22 de febrero de 2016

S. BASILIO- EL MONACATO ORIENTAL (3ª Parte)


     La espiritualidad monástica desde su nacimiento viene caracterizada por un profundo sentido teocéntrico: el único objetivo del monje no es otro sino amar a Dios. Este amor a Dios es para los monjes antiguos el ámbito vital de la existencia cristiana. Para ellos la vida cristiana se realiza en la comprensión y en la experiencia del amor de Dios. El gran obstáculo para este ideal es el pecado. Por eso, para la espiritualidad monástica, si se quiere conservar el amor de Dios es necesario separarse de toda afición mundana y negarse a sí mismos. En este contexto, la ascesis es vista como un medio para poder vivir el amor de Dios.

       La doctrina ascética dentro del monacato de los primeros siglos, es fundamental. Para los primeros monjes, la ascesis se convierte en el medio por excelencia para llegar al perfecto amor de Dios. Esta doctrina en oriente podemos resumirla en tres puntos: el combate espiritual; las armas para el mismo; y el resultado de la victoria.

    1-El combate espiritual: Los monjes orientales conciben la vida cristiana como un combate espiritual cuya fórmula puede encontrarse en varias citas bíblicas[1]. Los enemigos contra los que combatían eran los vicios y los demonios.

   2-Las armas: Las armas de los monjes primitivos utilizadas en este combate espiritual, eran fundamentalmente tres:

    a) La oración: Era su obligación primera. Además de la oración litúrgica, el pensamiento de Dios debía acompañar a los monjes noche y día. La oración era totalmente necesaria para vencer los vicios.
     b) El trabajo: El trabajo no es separable de la oración y debe formar parte importante de la jornada monástica. El monje debe vivir del trabajo de sus manos.
     c) El ayuno: El ayuno era algo fundante para sujetar el cuerpo y el alma. Se realizaba una sola comida al día y era perfectamente regulado por los monjes cenobitas.

    3-El resultado de la victoria: Con la ascesis, el monje podía llegar a la victoria, al pleno dominio de sí mismo que en la antigüedad se le daba el nombre de la apatheia (paz espiritual). Sólo con una fuerte ascesis, los monjes podían desarrollar completamente la vida del espíritu, podían entregarse a la contemplación de los bienes eternos ya poseídos en esperanza. “Esta psicología nos muestra en su conjunto un plantel de almas selectas tendiendo únicamente hacia los bienes del cielo o poseyendo, ya desde aquí abajo, gracias a la ascesis, una cierta anticipación de los mismos”[2].

     10.1 El Monacato en Asia Menor
     Fue en Asia Menor donde precisamente con más fuerza, llegó el influjo del monacato egipcio, aunque fue rectificado y adaptado.

   El iniciador de la vida monástica en Armenia, Paflagonia y el Ponto, fue Eusebio de Sebaste, quien debido a divergencias en cuanto al dogma, Basilio, 30 años más joven, se separó de él a pesar del gran afecto que le profesaba y la admiración que tenía de él por su vida ascética.

  El objetivo principal del monaquismo era la unión con Dios, la búsqueda de Dios. Toda la vida del monje es un ejercicio de vivir constantemente la esperanza repitiendo incesantemente el “Ven” del Apocalipsis.

 La vida monástica es pues, concebida como vida celeste o angelical y es un tema de los más desarrollados en el antiguo monaquismo. En la vida pre-monástica, la ascesis cristina fue comprendida como “virginidad” para alimentar la relación existente entre el hombre y el ángel[3]. Más tarde, con el comienzo del martirio, el concepto de “vida angelical” se aplica a los mártires.

   En Asia Menor donde sobre todo fijamos la mirada en los Tres Capadocios, este concepto se amplia y hasta tal punto que la ascesis monástica se identificará con la vida angelical.

   El precepto neotestamentario de “orad sin interrupción”[4], los Padres lo recuerdan con insistencia[5]. La tendencia a una interpretación literal de este precepto de la oración continua, aflora pronto en el seno del monaquismo y se convierte en una corriente espiritual largamente difundida  sobre todo en Asia Menor.

10.2 El Monacato en San Basilio

Entre los Capadocios, es considerado como el Maestro; hombre de gran cultura, dotado de capacidad organizadora, con sentido práctico en su forma de reformar el monaquismo. La búsqueda de la perfección le lleva a comprometerse en el movimiento monástico del Ponto, al que favorece y dota de una doctrina espiritual firme, rica y equilibrada. A Basilio se le puede considerar el “fundador” del cenobitismo integral y auténtico de la Iglesia oriental.

Hablar de Basilio en el contexto de la vida monástica, quiere decir hablar de su experiencia en Annesi. Annesi era una propiedad de montaña de la familia de Basilio, “lugar solitario y encantador” en boca de Basilio, Pero según San Gregorio Nacianceno “madriguera de ratones”. Nos encontramos de frente a una fundación ascético monástica de tipo familiar, ya que allí, habita la familia de Basilio.

La madre de Basilio, Emelia, su hermana Macrina y su hermano Naucrazio viven la vida ascética ligada a los principio de Eusebio: pobreza, oración, plena igualdad entre amos y esclavos, fraternidad en Cristo, caridad hacia los pobres. Las comunidades de Basilio, a menudo masculinas y femeninas, es decir, mixtas, eran regidas a través del ritmo del trabajo, oración y servicio a los pobres.

El tipo de monacato que promueve Basilio, en contraposición con el egipcio, se le ha llamado “monaquismo docto”. Basilio a la hora de legislar el monacato, tiene como fuentes el Nuevo Testamento, y el ideal filosófico[6]. Concibe la vida monástica como la realización perfecta del ideal cristiano y la fraternidad. Por tanto, San Basilio no es amante de la vida anacorética, y su ideal monástico se basa en el cenobitismo, que es el modo más propio de vida para el espíritu humano, ya que como dice Platón, el hombre es un “ser social”, busca la compañía, además, Dios ha dispuesto que cada uno tenga necesidad de los otros. Este cenobitismo de Basilio no es tan rígido como el de Pacomio que tiene una estructura militar. Para San Basilio el monje es aquel que realiza la vocación divina de imitar a Jesús, por eso se desprende de sus posesiones ya que Cristo se hizo pobre por nuestro amor[7]; se humilla porque Cristo se anonadó tomando la forma de esclavo[8]. En pos de Jesús, el monje se dirige a la soledad para enfrentarse y combatir al enemigo de Dios y de los hombres. La finalidad de la vida monástica que está en la Escritura no es otra sino la de “agradar a Dios”, más, ¿Cómo se agrada a Dios? Basilio coincide con Pacomio que la manera de agradar a Dios es la importancia que se da al Evangelio y el sentido de la comunidad. En el cenobitismo antiguo, no existe una teología completa sobre la vida monástica, ésta es una fidelidad a los mandamientos de Dios y a la búsqueda de Dios para encontrarle y agradarle.

Para Basilio, el monje no es sino un cristiano, pero un cristiano íntegro. Como dice Amand: “La ascesis propiamente monástica de Basilio no existe por sí misma; más bien continúa y corona la ascesis cristiana que se impone a todo bautizado… El monje es el cristiano auténtico y generoso, el cristiano que pone todo su empeño en vivir en plenitud el cristianismo”[9]. Esta idea de Basilio, propugna ante todo y como principio de la vida monástica, un ascetismo “positivo”[10] que debe preceder al ascetismo “negativo” fundamentado en la separación del mundo y en la pureza de corazón mediante la continencia.

10.3 Algunas nociones sobre la comunidad cenobita basiliana

San Basilio, como ya expusimos, prefiere la vida cenobita a la anacoreta, ya que ésta no permite la práctica de una virtud tan esencial como es el precepto de la caridad fraterna, y además, la vida solitaria conlleva grandes peligros. Sólo la vida común permite realizar de manera íntegra el ideal evangélico ya que así los monjes pueden, especialmente por medio del trabajo, estar al servicio de los demás hermanos según los mandamientos de Señor. La vida anacorética sólo es ventajosa si depende de la cenobita. Es imposible para el eremita mejorar los propios defectos porque no hay nadie que se los pueda señalar ni corregir. La soledad no desarrolla la humildad, la paciencia, ni la caridad que forja tan fecunda la vida de los cenobitas. El anacoreta corre el riesgo de la autocomplacencia y tiene poca resistencia hacia las tentaciones y la tibieza. El ejercicio de la virtud, exige que exista la comunidad. Los libros no sustituyen al maestro y la naturaleza del  hombre es tal que no puede prescindir de testigos.

La comunidad constituye un campo de prueba, una bella vía de progreso, un continuo ejercicio, una ininterrumpida meditación de los preceptos del Señor. El objeto de esta vida en común es la gloria de Dios.
Los carismas recibidos lo son para el bien de los demás. Cada uno recibe un don extraordinario y el eremita no puede gozar de los dones concedidos a otros. Con esta apología, Basilio justifica la legislación cenobita: “La vida de los monjes es aquella digna de los campeones de la filosofía monástica”.

Para Basilio, la comunidad la concibe en torno al concepto del cuerpo de Cristo, donde el superior, generalmente un sacerdote, tiene la función de discernir la voluntad de Dios en cada monje y guiar el espíritu de sus monjes. Sus poderes no son ilimitados, incluso debe consultar a los hermanos cuando se debe acoger a un nuevo miembro en la comunidad.

Basilio abraza el ideal de la comunidad de Jerusalén, es decir, los monjes tendrán que dejar toda posesión y abrazar la pobreza. La renuncia a los bienes exteriores es perfecta cuando el monje permanece imperturbable frente a la muerte.
 La obediencia es una virtud nuclear en el monje, obediencia que es libremente abrazada.

La comunidad es poco numerosa, hecho que la convierte en una familia y se puede conservar más fácilmente el recogimiento de los miembros y la relación personal de cada monje con el abad. Se ha calculado que las comunidades constarían de unos treinta o cuarenta hermanos. Aunque escribe que los monasterios deberían erigirse en lugares retirados, él mismo fundó comunidades en aldeas y ciudades. La comunidad monástica debía integrarse con la vida de la iglesia local porque también los otros fieles tienen en común con los monjes el bautismo. Existe una sola espiritualidad para todos los cristianos: La auténtica vida apostólica. Los votos religiosos se asemejan a las promesas bautismales.

En la Capadocia se aplica una disciplina que favorece la dirección espiritual individual: los monasterios basilianos constan de un monje para aconsejar a los huéspedes.

La renuncia permite acceder a la vida según Dios rechazando al demonio y la mundanidad, es el principio de asimilación a Cristo; por la no distracción se llega a la unificación del corazón permaneciendo en el recuerdo de Dios  y por tanto, en grado de acoger al Espíritu Santo. Meditando y contemplando las obras divinas, no se tiene tiempo para distraerse.

La selección de las vocaciones es severa, con un riguroso examen del candidato y un período de prueba para verificar la humildad y la idoneidad. No se acogen esclavos, y a los casados se les aplican medidas prudenciales. El abad de un monasterio es elegido por los superiores de los monasterios cercanos que también se reunirán para la toma de decisiones importantes y solucionar las dificultades que existan.

El hábito debe ser según el estilo de vida propio de cada uno. En efecto, son diferentes los ropajes de los soldados y del senador; de este modo, dice San Basilio, se sabe quién es cada uno, así también, los monjes, deben tener su propia vestimenta para que así, con una simple ojeada se pueda saber que se trata de un monje.

La ruina del monje viene del recuerdo del pasado como por ejemplo, el ambiente familiar; de la ilusión de los resultados ascéticos adquiridos: el coro angélico, la conducta celeste en la tierra, la oración, la vigilia, el ayuno, el hábito pobre, el púdico sonrojo, la noble palidez, los honores recibidos…

10.4 El Oficio Divino

Según Basilio, la oración comunitaria debe ser hecha con una doble disposición: atención y arte. Atención para no distraerse, permaneciendo atento ante Aquel que escruta las profundidades del corazón. Arte que debe buscarse en la ejecución del canto: “Cantad con arte”[11]. También otorga capital importancia al silencio durante la celebración de la oración comunitaria. Basilio distingue entre “salmodia” y “oración”, por lo que podemos suponer que además de cantar los Salmos (para Basilio el Salterio es una síntesis de la Escritura, una farmacia donde se encuentran disponibles todas las medicinas para las enfermedades espirituales) existían tiempos de oración silenciosa y personal. El Padre Nuestro ocupaba un lugar primordial.

El oficio matinal comenzaba antes de la aurora y consagraba a Dios el principio del día; la hora Tercia constituía un descanso del trabajo de la mañana para conmemorar la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles; la hora de Sexta se basaba en el Salmo 54, 18[12]. Nona había sido instituida a imitación de los apóstoles Pedro y Juan[13]. Al atardecer las Vísperas constituían la acción de gracias por los beneficios recibidos durante la jornada y a la vez pedir perdón por las faltas cometidas. El Salmo 90 se recitaba en el oficio que se celebraba al inicio de la noche (Completas). Entre la media noche y el canto del gallo tenía lugar el oficio llamado mesonyction, que Basilio justifica recurriendo al ejemplo de San Pablo y Silas en la cárcel[14] y al Salmo 118, 62[15].

Basilio comprende que es importante la variedad y la amenidad para evitar las distracciones y la monotonía y por eso se cambiaban con frecuencia tanto los salmos y oraciones como la manera de cantarlos o recitarlos.

Mas no por recitar el Oficio el monje quedaba absuelto de la oración continua recomendada en el Nuevo Testamento. Orar sin interrupción constituye una de las obligaciones de todo cristiano hacia donde tiende la vida monástica y por tanto, las horas del Oficio canónico no sustituyen la oración continua aun cuando no se puede entender el espíritu de la estructura de la Liturgia de las Horas sino a la luz de la doctrina de la oración continua.

10.5 Escritos monásticos de Basilio

El núcleo de su doctrina es que el cristiano, y sobre todo el monje está obligado a la rigurosa observancia de todos y cada uno de los preceptos de la ley evangélica. Para Basilio la única regla monástica será hasta el fin la Sagrada Escritura, especialmente el Nuevo Testamento.

El primer escrito que tenemos, antes de ser obispo, son las Reglas Morales (o Moralia) que constituyen como una lista de citas del Nuevo Testamento agrupados en 80 instrucciones, compuestas por varias citas sin comentarios, mas colocados bajo un título, como el de la regla 48: “es necesario ser misericordioso y generoso. Los que no lo son, son condenados”. Con ellas, somete a la Palabra de Dios las tendencias radicales del grupo de Eustacio (Eusebio de Sebaste).

Como consecuencia del viaje realizado a los eustacianos del Ponto entre el 360-370, tenemos el Pequeño Asceticón, organizado en una serie de preguntas y respuestas. De la época del episcopado está el Grande Asceticón, que recoge cuestiones divididas en las Reglas largas o Amplias (55. Regulae fusius tractatae) y Reglas Breves (313. Regulae brevius tractatae).

Basilio publicó varias ediciones de sus Reglas. La primera edición  -el Pequeño Asceticón- perdida en griego, se conserva en siriaco y en latín (traducidas por Rufino). Como parece que todavía no había recibido la ordenación episcopal, debe ser escrita antes del 370. Los destinatarios son más claramente monjes que los de las Reglas Morales. El texto definitivo, el Gran Asceticón, es dos veces más largo que la primera edición, y las estructuras aparecen ya bien definidas. Las Reglas son una serie de interpretaciones de la Sagrada Escritura para uso de los “cristianos” que viven en comunidad la vida de perfección.

Las Reglas Amplias son un compendio de la enseñanza impartida a los monjes sobre los principios de la vida religiosa, una verdadera catequesis elaborada sobre la base de la experiencia y de los problemas concretos. Se han dividido en siete secciones: la primera (Pról. 7) trata de la obediencia a los mandamientos y de las dos normas fundamentales: amar a Dios y amar al prójimo; la segunda (8-15) habla sobre la renuncia; la tercera (16-23) versa sobre el dominio de los apetitos; la cuarta (24-36) se refiere al buen orden de la comunidad; la quinta (37-42) al trabajo; la sexta (43-54) se ocupa de los deberes de los superiores; y la séptima (55) atañe al buen uso de la medicina.

Las Reglas Breves, son respuestas ocasionales a cuestiones exegéticas y a casos de conciencia. Son preguntas transcritas sin corrección y respuestas dadas en el momento. Están más ligadas que las Reglas Amplias a las Sagradas Escrituras. Comienzan con esta pregunta: “¿Está permitido o es oportuno hacer y decir libremente lo que uno cree, sin tener en cuenta las Sagradas Escrituras?”  Basilio responde con una serie de textos bíblicos, que prueban la absoluta necesidad que tenemos de ellas: “De las cosas y de las palabras que nos vienen a la mente, unas están explícitamente previstas en la Sagrada Escritura… En cuanto a las primeras, nadie en absoluto está autorizado para hacer lo que está prohibido ni para descuidar un solo precepto”[16].
A lo largo de los siglos muchos centros monásticos se han regido o se han inspirado en las “Reglas” de Basilio. Más que una regla que rige la vida de una comunidad, se insiste en la radicalidad de una vida según el Evangelio, son por tanto, Reglas esencialmente cristocéntricas, todo lo que se vive en el monasterio está orientado a la imitación de Cristo y al perfeccionamiento en Él. “Cristo es el punto de partida, el centro y la meta de toda vida monástica”[17].

“La obra de San Basilio representa el último término de la evolución del monacato en Oriente. Este ideal acabó por imponerse a todos los monasterios. San Basilio es tenido todavía hoy como el gran patriarca de los monjes orientales”[18].

10.5.1 Aspectos esenciales de las Reglas basilianas

1- El principio de la imitación de Cristo: La imitación de Cristo lleva a desarrollar al máximo las virtualidades del bautismo. Se debe renunciar al “yo”, al “ego” para lograr asemejarse a Cristo y es también una respuesta de gratitud a Jesús que se he entregado por el hombre. El monje debe colocar a Cristo como el centro de su vida y para ello es necesario cargar con la cruz.
2- El monje debe estar crucificado con Cristo: Basilio decía que el monje que toma su propia cruz, sigue a Cristo; y en el número 43 de sus Reglas Amplias afirma que “la regla del cristianismo consiste en la imitación de Cristo en la medida de la Encarnación”, es decir, debe el monje conformarse a Cristo por nosotros humillado y hecho obediente hasta la muerte. El deseo de donarse a Dios, el monje lo realiza renunciando a su propia voluntad y vivir según la voluntad divina. La cruz se convierte en símbolo del combate diario, gracias a los padecimiento sufridos por Cristo se le ofrece al monje la felicidad en el Reino de los Cielos.

Una vez que el monje carga con la cruz, encuentra en su camino las virtudes de la continencia, humildad, obediencia y paciencia:

Con la continencia se renuncia a lo superfluo para asemejarse con Cristo y no se distraerse con una pasión corporal o con pensamientos perversos, ya que el no corromperse lleva a participar de lo divino.
La humildad, virtud monástica por excelencia, es un imitar a Cristo. Aquí Basilio se fija en el lavatorio de los pies de la Última Cena y expresa  en sus Discursos Ascéticos su idea de que la humildad y la dulzura abren la puerta del Temor de Dios.

Igual que Jesús fue obediente hasta la muerte a Su Padre Celestial, tal debe ser también el monje y doblegar su voluntad por la obediencia.

Para el monje, este siglo ha de ser un “siglo de paciencia”, ya que cargar con la cruz es un combate que dura toda la vida. La victoria no llega inmediatamente, no llegará hasta que termine su vida terrenal, mientras tanto, debe luchar y combatir contra los vicios y pasiones del hombre viejo.

3- Convertirse en una nueva creación en Cristo: el monje está llamada no sólo a imitar a Cristo sino a unirse íntimamente a Él. Y no hay otro camino para ello sino nacer de lo Alto por el Bautismo y el Espíritu. La vida en Cristo es vida de amor, de amor en Dios que modela al amante a imagen del Amado, y sólo en Cristo es posible llegar al amor perfecto. Pero amar a Dios supone amar como Dios: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”[19]. Una vida totalmente centrada en Cristo está caracterizada por la alegría.
4- El monje debe prepararse para el tiempo del Juicio: Nadie sabe cuándo llegará su hora. La lucha contra el egoísmo, el expulsar los propios demonios debe tender hacia la unión con Dios. El monje vive en una actitud de vuelta hacia el Más Allá, es una espera activa, de preparación. El monje se convierte así en testigo del Reino ya presente y lo da a conocer a los demás.

El monje se considera por tanto, peregrino en este mundo, extranjero, exiliado, y vive despegado de las cosas terrenas, siempre vigilante y alegremente tendiendo hacia los bienes futuros de la gloria. San Basilio en el número 5 de sus Reglas Amplias expone que si no somos extranjeros en este mundo, no llegaremos al objetivo de ser agradables a Dios. No se trata tanto de una separación física como de hacerse extranjero al mundo (al mundo que no es “capaz del Espíritu”) mediante un actuar no-mundano.

10.6 La Regla de San Benito
      Si existe una Regla monástica “cristiana”, ésta es la de S. Benito; su Regla empieza con Cristo[20] y termina con Cristo[21]. Pero entre el principio y el fin de la Regla el nombre de Cristo reaparece a menudo, y el recuerdo de la doctrina, del ejemplo, del amor de Cristo, se adivina constantemente en todos los textos legislativos del Código. San Benito repite que nada debe preferir el monje al amor de Cristo[22] y que nada antepongan absolutamente a Su divina Persona[23] pues sólo Él puede conducirnos a la vida eterna.
            Este absolutismo por Cristo es para el monje de la escuela benedictina la meta, la  convergencia de toda sus ilusiones y aspiraciones, y el centro de gravedad de toda su vida espiritual tal y como nos dice Colombás. El cristocentrismo de S. Benito en su Regla es prueba fehaciente de su particular carisma monástico.

            Si tenemos además presente el cristocentrismo que S. Benito imprime a su Regla y que cifra esplendorosamente en el axioma nihil amorem Christi praeponere, no anteponer nada al amor de Cristo[24], no nos quedará duda alguna ya, que la propia vocación del patriarca de los monjes de Occidente ha sido tal como la expresaría en su obra: una auténtica vocación evangélica, es decir, del seguimiento de Cristo, de la búsqueda de Dios en Cristo, del amor total a Cristo. Y es que en la Regla no hay nada que se salga del Evangelio; este mismo instrumento de las buenas obras[25] es un claro exponente de que la Regla está basada en el Evangelio, en Cristo.

            La vocación del monje, como la de todo cristiano, es la unión con Dios (y para eso es necesario no anteponer nada a Cristo o como dice también el capítulo 72, 11: “No anteponer absolutamente nada al amor de Cristo”; sin esto, no pensemos en lograr dicha unión íntima y personal con Cristo)[26].

            S. Benito se nutre de la tradición cristiana y monástica, sobre todo, de la Sagrada Escritura. La espiritualidad benedictina es bíblica y toda la Regla aparece impregnada de la Escritura. La relación de la Regla con la Biblia implica una atención a los textos de los Padres y de los monjes antiguos en los cuales se desvela la Escritura que aparece en todo el texto de la Regla[27].

            10.7 San Basilio y la Regla de San Benito

            San Benito, concluyendo ya su “Mínima Regla de iniciación”[28], cita con toda justicia a San Basilio como “nuestro Padre”[29]: “…, para el que corre hacia la perfección de la vida, están las doctrinas de los santos Padres, cuya observancia lleva al hombre a la cumbre de la perfección. Porque ¿qué página o sentencia de autoridad divina del Antiguo o del Nuevo Testamento no es rectísima norma de vida humana? O ¿qué libro de los santos Padres católicos no nos exhorta con insistencia a que corramos por camino derecho hacia nuestro Creador? Y también las Colaciones de los Padres, sus Instituciones y Vidas. Como asimismo la Regla de nuestro Padre[30] San Basilio?, ¿qué otra cosa son sino instrumentos de virtudes para monjes obedientes y de vida santa?”[31]

            Cuando San Benito habla de la Regla de Basilio, se refiere al Pequeño Asceticón (Asceticum Parvum): La traducción latina realizada por Rufino de Aquilea. Este posiblemente, debe ser el único texto que conoció San Benito.

            Algunos expertos coinciden en señalar la mucha dependencia de la Regla de San Benito con respecto a Basilio, sin embargo Adalbert De Vogüé, advierte que existe más influjo de Casiano porque tiene más tendencia eremítica.

            La Regla de San Basilio y la de Benito, tienen en común la exigencia de la separación del mundo y una vida vivida en comunidad derivada del doble mandamiento del amor. Otros aspectos comunes son el que el monje no debe reírse fácilmente; cuando se reza el Oficio, los labios deben concordar con la mente; no sobrevalorarse el monje por lo que aporte; no salir fuera del monasterio sin necesidad; los capítulos del 16 al 23 de las Reglas Amplias tratan del dominio de los apetitos del que también habla San Benito: “La obediencia, el silencio, la humildad, estas tres virtudes fundamentales del monje según San Benito dependen pues, en el sistema basiliano de la egkrateia (voluntad propia)[32].

            Pero lo común y esencial es considerar la Sagrada Escritura como “regla” para la vida monástica. Se dice, que el Evangelio fue la primera de las reglas monásticas; y en efecto, fue la Sagrada Escritura y ante todo el Evangelio donde los primeros solitarios buscaron las normas de vida religiosa. En el cenobitismo primitivo, cabe destacar a San Pacomio, perfeccionado por Basilio.

            Resumiendo, podemos afirmar que San Benito, siguiendo la tradición del monacato latino, se ha fijado en los modelos orientales. De oriente ha copiado la terminología monástica y litúrgica, y los temas fundamentales del ascetismo. Y del cenobitismo basiliano ha retomado sobre todo, el cuadro de las instituciones, la organización interna de la comunidad y la visión eclesial del cenobio.
 Hna. Marina Medina




[1] Ef 6, 11-17; 1 Tim 6, 12; 2 Tim 4, 7.
[2] Antonio Royo Marín,  Los grandes maestros de la vida espiritual. Historia de la espiritualidad cristiana, B.A.C., Madrid 1973, p. 69.
[3] En la literatura ascética de los siglos II –III, sobre todo en Asia Menor, se trabaja con este concepto.
[4] Lc  18,1; 1 Ts 5, 17; Rm 12, 12; Ef 6, 18…
[5] Carmelo Cristiano, La preghiera nei Padri – La spiritualità cristiana, Storia e Testi 4, Edición Studium, Roma 1981, p. 47-50.
[6] La vida monástica en la antigüedad, era la vida filosófica. La filosofía era un modo de plantear la vida para que ésta fuese realmente una vida feliz, de búsqueda de la sabiduría. Para los cristianos, la verdadera vida filosófica era la propia. El que ama y busca a Cristo es el verdadero filósofo. Esta vida filosófica de los cristianos, era una vida de gran ascetismo.
[7] 2 Cor 8,9.
[8] Fil 2, 7.
[9] Alejandro Masoliver, Historia del Monacato cristiano. I. Desde los orígenes hasta San Benito, Ediciones Encuentro, Madrid 1978, p. 50.
[10] San Basilio escribe en el prólogo de las Grandes Reglas que es necesario purificar nuestras almas cumpliendo perfectamente todos los mandamientos.
[11] Sal 46, 8.
[12] Por la tarde, en la mañana, al mediodía, me quejo gimiendo…
[13] Hech 3, 1.
[14] Hech 16, 25.
[15] A media noche me levanto para darte gracias por tus justos juicios…
[16] Regulae brevius tractatae, 1.
[17] Stephanos, Los orígenes de la vida cenobítica, Cistercium 178 (1989) 280.
[18] García M. Colombás, San Benito. Su vida y su Regla, B.A.C., Madrid 1954, p. 23.
[19] Jn 15, 12.
[20] Pról 3 RB.
[21] 72, 11-12 RB.
[22] 4, 21 RB.
[23] 72, 11 RB.
[24] 4, 21 RB y casi idéntico en 72, 11 RB.
[25] 4, 21 RB.
[26] Marina Medina Postigo, No anteponer nada al amor de Cristo, Pontificio Ateneo de San Anselmo. Curso de Formación Monástica. Roma 2009, p. 7. 8.
[27] Marina Medina Postigo, Introducción general a la RB, Pontificio Ateneo de San Anselmo. Curso de Formación Monástica. Roma 2008, p. 3. 4.
[28] 73, 8 RB.
[29] 73,5 RB.
[30] Cuando San Benito usa la expresión “nuestros” Padres, hacer referencia a los Padres monásticos, no a los Padres de la fe.
[31] 73, 2-6 RB.
[32] Adalbert de Vogüé, Las grandes Reglas de San Basilio. Una ojeada. Cuadernos Monásticos 91 (1989) 431.

20 de febrero de 2016

II DOMINGO DE CUARESMA (Ciclo C )

         

   “Durante cuarenta días el Espíritu fue llevando a Jesús por el desierto, mientras era tentado por el diablo”. Si bien con estas palabras el evangelista san Lucas inicia el relato de las tentaciones que Jesús sostuvo antes de iniciar su ministerio, sin embargo, a la vez, permiten entender de alguna manera toda la vida de Jesús desde una perspectiva bíblica importante.

En efecto, el Hijo de Dios se hizo hombre en un pueblo determinado, en Israel, grupo humano descendiente de Abrahán, Isaac y Jacob, cuya historia nos narra el Antiguo Testamento y que evoca hoy, a grandes rasgos, la primera lectura. Desde Egipto, donde había ido a parar y vivía como esclavo, fue llamado a la libertad por Dios. Con mano fuerte y brazo extendido, el Señor condujo a Israel por el desierto, durante cuarenta años, durante los cuales el pueblo aprendió a conocer a su Dios e invitado a entrar en una alianza de amor y de servicio con el Señor. Pero una vez instalado en Palestina, el pueblo siguió su peregrinar en una sucesión de caídas y conversiones, mantenido sin embargo por una esperanza de redención anunciada por Dios, que encontraría su realización en Cristo Jesús.

            Describiendo la vida de Jesús como guiado por el Espíritu por el desierto, en medio de tentaciones, Lucas quiere hacer comprender que Jesús es el verdadero Israel, aquel en quien se cumplen todas las promesas de salvación anunciadas por Dios a lo largo de la historia. Como dice san Pablo en la segunda lectura, nadie que cree en él quedará confundido. Todos los hombres, judíos y no judíos, que invoquen el nombre de Jesús se salvarán, pues Dios es el Señor de todos, generoso con todos los que se acercan a él. Lo importante es creer, es abrirnos al mensaje de la fe, confesar con los labios que Jesús es el Señor, y creer de corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos.

            Desde esta perspectiva es más fácil entender la escena de las tentaciones de Jesús. En efecto, la imagen de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre puesto de alguna manera a merced del diablo puede suscitar sorpresa, puede parecer inquietante. Pero si vemos en Jesús al verdadero Israel, al representante de todos los hombres, que ha querido hacerse igual a nosotros en todo, excepto en el pecado, no causará tanta sorpresa constatar que ha querido pasar por las mismas pruebas por las que pasó Israel, por las que pasamos todos los hombres. Más aún, la exposición que hace Lucas de las tentaciones termina con la afirmación que el diablo se marchó hasta otra ocasión, es decir hasta el momento de la gran y terrible tentación que Jesús hubo de pasar en el momento de su pasión y muerte. Jesús supo resistir a la misma, encontrando en la Palabra de Dios la fuerza de la fidelidad y ofreciéndonos la esperanza de la victoria.

            Mucho se ha escrito sobre el significado concreto de las tres tentaciones que Lucas recoge en su evangelio. El diablo propone a Jesús tres cuestiones concretas: satisfacer el hambre provocado por el ayuno con un milagro fuera de lugar; realizar su misión mesiánica con proyectos de dominio humano y obtener la adhesión de su pueblo con gestos espectaculares. Estas tentaciones que Jesús supera son de constante actualidad para nosotros y podríamos traducirlas entendiéndolas como la preocupación por los bienes materiales necesarios para nuestra subsistencia, el deseo de poder y dominio sobre los demás y la búsqueda de soluciones fáciles que nos eviten el esfuerzo y la responsabilidad. Para vencerlas hemos de imitar a Jesús, confiando plenamente en el amor de Dios, que vela siempre por nosotros, como nos enseña la Sagrada Escritura; así podemos encontrar la fuerza necesaria para participar en la victoria de Jesús sobre el diablo.

            

13 de febrero de 2016

DOMINGO I DE CUARESMA (Ciclo C)

    
“Durante cuarenta días el Espíritu fue llevando a Jesús por el desierto, mientras era tentado por el diablo”. Si bien con estas palabras el evangelista san Lucas inicia el relato de las tentaciones que Jesús sostuvo antes de iniciar su ministerio, sin embargo, a la vez, permiten entender de alguna manera toda la vida de Jesús desde una perspectiva bíblica importante.

En efecto, el Hijo de Dios se hizo hombre en un pueblo determinado, en Israel, grupo humano descendiente de Abrahán, Isaac y Jacob, cuya historia nos narra el Antiguo Testamento y que evoca hoy, a grandes rasgos, la primera lectura. Desde Egipto, donde había ido a parar y vivía como esclavo, fue llamado a la libertad por Dios. Con mano fuerte y brazo extendido, el Señor condujo a Israel por el desierto, durante cuarenta años, durante los cuales el pueblo aprendió a conocer a su Dios e invitado a entrar en una alianza de amor y de servicio con el Señor. Pero una vez instalado en Palestina, el pueblo siguió su peregrinar en una sucesión de caídas y conversiones, mantenido sin embargo por una esperanza de redención anunciada por Dios, que encontraría su realización en Cristo Jesús.

            Describiendo la vida de Jesús como guiado por el Espíritu por el desierto, en medio de tentaciones, Lucas quiere hacer comprender que Jesús es el verdadero Israel, aquel en quien se cumplen todas las promesas de salvación anunciadas por Dios a lo largo de la historia. Como dice san Pablo en la segunda lectura, nadie que cree en él quedará confundido. Todos los hombres, judíos y no judíos, que invoquen el nombre de Jesús se salvarán, pues Dios es el Señor de todos, generoso con todos los que se acercan a él. Lo importante es creer, es abrirnos al mensaje de la fe, confesar con los labios que Jesús es el Señor, y creer de corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos.

            Desde esta perspectiva es más fácil entender la escena de las tentaciones de Jesús. En efecto, la imagen de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre puesto de alguna manera a merced del diablo puede suscitar sorpresa, puede parecer inquietante. Pero si vemos en Jesús al verdadero Israel, al representante de todos los hombres, que ha querido hacerse igual a nosotros en todo, excepto en el pecado, no causará tanta sorpresa constatar que ha querido pasar por las mismas pruebas por las que pasó Israel, por las que pasamos todos los hombres. Más aún, la exposición que hace Lucas de las tentaciones termina con la afirmación que el diablo se marchó hasta otra ocasión, es decir hasta el momento de la gran y terrible tentación que Jesús hubo de pasar en el momento de su pasión y muerte. Jesús supo resistir a la misma, encontrando en la Palabra de Dios la fuerza de la fidelidad y ofreciéndonos la esperanza de la victoria.

            Mucho se ha escrito sobre el significado concreto de las tres tentaciones que Lucas recoge en su evangelio. El diablo propone a Jesús tres cuestiones concretas: satisfacer el hambre provocado por el ayuno con un milagro fuera de lugar; realizar su misión mesiánica con proyectos de dominio humano y obtener la adhesión de su pueblo con gestos espectaculares. Estas tentaciones que Jesús supera son de constante actualidad para nosotros y podríamos traducirlas entendiéndolas como la preocupación por los bienes materiales necesarios para nuestra subsistencia, el deseo de poder y dominio sobre los demás y la búsqueda de soluciones fáciles que nos eviten el esfuerzo y la responsabilidad. Para vencerlas hemos de imitar a Jesús, confiando plenamente en el amor de Dios, que vela siempre por nosotros, como nos enseña la Sagrada Escritura; así podemos encontrar la fuerza necesaria para participar en la victoria de Jesús sobre el diablo.