9 de julio de 2016

Domingo XV del Tiempo Ordinario -ciclo c-


        “Se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? É1 le dijo: ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella? É1 contestó: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo. E1 le dijo: Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida. Pero el letrado quiso saber el significado del término “prójimo”, y su deseo permitió a Jesús contarnos la llamada parábola del buen samaritano.

            “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándole medio muerto”. La parábola conserva toda su actualidad pues evoca realidades que son padecidas, hoy como siempre, por tantos hombres y mujeres, víctimas de la violencia de quienes los maltratan y los abandonan a su suerte. Jesús no trata simplemente de estigmatizar a los culpables de toda violencia o a reclamar medidas para atajar estos males, sino que le intersa preguntar asus oyentes cuál es su actitud de cara a estas víctimas de la maldad humana.

            Habla en primer lugar de dos miembros relacionados con el Templo de Jerusalén, un sacerdote y un levita. De los dos se dice que, dando un rodeo, pasan de largo del pobre malherido. Ven a un hombre tumbado junto al camino; y ante el espectáculo, lo natural habría sido acercarse para auxiliarle o al menos para constatar que ya no había nada que hacer. Pero no lo hicieron. Se ha querido excusarles diciendo que temían infringir las leyes de la pureza ritual, quedando de este modo incapaces para ejercer su ministerio en el templo. Pero Jesús deja entender claramente que estos dos personajes no han cumplido con su obligación como personas humanas.

            El relato presenta un tercer personaje: se trata de un samaritano, un miembro del pueblo vecino que los judíos del tiempo consideraban como herejes, condenándoles a la marginación. Este samaritano se detiene en su camino, se acerca al malherido, cura sus heridas, lo lleva a la posada, encarga que tengan cuidado de él y paga por adelantado estos servicios. El samaritano, aunque extranjero y menospreciado, hace por el herido cuanto puede y un poco más.

El relato termina con una pregunta de Jesús al maestro de la ley, que debería también cuestionar a todo lector de la parábola: “¿Quién de esos tres personajes se portó como prójimo del desventurado?”. Es decir: quien ha sido el que, sin detenerse en teorías y distinciones, puso manos a la obra para auxiliar a un desconocido que necesitaba ayuda. “El que practicó la misericordia”, responde el letrado.  Y Jesús termina tajante diciéndole: “Anda, haz tú lo mismo”.

            La parábola conserva toda su validez, pues, cada día la escena se repite con emigrantes, extranjeros, drogados, enfermos de sida y tantos otros marginados, o también con las discriminaciones que, por razón de raza, lengua, cultura o credo político o religioso, tienen lugar constantemente, sin olvidar las víctimas del terrorismo, las personas  abandonadas por sus familiares o amigos, que no encuentran a nadie capaz de darles la mano, sonreirles y decirles una palabra de consuelo. “Anda, haz tú lo mismo”, nos dice Jesús a cada uno de nosotros. No nos invita a hacer imposibles, a cambiar las estructuras del mundo y de la sociedad, sino a ser sensibles hacia las personas que tenemos cerca.  

La primera lectura recordaba un fragmento del libro del Deuteronomio, que invita a escuchar la voz de Dios, voz que se concreta ciertamente en leyes y mandamientos. Pero pone en guardia ante el peligro de reducir nuestra relación con Dios a un nivel jurídico, a un mero cumplimiento de normas y preceptos. La ley de Dios, con la que nos comunica su voluntad, lo que espera Dios de sus hijos que somos nosotros, no ha de quedar escrita en tablas o libros, sino en el corazón, ha de estar en la boca de manera que el hombre sepa dar la respuesta en cada momento, no por obligación, bajo el temor del castigo, sino por necesidad en fuerza de la convicción del amor. Se trata de vivir la realidad de la ley que se concreta en el doble precepto del amor a Dios y al prójimo.

            

3 de julio de 2016

Teología Monástica - S. Anselmo de Canterbury


1. 1. Biografía

Anselmo nació en Val d’Aosta, Italia, en 1033[1]. Sus padres eran de noble linaje y se llamaban Gondulfo y Ermemberga. Anselmo nunca se entendió con su padre. Ermemberga supo inculcar muy especialmente en su hijo no solo un gran amor de Dios, sino también un vivo interés por conocerle cada vez mejor; un interés y unas ansias que no le abandonarán a lo largo de toda su vida. Su madre fue la primera educadora de Anselmo, confiando más adelante su formación a los benedictinos de la comarca. Con el trato de sus maestros va experimentando el atractivo de la vida monástica, y a los quince años pide el hábito que le es negado por el abad, temeroso de la reacción del irascible Gondulfo. Se le niega de nuevo cuando lo solicita al caer enfermo, sintiéndose por ello muy frustrado. Cuenta Eadmero que “poco a poco comenzó a disminuir el fervor de su alma y a desear más entrar por los caminos del mundo que hacerse monje. Llegó a descuidar, inclusive por los placeres, el estudio de las letras que tanto amaba”[2].

El joven Anselmo atravesó una profunda crisis psicológica y moral, agravándose con la muerte de su madre. Su padre no aprueba nada de lo que hace, riñe con él y a los veintidós años huye a Montecenisio. Durante un trienio lleva vida disipada, bohemia, de los estudiantes, parte en Borgoña, parte en Francia y en Normandía y también un tiempo en la escuela de Arranches. Mucho más tarde escribirá lleno de compunción: Terret me vita mea, mi vida me causa terror[3].

Estando en Arranches oyó hablar con grandes elogios del maestro Lanfranco de Pavía, que ahora enseñaba en el monasterio de Bec, y quiso conocerle. Este monasterio era de fundación reciente (1034) y bastante humilde. Cuando en 1042 Lanfranco ingresó en él, se distinguía por su modestia y pobreza; de villius et pauper coenobium, así lo califica el biógrafo Lanfranco[4]. Vivía aún el fundador, el abad Herluino, y Lanfranco desempeñaba al mismo tiempo los cargos de prior y maestro de escuela. Abrió una escuela interna, exclusivamente para monjes o futuros monjes y otra externa, para estudiantes laicos, en la que enseñaba derecho, dialéctica y Escritura. Se hizo pronto famosa, acudiendo a ella estudiantes de toda la Europa occidental; entre ellos, en 1059, Anselmo, que no quedó defraudado, sino que renació en su ánimo el deseo de consagrarse a Dios que le había cautivado en su adolescencia. Se planteó seriamente su vocación, hasta que un día -cuenta Eadmero- manifestó al maestro Lanfranco sus ansias y “le pidió consejo para elegir entre las tres cosas siguientes: hacerse monje, irse al desierto como ermitaño o bien dedicarse a vivir de su patrimonio para poder ayudar a los pobres, pues, habiendo fallecido su padre, contaba con su herencia”. Lanfranco no se atrevió a dar un parecer definitivo, sino que acompañó a su discípulo a consultar al santo obispo de Rouen, Mauricio, quien persuadió al joven que se hiciera monje[5]. Dos monasterios atraían su atención: Cluny y el propio cenobio de Bec. Finalmente optó por Bec; allí podría seguir dedicándose al estudio, aunque a la sombra de Lanfranco, en la humildad que, como monje benedictino, debería cultivar especialmente.

1. 2     Personaje genial y atractivo


San Anselmo es una figura egregia, rica en facetas espléndidas y, por lo mismo, susceptible de interpretaciones dispares[6]. Lope Cilleruelo -desde la óptica del agustinismo y de la historia de la espiritualidad-, ha escrito con simpatía y justicia: La lectura de San Anselmo impresiona siempre. Su semejanza con San Agustín sugiere la idea de que todo ha de ser interpretado en sentido agustiniano. Pero, al mismo tiempo, no se puede desechar la idea de algo misterioso que hace de San Anselmo un iniciador de problemas nuevos. Mientras unos quieren explicarlo como se explica a un puro filósofo, otros lo interpretan como se interpreta a los místicos[7]. Y más adelante: Es, sin duda, una de las grandes cimas de la espiritualidad cristiana, superior en el aspecto especulativo al mismo San Bernardo[8].

J. R. Pouchet acentúa su “experiencia monástica”, y le confiere el título de “doctor monástico”, viendo en su búsqueda de Dios la clave de su obra y de su vida, y en su calidad de hombre de Dios, siempre y en todo, su “secreto”. Según este autor, falla todo intento de interpretar su personalidad cuando se pretende clasificarla. San Anselmo es un hombre lleno de contrastes: Es conservador en ascética e innovador en teología; audaz en sus lucubraciones racionales y rigurosamente fiel a la tradición; une la capacidad penetrativa de la especulación a la perspicacia del teólogo; es metafísico en sus tratados y rico de imaginación en los discursos, severo consigo mismo y longánime con los demás….Admira Pouchet su riqueza de corazón y la finura de su sensibilidad[9].

Jean Leclercq ha sintetizado la figura del “monje genial” que fue San Anselmo[10]. Aparece San Anselmo como la personalidad más serena y discreta de su época. Contribuye, probablemente más que nadie, a una renovación del pensamiento cristiano y de la espiritualidad. Es tan grande y tan superior a sus contemporáneos que, en el primero de estos campos, no ejercerá influencia alguna hasta mucho más tarde. En el terreno de la piedad se muestra tan equilibrado que apenas se perciben los progresos de que él es el verdadero iniciador. Debería hablarse de una “profundización y de una interiorización de las formas de ascesis y de la oración”, ya que fue Anselmo, quien, en los largos años en que fue monje, prior y abad de Bec, había realizado personalmente “las experiencias espirituales de las que sus escritos transmiten el testimonio, orientando de forma decisiva la evolución de la espiritualidad”[11].

El opus anselmiano suscita la admiración de cuantos se interesan directamente por él. Es una obra que hay que saludar con una inclinación profunda. Su lectura impresiona siempre. Y como allegarse a la obra de Anselmo equivale a aproximarse a su persona -tal es la limpidez con que su alma se refleja en sus escritos-, quienes la frecuentan caen inevitablemente en las redes de su encanto. Es uno de los autores que, pese a la distancia de siglos, de costumbres, de mentalidad, de sensibilidad que nos separan, es imposible no amarlo. Su personalidad, recia y delicada, no necesita construirse; surge espontáneamente como por arte de magia.

1. 3     Monje, prior y abad de Bec


Ingresó en el monasterio de Bec a los 26 años y un año más tarde tomó el hábito benedictino, entregándose fervorosamente al cumplimiento de sus nuevas obligaciones. “Procuraba emular con todo cuidado la vida de los monjes; es más, su conducta era tan ejemplar que todo el que deseaba aprovechar en la religión, encontraba en su vida mucho que imitar. Y así, adelantando de día en día durante tres años, era muy estimado y honrado”[12]. Fueron tres años de silencio y oración, de formación intensa, de profundización de la vocación monástica. Bajo la dirección del abad Herluino y, sobre todo, del prior Lanfranco, hombre “lleno de bondad y eminente en piedad y en sabiduría”[13], en quien Anselmo confiaba plenamente, hizo grandes progresos.

Anselmo sucedió a Lanfranco como prior de Bec y su nombramiento causó cierto revuelo en el monasterio, ya que “algunos compañeros rivales vieron con malos ojos que fuera elevado a ese puesto quien era inferior a ellos en el orden de profesión…”[14]. Sucedió a Lanfranco no solo como prior, sino también al frente de las escuelas. El estudio y la enseñanza, junto con la dirección espiritual, ocupaban gran parte de su tiempo.

La discreción, la sabiduría y la piedad del nuevo prior se divulgaron pronto. “Su buena fama vino a extenderse no solo a Normandía, sino también a toda Francia, a Flandes y hasta Inglaterra, lo cual hizo fluir hacia él toda clase de gentes, nobles, clérigos y militares, que entregaron sus personas y sus bienes al monasterio en servicio a Dios, con lo cual vino a aumentar mucho el monasterio en número y riqueza”[15].

Al morir el abad fundador Herluino en 1078, por voz unánime, eligieron a Anselmo, y confesaba que nunca hubiera consentido en ser abad si Mauricio, venerable obispo de Rouen, no le hubiese mandado por santa obediencia. En calidad de abad, siguió la misma conducta que había adoptado siendo prior, haciéndose amar por todos como un padre. Bajo su gobierno abacial, el monasterio de Bec continuó su espectacular crecimiento en todos los órdenes. En 1070 Lanfranco había sido promovido a la sede primada de Canterbury. Recurrió enseguida a sus hermanos de Bec para reforzar y reformar diferentes prioratos catedrales. Los grandes señores normandos hicieron al monasterio espléndidas donaciones de tierras e iglesias, tanto en Normandía como en Inglaterra. Anselmo tuvo que visitar repetidamente las numerosas dependencias inglesas de su abadía, y aprovechaba la ocasión para reunirse con Lanfranco, a quien seguía venerando como a su padre espiritual.

1. 4     Arzobispo de Canterbury


Anselmo recibió la ordenación episcopal el 6 de diciembre de 1093. Se distinguió por el sentido del deber, la fidelidad a la Santa Sede, su adaptación a la idiosincrasia y a la cultura inglesas -cosa más bien rara entre los prelados normandos- y la defensa inquebrantable de la libertad de la Iglesia. Soportó dos destierros, de tres años cada uno, decretados por los reyes Guillermo el rojo y Enrique Beauclerc. Su gran consuelo fue participar en la vida monástica de su priorato catedral de Christ Church y, durante los largos períodos de exilio, de las abadías de Bec, Cluny, la Chaise-Dieu y otras.

Continuó siendo esencialmente monje y maestro de monjes. “Algunos le han criticado -escribe Eadmero- de haber llevado hasta la indiscreción el cuidado de conservar las virtudes monásticas y de vivir más bien como monje en el claustro que como primado de una gran nación, y yo mismo he compartido a veces esta opinión. Era su humildad, su inmensa paciencia, su abstinencia excesiva lo que le hacían acusar y condenar”[16]. Anselmo, que “no despreciaba a nadie y no desdeñaba de dar cuenta de su conducta a los que le pedían explicaciones”[17], no ocultaba su nostalgia del monasterio en que habían transcurrido felizmente tantos años de su vida. El testimonio de su biógrafo es firme e irrecusable: “Puedo asegurar, con mucha verdad, que muchas veces le he oído decir que prefería vivir en un monasterio, entre los niños temblando ante la vara del maestro, que estar al frente de la Iglesia de Inglaterra”[18].

En 1106 regresó victorioso del segundo exilio a su sede primacial por poco tiempo, ya que su vida se acababa. Murió el 21 de abril de 1109. Al anunciarle que se acercaba su fin, replicó que, si era la voluntad del Señor, obedecería de buen grado; “pero si quisiera dejarme entre vosotros hasta que termine una cuestión que me trae a vueltas el espíritu, relativa al origen del alma, le quedaría muy agradecido, porque yo no sé si se encontrará alguien que se ocupe de ello una vez que yo muera”[19]. Es una anécdota muy reveladora de la personalidad de San Anselmo.

2      El escritor

           La obra literaria es compleja y rica. Comúnmente se la divide en dos categorías: tratados especulativos, que apasionan por igual al filósofo y al historiador del pensamiento, y los escritos “espirituales”, “devotos” o “afectivos”, oraciones y meditaciones en los que Anselmo deja expansionarse su corazón. Su vida y su obra forman una sola cosa, una especie de poema compacto, coherente y armonioso. La mayor parte de sus escritos, aun los más especulativos y los compuestos siendo arzobispo, fueron solicitados por sus amigos y, a menudo, elaborados en un clima monástico. Anselmo, prior y luego abad, habla con los monjes o a los monjes, y algunos, los más allegados espiritualmente a él, a sus “amigos”, le piden que escriba sobre tal o cual tema, en primer lugar sobre Dios.

         La extensa correspondencia anselmiana –estudiada, actualmente, en profundidad- se ha revelado como una nueva fuente de información para conocer mejor su personalidad y espiritualidad, el contexto histórico, social y eclesial de la Edad Media.

         Sus dos escritos más “teológicos”, en el sentido etimológico de la palabra, son el Monologion (1076) y el Proslogion (1077-1078). El Monologion es su primera obra, conocida bajo el título de Exemplum meditandi de ratione fidei. En él, Anselmo busca expresar su fe de manera racional para hacerla accesible a todo cristiano. Y el Proslogion -nombre escueto y erudito que substituyó el título primitivo del tratado: Fides quarens intellectum-, es la continuación del Monologion, donde expresa su deseo de ver a Dios y el fracaso de esta búsqueda por culpa del pecado. “El Proslogion no es tan solo la obra de un gran pensador, es también el testimonio de una vida enamorada de Dios”[20]. Es el libro más representativo.

Entre 1080-1090 escribió y publicó juntos tres libros que él llama “tres tratados que se pueden aprovechar para el estudio de la Sagrada Escritura”. El De Veritate: entrega una definición de la verdad y de la justicia. El De Libertate arbitrio: el hombre es un ser libre que usó mal de la libertad cometiendo el pecado. ¿Cómo puede un ser creado para el bien y el amor ser esclavo del pecado?, se preguntará en el De Casu diaboli. Esta parte del ser humano él la llama la ‘rectitud’ (rectitudo). En 1092, la Epistola de Incarnatione Verbi, va dirigida contra el famoso nominalista Roscelino, canónigo de Compiègne, que sostenía que las tres Personas divinas son como tres almas. Y entre 1094-1098, siendo Anselmo arzobispo primado de Inglaterra, el Cur Deus homo, concluido en el destierro. Como se deduce del Prólogo, responde a la solicitud hecha por los discípulos, sobre todo por Bosón, el interlocutor de la obra. En efecto, ha sido escrita en forma de diálogo. Tal vez la ocasión próxima ha sido provocada por una Sentencia de la Escuela de Laón titulada también Cur Deus homo que afirmaba que el motivo de la Encarnación era liberar a la humanidad del dominio del diablo Estas son las principales obras de tipo filosófico-teológico, que él definió con la famosa frase: Fides quaerens intellectum, puesta al frente del Proslogion, “la fe que busca entender”. Movido por sus discípulos y amigos, Anselmo intenta penetrar el misterio de Dios y de los dogmas cristianos, aunque sea solamente un poquito. La necesidad y utilidad concreta de sus hermanos movían su pluma.

          Escritos “piadosos”: Eadmero nos informa sobre las Orationes sive meditationes. Dice que las “compuso según el deseo y petición de sus amigos”, y el que se sirva de ellas, “sacará mucho provecho y gozo”[21]. Las Oraciones y meditaciones obtuvieron un gran éxito[22]. Fueron redactadas y publicadas “para excitar el espíritu del lector al amor y temor de Dios y al examen de sí mismo”, como se advierte en el prólogo. Escribió, además, numerosas cartas, las más de ellas en respuesta a otras en demanda de consejo”[23]. Es interesante comprobar que unas 220 de las conservadas tienen por destinatarios a monjes o monjas, y unas 40 de las restantes tratan de temas monásticos.

          El epistolario anselmiano representa un intento de objetivación de muchos datos de una experiencia que, en el fondo, es incomunicable e incomprensible desde diversos aspectos. Pero, en cualquier caso, para Anselmo su alcance es indiscutible: la experiencia de Dios tiene un carácter grandioso, por cuanto el hombre participa en una dinámica divina infinita que concierne al alma y al cuerpo, y que no termina en una exterioridad vacía, sino en la interioridad y en el corazón humano.

          El pensamiento espiritual está delineado fundamentalmente por su visión teológica total y especialmente escatológica de la vida cristiana. Pero su visión escatológica es, sin duda, el origen de su seguridad y libertad, que resulta a la vez liberadora e inspiradora en muchos aspectos, en el modo de hablar del alma y del cuerpo sin miedos ni complejos.

                                                                La enseñanza anselmiana se muestra práctica y concreta, directa y personal, presta atención al alma, pero también al cuerpo, es espiritual y humana. Su estilo persuasivo, el lenguaje del deseo, la llamada a la experiencia interior, la profundidad del mensaje, su concepción de la vida monástica y la amplitud de los destinatarios son características de su correspondencia, que contribuyeron ya en su contexto a la renovación de la vida cristiana en la Iglesia del siglo XI.

3      Místico y pensador

Hoy se tiene por seguro que la doctrina anselmiana no solo se fundamenta en la fe, sino en una profunda experiencia de la fe[24] que la expresa de un modo altamente místico y poético. Él es, esencialmente, un monje, un contemplativo que lo ha dejado todo, movido, aguijoneado por el deseo de Dios, de conocerle, de verle, de unirse a él.

“Todo su pensamiento se organiza y desarrolla en el horizonte existencial de esta preferencia”[25]. Como monje benedictino, es un profesional de la búsqueda de Dios, y no se plantea otro fin que el de animar a sus lectores a buscar a Dios hasta hallarle, en la medida en que esta experiencia se compadece con la condición humana.

                                                                En el umbral del Proslogion leemos esta plegaria: “Que te busque, Señor, deseándote, te desee buscándote, te encuentre amando”[26]. Y al final: “Te suplico, Señor, que te conozca, que te ame, para que goce de ti. Y si no puedo realizarlo plenamente en esta vida, que al menos progrese día a día hasta que llegue la plenitud. Que aumente aquí en mí tu conocimiento, y allí sea perfecto; crezca tu amor, y allí sea total, para que aquí mi alegría sea grande en la esperanza, y allí, cumplida en la realidad”[27].

                                                                A primera vista, la Palabra de Dios representa un papel muy secundario en las obras filosóficas de Anselmo. Apenas la cita alguna que otra vez. Sin embargo, están llenas de reminiscencias de la Escritura y de los Padres. En las cartas se apela constantemente a su autoridad, siendo algunos párrafos verdaderos mosaicos de textos bíblicos. En realidad, el pensamiento anselmiano está totalmente impregnado de cultura bíblica, iluminando constantemente a sus escritos la Palabra de Dios.

                                                                La Biblia, la liturgia, los Padres, la doctrina tradicional de la Iglesia, constituyen el humus que nutre sus lucubraciones. Su investigación racional se realiza en el interior de una existencia cristiana desbordante de fe y de amor de Dios. Bien enraizado en la fe, profundo conocedor de la Escritura, Anselmo es un pensador moderno y original. No teme a la razón, a la especulación, como otros monjes de su tiempo. Como escribe acertadamente Ives Cattin, es “hombre que tiene bastante fe en la Palabra de Dios para pensar con libertad”[28].

                                                                Toda la vida de San Anselmo está animada por un único deseo: ¡ver a Dios! Y los dos procesos que desarrolla para lograr el objeto sublime de su deseo, el “afectivo” de la conversión del corazón, que aparece de manera especial en sus Oraciones y meditaciones, y el “dialéctico” de los tratados teológicos con rigurosa concatenación de “razones necesarias”, están más relacionados entre sí que lo que muchas veces se ha pensado. Ambos están presentes al mismo tiempo y cada uno reclama su parte, lo que origina cierto dramatismo[29]. El místico quisiera contemplar aquí y ahora la belleza de Dios, escuchar su armonía, oler su perfume, gustar su sabor, tocar la suavidad de su substancia, pero no le es posible. Ver, gustar, sentir a Dios son vocablos propios de la terminología mística. El amor y la esperanza ocupan el espacio que media entre la fe inicial y la visión beatífica, y llenan de algún modo el vacío del alma, que únicamente al entrar en el gozo de su Señor verá colmados sus deseos[30].

4      El amor, la amistad y la oración

- El amor. El lugar concedido al amor y a la alegría de amar es la contribución más importante de Anselmo a la espiritualidad medieval.

Amar es su deseo más ardiente. Quiere y sabe que debe amar, y sufre porque es incapaz de amar tanto como quisiera y debiera. Especialmente sus Oraciones y meditaciones, nos proporcionan abundante y precioso material para bucear en lo íntimo de su personalidad amante. En su oración segunda, por ejemplo, la dirigida “a Cristo cuando el alma quiere arder en su amor”. Empieza por recordar sus beneficios, tantos y tan gratuitos.

La evocación de la pasión, de los latigazos, de la muerte en cruz del Señor, así como también de su resurrección y ascensión, alimenta el sentimiento de tristeza del desterrado lejos del amado.

Acuden a sus labios versículos del Salterio, que como todo monje de aquel tiempo sabe de memoria, para balbucear su pena, sus quejas y también su esperanza; pues la Escritura reaviva siempre la esperanza en el corazón humano.

“Joya de la literatura espiritual”[31], la oración 16 “a santa María Magdalena”, reúne en un ramillete exquisito todos los temas preferidos de la espiritualidad anselmiana: la compunción, las lágrimas, el “deseo de la patria celestial”, “el disgusto del exilio en esta tierra”, el amor ardiente, invicto. Anselmo, evidentemente, se identifica con María Magdalena: llora sus pecados, busca al Señor, nada le importa más que el amor.

La primera de las meditaciones se titula “meditación para despertar el temor”. Como escribe Yves Cattin, en realidad se trata de una escenificación dramática -e incluso, para nuestro gusto, melodramática- del deseo amoroso de Dios. Su vocabulario es enteramente afectivo, e incluso violentamente afectivo. Late en estas páginas un deseo a ratos desesperado, a ratos esperanzado, loco, infinito. La meditación es “una carta de amor” que sólo puede parecer ingenua a los que desconocen el sufrimiento de amar. Pero es también “una carta feliz” que expresa la certidumbre del hombre de ser amado, incluso en lo que él todavía no ama: las tinieblas del pecado.

“…Si reflexionamos atentamente en todo esto, veremos que tenemos que alegrarnos más del afecto para con los demás que del afecto de los demás para con nosotros. Por no pensar en ello, muchos desean más ser amados que amar”[32].

- La amistad. Se ha dicho que Anselmo fue “el hombre de su siglo más dotado para la amistad”[33]. Eadmero ha llamado repetidamente la atención sobre esta faceta relevante del santo: “se exhalaba de toda su conducta cierta suavidad seductora que inclinaba a todo el mundo a buscar su amistad e intimar con él…”[34].

Tuvo un sinfín de amigos que pertenecían a todos los estados de la sociedad. La mayoría y los más íntimos eran monjes, a menudo monjes jóvenes; Anselmo procuraba que sus discípulos fueran al mismo tiempo sus amigos. Para él la amistad “es esencialmente amor, affectus; un amor mutuo del que los amigos son mutuamente conscientes…”[35]. Es la amistad un don y un mandamiento de Dios. Es una virtud, un mérito. Él quisiera verla cultivar muy especialmente por sus discípulos y se esfuerza en formar en ellos las “virtudes amables”, las que hacen al hombre de buena voluntad. “Este concepto es central en el pensamiento de Anselmo, contiene todos los otros elementos de su ideal de amistad: el objeto de la amistad es formar al amigo en la nobleza de carácter y el amor de Dios”[36].

Anselmo tiene un concepto muy alto de la amistad. Su fuente es el mismo Dios, puesto que lo es del amor, y la amistad es un género del amor. El amor es objeto de un mandamiento. “Tú mandaste a tus amigos que se amaran mutuamente”, dice Anselmo en su oración a Jesucristo “por los amigos”. La amistad es un medio de ascender hasta Dios, como aparece claro en la misma oración.

En la doctrina sobre la amistad que se desprende de numerosos textos anselmianos, hay un punto que debe señalarse. La amistad, como todo amor auténtico, debe ser racional, basarse en la realidad. En una de sus cartas leemos: “Cuando considero que no me amáis sino porque juzgáis que soy alguna cosa, cuando no soy nada, entiendo que no amáis a una persona vil y despreciable ante Dios y los hombres, que es lo que soy, sino a un varón esforzado y virtuoso, lo que no soy”[37]. La misma idea se repite en muchos textos, ya que Anselmo no quiere ser amado por lo que no es.

No exagera Julián Alameda cuando escribe: “Pocas almas ha habido en el mundo que hayan sentido la amistad con tanta fuerza, con tanta finura y tanta elevación como Anselmo”[38].

- La oración. Anselmo no redactó ningún tratado teórico de la oración, pero su obra en general y sus Oraciones y meditaciones en particular, nos proporcionan gran número de elementos con los que es posible reconstruir su pensamiento sobre este punto capital de la espiritualidad cristiana.

Que San Anselmo fue un hombre de oración, salta a la vista de quien lee siquiera algunas de sus páginas. Más aún, parece incuestionable que es acreedor de figurar entre los más grandes orantes de la historia. Realizó, sin duda, el gran ideal de la tradición monástica más acendrada: la oración continua. Toda su vida y toda su obra están enmarcadas por la oración, impregnadas de ella.

Sus amigos y discípulos no ignoraban que Anselmo poseía en grado eminente el arte de hablar con Dios y con los santos, y le pidieron que les enseñase a orar. Obedeció y lo hizo, pero no con normas, ni proponiéndoles teorías, ni tampoco redactando fórmulas de oración que pudieran recitar, sino invitándoles a orar con él. Tal es el origen y la naturaleza de su Oraciones y meditaciones, como él mismo nos lo hace saber en el prólogo. Sus oraciones son, evidentemente, personales, pero en modo alguno pueden tacharse de puro subjetivismo y piedad individualista. Ricas en doctrina y espíritu litúrgico, en íntima relación con el opus Dei y la lectio divina, poseen un carácter eclesial y católico.

Toda la oración de Anselmo gira alrededor de dos polos: uno, el sentido profundo, vivísimo de la propia miseria, y el otro, una confianza sin límites en la misericordia divina, sobre todo, pero también en el poder de intercesión de quienes velan por él en el cielo: la Virgen María y los santos más destacados en la liturgia de la Iglesia o de su particular devoción.

Las tres oraciones marianas merecen especial atención. En ellas confluyen la doctrina y la piedad, la solidez de la mariología más genuina con la ternura filial. Anselmo alaba a María, proclama a voz en grito sus incalculables merecimientos y sus excelsas virtudes, venera su dignidad única de Madre de Dios y de los hombres. Como verdadero enamorado de María, la cubre de flores teológicas y de piropos poéticos: “reina de los cielos”, “señora del mundo”, “madre del que ilumina mi corazón”, etc.

Con la marca de su genio, Anselmo, en esta como en otras materias, es una cumbre y un guía que señala nuevos derroteros a la teología y a la devoción. Hoy como ayer, y seguramente en el futuro, seguirá ayudando a quienes descubran el magisterio del gran benedictino del siglo XI.

5      Conclusión

Podría concluir este pequeño esbozo de la egregia figura de San Anselmo, diciendo, que él es una de las mayores personalidades de la Edad Media: gran maestro de escuela, monje profundamente unido al valor de la oración y de la contemplación, sabio hombre de gobierno e incansable defensor de la libertas ecclesiae de inspiración gregoriana, extraordinario en su capacidad especulativa que lo convierte en uno de los mayores teólogos cristianos. Él es todo esto, pero lo que da unidad y dinamismo a su personalidad es la mística, como ha escrito A. Stolz (y con él R. Roques).

Este “Padre de la Escolástica”, como se le ha llamado, está animado de “la fe que busca a la inteligencia” que caracteriza a la auténtica teología. Partiendo del “dato revelado”, base inquebrantable de certeza, razona, argumenta y demuestra a fin de probar lo bien fundado de las verdades enunciadas, y en lugar de dejar a los espíritus en la creencia ciega, los conduce al descanso en la luz.

Cronológicamente, San Anselmo aparece entre San Agustín y Santo Tomás, intermediario -lógicamente- entre estos dos grandes genios y apenas inferior a ellos. Teólogo-filósofo por su estudio racional del dogma, prosiguió lo que el primero había preparado, y así, abrió el camino a todo lo ancho para el segundo.

Menos brillante que esos dos astros del firmamento de la Iglesia, sin embargo, como declaró San Pío X, fue “poderoso en obras y en palabras, y sobre el océano de las almas brilla como un faro de doctrina y de santidad”.
Sin duda, Anselmo es el mejor exponente del monacato del s. XI, pero también es, sobre todo, el mejor resultado de la reforma de la Iglesia que se inspira en el papa Gregorio VII.
Mientras que la tradición monástica que lo precede desarrolla una teología que es fundamentalmente una exégesis de la Biblia, él quiere construir una teología que sea también una racional argumentación sobre las verdades bíblicas, o incluso prescindiendo de ellas.

Sobre la tradición benedictina ejerció un fruto logrado, espléndido. Él es una cumbre, la más bella figura benedictina de su tiempo y una de las más bellas de todos los tiempos, que ha merecido la pena -dentro de la brevedad exigida- estudiar. No fue en vano un hombre para los demás. Pasó a la historia como el representante de la tradición benedictina “en lo que ésta tiene de más simple y de más clásica, y, por lo mismo, de más duradera”[39]

Que el Señor, nos conceda -como se lo concedió a este gran santo- investigar y enseñar las profundidades de su sabiduría, y haga que nuestra fe, ayudada por el entendimiento, haga que le lleguen a ser dulces a nuestro corazón las cosas que nos manda creer. Y que también, como él, seamos siempre valientes, luchando por la libertad de la Iglesia.

Y quiero terminar con esta preciosa oración de éste gran santo: “Te ruego, Señor, que te conozca y te ame para que encuentre en Ti mi alegría”[40].

   Hna. Florinda Panizo



[1] Todo lo que sabemos de los primeros años de Anselmo se lo debemos a Eadmero, que fue su discípulo, secretario y colaborador.
[2] Eadmero, Vita Anselmi 1, 4.
[3] Meditación para excitar el temor, en Oraciones y meditaciones, 20.
[4] Vita Lanfranci:ed. J. A. Giles, Lanfranci opera, t. 1 (Londres 1844), 260).
[5] Vita Anselmi 1, 7.
[6] La bibliografía sobre San Anselmo es muy extensa. Como primera iniciación puede servir la síntesis de B. Calati, Anselmo d’Aosta: BS 2, 1-21. J.-R. Pouchet ha formado y presentado una excelente antología de textos anselmianos en Saint Anselmo: un chrétien cherche à comprende (París 1970).
[7] La literatura, 730.
[8] Ibid., 731.
[9] J. R. Pouchet, Anselmo di Aosta: DIP 1,673-681.
[10] J. Leclercq, Spiritualità, 275.
[11] France: DS 5, 833.
[12] Eadmero, Vita Anselmo 1,8. Las Consuetudines Becdenses, editadas por primera vez por Marie Pascal Dickson, en el CCM 3, 2 (Siegburg 1967), nos dan una idea bastante aproximada de la vida monástica que se practicaba en Bec.
[13] Eadmero, Vita Anselmi 1,5.
[14] Eadmero, Vita Anselmi 1,12.
[15] Eadmero, Vita Anselmi 1,10.
[16] Eadmero, Vita Anselmi 2,17.
[17] Ibid.
[18] Ibid. 2,8.
[19] Ibid.2, 72.
[20] Y. Cattin, L’amour exilé, 270.
[21] Vita Anselmi 1,11.
[22] Las ediciones antiguas contienen 22 meditaciones y 75 oraciones (cf. PL 158, 709-1016). La crítica ha demostrado que la mayor parte de estos textos no eran auténticos. F. S. Schmitt sólo ha retenido 19 oraciones y 3 meditaciones en su espléndida edición de la obra anselmiana. Cf. S. Anselmi opera, t. 3, (Edimburgo 1946), 1-91.
[23] Eadmero, Vita Anselmi 1,27.
[24] Véase especialmente los análisis perspicaces de Y. Cattin, La preuve de Dieu. Introduction à la lecture du Proslogion de Saint Anselmo de Canterbury (París 1986).
[25] Y. Cattin, L’amour exilé, 171-172.
[26] San Anselmo, Proslogion 1.
[27] Ibid. 26.
[28] Proslogion et De veritate: “Ratio, Fides, Veritas”, en Les mutations socio-culturelles au tournant des XIe-XIIe siècles (París 1984), 608.
[29] Lo puso de relieve H. de Lubac analizando el capítulo 14 del Proslogion, en Spicilegium Beccense (París 1959), 295-312.
[30] Proslogion 2.
[31] Cf. V. Saxer, Anselmo et la Madelaine, en Les mutations socio-culturelles au tournant des XIe-XIIe siècles (París 1984), 365-382.
[32] Vita Anselmi 1, 41.
[33] A. Fiske, Saint Anselm, 259.
[34] Vita Anselmi 1, 51.
[35] A. Fiske, Saint Anselm, 262.
[36] Ibid. 264.
[37] Ep., 71.
[38] J. Alameda, en Obras completas de San Anselmo, t. 1 (Madrid 1952), 75-76.
[39] J. Leclercq, France: DS 5, 833.
[40] Cf. Proslogion cap. 14.

2 de julio de 2016

Domingo 14 del Tiempo Ordinario - Ciclo C-

          
  
        “La mies es abundante y los obreros pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies”. Jesús, durante su ministerio, sentía la urgencia de suscitar personas idóneas para que el anuncio del mensaje de salvación fuera proclamado. En el primer envío de discípulos aparece ya esbozada la tarea que después será confiada a la Iglesia. Los años de evangelización transcurridos hasta hoy no han resuelto la preocupación de Jesús.

Pequeña grey llamaba Jesús al reducido grupo de sus discípulos, y aunque la Iglesia de hoy cuente millones de fieles, de hecho no es sino una minoria en el conjunto de la  humanidad, que en buena parte vive de espaldas al mensaje cristiano. Y además, por si no bastase, los creyentes en Jesús aparecemos desunidos, divididos, haciéndonos guerra unos a otros, pretendiendo tener el monopolio de la verdad. 

Por esta razón, el discurso del evangelio de este domingo, propuesto a los primeros setenta y dos discípulos enviados en misión, continua teniendo vigencia y, en cuanto cristianos, deberíamos hacerlo nuestro y convertirlo en regla de vida. Jesús invita a ponerse en camino y esta invitación puede estimular a quienes viven confiados por saberse herederos de una antigua y sólida tradición, pero que de hecho se va esfumando ante el agnosticismo y la indolencia generadas por la sociedad de consumo en que vivimos.

            Si se acepta superar la inercia que impide seguir a Jesús, aparece otra dificultad: “Os mando como corderos en medio de lobos”. No  nos invita a una marcha triunfal sino a enfrentarnoscon una enorme indiferencia capaz de desanimar al más dispuesto. Para el que está convencido de la llamada de Jesús, la dificultad no lo detiene, más bien lo estimulan.

            También pueden enfriar nuestro entusiasmo las exigencias que Jesús considera necesarias para hacer creible la misió, como son no llevar talega, ni alforja, ni sandalias. El testigo del evangelio debe imitar a su Maestro en el desprendimiento, en no atesorar bienes materiales. Esta condición para el anuncio del evangelio a menudo ha sido olvidada o, incluso, se ha tratado de interpretar y acomodar para quitar dureza a la palabra de Jesús y hacer más llevadero el yugo de Jesús. Y así se ha generado Indiferencia o desprecio hacia la Palabra de Dios.

            El discípulo que se esfuerza en anunciar el evangelio ha de ser  portador de paz, no de confrontación. Ha de esforzarse para entrar en diálogo, para compartir con los hermanos, para ofrecerles gestos de amor y comprensión, a fin de que entiendan a través de las palabras y de los gestos que el Reino de Dios está cerca, que el Señor está a la puerta y llama y que urge abrirle para dejarle entrar.

            Este discurso de Jesús se refiere ante todo a aquellos discípulos que fueron enviados por él mismo para prepararle el camino. Pero todos los que hemos sido bautizados y confirmados estamos llamados a ser sus testigos, a ser evangelizadores en vista del Reino, cada uno en su propia situación concreta, según sus posibilidades. La razón última de esta exigencia la encontramos en la cruz de Jesús, como recordaba hoy el apóstol san Pablo. Jesús se ha entregado a la muerte y a la muerte de cruz para librarnos del pecado y de la muerte, para hacernos hijos de Dios y así poder tener parte en su vida. Esta es la buena nueva que Jesús ha venido a ofrecer a todos los hombres, sin distinción de raza, lengua o cultura y espera de nosotros que la creamos, que la traduzcamos en nuestra vida cotidiana, que la comuniquemos a toda la humanidad.


            Que el Espíritu que nos ha reunido aquí esta mañana nos sensibi-lice para recibir el mensaje de Cristo y nos disponga a ser portadores del mensaje, de modo que los que no creen, a través nuestro puedan también acercarse a Cristo.