascensión de Jesús, es decir cuando fue exaltado a la diestra del Padre, elevando nuestra pobre naturaleza humana hasta el mismo trono de Dios. De hecho se trata de un momento importante de la misión que el Padre le había encomendado y que él mismo resumió diciendo: “Salí del Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y regreso al Padre”.

 El Nuevo Testamento es muy sobrio al evocar este momento de la vida de Jesús, evitando detalles que podrían satisfacer nuestra imaginación.El libro de los Hechos de los Apóstoles simplemente dice: “Lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista”. Y el evangelio de Marcos se limita a decir que Jesús, después de hablar con los discípulos, subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. A los autores del Nuevo Testamento les preocupa menos el hecho en sí mismo que lo que precede y sigue al acontecimiento. En efecto, antes de describir la ascensión propiamente dicha, los textos recuerdan como Jesús, después de darles pruebas de que estaba vivo, les prepara para la misión de anunciar el Reino que les encomendaba. 

        Si el retorno de Jesús al Padre supone el término de su presencia visible en medio de sus discípulos, en compensación se les promete el don del Espíritu, el bautismo de fuego que recibirán y que les dará la fuerza necesaria para ser los testigos del Maestro y anunciar la conversión y el perdón de los pecados a toda la humanidad. En este sentido, la ascensión de Jesús señala indudablemente un momento importante en la historia de la salvación, pues inicia el tiempo de la Iglesia, tiempo de la fe, no ya el tiempo de la visión. No vemos ya a Jesús de forma visible, pero él continua presente entre nosotros con su poder de salvación, con la acción del Espíritu Santo, que encontramos en la palabra de las Escrituras, en la predicación de los apóstoles, en la realidad de los sacramentos.

  La Ascensión de Jesús invita a evitar una doble tentación: la de una estéril nostalgia del pasado y la de una quimérica idealización del futuro. El pasado, incluso el que podría parecer el más perfecto, es decir el tiempo de la presencia visible de Jesús entre los suyos, ha terminado definitivamente y es inútil tratar de reproducirlo de alguna manera. No podemos tener una relación con Jesús que no pase por el Espíritu, por la fe, por el ministerio doctrinal y sacramental de la Iglesia. La manifestación futura del reino y las características de su realización son el secreto que el Padre se ha reservado. No tenemos derecho a malgastar nuestro tiempo, que es caduco y pasa, para pretender describir algo que no depende de nuestra decisión y que, seguramente, superará cualquier imagen o boceto que podamos diseñar.

  Lo importante para nosotros es la tarea del presente, la de continuar anunciando con nuestra vida y nuestras palabras el misterio de Jesús, para que todos los hombres puedan llegar al conocimiento de la verdad y a la salvación que Dios ofrece a todos sin distinción y con gran generosidad. 




9 de mayo de 2015

DOMINGO VI DE PASCUA (Ciclo B)



        “Como mi Padre me amó, así Yo os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que Yo, he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.  Os he dicho estas cosas, para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado”. 


        “Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea”. Estas palabras que el libro de los Hechos de los Apóstoles pone en labios de San Pedro, señalan el momento en que la primera comunidad cristiana tuvo que abrirse, superando prejuicios y estrecheces de espíritu, para acoger a los no judíos a la promesa del Reino de Dios que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, vino a anunciar a la humanidad entera, por encima de toda distinción de razas, lenguas y culturas. Esta nueva dimensión de acogida llegó a su plenitud cuando los discípulos de Jesús entendieron toda la dimensión de las palabras que el evangelio de hoy proclama con énfasis, es decir que todos los hombres y mujeres estamos llamados a ser en verdad los “amigos de Jesús”.

“Vosotros sois mis amigos”, dijo Jesús a sus discípulos. El testimonio de la literatura universal, antigua y moderna, religiosa o no, asegura que una amistad auténtica es uno de los mayores tesoros de que se puede disfrutar en esta vida. Por esta razón nunca agradeceremos bastante que Jesús se digne en llamar amigos a quienes él mismo escogió para hacerlos testigos destinados a transmitir el mensaje de salvación al resto de la humanidad. Con esta afirmación, Jesús invita a todos a mantener con él la relación que se acostumbra a tener entre amigos de verdad y no la que puede existir entre un amo y sus siervos, entre un señor y sus dependientes. 

Esta afirmación de Jesús la encontramos en el Evangelio en el conjunto de un discurso en el que aparecen entremezclados con insistencia dos conceptos que podrían parecer contradictorios: el concepto del amor, que dice relación espontanea entre personas libres, y el del cumplimiento de mandamientos o normas, que podría suponer sumisión u obligación. En efecto, cabe preguntarse si son realmente compatibles estas dos realidades del amor y de los mandamientos. Hay quien que no ha dudado en afirmar que un Dios, que es creador de los hombres, que es bueno y que realmente ama, no debería imponer preceptos y normas que pueden coartar la libertad. Conviene seguir con la lectura del texto para entender su mensaje y disipar dudas.

“Permaneced en mi amor”, propone Jesús. Y a continuación  añade: “El que quiera permanecer en el amor, ha de guardar los mandamientos”. Guardar los mandamientos aparece como el modo de permanecer en el amor. Y para salir al paso de posibles objeciones y mostrar que lo que pide no es absurdo o incoerente, Jesús se propone a sí mismo como ejemplo concreto y real, al decir: “Lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”. Y si él puede hacerlo, no ha de ser imposible tampoco para nosotros. 

Y por si pudiera quedar aún alguna duda, y facilitar la aceptación de sus palabras, Jesús da un paso más y concluye: “Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado”. Amor y mandamientos en la perspectiva de Jesús no pueden oponerse  porque el contenido de lo que llamamos “mandamientos” no es otra cosa que el amor, o mejor, el auténtico ejercicio del amor. Y como broche final añade: “Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Es decir, lo que él ha hecho, lo que explica el sentido de la venida del Hijo de Dios hecho hombre entre la humanidad. Jesús ha venido para amar, para amar a Dios, que le ha enviado, para amar a los hombres a los que ha sido enviado. Y pide de nosotros que nos dejemos arrastrar por esta corriente de amor, que nos abramos para recibir y para dar amor.


Reconozcamos, como decía el apóstol Juan en la segunda lectura, la iniciativa de amor que parte de Dios y se nos ofrece, y esforcémonos en amarnos unos a otros, demostrando así que conocemos de verdad a Dios y que tratamos de agradarle de todo corazón, para ser realmente sus amigos.

2 de mayo de 2015

QUINTO DOMINGO DE PASCUA (Ciclo B)

“Yo soy la vid; vosotros los sarmientos.
 El que permanece en mí y yo en él,
 ése da mucho fruto”
            
       Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El evangelista san Juan, poniendo en labios de Jesús la imagen de la vid y de los sarmientos, invita a comprender a la Iglesia como comunidad de los creyentes. Jesús se sirve, como en otras ocasiones, de una imagen sacada de la vida real, la imagen de una cepa, algo familiar a los palestinos de su tiempo. Para quien la contempla, una vid, una cepa con sus sarmientos forman una unidad de vida. La vid saca de la tierra la savia vital que comunica a sus sarmientos, para que estos puedan dar el fruto que se espera de ellos. Los sarmientos tienen vida en la medida en que están unidos a la vid. Sólo hay posibilidad de dar fruto y es la de permanecer unidos a la vid. Precisamente por esta razón, Jesús no duda en afirmar: “Sin mí no podéis hacer nada”. Permaneciendo unidos a él se nos promete la vida, vida que se manifiesta en el dar fruto abundante. En cambio, si el sarmiento se separa de la vid, ya sea por propia voluntad, ya por la intervención de alguien que corta y aparta los sarmientos que no producen fruto, a ese sarmiento no le espera otra cosa que la destrucción, pues el sarmiento inútil se deja secar, y termina en el fuego. 

          Saliéndose un poco de los límites de la comparación, Jesús termina su discurso afirmando que, precisamente, en la medida en que permanezcamos unidos a él, podremos dirigirnos al Padre por la oración y ser escuchados. Si somos sarmientos de la verdadera vid, tenemos libre acceso al Padre, al labrador, que nos conoce y nos ama en la medida que formamos una sola cosa con su Hijo, el predilecto. El eco de estas palabras de Jesús relativas a la oración lo encontramos también en la segunda lectura en la que el apóstol san Juan recuerda que, en la medida en que guardemos sus mandamientos y hagamos lo que le agrada, cuanto pidamos en la oración lo recibiremos de su generosidad. Esta insistencia en el valor de la plegaria tiene una enorme importancia. Creer que Dios nos ha salvado pero aplazar el resultado de esta salvación únicamente para después de la muerte podría ser causa de desánimo. En cambio, cuando Jesús insiste que con la oración podemos pedir cuanto necesitamos, sin miedo, con el atrevimiento propio de los hijos, acerca de alguna manera a nosotros el resultado del misterio pascual de Jesús. Éste no queda lejos, está junto a nosotros, podemos acceder a él por la oración hecha en su nombre.

Pero esta oración no es un instrumento que se nos ofrece para servirnos de Dios según nuestros caprichos y obtener de él lo que nos plazca. La verdadera oración, la plegaria hecha al Padre en nombre de Jesús sólo será tal si brota de una vida de amor profundo que vincule a los hermanos. Para entendernos: nuestra unión con Jesús, en virtud de la cual podemos dirigirnos al Padre en la plegaria, exige una unión real con los hermanos: “No amemos de palabra ni de boca, -nos decía el apóstol san Juan-, sino con obras y según la verdad”. Si nos amamos así, si guardamos de este modo sus mandamientos, daremos el fruto abundante que se espera de los sarmientos unidos a la vid.

La Iglesia cristiana, de la que formamos parte, no es otra cosa que este conjunto de sarmientos enraizados en la vid que es Jesús, que saben mantener la unidad en la fe y el amor. La primera lectura de hoy, sacada de los Hechos de los Apóstoles, ha recordado un episodio de los primeros tiempos de la Iglesia. Pablo, el que fue perseguidor de los discípulos de Jesús, después de que viera a éste en el camino a Damasco, pasó a ser un ardiente propagador de él y de su evangelio. Pero no todos se fiaban de él: sólo cuando su actividad fue aprobada por los apóstoles, cuando no quedaron dudas de que era un sarmiento unido a la vid se le reconoció la misión que había recibido y que mucho contribuyó a la edificación de la Iglesia en la fidelidad a Jesús por obra del Espíritu Santo. También nosotros, en este momento de la historia, hemos de creer en Jesús resucitado, que nos vincula con Dios, pero  también entre nosotros, y así formamos parte de un pueblo, que es la Iglesia, guiados y sostenidos por el Espíritu que nos recuerda cuanto Jesús hizo y enseñó, durante su vida mortal.