31 de octubre de 2015

DOMINGO XXXI - Fiesta de todos los Santos


           “La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios por los siglos de los siglos”. El libro del Apocalipsis, en la primera lectura, evocaba el servicio cultual que tiene lugar en la presencia de Dios por parte de todos los que han recibido de él la salvación y han sido admitidos a participar de su santidad. Con la palabra santidad, la Biblia intenta decir de alguna manera lo indecible de Dios, indicando que éste está muy por encima de todo lo normal y caduco que forma el universo en que vivimos. Pero esta santidad Dios no se la reserva como algo propio y exclusivo, y por eso encontramos en la Biblia la invitación: “Sed santos como yo soy santo”. Es en este sentido que Juan, el discípulo amado, afirma hoy: “Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos”.


            Consciente de esta realidad, la Iglesia de los creyentes, muy pronto aplicó el epíteto de santo a aquellos bautizados que habían vivido su unión con Jesús de forma plena no dudando incluso en ofrecer su misma vida para confesar su fe, como fueron los mártires. Cuando la Iglesia alcanzó su pleno reconocimiento en el mundo civil y político, el epíteto de santo se extendió también a otros cristianos en los que se había manifestado de un modo especial la imagen del mismo Jesús, hombres y mujeres de toda edad y condición.
            El culto a los mártires primero y después el de los demás santos llamados confesores, se localizaba sobre todo en el lugar de su sepultura, sobre el cual muy pronto se edificaban iglesias o basílicas, en las que se congregaban los fieles para la celebración de la eucaristía y de los demás sacramentos. Era toda la familia de los creyentes que se reunía alrededor del recuerdo de aquel hermano o hermana que había dado un válido testimonio de su fe. Su aniversario se celebraba precisamente o el mismo día de la muerte o el de su sepultura, y se le llamaba día de su nacimiento para la vida eterna. La muerte de estos santos se entendía como una entrada en la Jerusalén del cielo de la que habla tanto el libro del Apocalipsis, en la cual los santos actúan de intercesores ante Dios en favor del resto de los hermanos que continúan su lucha en el mundo. De este modo se fueron disponiendo los calendarios que establecían a lo largo del año las diversas celebraciones.           

En Roma y a comienzos del siglo VII, el papa Bonifacio IV quiso dedicar el espléndido edificio circular que existe en el corazón de la ciudad eterna, conocido como el Panteón, a Santa María y a todos los santos mártires, y el aniversario de esta dedicación tenía lugar cada año el día 13 de mayo. En el siglo VIII y en Inglaterra aparece una nueva celebración en honor de todos los santos que tenía lugar el dia 1 de noviembre, y que se extendió rápidamente por el imperio carolingio y más tarde por todo el occidente latino. En el siglo XI, a esta celebración gozosa de los que habían participado plenamen-te en la victora de Jesús, se añadió al día siguiente y, por obra del abad san Odilón de Cluny, la conmemoración de todos los fieles difuntos. Es necesario evitar una contraposición entre estas dos celebraciones como si a los difuntos no tuviesen nada en común con los santos. Los santos son los que han sido oficialmente presentados como tales, pero entre los que llamamos difuntos con toda seguridad figuran personajes de una santidad extraordinaria, a pesar de que no hayan sido proclamados tales.
            Como dice el prefacio de hoy, caminemos alegres y guiados por la fe por la senda que los santos nos han indicado, en espera de gozar con ellos de la gloria que Dios ha prometido a todos los que lo amen y vivan según su voluntad.

24 de octubre de 2015

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ODINARIO (Ciclo B)


        “¿Que quieres que haga por ti? Maestro, que pueda ver”. En el relato que Marcos ha dejado de la curación de Bar Timeo, el ciego de Jericó, puede apreciarse un esbozo del itinerario que todos hemos de recorrer para llegar a la plenitud de la vida de la fe, a través de las dudas y de las esperanzas, de las dificultades y de las llamadas de la gracia. Marcos recuerda que Bar Timeo, además de estar privado de la vista, era débil e indigente y andaba escaso de medios de subsistencia. Por eso lo describe sentado al borde del camino, pidiendo limosna, esperando encontrar algún caminante que, conmovido de su desgracia, le diese unas monedas para comer. Sólo el que es consciente de su miseria, de sus límites, puede esperar poder superarlos y llegar a la plenitud.

Pero el evangelista deja entender que el deseo del ciego no quedaba circunscrito a sus necesidades materiales. En el alma de aquel hombre ardía el deseo de superar sus límites, pues no se conformaba con sus tinieblas. Y así cuando oye que está por llegar Jesús, el maestro de Nazaret del que se contaban gestas admirables, su esperanza estalla con indomable fuerza y grita con toda su fuerza: “Hijo de David, ten compasión de mí”. En su grito hay algo más que el ansia de recurrir al curandero de turno, haciendo suyas las tradiciones y enseñanzas que había podido recibir los sábados en la Sinagoga. Va más alla de la persona física de Jesús, y apela a la misión de aquel hombre enviado por Dios.

Pero su entusiasmo no es compartido por los presentes, que le invitan a callar. Pero contra la voluntad de quienes le quieren silencioso en su miseria, Bar Timeo no cede, grita e insiste y su perseverancia obtiene que Jesús, que pasa, se detenga y diga: “Llamadlo”. Ahora aparecen almas buenas que le dicen al ciego: “Animo, levántate, que te llama”. Quizás eran los mismos que poco antes querían que callase, pero que ahora le animan, para aparecer ellos bajo nueva luz ante el Maestro.

Marcos constata que el ciego deja el manto. En la Biblia con el término “manto” se indica a menudo el reducido ajuar que podía poseer un pobre. Deja el manto como si quisiera cortar con todo su pasado. Da un salto, expresión de alegría y de disponibilidad ante Jesús. “¿Que quieres que haga por ti? Maestro, que pueda ver”. El ciego, consciente de su limitación, se atreve a pedir la luz para sus ojos, pero sin duda desea también dejar las tinieblas de la falta de fe, para abrirse a nuevos horizontes.

Jesús, sin gestos solemnes capaces de suscitar la maravilla de los presentes, simplemente y casi excusándose dice: “Anda, tu fe te ha salvado”. Fijémonos bien: Dios ha actuado porque el hombre ha creído. La explicación del milagro hay que buscarla en la fe del pobre ciego, en la confianza, quizá titubeante, de aquel hombre que ha vivido en la oscuridad y el sufrimiento. A menudo cuando nos quejamos de que Dios no escucha nuestras plegarias, que parece sordo a nuestras súplicas, conviene recordar la palabra de Jesús: ”Tu fe te ha curado”.

Que la petición del ciego era algo más que un deseo de obtener la curación física, lo demuestra Marcos al decir que, inmediatamente, se puso a seguir a Jesús. El ciego se convierte en testigo decidido de la magnificencia de Dios que ha experimentado en sí mismo. El que que ha obtenido que los ojos de su espíritu recuperen la vista no puede dejar de ponerse al seguimiento de Jesús, ser de los suyos, acompañarle en su caminar aunque sea en dirección al calvario, a la cruz. Si queremos aprovecharnos de la gracia del paso de Jesús cerca de nosotros imitemos a Bar Timeo, diciendole, convencidos de nuestra ceguedad e impotencia, pero con confianza ilimitada: “Señor, que puedar ver”. 

17 de octubre de 2015

DOMINGO XXIX (Ciclo B)


       “El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación”. Estas palabras del libro del Profeta Isaías invitan a reflexionar acerca de la realidad de nuestra redención. En efecto, en la medida en que nos consideramos cristianos tenemos la convicción de haber sido salvados, es decir, de haber obtenido, como consecuencia de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, el perdón de los pecados y la promesa de una vida después de la muerte. Pero la sensibilidad del hombre de hoy, que aspira a una vida tranquila, gozando de todo lo bueno y evitando cualquier contradicción o sufrimiento, se siente incómoda cada vez que la Escritura evoca la triste realidad del sufrimiento del hombre Jesús que supone el misterio de la Cruz, aún cuando lo consideremos desde la perspectiva de la mañana de Pascua.

Hoy el autor de la carta a los Hebreos, en la segunda lectura, decía: “Mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, y que ha ha sido probado en todo exactamente como nosotros, excepto el pecado”. El perdón de Dios es algo más que una compasión supeficial, es el resultado de una comunión que Dios, hecho hombre, ha querido tener con el dolor y el sufrimiento de tantos hombres y mujeres que, a lo largo de la historia, han padecido y padecen en carne propia hasta la muerte. Y es esta comunión que lleva a la vida que no tiene fin, la misma vida que el Resucitado obtuvo el domingo de Pascua, después de la cruz del Viernes Santo. 

Desde esta perspectiva podemos entender mejor el mensaje del evangelio de hoy, que resume la obra de Jesús como un servicio total y definitivo: “El que quiera ser grande, sea vuestro servidor y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. Este es el programa que Jesús asumió desde el comienzo de su ministerio: servir a los hombres, haciéndose semejante a nosotros para indicarnos el camino que conduce a la vida, a la plena comunión con Dios, a participar en el Reino de Dios.

Teniendo en cuenta esta actitud asumida por Jesús, produce una cierta inquietud el episodio que Marcos recuerda hoy. Cuando Jesús se dirigía a Jerusalén para ofrecer su vida por la humanidad, Santiago y Juan se atreven a pedirle los primeros puestos en el Reino anunciado. Se podría pensar que lo hacían por amor hacia el Maestro, para estar a su lado en las dificultades, pero la reacción negativa de los otros diez apóstoles hace ver que no era precisamente así. El deseo de los dos hermanos muestra que aún no habían entendido a Jesús y a su misión, que tenían una imagen equivocada de la realidad a pesar del tiempo que llevaban a su lado. Por esto Jesús no puede menos que decirles con pesar: “No sabéis lo que pedís”. Y, seguramente con el corazón entristecido, les recomienda: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”.

El episodio de Santiago y Juan, que tiene una explicación en la debilidad humana, por desgracia no terminó con ellos. Es triste que hayan existido y existan a nivel de Iglesia comportamientos semejantes, y muchas páginas de la historia muestran la preocupación de hombres de Iglesia para alcanzar y ejercer un poder y un dominio nada evangélicos. Una actitud semejante lo que logra es que quede empañada o incluso deformada la obra de salvación de la humanidad que Dios ha querido llevar a cabo por medio de su Hijo, y que la Iglesia ha de llevar a cabo, no buscando ser servida sino sirviendo a todos los hombres.

Cabe preguntarnos: ¿Cómo vivimos nuestra condición de cristianos? Estamos entre los que están dispuestos a servir hasta el final, como Jesús, o más bien nos colocamos en las filas de los que buscan ser servidos. Que cada uno se examine y vea que le conviene hacer si desea estar para siempre con Jesús.