26 de septiembre de 2015

DOMINGO XXVI DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

                 

      “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros”. Estas palabras que el evangelista Marcos ha conservado son una severa advertencia para todos los que pretendan ser discípulos de Jesús. Uno de los apóstoles, y precisamente Juan, el predilecto, pretendía impedir que un desconocido realizase exorcismos usando el nombre de Jesús por no ser del grupo. Frase, en apariencia sencilla, pero cargada de prejuicios, que muy a menudo han causado daño en la vida de la humanidad: “No es de los nuestros”. Esta simples palabras suponen imponer una división en la sociedad, estableciendo distinciones entre nosotros y los demás.

En el contexto del evangelio de hoy, por “nosotros” se entiende al grupo de los que siguen al Maestro, de los que escuchan sus palabras y de los que, de alguna manera, han optado por el evangelio de Jesús.  “Nosotros” significa la porción elegida, los buenos, los poseedores de la verdad. “Los demás” son el resto de la humanidad, los que en principio han de ser salvados ciertamente, y para los cuales Jesús está dispuesto a entregarse para que tengan vida y la tengan en abundancia, pero que, de momento aparecen como masa informe, marginada, casi como ciudadanos de segundo orden, sin voz ni voto.

Marcos dice bien claro que esta forma de pensar es de los apóstoles, o al menos a uno de ellos. A los discípulos les molesta que se haga el bien en nombre de Jesús fuera del círculo reducido de los que le siguen. Cuántas veces nos cuesta también a nosotros aceptar que haya hombres que no son de los nuestros, -que no son católicos, para entendernos-, y que, en nombre de Jesús hacen el bien, y anuncian también el evangelio. Mucho faltaba a aquellos hombres para entender la Buena nueva de Jesús y de la herencia que se les quería confiar, la de llevar, sin trabas, hasta el confín del orbe la salvación de Dios.

            La reacción de Jesús es decidida: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí”. Jesús hace entender que hay muchos modos de estar a su lado, de ser de los suyos, formas que deben ser respetadas. Desde la perspectiva de Jesús en el proyecto de Iglesia que propone no caben pretensiones de monopolio sobre el evangelio y la salvación. Nadie puede pretender derechos exclusivos sobre el Espíritu y erigirse en árbitro de los demás; a creerse el verdadero discípulo de Jesús, y, en consecuencia, preferirse a otros o marginar a quienes no estén completamente en su misma linea.

            La respuesta de Jesús coincide con la que Moisés daba en la primera lectura del libro de los Números. Dios comunicó el Espíritu a setenta ancianos de Israel, para que ayudasen a Moisés en la misión de dirigir al pueblo. Otros dos personajes, que a pesar de haber sido llamados se habían quedado en el campamento, reciben también el Espíritu y profetizan a su vez, desagradando a Josué, que pretendía que Moisés les hiciese callar. Moisés, como Jesús, hace comprender que el don del Espíritu no pertenece a una minoría, no está reservado a un grupo selecto, sino que todo el verdadero Israel está destinado a recibir la plenitud del Espíritu y profetizar, para ser en verdad un pueblo de profetas.


            En la medida en que somos Iglesia, pueblo que ha recibido la plenitud del Espíritu, hemos de respetar a quienes, fuera de la misma  actúan en nombre de Jesús. Cualquier servicio realizado a discípulos de Jesús por ser discípulos suyos tiene valor de eternidad. Por el contrario, quienes escandalicen a uno de sus discípulos, es decir quienes pongan un obstáculo a la fe de los creyentes merecen una severa sanción. Y hoy el apóstol Santiago en la segunda lectura recordaba que el abuso de los bienes recibidos puede oscurecer la presencia de Dios y ser escándalo de los demás hasta corromper el corazón humano. Jesús espera de nosotros que no pongamos obstáculos a la fe tanto de los que creen en él cómo de los que aún no creen. La palabra de Dios invita hoy a un serio examen de conciencia para ver como vivimos la fe que profesamos, si somos realmente testigos de aquel que por nosotros no ha dudado entregar incluso su propia vida.

12 de septiembre de 2015

DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo B)

«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
 Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo». 
          “Por propia iniciativa, Dios, el Padre de los astros, con la Palabra de la verdad nos engendró, para que seamos como la primicia de sus criaturas”. Así concibe el apóstol Santiago la realidad de la persona humana. En efecto, todo hombre y toda mujer son criaturas de Dios, la obra de su amor, hasta el punto que san Ireneo no dudó en afirmar: “La gloria de Dios es el hombre viviente”. Dios, una vez realizada la creación, no se ha desentendido de la humanidad ni la ha abandonado sin más a su suerte, dejándola como juguete indefenso en manos de un destino ciego y a veces cruel. Es una verdad  recordada repetidamente a lo largo de la Escritura que Dios llama al hombre por su nombre, es decir individualmente, en su circunstancia concreta, no simplemente como uno más de un montón amorfo e indiferenciado. Dios invita a los humanos a llevar a cabo un papel concreto en esta realidad que es la vida sobre la tierra y  ofrece cuanto necesitamos para no perdernos en los meandros de la existencia. Por eso, Santiago insiste: “Aceptad dócilmente la palabra que ha sido implantada y es capaz de salvaros”. Esta misma palabra que nos engendró permanece en nosotros como semilla de vida, pero no actúa de modo mágico, mecánicamente, sino que es fuerza de vida, de salvacion en la medida en que la aceptemos, y colaboremos con ella, permitiéndole ser luz y guía, alimento y sostén. “Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañandoos a vosotros mismos”, continua diciendo el apóstol, advirtiéndonos del peligro que nos acecha de no traducir en comportamiento lo que la palabra pueda insinuar.
          En la primera lectura, en un pasaje del libro del Deuteronomio, Moisés recordaba cómo Dios ha dado a su pueblo mandatos y preceptos. Para muchos resulta difícil compaginar la imagen de un Dios creador, justo y bueno, con la de un Dios legislador que se entretiene en inventar normas y prescripciones que pueden dar la impresión de coartar el gran don de la libertad. La dificultad para aceptar al Dios legislador nace de la no aceptación por parte del hombre de su condición de criatura. La enseñanza de la revelación contenida en la Sagrada Escritura dice que Dios es creador, hacedor de todo, y en consecuencia nosotros somos criaturas. Pero la misma Escritura recuerda también y desde sus primeras páginas que al hombre siempre le ha costado obedecer y que se rebeló contra el primer mandato que se le impuso: así comió del árbol prohibido porque una voz le repetía que desobedeciendo sería como Dios, no dependería de nadie ni de nada. Y la Escritura concluye que esta trágica ilusión termina en el drama de la muerte de la que nadie puede escapar.

          Los preceptos, normas, leyes o mandatos que puede dar Dios no son una falta de respeto a la personalidad del hombre, sino indicaciones que enseñan cómo evitar el mal, construir la vida, y hacer del mundo un espacio habitable, cimentado en el respeto mutuo, en la verdad, en la justicia y en el amor. Porque, como Jesús advierte en el evangelio de hoy, el peligro no viene de fuera, acecha dentro de nosotros mismos: “Dentro del corazón del hombre nacen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad”. No sería justo deducir de estas palabras de Jesús que todo sea negativo en nuestra realidad, sino que, al constatar simplemente los límites del hombre, al mismo tiempo afirma que ha venido para ayudarle y hacerle salir a flote, para iniciar así un cambio de ruta que aleje de la muerte y conduzca a la vida. Por eso conviene estar atentos a la Palabra que se nos comunica y que puede salvarnos.


          Pero Jesús advierte de otro peligro que acecha: “Dejáis a un lado los mandamientos de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Lo que Dios propone es principio de vida, mientras que los mandamientos de los hombres, aunque aparezcan como signo de libertad, a la larga esclavizan, no ayudan al hombre a crecer humana y espiritualmente. Las lecturas de este domingo invitan a abrirnos a la Palabra de Dios, a comportarnos en la vida según su voluntad, demostrando con nuestro obrar la fe que arde en nuestro interior: “La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es visitar a los atribulados y no mancharse las manos con este mundo”. Como dice la Escritura: “Observa los mandamientos y vivirás”.

7 de septiembre de 2015

BEATO COLUMBA MARMIÓN (Monje benedictino) 2ª Parte


 Abadía de Maredsous

.         LA LITURGIA

Después de la Primera Guerra Mundial, el Movimiento Litúrgico se irá imponiendo en las comunidades benedictinas de Bélgica. Su origen viene ya de fines del 1909, donde a raíz del Congreso Católico de Malinas, la liturgia se quiere llevar a las parroquias, al clero, al pueblo en general y que no permanezca encajonada sólo en los monasterios.
Dom Columba había abandonado Mont Caesar, justo en el momento en el que el monasterio tenía a su cargo la tarea de llevar la liturgia a los fieles y a la vez, elevar su investigación a niveles cada vez más altos. Contribuyó de forma admirable en el primer Congreso Litúrgico de la historia, y comenzó a editar la revista Questions Liturgiques.
Marmion contribuyó a esta renovación con su doctrina bíblico-litúrgica. Permitió que en 1912, se celebrase en Maredsous una Semana Litúrgica, siendo él quien la abrió con una conferencia de corte teológico-litúrgico, titulada: El Simbolismo en los dos Testamentos. En esta alocución advertía del peligro de derivar la liturgia a un espiritualismo exagerado o a un racionalismo estéril.
Su apoyo al Movimiento fue sobre todo, centrando su acción litúrgico-espiritual a las almas consagradas. Decía: “Si los hijos de San Benito toman a pecho el Movimiento Litúrgico se debe no sólo a que, a fuerza de religiosos fieles a la misión de su orden, continúan una tradición catorce veces secular, sino también a que, en cuanto hijos amantísimos de la Santa Iglesia, se afanan por secundar, a su manera, lo deseos de su Madre”. Dom Columba, los domingos y las fiestas, hablaba a sus monjes, y el núcleo del tema, lo sacaba de los Misterios litúrgicos, de la Palabra de Dios que se había proclamado en la liturgia, de la Liturgia de las Horas…, y como es natural en él, dentro de un cristocentrismo troncal. En la liturgia es donde descubre más intensamente su propia experiencia de Dios en Jesucristo. Basta meditar su obra “Jesucristo en sus Misterios”, para descubrir su amor y dedicación a la liturgia. Dom Columba encuentra a Cristo vivo en Su Iglesia, especialmente durante la celebración litúrgica, y es de ahí de donde nace su amor Oficio Divino –al Opus Dei-, al que dedica dos capítulos en “Jesucristo, ideal del monje” (capítulos XIII y XIV), y donde explica que la liturgia dimana de Jesucristo que al unirse a Su Esposa, la Iglesia, le concede el don de poder alabar al Padre, es decir, es el mismo Cristo el que adora a Dios Padre a través de los labios de la Iglesia. Pero nosotros no sabemos orar como conviene, y es el Espíritu de Jesús el que ora en nosotros con “gemidos inenarrables”[1]. En el Oficio Litúrgico todo es inspirado por Él, todo es compuesto bajo Su impulso. La Iglesia, es guiada por el Espíritu Santo que nos conduce a Cristo, Cristo nos lleva al Padre y nos hace agradables a Él. Por tanto, este es el camino más seguro para permanecer en la unión con Jesucristo y caminar hacia Dios[2].
Dom Columba, al vivir la liturgia dentro del claustro benedictino, descubrió los valores doctrinales que contienen los textos litúrgicos. La lex orandi (la norma de la oración) se hizo para él no solamente la lex credendi (la norma de la fe), sino también la lex vivendi (la norma de vida).
Dom Columba reconoce que el primado de la liturgia en la Orden benedictina representa un elemento específico en relación a los otros Institutos religiosos; reconoce su primacía entre los medios de perfección. Vuelve a unir al carácter litúrgico los aspectos de la espiritualidad benedictina:
-Su connotación es sobre natural, ya que Cristo nos da Su gracia y de una manera eficaz durante la celebración litúrgica.
-En la liturgia se reviven los misterios de la vida de Cristo, y se nos comunica la gracia que ellos en sí, encierran. Por tanto, es en la liturgia donde se logra la conformación con Cristo, que es para el cristiano, el proyecto que tiene el Padre sobre él.

3.1.    Hitos principales sobre la oración litúrgica

Los hitos fundamentales[3] que podemos percibir en los dos capítulos sobre la oración litúrgica que Marmion exponen su obra Jesucristo, ideal del monje, son resumidamente, estos:
1-El valor objetivo de una cosa es según la gloria que proporcione a Dios, por lo tanto, una cosa vale tanto según sea estimada por Dios.
2-Existen cosas que glorifican a Dios por su propia naturaleza, como puede ser la Santa Misa, los Sacramentos, las virtudes…, y por supuesto, la oración. Ésta glorifica a Dios por la intención del que la recibe (fin del que obra), y por su misma naturaleza y los elementos de los que consta (fin de la cosa misma).
3-Entre todas las oraciones posibles, el primer lugar sin duda alguna, lo ocupa la oración pública de la Iglesia, es decir, la oración litúrgica oficial que se relaciona íntimamente con la Santa Misa. El rezo del Breviario es realmente una obra divina; es el auténtico Opus Dei.
4-La excelencia del Oficio, nos viene dada por el fundamento de donde deriva, su naturaleza, sus elementos y su propio fin.
5-El fin primordial de la liturgia, es la alabanza divina, mas también proporciona un manantial inagotable de gracias y es un medio más que eficaz para la santificación personal. Adelanta lo que luego diría el Concilio Vaticano II en la Constitución Sacrosanctum Concilium en su número 10: “…de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin”[4].
6-La liturgia no produce por sí en nosotros la gracia, como lo hacen los sacramentos. Tiene una cierta eficacia en sí misma –ex opere operantes Ecclesiae-, pero no la eficacia intrínseca –ex opere operato- de los sacramentos. Quiere esto decir, que la eficacia depende en gran parte de las disposiciones subjetivas de la persona orante.

3.2.    El Oficio Divino en la vida del monje

San Benito exige al que quiera entrar en el monasterio, lo mismo que debe hacer todo cristiano: “Buscar a Dios”: “Este es el fin único y supremo a que debemos aspirar: buscar a Dios… “Llegar a Dios” es el punto de mira que San Benito quiere que tengamos ante la vista”[5]. Para Dom Columba, el Opus Dei ocupa un lugar principal en la vida del monje, pues es un homenaje que le es a Dios debido. En el Oficio Divino, el monje busca a Dios, y es ésta, su tarea primordial, por eso, el Opus Dei, es la tarea más noble del monje, como bien dice San Benito: “No anteponer nada al amor de Cristo” [6]. Por tanto, el Oficio Divino es un medio excelente de alcanzar a Cristo, y así, escribía Dom Columba: “la oración oficial de la Iglesia, siendo una obra muy agradable a Dios, llega a convertirse también para nosotros en una fuente pura y abundante de unión con Cristo y de vida eterna”[7].
Para Marmion, en lo que se refiere a la liturgia y que además, constituye “el centro de nuestra sacrosanta religión”[8], es la Misa, la Eucaristía. La alabanza divina recitada en el Oficio, está estrechamente relacionada con la Eucaristía: “La oración pública gira en torno del sacrificio del altar; en él se apoya y de él saca su más subido valor a los ojos de Dios; porque la ofrenda la Iglesia, en nombre de su Esposo, Pontífice eterno, que ha merecido, por su sacrificio sin cesar renovado, que toda la gloria y honor vuelva al Padre, en la unidad del Espíritu Santo”[9].
La razón nuclear del Opus Dei para Marmion, es que a través de él, estamos ya unidos con nuestro Salvador ya que cantamos con Él y por él la gloria de Dios Padre. En esta misión y gracia a la vez de culto público, deben participar todos los fieles, sin embargo, algunos han sido particularmente escogidos para ser asociados al sacerdocio eterno de Su Esposo, ellos son los sacerdotes y religiosos de coro. Dom Columba resume de forma excelente que es lo que sucede en la recitación del Oficio: “El Padre ve en nosotros, durante la recitación del oficio, no pobres almas con intereses privados y sin prestigio, sino embajadores de la Esposa (la Iglesia) y de su amado Hijo, que con pleno derecho abogan por las almas; entonces estamos investidos oficialmente de la dignidad y del poder de la Iglesia y del mismo Jesucristo. Por otra parte, Él está entonces en medio de nosotros…; es el supremo jerarca, que recibe nuestros ruegos y recoge nuestras alabanzas para transmitirlas a Dios… Por eso estas alabanzas son superiores ante Dios en valor y eficacia a cualquier otra alabanza y plegaria, a cualquier otra obra”[10], ya que cualquier otra obra, es obra del hombre, y el Oficio, es la obra de Dios por excelencia.
El Oficio Divino está formado por himnos que la Iglesia muchas veces los recoge de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, y otros, de la misma Escritura. Para ensalzar a Dios con la dignidad que le es debido, debe ser Él mismo Quién nos indique como hacerlo, por eso, rezamos con los Salmos, la mejor alabanza que después del santo sacrificio de la Eucaristía, podemos ofrecer a Dios. “Los cánticos inspirados por el Espíritu Santo relatan, publican y ensalzan todas la perfecciones divinas”[11]. Pero además, los Salmos: “expresan de modo admirable los sentimientos y necesidades de nuestras almas”[12].
Podemos resumir que el Oficio Divino recitado por la Esposa, tiene un “gran poder de intercesión”, ya que la Iglesia se apoya en Jesucristo; produce numerosos frutos de santificación, ya que la “oración de la Iglesia, manantial de luz, nos hace participar de los sentimientos del alma de Cristo”; y a la vez, nos hace partícipes de los misterios de la vida de Cristo, que son camino seguro e infalible para asemejarnos a Él.
Dom Columba también nos explica el por qué y el cómo la Iglesia honra y celebra a los santos: “A la Santísima Trinidad es, en efecto, como todos saben, a quien la Iglesia ofrece sus alabanzas, festejando a los Santos. Cada uno de ellos es una manifestación de Cristo; lleva en sí los rasgos del divino modelo, pero de una manera especial y distinta. Es un fruto de la gracia de Cristo, y a horma y gloria de esta gracia se complace la Iglesia en ensalzar a sus hijos victoriosos”[13]. Nosotros, al igual que los santos, estamos llamados a formar parte de este cortejo victorioso, a participar en el seno del Padre de la gloria del Hijo si nos hemos asociado en la tierra a sus Misterios. Ya desde ahora, podemos anticiparnos, recitando el Oficio, al eterno  Alleluia que resuena en los cielos.

4.       ADOPCIÓN DIVINA

Como ya he apuntado anteriormente, podemos afirmar que la doctrina de Dom Columba puede encontrase resumida en Ef 1, 5: “Dios nos predestinó de antemano a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo”. Es decir, la Santísima Trinidad, nos ha predestinado a ser partícipes de Su vida divina, para ya aquí, en esta vida, entrar en comunión, en relación con Ella, a través de la gracia de la adopción que nos hace hijos y herederos de Su gloria. Por este eje central que constituye la doctrina de Marmion, ha sido considerado por el Padre dominico Philipon “Doctor de la adopción divina”[14].
Ampliando un poco más la doctrina de Dom Columba sobre la adopción divina,  vemos que es el Padre Quien da a conocer a Su Hijo, y Éste, al asumir la naturaleza humana nos hace partícipes de la filiación divina, esto es, el Hijo lo es por naturaleza, y nosotros, somos hijos de Dios por gracia. Cristo, al hacerse hombre y darnos participación en Su ser, hace que formemos un solo Cuerpo Místico, y esto es la adopción divina, que nos es dada por Jesucristo. Sí, es así, la adopción divina “la recibimos de Jesucristo y por Jesucristo”[15].
Por parte de Dios, la adopción es perfecta, Él nos adopta como hijos. Y por parte nuestra, a partir del Bautismo, esta adopción debe irse perfeccionando, es como un germen que debe ir desarrollándose, y será perfecta, cuando al final de nuestra vida si hemos sido fieles, “nuestra adopción se abra en los esplendores de la gloria”. Somos hijos  de Dios, co-herederos de Cristo. Aunque la realización en nosotros de esta adopción es obra de las tres Personas de la Santísima Trinidad, se atribuye -no sin motivo- especialmente al Espíritu Santo. ¿Por qué? Siempre por la misma razón: porque esta adopción es puramente gratuita, nace del amor.
La santidad cristiana no es sino morir al pecado y de esto modo, pasar a una vida nueva. “Toda la santidad que Dios ha destinado a las almas ha sido depositada en la humanidad de Cristo, y de esta fuente debemos nosotros beberla”[16].

4.1.    La santidad en el monje

La filiación adoptiva en Jesucristo, centro de su doctrina, la descubrimos también cuando habla sobre la profesión monástica: “el hijo adoptivo que se ofrece al Padre junto con el hijo de Dios, Jesucristo”[17].
El fin de la vida monástica para Dom Columba, no es otro que la búsqueda de Dios, buscar a Dios por Sí mismo y en Sí mismo; “es tener y cultivar con la Santísima Trinidad aquella intimidad real y estrecha que llama san Juan: sociedad del Padre con Su Hijo Jesús, en el Espíritu Santo”[18]. Para él, la Trinidad no es “algo” abstracto, difuminado o impersonal, no, es una realidad viva, personal y que puede transformar el ser y la vida del cristiano.
Para Marmion, la santidad en la Regla de San Benito, es reproducir el conjunto de la vida y misterios de Cristo:
-La obediencia[19], donde el monje, en la profesión, se ofrece como Cristo al cumplimiento de la voluntad del Padre sin condiciones.
-Los dos aspectos de la santidad de Jesucristo: la muerte al pecado a lo que es natural, y la felicidad al abrirse al crecimiento de la vida sobrenatural.
Como ya hemos apuntado anteriormente al hablar de la Liturgia, en la vida benedictina se da, igual que en la vida de Jesús, ejemplar supremo, una jerarquía de actividades, es decir, lo más importante dentro de la vida monástica es sin duda alguna, el Opus Dei, el Oficio Divino. Sin embargo, todas las actividades deben conducir a la reproducción del conjunto de la santidad de Cristo, como bien dice la Regla benedictina: “No anteponer nada al amor de Cristo”[20].
Para Dom Columba, la vida de monje no es sino la vida cristiana pero vivida más radicalmente, más profundamente; las virtudes monásticas son las mismas que las del estado cristiano, porque encuentran su fundamento en Cristo y obligan a todo cristiano, pero el monje debe practicarlas de un modo más riguroso y amplio. “En Cristo, la cualidad de “primer religioso” se funda sobre su dignidad de Hijo de Dios; esta dignidad es la que confiere a su vida de “consagrado” al Padre su apoyo más santo, su inconmensurable grandeza, su valor infinito. Del mismo modo, la vida religiosa no llega a su cumbre, no alcanza todo su esplendor y no es verdaderamente fecunda, más que cuando es la expresión más adecuada de la vida de hijo de Dios en Jesucristo”[21].“La Regla interpretada por nuestras Constituciones…, es lo que debemos practicar: ella contiene todo lo necesario para nuestra perfección y nuestra santidad, y por ella fue por la que llegaron a la más alta perfección, a la cima de la santidad tantos y tantos monjes”[22].

4.2.    La Profesión Monástica en Dom Columba Marmion

Por el Bautismo nos unimos a Cristo al que aceptamos substancialmente, y a través de la Profesión monástica, y con un acto de fe práctica, ratificamos esta fe que nos une a Cristo y al que dejamos que reine en nuestras almas. Por tanto, según Dom Columba, la Profesión inaugura la vida monástica.
Es por medio de la Profesión como el novicio entra a formar parte de la familia monástica, y lo consagra al servicio de Dios para que así llegue a convertirse en perfecto discípulo de Cristo. “La profesión contiene en germen toda la santidad religiosa”[23]. Es un contrato entre Dios y el discípulo, éste, a través de la obediencia y con gran fe, se deja guiar por el Abad, y a cambio, Dios, conduce al monje a Sí mismo. Sin embargo, Dom Columba afirma que la perfección a la que está llamado el monje que profesa, es una perfección “benedictina”, ya que los votos tienden a la práctica de la Regla de San Benito y de las Constituciones que le rigen.
Las notas fundamentales de la Profesión, Marmion las resume:
1-La Profesión monástica es una inmolación: Es una inmolación de nosotros mismos, que tiene como modelo la oblación de Cristo, y que debe ser hecha con amor para que sea acepta a Dios. Dom Columba escribe: “san Benito une la profesión al sacrificio eucarístico. Después de leída y firmada la petición, el novicio con su propia mano “la deposita sobre el altar”, como para asociar el testimonio real y auténtico de su compromiso a los dones que se ofrecen a Dios en sacrificio; el monje, por lo tanto, une su inmolación a la de Jesucristo, y esto es lo que quiere nuestro glorioso Padre”[24].
Marmion nos ofrece tres cualidades indispensables de la oblación que deben darse también en la Profesión:
-Debe ser un holocausto digno de Dios, porque la víctima y el sacerdote se identifican en la persona del “Hijo amado”[25].
-Debe ser un holocausto total: El sacrificio de Jesús no es sólo en su Pasión, comienza ya desde la Encarnación, Él sabía lo que le esperaba durante toda Su vida, y todo lo aceptó. El sacrificio de Cristo es único, perfecto en su duración, y pleno en el sentido que se ofreció hasta derramar toda Su sangre. Esta oblación hecha por Cristo de Su cuerpo una sola vez, basta para santificarnos.
-Debe ser un holocausto ofrecido con amor: El amor de Cristo es perfecto, ama a Su Padre y por eso se ofrece todo entero a cumplir la voluntad del Padre; Su amor a los hombres está subordinado al amor que tiene al Padre: “Para que conozcan que amo al Padre… hago esto”[26].
2-La Profesión monástica tiene carácter de holocausto: La Profesión es un holocausto porque es una entrega de sí mismo a Dios, igual que Cristo se ofreció totalmente a Dios en el Templo, el día de la Presentación que es cuando podemos decir que Su ofrecimiento se hace “oficial”. En esto, como en todo, Cristo es nuestro modelo.
Para que este holocausto sea perfecto y perpetuo, lo hacemos de forma pública y solemne, y aceptado en la Iglesia, ésta es la Profesión, la emisión de votos. Los votos hacen que la donación de uno mismo sea irrevocable, y para esto, debe ser una donación libre por parte del novicio.
3-La Profesión monástica va unida a la oblación que Jesús hizo de Sí mismo: Para que este holocausto –que es la Profesión- sea “agradable a Dios” debe ir unido al de Jesucristo –“del que recibe todo su valor y toda su eficacia santificadora”[27]-, cuya manifestación exterior se realiza durante la celebración del sacrificio eucarístico; y para que sea un “holocausto santo”, esta oblación a Dios debe ser hecha con amor, ya que es el amor el que obra la unión. Aunque en la Profesión, el monje se dé todo a Dios, es poco lo que da, pero lo importante es que se dé todo y además “el valor se mide por el afecto”.
Pero el momento de la Profesión, no agota sus efectos, a este respecto escribe Dom Columba: “La profesión del monje comunica a su vida entera el carácter y virtud de holocausto: hace de nuestra vida un perpetuo sacrificio. El acto de la profesión no dura más de unos momentos; pero sus efectos son permanentes, y eternos sus frutos”[28].

4.2.1. Bendiciones que hace Dios a quien profesa

Siguiendo la doctrina de Marmion, éste nos presenta tres principales bendiciones que la Profesión aporta:
1-La Profesión monástica hace al alma, amiga de Dios, muy amiga. Es considerada como un segundo bautismo por el cual el profeso obtiene una remisión general y se convierte en “una criatura completamente renovada”[29]. El alma se entrega a Jesús como al esposo la esposa, esta alma queda “revestida de Cristo”.
2-Otra bendición es el aumento de valor de las acciones que realiza el ya profeso: todas sus acciones tienen más valor porque gozan, participan de la virtud de la religión. Citando a Santo Tomás, Dom Columba, nos explica esta bendición: “Los actos de las distintas virtudes son mejores y más meritorios cuando se cumplen en virtud del voto, porque pertenecen al culto divino y tienen la modalidad de sacrificio”[30].
3-La Profesión es el origen de nuestra felicidad: al darnos totalmente al Señor, Éste se nos da también, convirtiéndose en nuestra recompensa. La generosidad del ofrecimiento total a Dios viene recompensada con un aumento de gozo.

4.2.2. Fidelidad a las promesas juradas

Lo primero de todo, es mantenernos fieles en la oblación hecha a Cristo. La Profesión nos obliga a dejar todo y seguir cada vez más a Jesús. Pero esta fidelidad no está reñida con las fragilidades  miserias de la condición humana del monje, siempre que intente corregirse y se lamente de ellas. Lo que no puede ser, es ese estado de tibieza habitual “estoicamente mantenida”, y consintiendo diariamente en pequeñas infidelidades. Un monje no puede retener nada para sí. Si el monje es generoso en darse totalmente, Dios que no se deja vencer en generosidad, nos ayudará y Él no puede faltar a Su promesa, se compromete a colaborar con el monje en la tarea de su santidad, “Él es el amigo más sincero, el más fiel de los esposos”[31], por tanto roguémosle que jamás le abandonemos.
“Nuestra santidad no es más que desarrollo y consecuencia de la profesión monástica, fuera de la cual no la encontraremos; y si guardamos constantemente las promesas juradas, Dios nos conducirá a la santidad, puesto que los votos religiosos nos han consagrado enteramente a su servicio”[32].
Será de gran ayuda al monje para permanecer en la fidelidad, contemplar la fidelidad de Jesús, que es “nuestro modelo”, y revivir la gracia de la Profesión, renovando la fórmula de los votos, que puede hacerse en el Ofertorio de la Misa, uniendo nuestro sacrificio al de Cristo: “Después de la santa Misa no hay acción más digna de dios que la oblación de sí mismo por la profesión religiosa; no hay estado más grato a sus ojos que aquel en que se halla el alma, determinada a permanecer constantemente fiel. Es una práctica muy santa y provechosa renovar la profesión todos los días, por ejemplo, en el ofertorio de la Misa, y unir entonces nuestro sacrificio al de Jesús”[33]. De esta forma, nuestro día a día, será una prolongación de la Eucaristía; “toda nuestra vida será un himno de alabanza y acto de adoración perfecta, renovada permanentemente”[34].
Esta fidelidad, Dom Columba la compara con el martirio, por la renuncia a uno mismo que se hace por la Profesión. Ya Santa Gertrudis advierte que el día de Todos los Santos vio a los religiosos entre las filas de los mártires, ya que la perfección religiosa, convierte la vida en un continuo holocausto, mas “un alma fiel y generosa encuentra en esta oblación de sí misma siempre renovada, un gozo extraordinario, una dicha que siempre aumenta, porque procede de Aquel que es la beatitud infinita e inmutable”[35].

4.3.    Conclusión de Jesucristo, ideal del monje

Marmion, después de haber “comentado” la Regla de San Benito en esta obra, en el último capítulo, el XVIII y como colofón, habla de la paz. El primer epígrafe lo titula así:
  “El don de la paz resume en nosotros todas las obras de Cristo: La paz corona la armonía toda de la existencia monástica”[36]. Y ¿qué es lo que debe el monje hacer para gozar de la paz que viene de Dios y de la que nos habla San Benito?: “El acto de abandono requerido lo hicimos ya el día de nuestra profesión, dándonos a Jesús para seguirle…Mantengámonos en esta disposición, y gozaremos de paz. La santa Regla es, ya en este mundo, una “visión de paz”. Todas las almas que se dejan modelar por la humanidad, la obediencia, es espíritu de abandono y de confianza, fundamentos de la vida monástica, se convierten en ciudad de paz”[37]. No hay otro camino para la paz sino el de “volver a Dios por medio de Cristo”[38]. El monje en el que habita la paz proveniente de Dios, es el monje por excelencia según así lo ve San Benito. Del monje en el que habita la paz divina y la irradia, escribe Dom Columba como últimas palabras de esta obra: “Bienaventurado de veras, porque Dios está con él y en todos los instantes encuentra en este Dios, que vino a buscar en el monasterio, el bien más grande y precioso; como que es el Bien supremo e inmutable, que jamás defrauda los deseos de aquellos que lo buscan con un corazón sencillo y sincero”[39].
En su Cruz pectoral llevaba grabado: “Él será la paz”; paz que consiguió experimentar en plenitud al pasar de este mundo a la eternidad.

5.       CONCLUSIÓN

Muy importante ha sido la influencia de Dom Columba en la espiritualidad contemporánea.  Puede ser considerado como el autor místico contemporáneo más importante del mundo. Con toda razón, hablando de los escritos de Marmion, el Padre jesuita De Guibert escribió en uno de sus libros:
“Cualquiera que sea el estado de vida, la escuela espiritual a que se pertenezca, el camino por donde os lleve el Espíritu divino, el grado de virtud al cual hayáis llegado, siempre la lectura de estas páginas os resultará atrayente y provechosa. Ayudan poderosamente a un gran número de almas que sienten la necesidad de simplificar su vida interior apoyándola más directamente sobre los grandes misterios de la fe”[40].
La centralidad de Cristo, unida a la filiación divina, han configurado el pensamiento y la doctrina de Dom Columba Marmion, reconduciendo a los católicos a las fuentes bíblicas –sobre todo, San Pablo-, a los Padres y a la liturgia. De este modo, los ha hecho conscientes de su vida de hijos de Dios, animados por el Espíritu Santo, y que pueden recurrir, dentro de la humildad y la sencillez, a la misericordia y amor del Padre. Esta visión, viene acompañada de un gran sentido de la participación en el Cuerpo De Cristo en la Eucaristía, y de una fuerte devoción mariana, que le hacer pedir a la Virgen María, Madre de Jesús y nuestra, de formar a Cristo en todos aquellos que a Ella recurren.
Hna. Marina Medina



[1] Ibid., 148.
[1] Ibid., 149.
[1] Ibid., 149.
[1] Bernardo-Recaredo García Pintado, Dom Columba Marmion y la profesión monástica, Glosas Silenses Año XI. Nº 2 (2000) 337.
[1] Columba Marmion, Jesucristo, ideal del monje, Les Editions de Maredsous, a cargo de Mauro Díaz Pérez, Barcelona 1956, p. 151.
[1] Ibid., 511.
[1] Ibid., 526.
[1] Ibid., 527.
[1] Ibid., 528.
[1] Antonio Royo Marín, Los grandes maestros de la vida espiritual. Historia de la espiritualidad cristiana, B.A.C., Madrid 1973, p. 435.