4 de junio de 2016

DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO -Ciclo C-


“Aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mi, para que yo lo anunciara a los gentiles”. Así resume el apóstol Pablo la vocación y misión que recibió de Dios y que puso en obra a lo largo de su existencia, no obstante, los contratiempos y dificultades. Pero las palabras del Apóstol deberían también recordarnos que todos y cada uno de nosotros hemos sido objeto del inmenso amor de Dios, y que Él, desde siempre, nos ha escogido y nos ha llamado para confiarnos una misión o una tarea concreta en la vida y en la historia del mundo, sea cual sea su importancia o su modalidad.

Esta elección o/y misión, sin embargo, no supone la anulación de nuestra libertad, porque se trata siempre de una propuesta, de una invitación, que con toda libertad podemos aceptar para colaborar o podemos rechazar sin más. Pero siempre está ahí el amor de Dios que siempre nos sigue, nos acompaña y busca nuestro bien. Conviene insistir desde esta perspectiva, que lo importante no es la función o la tarea que Dios pueda ofrecernos, sino el modo como intentamos llevarla a cabo, aceptando la ayuda de Dios y procurando superar todos los obstáculos que puedan presentarse.

Desde esta perspectiva del proyecto de Dios para cada uno de nosotros, conviene leer hoy los relatos de la primera lectura y del evangelio. En la lectura del primer libro de los Reyes, encontramos al profeta Elías que, con intensa plegaria, solicita de Dios que devuelva la vida al hijo de la mujer de Sarepta, que tan generosamente le había acogido durante su exilio. En el evangelio, Jesús, en sus correrías por tierras palestinas, se cruza con un entierro y, conmovido por el dolor de una madre viuda, devuelve con un simple gesto, la vida al hijo de las lágrimas.

Los dos acontecimientos provocan acciones de gracias a Dios. La mujer de Sarepta dice con sencillez a Elías: «Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor en tu boca es verdad». Mientras que la multitud que seguía a Jesús, sobrecogida, da gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo». De hecho, los dos hijos de estas mujeres han sido objeto de un favor de Dios, que, al devolverles la vida temporal, les invita a ser testigos de la bondad divina y susciten un canto de agradecimiento al Dios siempre dispuesto a salvar. 

Cuando se habla de estos dos episodios a menudo se utiliza el término “resurrección”, pero, en realidad los dos jóvenes no “resucitaron” sino que recuperaron simplemente la vida temporal en espera de dejarla más adelante de nuevo y de modo definitivo, en espera de la verdadera resurrección que, gracias a Jesús, tendrá lugar al final de los tiempos.

No estará de más recordar que, para el cristiano la muerte mantiene, sin perder su densidad dra­mática, una real dimensión de esperanza en la resurrección. Fin de una vida, la muerte es también nacimiento a una nueva vida, de cualidad incompa­rablemente superior. Para entenderlo se puede pensar en lo que sucede al recién nacido que, al abandonar la vida escondida en el seno de su madre, abre sus ojos a la luz del día para iniciar una nueva vida superior. Jesús, para bien de todos los hombres, aceptó pasar por el sufrimiento y la muerte, para vencerlos y conducirnos con él a la vida que ya no tendrá fin.



28 de mayo de 2016

Solemnidad del Corpus Cristi -Ciclo C-


            “Jesús, tomando los cinco panes y los dos peces, pronunció la bendición, los partió y se los dió. Comieron todos y se saciaron”. El relato del evangelio de Lucas aunque aparentemente adopta la forma de crónica de lo que sucedió en aquel atardecer, de hecho trasciende los hechos concretos y adopta un lenguaje que refleja las preocupaciones teológicas, pastorales y litúrgicas de la comunidad a la que va dirigido el texto. Más que una instantanea de lo sucedido, encontramos el esquema de las celebraciones cristianas, que desde la Resurrección de Jesús se han ido repitiendo hasta hoy. El gesto obrado por Jesús no pretende únicamente acallar el hambre de aquella gente, ávida de sus enseñanzas, sino que es un signo para inculcar de modo efectivo un mensaje válido también para nosotros.

            Es interesante detenerse a examinar algunos particulares que el evangelista ha transmitido. La indicación de la caída de la tarde alude a la costumbre judía de la cena vespertina, recogida después por los cristianos para celebrar la cena del Señor. La iniciativa de los apóstoles de recordar a Jesús la hora avanzada y la necesidad de proveer a la refección de la gente, da pie al consejo de Jesús: “Dadles vosotros de comer”. Ésta será la misión específica primero de los apóstoles y después de los ministros de la Iglesia: dar de comer, saciar el hambre del pueblo creyente, partir para él tanto el pan de la palabra como el pan eucarístico. La invitación a sentarse en grupos de cincuenta alude a los israelitas durante su éxodo por el desierto: el nuevo Israel se prepara a realizar su pe-regrinaje hacia el Reino, alimentado por un pan capaz de dar vida y no por un maná frágil y perecedero.

            Celebrar la Eucaristía no puede reducirse simplemente a un acto de culto. El rito eucarístico reclama ser convertido en vida. Los que participamos de un único pan y de un único cáliz estamos llamados a compartir todo lo demás, como expresión real del mandamiento nuevo de Jesús: “Amaos unos a otros como yo os he amado”. A los cristianos de Corinto que se reunían pa-ra celebrar la cena del Señor, mientras los ricos abundaban y los pobres pasaban necesidad, san Pablo les decía claramente: “Así no tiene sentido comer la cena del Señor”.

            Lucas, en su relato, utiliza las mismas fórmulas que, el Jueves Santo, Jesús utilizará en el Cenáculo, y, después de él, la Iglesia ha repetido diariamente hasta hoy en sus celebraciones: “Tomó el pan, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, se lo dio a los discípulos y comieron todos”. Aquella pradera anuncia el Cenáculo, así como a tantos otros lugares de culto, ya se trate de espléndidas iglesias, ya de sencillos oratorios, ya de rincones escondidos que, sobre todo en momentos de persecución, han servido para el encuentro de los creyentes a fin de repitir el rito cristiano de la fracción del pan, de la Eucaristía, que es el centro de la vida de la Iglesia, su fuente y su fuerza, el gesto que hace sacramentalmente la Iglesia.

            Decía san Pablo: “Cada vez que coméis este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor”. Jesús salvó a los hombres de la muerte y del pecado muriendo en la Cruz y resucitando del sepulcro. Esta realidad no es un hecho pasado. Está siempre activo. Celebrando la Eucaristía, anunciamos, hacemos presente esta muerte y esta resurrección del Señor, hasta que vuelva glorioso al final de los tiempos. La Eucaristía no es un rito mágico sino un acto celebrativo que exige fe y participación, pide adoración y compromiso de vida, que nos permite comulgar con la salvación que Dios nos ofrece en su Hijo, asumirla para traducirla en vida en el quehacer diario.


            Sintiéndonos vinculados con Jesús por la nueva y definitiva alianza que supone la Eucaristía, trabajemos para establecer una comunión de paz, libertad, verdad y justicia con todos nuestros hermanos, y, conscientes de formar parte del único cuerpo de Cristo, crezcamos en la solidariedad con todos, especialmente con aquellos más necesitados. De esta manera se hará realidad lo que significa el misterio de la Eucaristía, es decir la fraternidad que Jesús quiere de todos los hombres por los cuales no ha dudado en ofrecerse como víctima agradable a Dios.

20 de mayo de 2016

Domingo de la Santisima Trinidad -Ciclo C-

            
             “Estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado”. Así el apóstol san Pablo, escribiendo a los cistianos de Roma, resumía el contenido de la fe en Dios, uno y trino, que profesamos los que nos llamamos cristianos. Pero, en la realidad en medio de la cual vivimos, confesarse cristiano y actuar según el evangelio de Jesús se hace cada vez más problemático. En efecto, la técnica, el progreso, el consumo y el bienestar ocupan preferentemente el pensamiento y el deseo de los hombres, reduciendo cada vez más el espacio que podría ser reservado para Dios.

            Quien conoce la historia de la humanidad sabe bien que, a lo largo de los siglos, los pueblos han rendido homenaje a divinidades de todo tipo. La Biblia, que los cristianos hemos heredado del pueblo israelita y que consideramos como palabra revelada de Dios, cuenta las vicisitudes del culto del único Dios, creador del universo. Como afirmamos los cristianos, el Dios único de Israel, ha enviado a su Hijo para que se hiciese hombre y ofreciese a los hombres poder ser hijos de Dios, enseñándoles que la plenitud de la voluntad divina se encuentra expresada en el precepto del amor. Este ha sido el mensaje que la Iglesia cristiana ha intentado comunicar a la humanidad, con más o menos éxito.

            En estos últimos siglos, la humanidad, al experimentar el aumento de su influencia en el dominio de la creación, ha sentido cada vez menos la necesidad de depender de un ser superior en cuyas manos estaría la suerte de todo y de todos. De esto resulta que, al mismo tiempo que se tiende a rechazar un Dios único y salvador, se experimenta la existencia de ídolos en el mundo a los que se dedica atención y tiempo, dinero y energía y ante los cuales muchos sacrifican incluso sus vidas.

            Por esta razón, urge plantearnos seriamente: ¿En qué Dios creemos, a quién adoramos? La fe no es un impulso ciego, que arrastra casi sin querer, ni tampoco se opone a la inteligencia. Conviene esforzarnos en percibir el objeto de nuestras creencias, el mensaje de vida y esperanza que puede proponernos y conformar nuestra vida a estas exigencias. Si aceptamos el Dios de la verdad, el que se ha revelado en el ámbito de Israel primero y de la Iglesia después, no podemos tratarlo como de pasada, superficialmente, dedicándole escasa atención y el menos tiempo posible Cuando no se cree en Dios de todo corazón, con todas las fuerzas, estamos abiertos a creer en otras realidades que no son capaces de salvar pero sí que esclavizan y dominan, a veces de modo despiadado.

            El que lee la Escritura, que contiene el plan de Dios para salvar a la humanidad por su Hijo Jesús, muerto, resucitado y exaltado a la derecha del Padre, puede aceptar con gozo esta buena nueva y conformar su vida y actividad según el evangelio. Pero puede también examinar los libros sagrados con los métodos de la crítica textual y desmenuzarlos hasta diluir el mensaje salvífico. El que bucea en la historia de la humanidad puede discernir las intervenciones divinas que han ido configurando y orientando la vida y la actividad de los hombres, pero puede también rechazar cualquier dimensión transcendente y pretender reducir lo que es la acción del Espíritu a mera superstición retrógrada.

            Reflexionemos seriamente sobre nuestra fe. Tomemos una vez por todas una determinación, y contando con la gracia divina, confesemos con la mente y el corazón el Dios uno y trino, que es el Dios verdadero, el Dios que ama, el Dios que salva a los que creen en él.